22

Cuando tenía nueve años me perdí en la estación de Termini. Habíamos ido a recoger a Fabiola, que volvía de una excursión del colegio a Florencia, y el director había escogido viajar en tren porque en aquella época muchos autocares turísticos habían sufrido accidentes terribles. Mamá llevaba a Valeria cogida fuertemente de la mano, ella se quejaba, ya entonces con ese carácter de armas tomar: «Me la vas a triturar; será mejor que me tire al tren, si se me cae la mano al menos no será por tu culpa». Papá le sonrió y le aseguró que existía un pegamento especial para pegar las manos de las niñas. Pero que tuviera cuidado, porque si mamá le cortaba la lengua, no había pegamento que la pegara.

Mientras, como siempre, ellos se pinchaban el uno al otro, yo había salido a la plaza exterior para ver el reloj que indicaba cuánto tiempo faltaba para el año 2000. Esa cuenta atrás me parecía muy misteriosa, no sabía si tenía que tomármelo como un final o como un principio. El hecho es que, cuando me encontraron, empecé a temer que no iba a llegar al 2000, después de la regañina de mamá y papá.

Ahora estoy en el atrio principal de la estación de Atocha y no puedo apartar los ojos de las palmeras que se alzan hasta casi tocar el techo de hierro. La atmósfera es mágica y de repente me parece que he sido transportado a un paraíso tropical.

—Ostras, parece un jardín botánico —balbucea Gio, asombrado.

—Efectivamente, lo es —dice Elena—. Hay más de siete mil doscientas plantas y doscientas sesenta especies distintas. Con el paso de los años mucha gente ha ido dejando aquí a sus animales exóticos y ahora se pueden encontrar muchas tortugas, peces y loros.

Recorremos esta selva metropolitana y quedamos fascinados, por todas partes se esparce el trino de los pájaros, y por un momento me parece que todo esto esté aquí para infundirme esperanza. Dentro de poco volveré a ver a María…

—Desde aquí salen los trenes de alta velocidad. Mientras que, del otro lado, los de recorridos más cortos —nos explica Elena.

Proseguimos a lo largo de los andenes, se ve que la estación ha sido remodelada hace poco, está muy cuidada y todo funciona a la perfección. El parpadeo de un cartel luminoso me recuerda por un instante el asteroide que impactaba en la estación en Armageddon. Fuego, llamas, destrucción… Pero por suerte es solo el letrero de un restaurante, nosotros estamos sanos y salvos y a punto de partir hacia un destino que no conozco. Para ir a construir un amor, en vez de para crear destrucción. Me basta solo con eso para notar la adrenalina a mil por hora.

—El nuestro es el que va a San Sebastián, tarda poco más de cinco horas en llegar.

Por fin descubrimos la meta secreta.

—¿San Sebastián? ¡Entonces, allí es donde está María! —exclamo, sorprendido y feliz al mismo tiempo.

Elena asiente con aire satisfecho y luego añade:

—Bueno, ella se encuentra en Hondarribia, nuestra ciudad del amor, a unos quince kilómetros de San Sebastián.

Gio y yo nos miramos incrédulos: ¿está bromeando? ¿Es una alusión a las historias que nacerán allí entre María y yo y Elena y Gio? ¿Ya sabe ella que tendrá un futuro con mi amigo?

Intento tomármelo en broma.

—Ya ves, si hasta hace poco Gio pensaba que Hondarribia era el lugar donde se fabricaban las motos…

—¿Yo? Oye, que tampoco soy tan ignorante. Además, sabía antes que tú adónde teníamos que ir, ¿verdad, Elena? Y ya me he documentado en la guía.

¡Joder, a ver si va a estar enamorado de verdad! Nunca lo he visto tan atento y curioso. No, si al final se convertirá en el guía turístico perfecto. Es irrefrenable, ahora se ha puesto a leer en voz alta:

—«Hondarribia es un municipio español de 15.044 habitantes situado en la comunidad autónoma del País Vasco. Está situado justo en la frontera con Francia… Conserva restos de murallas (siglo XV) con algunos poderosos baluartes de la segunda mitad del siglo XVI…»

—Está bien, Gio, ya vemos que has estudiado —le digo guiñándole el ojo, y Elena añade:

—Y también es conocida por la belleza de las muchachas del lugar; estaréis contentos, ¿no?

—La verdad, yo no miro mucho a las chicas últimamente, me he tomado un tiempo de reflexión.

Gio es realmente incorregible, cuando se pone es un excelente actor… ¿O lo estará haciendo en serio?

Subimos a nuestro compartimento y casi no tenemos tiempo de sentarnos cuando el tren arranca. Salimos de la estación de Atocha en pocos segundos y es espectacular ver la cantidad de vías que se cortan, se cruzan, se mezclan para llegar todas al mismo punto, y desde allí volver a salir luego hacia quién sabe qué ciudades. Me parece la maqueta que tenía de niño, multiplicada por cien, por un millón. Un entramado de hierro, técnica y majestuosidad. El tren enseguida coge velocidad, se aleja raudo de la estación.

Miro esta ciudad que nos ha acogido tan bien mientras se aleja. Me viene a la cabeza que Madrid ha sido el primer paso hacia María y siento una emoción fuerte, como cuando de pequeño te despertabas la mañana de Navidad con la alegría de descubrir los regalos bajo el árbol. Eso es, dentro de pocas horas abriré mi paquete, y espero de verdad encontrar ese instante de felicidad que tanto he soñado durante estas semanas. Por un segundo pienso que, si la vida se detuviera como en una imagen congelada, podría quedarme durante horas degustando la embriaguez de ese momento, el dulce sabor de un sueño con los ojos abiertos.

Gio, en cambio, ya está con la mente en otra parte, trastea el iPhone en busca de respuestas inmediatas.

—Pues bien, Google Maps dice que San Sebastián está a unos cuatrocientos cincuenta kilómetros: deberíamos llegar en cinco horas y media.

Elena lo mira con una expresión mitad maliciosa y mitad gruñona.

—Eres de los impacientes, ¿eh? Si he elegido viajar en tren y no en coche es porque quería tomármelo con calma…, pero también para conocer mejor a quien tengo delante.

—Si es por eso, pregunta lo que quieras, estoy dispuesto a satisfacer cualquier curiosidad que tengas —dice Gio, guardándose el móvil en el bolsillo—. Me refiero a que… a mí también me gusta conocer a la gente que me rodea. Imagínate, anoche me puse a hablar con un vagabundo debajo del hotel.

Elena sonríe, ya ha averiguado qué clase de persona es, pero hay algo que todavía se le escapa: si Gio bromea o habla en serio. Debo admitir que a veces hasta yo me planteo la duda. Mientras tanto, le suena el móvil.

—¡Hola, cariño! Sí, hemos subido al tren. Todo bien.

Gio casi ha palidecido, le ha bastado con oír «Hola, cariño» para que se le enciendan todas las alarmas. Los celos lo consumen.

Elena cuelga. Un suspiro afectuoso.

—Myriam, Myriam Fernández, mi ayudante. Sin ella estaría perdida.

La noticia no alivia a mi amigo; es más, reaviva su recelo. Veo que está a punto de decir algo cuando la música que empieza a sonar de fondo en el tren, de alguna manera, lo frena.

Es un flamenco fusión muy relajante. Elena sigue el ritmo moviendo los hombros y cerrando los ojos de vez en cuando.

—Es pre-cio-sa —dice Gio separando las sílabas como un pez en el acuario.

Su princesa abre los ojos y se aparta el cabello como solo las chicas españolas saben hacer.

—Cuando volvamos a Madrid quiero llevaros a Pachá, es una discoteca con una decoración muy particular, al más puro estilo art déco. Solo se puede entrar con pase, pero conozco a alguien del ambiente… Estoy segura de que os asombrará. Un sitio, como decimos nosotros, muy chulo. —Después me mira y me guiña el ojo—. ¡A lo mejor podemos ir con María!

—Sí, a lo mejor… —digo. Y en el mismo instante en que respondo trago saliva, intento hacer bajar ese extraño nudo en la garganta. Siento que la euforia se transforma en tensión. Como siempre, a medida que las cosas se acercan, empiezo a tener miedo de no poder conseguirlas.

Gio, en cambio, no tiene ninguna inseguridad: si por él fuera, Elena no se la quitaría ni un ejército entero. Lo veo por cómo la mira, por cómo sigue su cuerpo sinuoso, que se balancea al ritmo de la música. Elena advierte la caricia de esa mirada.

—¿Te gusta bailar? —casi lo provoca.

—Mucho…

Gio me mira haciendo como si nada, pero me implora que me calle con una ceja medio alzada: ambos sabemos que está mintiendo.

—En Roma no me pierdo una inauguración. Cuando abre algún local nuevo, allí estoy yo. Incluso fui a la inauguración del Gay Village en junio. —Gio se ha dejado llevar por la fantasía y ahora se muerde la lengua, le da miedo que lo malinterprete. Mira que es idiota—. O sea…, bueno…, porque… sí, es un sitio como cualquier otro.

—Y, sin embargo, al verte una diría… —Elena hace una pausa que casi parece estudiada. Gio empieza a sudar. ¿Qué diría?— que te gusta más mirar cómo bailan los demás que bailar tú.

Nuestra cupido ha dado en el blanco: Gio está desnudo a sus ojos. Lástima que no estén los dos solos en un atolón tropical, porque a él le falta poco para arrancarse la ropa que lleva, dispuesto a convertirse para siempre en su esclavo, como en la canción de Brian Ferry Slave to love… Con elegante desenvoltura, Elena se levanta. No hace nada para ser seductora, es más, parece esforzarse al máximo por parecer indiferente. Y, sin embargo, reconozco su fascinación adulta: ligeramente autoritaria, pero nunca desagradable. Ése debe de ser el secreto que ha capturado al inaprensible Gio.

—¿Me vigiláis las cosas, que voy un momento al baño, por favor?

—Claro.

Sale del compartimento y enseguida Gio se me echa encima y empieza a atormentarme.

—¡Joder, a ver si con esa trola del Gay Village se ha desanimado! Imagínate, si ni siquiera sé dónde está. Podría haberme callado.

Sonrío.

—No creo que Elena sea de las que se desanimen ante nada.

Entonces él se abalanza sobre su bolso y empieza a revolverlo.

—Pero ¿estás loco?

—Quiero ver cuántos años tiene.

Encuentra su cartera, la abre.

—Vamos, Gio, ¿qué haces? Si viene y te pilla así, pensará que le estás robando el dinero; después de todo lo que ha hecho por nosotros… Quedaremos fatal. ¡Venga!

—Aquí está su carnet de identidad. Pone 16 de mayo de 1987… Entonces ¿cuántos tiene?

—¡Déjala en su sitio!

Consigo que deje la cartera justo a tiempo.

—¡Veintisiete! ¡Tiene tres años más que yo! Es lo que necesito, una mujer madura. ¡Quiero ser su toy-boy, sí, su Gio Bello! Miau, miau, miau… —maúlla como un minino castrado.

Justo en ese momento vuelve Elena.

—¿Hay un gato aquí?

Gio intenta justificarse.

—Decía que en italiano hay palabras que se parecen, como «ciao» y «miao». Pero tú lo hablas bien, ya debes de saberlo. A lo mejor después de pasar un año entero aquí nosotros hablaremos español como tú hablas nuestra lengua.

—Ah, sí, claro, la práctica es lo mejor que hay, es muy importante. Calculad que yo pasé tres años en Milán.

—Por suerte, no te quedó el acento toscano de Grossissimo, o sea, ¿cómo se llamaba?…

—Lorenzo. Como Lorenzo el Magnífico —sonríe Elena al recordar a su ex, que no parece turbarla en absoluto—. Pero aprendí «bauscia» y «bela madunina» —cuenta, divertida.

—Entonces, ahora te falta alguna lección de romano. Cuando quieras te doy un curso intensivo…

—Hum… Hacemos intercambio de casa: yo voy a la tuya cuando tú vengas a la mía —lo engaña Elena, bromeando. No sabe que realmente se trata de una broma porque en Italia, con veintitrés años, todavía vivimos todos con los padres. Y, si la cosa va mal, todavía durante más tiempo. Me imagino a Elena, tan glamurosa, cocinando asadura con la madre de Gio…

Mi amigo me mira y me dice en voz baja:

—Eh, no, que así no la veré… Vaya timo.

Sigue hablando, sin rendirse.

—Hagamos mitad y mitad. Dos meses en Roma juntos y dos meses aquí en Madrid, así yo te llevaré a los buenos sitios allí y tú me llevarás a los buenos sitios aquí. Te haré de cicerone, como se dice en Italia.

Elena suelta una estruendosa carcajada.

Ceceroni… Oh, esa palabra siempre me ha hecho mucha gracia. Como pasta y ceceroni.

Ahora nosotros también nos reímos, transportados por su simpática pronunciación y por esas palabras trabucadas con que llena su italiano.

—A propósito, ¿queréis comer algo?

Se vuelve para coger el bolso y entonces lo ve medio volcado.

—Debe de haberse caído… —intento justificarme.

Gio, en cambio, se excede en los detalles: primera prueba de culpabilidad para un sospechoso.

—Lo hemos salvado por los pelos… El tren ha cogido una curva… —Claro, como si estuviéramos en un circuito de rally.

Elena arregla su bolso-mundo sobre el asiento y saca unos pequeños paquetes preparados con esmero.

—Aquí tenéis vuestro almuerzo. He comprado agua mineral y unos bocadillos para vosotros. Jamón, tomate, huevos, tortilla, con o sin cebolla. Me imagino que estas cosas os gustan.

Lo dice casi con desprecio. De hecho, inmediatamente después coge una tartera, todavía más bonita que nuestros paquetes, más vistosa: esmaltada en rojo con unos dibujos japoneses.

—Para mí solo ensalada, zumo de naranja y pan integral. Todo muy natural. Esta verdura viene de los campos que hay cerca de Madrid, agricultura ecológica.

Si no fuera porque Elena lo dice realmente de manera «muy natural», podría resultar odiosa. Pero se nota que esa actitud pragmática, expeditiva y organizada no es una pose, que esa manía por la salud es verdadera, la nueva religión de la juventud madrileña. Están en la vanguardia con estas cosas.

—Una organización perfecta —la felicita Gio cogiendo el bocadillo de tortilla sin cebolla para parecer menos culpable ante sus ojos.

Elena se encoge de hombros y asiente.

—En mi empresa me ocupo sobre todo de planificar… aunque por lo general no llevo el desayuno en el bolso —se ríe—. En caso necesario hago enviar unas cestas… pero para mí esto es una combinación de vacaciones y trabajo.

No sé si es porque he cogido el bocadillo de tortilla con cebolla, pero después de un bocado se me cierra el estómago. Tal vez sean los nervios por la idea de que dentro de poco me reuniré de nuevo con María. Me parece como esas cosas que hacía cuando era pequeño, cuando contaba al revés. Menos cien, los últimos días de colegio, menos veinte para mi cumpleaños, menos diez para Navidad, menos cinco para que mi novia regrese de sus vacaciones, menos uno y había que volver al colegio. Sí, como el gran reloj que marcaba la cuenta atrás para el año 2000 delante de la estación de Termini. ¿Es, pues, éste el inicio de un nuevo y maravilloso amor con María?

Como mucho faltará alguna hora para el punto cero, para la verdad. Mientras espero, bebo yo también el zumo de naranja, me conecto de nuevo con la realidad y las charlas de Gio, que no deja de intentarlo todo. Es un verdadero ceceroni.

—¿Quieres decir que nunca has estado en el Argentario?

—¿Quieres decir Argentina? ¿Dónde está Buenos Aires?

—No, no, el Argentario… Bueno, pues entonces tu Magnífico no era tan magnífico. Perdona, pero siendo de Grossetto, ¿no te llevó nunca a la playa?

—Es que él vivía en Milán, antes de irse a Singapur, y se había peleado con sus padres: no iba nunca a su casa.

—Pues ya te llevaré yo, tienes que ver la costa de la Toscana. Se tarda una horita y media desde Roma…, es fantástica.

Y sigue haciendo planes a toda mecha de un hipotético viaje de Elena a Italia y de todas las playas maravillosas que tiene que ver. Ella, por su parte, cuenta que sí estuvo en la playa, en Italia, con unas amigas del máster. En las Olio, dice, acabaron en una pequeña isla donde las mujeres hacían el pan en casa y solo se circulaba en burro. Y ella no se lo podía creer, se sentía como si estuviera en una de esas películas de los años cincuenta.

—¡Entonces a vosotros también os pasa lo mismo, los españoles a veces también os sentís como en una película! Menos mal, algo de justicia —suspiro, aliviado.

—Oh, sí, Fellini, la dulce vita… —dice ella suspirando con los ojos al cielo.

—La que yo podría darte —comenta Gio en voz baja, ayudado por el ruido de los frenos, que cubre sus palabras.

El tren reduce la velocidad y entra en la estación de San Sebastián. Hemos llegado.

Gio se ofrece a llevar la mochila de Elena, que, comparada con su equipaje de explorador, es completamente minimalista, con toda una serie de ceremonias y cumplidos que nunca le he visto hacer. Y al final se sale con la suya. La estación, aquí, está menos concurrida que la de Madrid, y yo me distraigo mirando a otros pasajeros, intentando intuir por sus ojos el motivo de su viaje: si es un regreso, una visita rápida, un nuevo descubrimiento. Me imagino una respuesta para cada uno de ellos, pero lo que en realidad oigo mientras bajamos es el intercambio de frases entre Gio y Elena.

—¿Fuiste tú quien escribió la nota que me dejasteis en la agencia?

—¡De modo que me has descubierto! —confirma él, orgulloso.

—Sí, te he descubierto —y le sonríe—. Y me gustó lo que escribiste, pero…

Gio pende de sus labios, está convencido de que la ha conquistado, se espera que de un momento a otro ella le eche los brazos al cuello.

—¿Pero…?

—¡La próxima vez, pregúntame la edad, no hurgues en mi bolso! —exclama, y a continuación abre las manos extendiendo el pulgar y el índice y añade—: De lo contrario, te haré… una tarta así y luego te la tiraré a la cara.

Bueno, al parecer Elena ha aprendido bastantes cosas.