Un chiquillo de cuatro o cinco años, muy rubio, se escabulle entre mis piernas y baja corriendo la escalera del hostal. Me aferro al pasamanos para no caerme y entonces veo que Gio aparece al final del pasillo. Ni siquiera le da tiempo a llegar hasta mí cuando el enano de cara nórdica aparece esta vez por la espalda de mi amigo y, rápido como un rayo, lo esquiva y se precipita hacia abajo.
—¡Oh! ¿Cómo ha podido escapar? ¡Lo había encerrado en el trastero! —dice Gio señalándolo, todavía con cara soñolienta.
Abro unos ojos como platos:
—¿Has encerrado a un niño en un trastero? ¿Estás loco?
—Se ha puesto a cantar detrás de mi puerta a las seis de la mañana. Parecía un anuncio musical de Ikea.
Está loco, pero aun así me arranca una carcajada.
—Será mejor que cojamos el ascensor —digo pulsando el botón de llamada—. Estaremos más descansados si abajo encontramos a un defensor del menor dispuesto a llevarnos a la cárcel —comento bromeando, pero tampoco convencido del todo.
Desembarcamos en la planta baja, vemos al polvorilla rubio: primero en un lado del vestíbulo, después en el otro. Movemos la cabeza rápidamente pero, por muy ágil que pueda ser, solo los efectos especiales podrían catapultarlo de un punto al otro en un nanosegundo. Entonces nos damos cuenta de que los niños son dos…, ¡son gemelos!
—Ése ha sido quien lo ha salvado —refunfuña Gio, recuperando su orgullo carcelario.
Los dos fugitivos se reúnen en el mostrador de recepción con una joven pareja, rodeada de otros dos zarandillos: uno de unos tres años, pegado a los pantalones de su padre, y una niña muy pequeña metida en una mochila portabebés en la espalda de su madre.
Pues sí, para los nórdicos nada es un problema. En Roma también los ves vagar con cuarenta grados y mil hijos por cabeza sin despeinarse. Pienso en mis padres: siempre decían que no podrían venir a Madrid hasta que Fabiola, Valeria y yo fuéramos mayores. «¿Cómo te vas a ir por ahí con tres niños pequeños?», repetía mamá. Éstos tienen cuatro y se disponen a ir al museo del Prado o a hacer un picnic en el parque del Retiro, contentos como unos hinchas cuando marca su equipo. Creo que ellos tienen razón: hay que lanzarse, atreverse, solo así no te pierdes lo bueno de la vida, las sorpresas que puedes encontrar de repente en cualquier esquina del planeta. Si mamá y papá no hubieran esperado a que creciéramos, tal vez también podrían haber visto Madrid en vivo y en directo, y la foto en el Retiro se la habrían hecho los dos juntos.
En ese momento veo que una de las dos réplicas señala a Gio con el dedo. «Oh, Dios mío…» Doy marcha atrás y entonces alguien me da unos golpecitos en el hombro. «Eh». Oigo aterrorizado una voz femenina que me llama. Será mamá Ikea, que quiere acusarnos de ser torturadores de niños, que nos señala con el dedo como discípulos de Herodes, que está lista para entregar nuestro cuero cabelludo a Unicef… No tengo valor para volverme.
—¡No me lo puedo creer! —exclama Gio diez semitonos por encima de lo normal.
Me vuelvo: delante de nosotros está Elena Rodríguez. Falda hasta la rodilla, chaqueta de piel finísima, bolso enorme de esos que llevan las modelos… ¡y las que trabajan con las modelos! Todo obviamente de color negro.
Tengo que decir que, a propósito de sorpresas, ésta es realmente la más inesperada.
—¡Estáis realmente de vacaciones, ¿eh?! ¡Son las diez y media y todavía no habéis puesto un pie fuera del hotel!
Gio se pasa una mano por el pelo, mucho más seguro de sí mismo.
—Si hubiera sabido que ibas a venir, habríamos visto juntos el amanecer.
Elena no capta la broma, o finge no darse cuenta de que se trata de un intento de ligue. Pero yo sí capto el tono insólitamente encantado de Gio: pero ¿qué le está sucediendo, en serio?
—Perdona, ¿cómo has podido encontrarnos? —le pregunto para darle tiempo a mi amigo a que recupere el aliento.
Pero mientras lo digo, me viene a la cabeza lo que ellos dos exclaman al unísono: «¡Venanzio!». Claro.
Gio la mira y sonríe.
—¡Oh, qué fuerte!
Ahora Elena también sonríe.
—Habéis tenido suerte. —Nos muestra un papel—. ¡Aquí está! Ayer una firma importante solicitó a María López…
—Sí, nosotros… —digo, confuso—. Queríamos saber dónde estaba, ¿no?
Elena me mira como si fuera uno de esos niños suecos que trotaban por el vestíbulo, que mientras tanto han salido alegremente con sus padres. En resumen, soy un ingenuo.
—Hablo de un contrato clamoroso para un spot de millones de euros.
Gio, que a estas alturas ya se ha perdido, parece seguir mis pasos. Definitivamente, parecemos Totò y Peppino de vacaciones.
—¿Todos para ella? —suelta, mientras en realidad está pensando: «Yo pagaría millones de euros por tomarme un café contigo».
Elena ahora sí que se ríe.
—No, es el coste total de la operación. Tengo que ir a hacerle una propuesta, es mi trabajo. Pero pensaba que, si os apetece, tal vez podríais acompañarme.
Por motivos diversos, a Gio y a mí nos parece oír cantar a los ángeles.
—Soy muy distraída…, así que no os he visto durante el viaje, ¿vale? —añade guiñando un ojo.
Trato hecho. Ambos asentimos.
—Y ahora, vámonos a tomar un buen café, conozco un sitio donde hacen un excelente espresso a la italiana.
Ahora es precisamente la voz de Dios la que habla.
Nos lleva a un bar al otro lado de la manzana, esperemos que lo hagan bueno de verdad, tengo síndrome de abstinencia.
—Aunque tengo que decirte que el café como lo hacéis aquí en España no está mal: solo, cortado, con leche. En resumen, sabéis experimentar, lo he leído en la guía —susurra Gio como un ruiseñor intentando congraciarse con ella, aunque veo que se muere de ganas de tomarse un buen espresso.
Elena hace una mueca.
—¿Esa asquerosidad? Venga ya. El café de verdad solo es el italiano.
—No, si de hecho era él quien ayer decía lo contrario. Yo dije enseguida que era un poco raro —intenta salvarse Gio.
—Negro, fuerte, corto, así debe ser el café —declara Elena frente a tres tazas humeantes de verdadera porcelana que nos han servido en un pequeño local en el que hay que estar de pie y cuentan con una buena variedad de dulces típicos. ¡Nada de enormes tanques con café aguado que sirven en algunos locales de moda!
—Después de tres años en Milán, y en vista de mis orígenes, no puedo beber otra cosa —nos explica con su acento inseguro, pero muy guay, como dirían aquí.
—Deberías probar el que hacen en Roma —invita la voz aflautada de Gio.
—Bueno, en Nápoles tampoco está mal —intervengo yo.
Me propina un codazo y por poco la taza sale volando por los aires.
—Pero ¿tú de qué parte estás? —me recrimina entre dientes.
Elena lo observa perpleja.
—¿Qué? ¿Qué quieres decir?
—No, le decía a Nicco que en qué parte estaba de la barra…, se ha quedado todo el espacio.
Así, entre un sofocón, un equívoco y una alusión, parecemos tres amigos que quedan desde hace tiempo, acostumbrados a desayunar juntos, riendo y bromeando. Elena se suelta, es mucho más afable que con la actitud profesional que exhibió en su oficina. Nos habla de su período de estudios en Italia, de lo bien que se lo pasó, y de lo mucho que aprendió.
—Tenía un novio de Grossissimo…, no…
Frunce la frente buscando la palabra exacta, le dan ganas de reír. En cambio, el rostro de Gio se ensombrece.
—¿Grossissimo?
—No… no, de Grossetto, de la Toscana, quería decir. Oh, qué romántico era.
Gio vuelve a animarse.
—¿Era… en el sentido de que… murió?
Elena niega con la cabeza con decisión.
—¡Oh, no, no! Las cosas empiezan y se acaban…, es la vida. Después del máster yo tenía que volver a España y él se trasladó a Singapur. Pero vosotros los italianos sois así…, poesía, no pensáis solo en el trabajo…
—Puedes apostar lo que quieras a que él seguro que no piensa en el trabajo —bromeo refiriéndome a Gio.
Elena continúa:
—La historia de ayer me hizo mucha gracia, pero al final también me conmovió. Normalmente detrás de cada cosa que se hace siempre hay algo más, un interés, yo siempre lo creo… Sin embargo, en esta ocasión, tus ganas de vivir esa historia de amor parecen de verdad, sinceras… —Me mira, entusiasmada—. Y, además, me parece precioso que decidieras hacer el viaje antes de saber lo de tu amigo… Cato…
—Bato… —la corrijo.
—Pues sí, si no parecería la clásica revancha, una tentativa desesperada de querer aparentar felicidad a la fuerza, de tener a alguien en quien pensar mientras tu otra mitad te ha traicionado… En cambio, tú no has viajado aquí para hacerle una trastada a nadie, sino que realmente has venido por María.
Un velo de amargura, de añoranza, me cruza la mirada.
—Por desgracia, ella no lo sabe. Hay un montón de cosas que no le he dicho.
—A la fuerza —se mofa Gio—, ella no entendía el italiano, y tú con el español eres medio polvo…
Elena se ríe, a pesar de que la terminología poco ortodoxa que usa Gio no debe de serle muy familiar.
—Ten cuidado que con el lenguaje de gestos se pueden decir un montón de cosas —rebato a Gio y abro las manos, extendiendo el índice y el pulgar, como diciendo: «Te voy a poner un culo así».
Gio busca aliados.
—¡Tendrías que hacérselo a Elena, porque ella también se está riendo!
La joven ejecutiva española finge no entenderlo.
—¿Cómo? ¿Qué tienes que hacernos?
—Un bonito pastel…, así de grande, si de verdad consigo hacer realidad mi sueño y volver a ver a María —sorteo yo.
—Solo con ingredientes ecológicos, por favor —dice ella guiñando el ojo, demostrando que es mucho más despierta de lo que quiere hacer creer.
Niego con la cabeza y saboreo el último sorbo de café, que por mucho que no sea tan terrible como el español, no es exactamente como el de Roma. Me pregunto qué debió de escribir Gio en aquel papel para convencerla de dar este paso. Anoche insistí hasta la extenuación, pero no hubo manera, dijo que si me lo contaba nos daría mala suerte.
Ahora no sé si de verdad nos habría dado mala suerte, pero el caso es que ha funcionado. La nota ha hecho su efecto.
Elena coge el monedero rigurosamente negro de su bolso negro y paga los cafés, aunque Gio intenta detenerla.
—No, dos hombres no pueden dejar que pague una señora.
—Lo pondré en la nota de gastos, tranquilos —contesta pragmática Elena, que es una interesante mezcla de determinación y feminidad. Con cada una de sus frases parece que algo te quite y algo te dé, y de hecho…—. Venga, démonos prisa. Nos vamos dentro de una hora y media. Ya he comprado los billetes de tren.
—O sea, ¿hoy? ¿Enseguida? —le pregunto, atontado. A veces eso de contar hasta diez antes de hablar, como me enseñó mi padre, se me olvida por completo. Y entonces inevitablemente parezco idiota.
—La publicidad va muy deprisa, amigo mío. Se hace de todo y deprisa. —Chasquea los dedos, haciendo una señal para que la sigamos.
—De todo, ¿eh? —subraya Gio, exultante, con la mente ya puesta en una cama muy, muy grande y Elena en ropa interior de encaje a su lado. Después, tratando de disfrazar lo que por lo menos yo le leo claramente en la cara, intenta hacerse una idea de lo que nos está diciendo—. O sea, ¿tú vienes con nosotros? —pregunta extasiado, fantaseando ya con una especie de luna de miel cuyas únicas estrellas son ellos.
—Sois vosotros quienes venís conmigo… Mejor dicho, me seguís sin yo saberlo, ¡que no se os olvide! Aunque se trata de trabajo, he decidido tomarme una especie de vacaciones, anular el viaje y el hotel de siempre, y optar por una solución alternativa. Manteniendo todos los compromisos, claro. En resumen, quiero ser una especie de cupido… ¡Y ver cómo acaba esta increíble historia de ammore!
Gio ahora ya sueña con los ojos abiertos.
—¿Nuestra historia, dices? —Se da cuenta de la mirada ambigua de Elena—. Ejem…, la suya, claro. —Se salva por los pelos.
Y ahora soy yo quien se pone colorado, soy el protagonista de un espectáculo que ahora resulta que todo el mundo quiere ver. Empiezo a estar nervioso porque se produzca un final feliz, no me gustaría decepcionar a quienes participan conmigo en esta aventura, y sobre todo no me gustaría quedar decepcionado yo. Por primera vez, quizá, me doy cuenta de lo que he hecho: estoy en el extranjero y estoy a punto de encontrar a una chica que tal vez haya querido concederse una aventura al igual que nos ocurre mil veces a muchos de nosotros, que quizá ya me ha olvidado, que al verme podría darme la espalda y salir huyendo.
Me gustaría preguntarle a Elena: «¿Y si está comprometida? ¿Y si tiene novio? ¿Si su historia de ammore… no es la mía?». Pero me quedo callado, pues llegados a este punto sé que podrían matarme, tanto ella como Gio, si me mostrara indeciso.
Mientras tanto, hemos caminado hasta el hostal Mendoza. Elena, profesional, mira el reloj.
—¿Cuánto tardaréis?
Gio exagera:
—Diez minutos. O tal vez cinco. Cogeremos solo un par de cosas.
—Danos media hora —rectifico, más realista.
—De acuerdo, dentro de media hora nos vemos aquí abajo. Veo que ya ha llegado mi ayudante, que me trae algunas cosas.
Señala con la barbilla un coche que se acerca a la acera mientras nosotros entramos en el hotel.
—¿Has visto?, si incluso tiene ayudante. —Le doy un codazo a Gio, que, sin embargo, se queda vuelto hacia ella hasta casi estrellarse contra las puertas de cristal de la entrada.
—Y tiene un montón de otras cosas —me dice sin quitarle los ojos de encima.
Elena se reúne con la chica que está bajando del coche, ella también rigurosamente vestida de negro, y que la saluda con un rápido beso en los labios, le entrega una mochila de piel y después se va.
Gio por poco se cae redondo al suelo, casi gimoteando.
—No será lesbiana… No, ¿eh?
Lo empujo con fuerza al ascensor.
—Para ya con tus prejuicios, tenemos prisa.
—¡Qué prejuicios! He visto algo y he sacado conclusiones: es un juicio.
—Son dos amigas, punto.
—Nosotros también somos amigos, pero no nos besamos en la boca para saludarnos.
—Gio, yo no te besaría en la boca ni aunque fueras una mujer, no eres mi tipo —me burlo de él.
—Sí, pero también le ha traído el equipaje bien preparadito, tienen intimidad… Y, además, toda esa historia con el toscano… Perdona, no lo has visto, cortaron y ella se ha quedado como si tal cosa, es la vida, ha dicho. A lo mejor es porque le gustan las mujeres.
—Pues entonces tendréis más cosas en común —continúo mientras cruzamos el pasillo que nos lleva a las habitaciones.
—Nada, no me convence. Es tan perfecta que tiene que tener alguna pega.
Gio se pone serio: le cuesta creer lo que le está ocurriendo, intenta encontrar un pretexto para escapar del hechizo del amor.
—Y, sin embargo, estoy loco por ella. Me gusta todo, cómo ríe, cómo gesticula, cómo coge la taza, cómo se bebe el café, cómo lo pone en la nota de gastos… Y me gusta cómo camina, me gusta cómo se viste, me gusta su perfume. Me gustaría aunque oliera mal.
Empiezo a pensar que la versión romántica de mi amigo todavía es más dispersa que la de don Juan.
—¡Gio! Dentro de veinte minutos nos espera abajo. ¡Ve a meter un par de calzoncillos en una bolsa si no quieres ser tú quien huela mal!
Lo dejo en la puerta y me precipito a mi habitación.
Necesito estar solo algunos minutos. Recuperar el aliento. Al fin y al cabo, todo ha ocurrido de repente. Había perdido la esperanza y no hace ni una hora se ha presentado la posibilidad de saber realmente lo que quiero y lo que siento. Voy a volver a ver a María. A lo mejor me he montado una película en mi cabeza, me he fabricado una pasión por ella, he pensado que era el remedio para olvidar a Alessia. O tal vez me he inventado otra enfermedad porque creía que no se podía encontrar ninguna cura. He amplificado la nostalgia que sentía por María porque un amor que parece irrealizable es el más grande y bonito que pueda existir nunca. Las historias que no se viven, que no se consuman, que quedan en suspenso, son las más importantes.
Pero entonces es cierto, ¿solo los amores imposibles no acaban nunca?
Un poco más tarde, estoy en el vestíbulo con una bolsa en el hombro y el mismo entusiasmo de los gemelos suecos de esta mañana. He decidido que la felicidad es posible y yo quiero darle una oportunidad. Quiero darme una oportunidad. Miraré a María a los ojos y escucharé lo que dice mi corazón, entonces sabré si la amo de verdad.
Gio también baja, se presenta con una mochila enorme y mil cosas colgando alrededor. Parece que se vaya a una isla desierta. Incluso se ha traído las zapatillas de toalla que da el hotel.
—Oye, que seguimos estando en el siglo XXI. No hacen falta piedras para encender fuego —lo reprendo.
—No me iba a dejar la cazadora de Bruce Lee, si quiero tumbar a Elena. Y llevo un par de DVD que harían sonrojarse al mismísimo Rocco Siffredi… Además, ¿tú sabes cuánto tiempo estaremos fuera? —Entonces sonríe—. Es la magia del ammore —murmura con énfasis, antes de ser atraído, como un marinero por una sirena, por el brazo de Elena, que detrás de los cristales nos ve y nos hace señales para que nos reunamos con ella.
Está apoyada en el coche negro sosteniendo en la mano la mochila que le ha traído su ayudante.
Subimos al automóvil y Elena le da indicaciones al chófer de que nos lleve a la estación de Atocha.
—Ah, ¿saldremos desde allí? —pregunto, ahora ya devorado por la curiosidad.
Ella asiente con aire misterioso y no suelta ni una palabra más.
—Qué guay, tener chófer. Yo, en Roma, también quería meterme en algún partido solo por eso. Es la única manera de pillarse un coche oficial.
Suspiro. El ammore, como Gio lo llama, todavía no lo ha cambiado en profundidad.