20

Una vez leí en un artículo que los españoles cuando van andando por la calle no miran a nadie a la cara, de tal manera que hasta la gente famosa como Sting y Michael Bublé han aparecido de incógnito en el metro y nadie los ha reconocido. No sé si todas esas historias son verdad, solo sé que en Roma decían que Alex Britti tocaba la guitarra en el metro de Londres, alguien lo escuchó y decidió producir su disco. A lo mejor resulta que el metro trae suerte, esperemos que sea así.

—¡Venga, es aquí! —me dice Gio indicándome la parada.

—Madre mía, tengo un sueño que me muero, estuve viendo la tele hasta las tres. ¿Sabes que aquí, en España, ya van por la tercera temporada de «Juego de tronos» y nosotros acabamos de empezarla?

—Venga ya…, entonces ya te has enterado de todo lo que ha pasado en las anteriores.

—¡No, de lo que me he enterado es de que tengo que ponerme a estudiar español!

Y entramos riendo en el metro. En una esquina, una banda interpreta una versión de Bruce Springsteen. Una chica rubia con los ojos azules canta tan apasionadamente que parece que esté seduciendo al micrófono. De los pequeños altavoces laterales sale nítida su voz, que no está nada mal. Aquí todos cantan y tocan bien, pero la gente no parece prestarles mucha atención.

—¡Mira, éste es el que tenemos que coger!

Gio, con el mapa en la mano, me hace una señal para que lo siga. Subimos a uno de los vagones del metro en cuanto llega, está lleno de dibujos muy vistosos. Algunos me recuerdan a los mangas y otros podrían exponerlos en un museo de arte moderno, por lo expresivos que son. Se ve que en España los grafiteros van un paso por delante, lástima que sean tan numerosos que ya no queden vagones limpios. El metro parte inmediatamente y nosotros encontramos dos asientos libres. Estamos callados durante un rato, después Gio ya no puede más. Está claro que de pequeño no era ningún hacha en el juego del silencio.

—A que no está nada mal la idea de montar un restaurante italiano, ¿eh?

Lo miro. Todavía tengo la cabeza aturdida por el sueño, pero hago el esfuerzo de contestarle.

—¡Pero si ya hay muchos!

—Pues podríamos hacer algo como Roscioli o Frontoni en Roma: base de pizza horneada a todas horas y recubierta con un montón de cosas: mozzarella, tomate, salchichón, jamón de Parma, mortadela, solo productos italianos de calidad. En mi opinión sería todo un éxito…, y nos llovería el dinero.

—Primero tenías que triunfar en el mundo de la nueva economía, después inventar nuevas aplicaciones, ser el primer italiano en enfrentarse a Zuckerberg, y ahora vuelves a la idea del restaurante italiano en España. Qué torrente de creatividad y originalidad, ¿eh?…

—Una cosa no quita la otra; de hecho, voy a hacerte una aplicación con la que puedas pedir la comida sin hacer cola o para que te lleven las cosas directamente a casa.

—Ya existe.

—Yo la haría mejor, y luego…

—… Y luego saldríamos a Bolsa y nos haríamos millonarios. Siempre cuentas la misma historia…

—Oye, si no sueñas a lo grande, no llegas a ninguna parte. Si ya empiezas con un sueño de saldo…, acabas teniendo un éxito de pobre. Además, si te fijas, es lo que decía Maquiavelo: ¡tira la flecha bien arriba porque, aunque no llegue al cielo, así caerá muy lejos!

—Las pocas nociones que aprendiste en el instituto te quedaron muy claras, ¿eh?…

—A propósito —dice Gio con aire conspirador—, ¿te has fijado en que los que iban bien en la escuela se hundieron en la universidad? Lo he comprobado con nuestros compañeros de clase, y ¿quieres saber una cosa? La mayoría de los que siempre sacaban un cuatro ya han encontrado trabajo como aprendices en algún taller, mientras que los empollones, los que sacaban una media de ocho, ya ves, después de acabar la carrera de tres años están todos por ahí dando vueltas…

—¿Y qué quieres decir con eso?

—¡Que la escuela trae mala suerte!

Una chica con una larga melena negra y los ojos azules, un pequeño piercing en la nariz, unos vaqueros anchos como sus caderas y una chaqueta de color rojo cereza que le va corta, se echa a reír. Gio se vuelve hacia mí.

—Aquí todo el mundo entiende el italiano… —dice en voz baja.

—O puede que se ría por tu manera de gesticular…

El metro se para. La chica se levanta y baja. Entonces Gio se fija en la parada en la que estamos.

—¡Diría que deberíamos haber bajado en la anterior!

—¿Cómo?

—Sí, teníamos que bajar y después cambiar… ¡Venga, bajemos!

De modo que salimos precipitadamente del vagón antes de que las puertas se cierren. El metro se pone en marcha y nosotros, siguiendo por la escalera a la chica que se reía, nos encaminamos a paso ligero hacia la salida.

—Perdona, perdona… —Gio intenta detenerla—. ¿Sabes dove stiamos?

Ella niega con la cabeza como diciendo que no entiende.

—Aquí… ¿Dónde stiamos?

Gio saca el mapa.

—¿Y aquí?

Le muestra la marca roja sobre el mapa.

La chica lo mira pero vuelve a negar con la cabeza.

—Ni idea, lo siento.

Y se aleja rápidamente mientras Gio dobla el mapa.

—Bueno, me he dado cuenta de tres cosas: una, no habla italiano; dos, se reía de sus cosas; tres, te has equivocado de camino y estamos jodidos…

—¿Por qué?

—Porque estamos en el extrarradio, puede que sea el barrio más peligroso de todo Madrid, podría ponerse feo.

—Pues entonces, vámonos, ¿no?…

Efectivamente, será por sugestión, pero la calle a la que hemos salido no tiene un aspecto muy acogedor.

Y justo en ese momento, de la curva del final de la calle, aparece un grupo de chicos con el pelo largo y aspecto amenazador. Hablan entre sí, se dan empujones, alguno levanta la voz, otro se pone a cantar de repente.

—Ahí lo tienes…, ¿ves?… ¿Qué te he dicho? ¿Te acuerdas de aquella película, Los amos de la noche? ¡Parecen ellos!

Tal vez sea su comportamiento lo que los hace parecer peligrosos, o tal vez nuestro miedo que agiganta la realidad, pero el hecho es que no son precisamente las personas más indicadas a las que pedir información. Y, además, ahora nos han visto y vienen hacia nosotros. Se paran todos a nuestro alrededor, nos dicen algo, se carcajean. Gio y yo no sabemos qué hacer.

—Diría que la han tomado con nosotros.

¿Qué nos dirán? Bueno, total, no los entendemos. Cada vez están más cerca. Pero los palos que estamos a punto de recibir sí que tienen un idioma internacional. Por un instante me gustaría desaparecer, no existir, estar ya en el suelo después de recibir un puñetazo. María López, habría sido bonito encontrarte, si puedes ven a verme al hospital en el que acabe… Ahí están, a un centímetro, entonces cierro los ojos. Pero no siento nada, no ocurre nada. Cuando vuelvo a abrirlos me doy cuenta de que esos tipos nos han ignorado completamente y están entrando en el bar que hay a nuestra espalda.

—No la habían tomado con nosotros… —le digo a Gio, que está blanco como el arroz hervido.

—¡Ufff…! Ya me parecía estar leyendo los titulares en el periódico: «Una banda peligrosa da una sangrienta paliza a dos italianos».

—Sí, y María y Paula veían el reportaje por la tele pero estábamos tan hinchados por los golpes que no nos reconocían.

—Bueno, miremos a ver hacia dónde tenemos que ir antes de que cambien de idea, venga.

Gio abre de nuevo el mapa y lo apoya en el capó de un coche.

—Vamos, échame una mano, que no entiendo nada. ¿Adónde diantre hemos ido a parar?…

En ese momento sale del bar uno de los chicos, quizá el más joven de todos. Se saca una bolsa de tabaco, después un papel y, con gran maestría, se lía un cigarrillo. En pocos segundos lo tiene listo y, después de encendérselo, da una larga calada mirando a su alrededor. Gio, por su parte, sigue dándole vueltas al mapa tratando de saber cómo hay que mirarlo, después echa un vistazo a la calle en un desesperado intento de descubrir algún cartel indicador. El tipo exhala el humo y nos pregunta:

—Oye, ¿perdidos?

Pero no espera a la respuesta, se acerca con el cigarrillo en la boca, se mete entre Gio y yo delante del capó del coche y se pone a estudiar el plano, le da la vuelta y después apunta su dedo rechoncho sobre un punto concreto.

—Estamos aquí… ¿Tenéis que llegar… ahí? —pregunta señalando el punto rojo.

—¡Sí! —Asentimos sonriendo, contentos como dos desesperados en el desierto a los que acaban de ofrecerles una Coca-Cola helada.

—No está lejos. ¡Eh, colega, ven aquí!

Nuestro salvador llama la atención de un amigo suyo que ha salido del bar, precisamente el que parecía ser el más sanguinario de todos. Los dos hablan en un español muy cerrado del que no logro entender más que el último y arrastrado «vale».

Un minuto después estamos montados en su coche, con la música a tope y las ventanillas bajadas, circulando a toda velocidad por las calles de Madrid.

Gio, que ha recuperado su color habitual, grita a mi lado en el asiento trasero:

—¡¿No será que esas historias sobre los barrios de mala fama se las inventan aposta para las películas?! Aquí la gente es estupenda. Y qué corazón. ¡Han insistido en llevarnos!

—Eras tú quien decía que ese sitio era peligroso, eres demasiado pesimista, Gio, intenta ver el lado bueno de las cosas…

—Sí, siempre que no nos estén raptando para llevarnos a su madriguera, darnos una somanta de palos y luego pedir un rescate a nuestras familias.

—¡Puede que sean orgullosos y prepotentes, pero no son tontos! Enseguida han visto que tendrían que pagar ellos para que nos recogieran.

Gio se ríe como un loco, puede que sea una carcajada liberadora porque él se hace el duro, pero en el fondo siempre está tenso.

El tipo que conduce acelera más, tengo la adrenalina a mil, después se mete en una calle a la derecha y se para delante de un edificio.

—Aquí estamos —dice el más joven.

Bajamos y les damos las gracias por ser tan amables, les decimos que si van a Roma nos encantaría devolverles el favor, tal vez también podríamos llevarlos a dar una vuelta. Entonces me imagino saliendo una noche con estos dos fitipaldis y Venanzio y Tomás, ¡los seis juntos comiendo en Pizza Re! No estaría mal. Quizá lo han entendido, quizá no, ya que ni siquiera nos piden el teléfono, pero de todos modos se marchan rápidamente dando gas.

Entramos en el edificio. Gio va pasado de vueltas.

—¡Qué pasada de carrera con el coche, en cuanto vuelva a Roma quiero comprarme uno igual! Ya tengo la cazadora de piel de Bruce Lee, solo me falta dejarme crecer el pelo.

El portero, elegante con su uniforme, nos abre la puerta y nos pregunta adónde vamos.

—Hola, andamos a Madrid Publicidad. Elena Rodríguez.

Nos indica que esperemos allí:

—Un momento, por favor.

Coge el auricular del teléfono y, después de marcar el número de extensión de un despacho, habla con alguien. Parece que la persona que está al otro lado estaba avisada de nuestra llegada.

—Cuarta planta, por favor.

Y nos señala un ascensor en el que entramos y en poquísimos segundos llegamos a nuestro destino. Toda la planta pertenece a Madrid Publicidad. A la espalda de un elegante mostrador, una multitud de chicos y chicas se mueven atareados llevando papeles, carpetas, proyectos, pruebas, dibujos, prototipos, fotografías.

De las paredes, que por lo menos miden cuatro metros de altura, cuelgan los carteles de algunas importantes campañas de publicidad: Zara, Mango, H&M, Massimo Dutti, El Corte Inglés, y entre todas esas imágenes no podía faltar.

—Eh, aquí está tu María López.

En una gran foto sale ella. Lleva muy poco maquillaje, la piel blanca, inmaculada, y en la palma de la mano sostiene el tarro de crema hidratante que la ha hecho ser tan guapa como es: Lancôme. Pero no, no es verdad, la crema no tiene nada que ver, ella es así y punto, el mérito es completamente suyo.

—¿Puedo ayudaros?

La señorita del mostrador nos trae de vuelta a la realidad.

Gio es más rápido que yo:

—Sí, Elena Rodríguez.

—Un momento, por favor.

Como el portero de antes, ella también marca un número de extensión y habla con alguien.

—Vale, claro.

Asiente. Después cuelga y sale de detrás del mostrador.

—Por aquí, por favor…

Nos hace pasar a una sala de espera muy moderna con unos sofás de piel marrón, paredes blancas de obra vista con unos grandes cuadros de varios colores: azul, amarillo, violeta, con marcos de madera clara. El suelo, en cambio, está hecho de gruesas lamas de madera oscura, de aspecto gastado, con unos pernos de hierro galvanizado que parecen mantenerlas fijadas al suelo. Delante de nuestro sofá hay una mesa de centro de acero bruñido con unos grandes books encima, elegantísimos, que contienen las fotos de todas las campañas publicitarias de las que se ha encargado la agencia. Algunas las reconozco, otras no las he visto nunca, pero casi todas me parecen bonitas, incluso geniales. Gio hojea uno.

—Eh, mira, aquí está. —Me muestra una foto—. Y aquí. —Pasa más páginas—. Y aquí también.

María sale en varios reportajes: con ropa interior, vestida de novia, posando para un peinado, en bañador, con gafas, con un vestido claro, otro oscuro.

—¡María debe de estar forrada! ¡A ver si al final habrás colgado el sombrero en el lugar adecuado y acabas casándote con una tía que, además de estar muy buena, encima es rica! ¡Qué suerte…, tú… y ella!

—¡La verdad es que la poesía y tú sois la misma cosa, ¿eh?! Aparte, ¿quién iba a imaginarse que era modelo?… Y, además, María ni siquiera sabe que estoy aquí; es más, ¿quieres ver como me traes mala suerte?

—¿A qué te refieres?

—¡Pues a que no la encontremos o a que no le haga ilusión verme!

—Sí, hombre…

—¡Eh, pero si sois italianos! ¡Venanzio no me dijo nada! Tal vez querían darme una sorpresa. Son dos locos, Veni y Tomás…

Viene a nuestro encuentro una chica sonriente con la mano tendida. Es guapísima, morena, con media melena, pero con un corte de pelo especial, seguramente obra de algún peluquero que marca tendencia y que cuesta una fortuna.

—Sí… —murmura Gio, que parece deslumbrado por su aparición.

—Yo soy Elena Rodríguez. Encantada.

Le estrechamos la mano y nos presentamos.

—Giorgio.

—Niccolò.

Se sienta en el sofá que está junto al nuestro.

—Sentaos, sentaos… Bueno, hablad despacio porque no hablo muy bien italiano… ¿Qué puedo hacer por vosotros? Venanzio me ha dicho algo… Vosotros queréis a María López, ¿verdad? Y ¿para qué la queréis?

Me dan ganas de reír, pero por suerte Elena prosigue:

—¿De qué publicidad se trata? ¿Ya tenéis al redactor? ¿Vais a rodar aquí o en Italia? ¿Será una campaña para las revistas?

Gio la mira como atontado, parece que le sonríe. Y ella le devuelve la sonrisa, divertida, pero espera con curiosidad a que alguien le explique algo.

—¿Hablo yo? —le pregunto a Gio.

—Sí, mejor…, venga.

Y entonces empiezo a contárselo todo desde el principio. Ni siquiera yo sé por qué. Pero le hablo de mi vida, de mi familia, de la pérdida de mi padre, de mi historia con Alessia, de cómo de repente me dejó de un día para otro. Y le hablo de Ilaria de Luca, que pensaba que era la amante de mi padre y, en cambio, era una mujer a la que él había ayudado para poder curar a su hija, y que esa señora se puso a llorar en el quiosco al devolverme el dinero de papá, que es el que hemos usado para el viaje, y le repito las bromas de Gio y el hecho de que creyera que era un gigoló. Elena lo mira y niega con la cabeza, él le sonríe como un bobo.

—Después, un día apareció María en mi vida…

Y le explico que empezamos a salir con ella y con su amiga, los días que pasamos en Venecia, Nápoles, Florencia y cómo, sin darme cuenta, me fui enamorando de ella, pero que seguía pensando en Alessia como un estúpido, y que María se dio cuenta de todo y se marchó sin despedirse, para no sufrir más.

—Porque tal vez, al no poder hacer que se sintiera lo importante que en realidad era, creyó que para mí solo era una aventura… Entonces decidí venir a Madrid a buscarla y he traído también a Gio… Así es como lo llamo…

Elena lo mira y sonríe.

—Aunque a él le da miedo el avión…

—Me daba miedo —tercia él intentando aclararlo.

Elena asiente atenta y divertida. Después le cuento lo que había descubierto, es decir, lo que Gio me contó en el avión pensando que yo ya lo sabía, en fin, que Alessia estaba saliendo con uno de mis mejores amigos, pero que justo entonces comprendí que ya hacía tiempo que no me importaba en absoluto, que mi corazón lo ocupaba María, pero estaba demasiado distraído como para darme cuenta…

Elena se queda un rato en silencio.

—¿De modo que no hay ningún spot?

Gio parece despertarse del sopor que le ha provocado la contemplación de Elena.

—Sí, perdona… —Entonces se plantea una duda—: Puedo tutearte, ¿verdad?

Ella se echa a reír.

—¡Claro! Creo que no soy mucho mayor que tú, y además en este mundillo todos se tutean a cualquier edad.

—Perdona por haberle hecho contar a Venanzio esa historia de la campaña para Armani…, pero, bueno, Elena, creo que deberías valorar nuestra sinceridad.

Ella sonríe.

—Me dedico a esto, por aquí pasan modelos y agentes todo el día, todo el año. En cualquier caso, vuestra excusa se habría sostenido unos minutos, después os habría picado… No, ¿cómo lo decís vosotros?

—Pillado.

—Eso es, os habría pillado enseguida. Lo aprendí durante un máster en Milán y tengo orígenes italianos…, por eso hablo italiano. En resumen, os habría descubierto enseguida y habríais seguido viendo a María solo en foto.

Gio se pone de pie.

—Elena, eso significa que nos estás dando una oportunidad, un atisbo de esperanza, que no debemos olvidarnos de todo esto, ¿verdad? ¡No, es que de lo contrario Niccolò dirá que al final es culpa mía, que le traigo mala suerte!

Ella se echa a reír.

—Pero ¿qué tiene eso que ver?

Gio continúa:

—Sí tiene, sí tiene… Míralo.

Elena me mira fijamente y yo no sé qué cara poner, no tengo la más mínima idea de adónde quiere ir a parar Gio.

—¿Lo ves? —continúa él—. En este momento el chico está en la cuerda floja, su vida es confusa… Ha hecho casi dos mil kilómetros para encontrar a esa chica; incluso ha logrado implicar a un amigo suyo, que en este caso sería yo, al que le daba miedo volar…

Elena levanta una ceja.

—En resumen, Elena…, estamos en tus manos. Tú puedes decidir sobre la vida de un ser humano, tú puedes hacer que esté contento o triste para siempre, dar o quitar la felicidad… Puedes hacer nacer un amor, una familia, un hijo… ¡Elena, en este momento tú eres Dios!

Ella se pone de pie con una expresión contrariada.

—Vamos a ver, aparte del hecho de que no me gusta bromear sobre esas cosas…

—¡Era para que lo entendieras!

—Lo he entendido perfectamente… En Roma tú eres actor cómico, ¿verdad?

—No… Yo descargo… —Luego Gio ve que todavía se está metiendo en más problemas.

—¿Cómo? —pregunta ella un poco sorprendida.

—Descargo… cajas.

—Trabaja en telecomunicaciones… —intervengo yo intentando arreglarlo. La situación está degenerando.

Gio me mira.

—Pero eso de actor, la verdad es que…

La chica parece exasperada.

—¡Bueno, sigue haciéndote el gracioso! Pero aquí las cosas son serias. Yo no puedo dar el teléfono y la dirección de una persona que es una profesional y que no sé si os conoce de verdad ni si quiere veros o no. Aquí se respeta el derecho a la intimidad, y si mis jefes llegaran a enterarse, me despedirían al instante. ¿Lo entendéis?

—Lo comprendo, pero puedes explicarles que es por una causa justa…

—No, no lo comprendes, es mucho más complicado. Aquí el sistema no es como en Italia: si cometes un error vas a la cárcel, y no hay amigos ni disculpas que valgan. ¿Quieres que yo también acabe así?

Gio se queda un momento en silencio, a continuación contesta.

—Ya… Pero si tú encontraras…

—No puedo, no tengo ninguna solución… Y, además, no quiero, disculpadme.

—Pero haz un esfuerzo… —sigue insistiendo él.

—Lo siento, ahora tengo que volver al trabajo.

Y dicho esto nos acompaña al ascensor. Nos hace entrar y, cuando pulso el número cero, Elena me dirige una última mirada solo a mí.

—Lo siento…

Nada, parece que estoy suscrito a esa frase. Sin embargo, cuando las puertas se cierran, casi me como a Gio.

—¡Muy bien! ¡Muy bien! —Le aplaudo—. Te felicito. Ya has hecho el payaso, ¿estás contento? Gracias, de verdad. Has sido de gran ayuda. Tienes la carrera asegurada, ¿no has oído lo que ha dicho Elena? ¡Eres un actor cómico, un actor nato!

—Me gusta un montón… La amo… —contesta él, en absoluto afectado por mi bronca, y tampoco mínimamente arrepentido.

—¡Ya ves! ¡A ti te gustan todas, con tal de que respiren…!

—No, no, con ella es distinto.

—Gio, ¿sabes cuántas veces te he oído decir esa frase? ¡Centenares…, si es que no son miles! ¡Tendría que estamparte contra la pared! ¡Era la única posibilidad que teníamos de encontrar a María, y tú encima te pones a bromear!

—No estoy bromeando, puede que sea la primera vez que me enamoro.

—Gio, no hagas el idiota.

—Te lo juro, pero ¿por qué no quieres creerme? Es la primera vez que no deseo tirarme a una chica, quería seguir hablando con ella, mirarla… ¿Te has fijado en cómo se mordía el labio?

—No.

—Mientras le hablabas y le contabas toda la historia, ella se mordía el labio poco a poco, y se conmovía, y yo, te lo juro, he sentido que se me encogía el corazón, una sensación rarísima, nunca la había tenido…

Miro a mi amigo, parece serio.

—Entonces a lo mejor hay algo de verdad…

—¿Por lo de que se me encogía el corazón?

—No, por lo del labio: cuando nos fijamos en un detalle insignificante y lo convertimos en la cosa más espléndida de este mundo, entonces sí…

—¿Qué?

—Estamos enamorados.

—Se me ha ocurrido una idea…

En cuanto el ascensor se para y las puertas se abren, él sale flechado hacia el portero, que abre mucho los ojos, asustado por tanto ímpetu. Pero veo que al final Gio bromea, habla, gesticula y parece que se sale con la suya. Le pide un papel, escribe algo en él, lo dobla y se lo devuelve al portero, después le da una palmada en el hombro y vuelve corriendo hasta mí.

—¡Ya está, vámonos!

—¿Cómo?

—No te preocupes…

—Precisamente me preocupo cuando dices eso…

—¡Venga, no fastidies! Ya verás… ¡Será una pasada!

Salimos del edificio con él abrazándome.

—¡Ya verás, todo irá bien! ¡Encontraremos a María…, tranquilo!

Lo miro dudoso. Pero su optimismo en cierto modo se me contagia. A lo mejor es verdad.

Después de caminar unos centenares de metros, vemos que estamos en pleno centro.

—¡Eh, mira qué tiendas! ¡Joder, ésa por lo menos tiene tres plantas! —me dice, excitado. Parece haber olvidado ya lo que acaba de hacer en el despacho de Elena.

—Eh, pero si ése… ése es…

Y justo en ese momento, pasa por delante de nuestros ojos Antonio Banderas.

—¡Pero si es el Zorro!

—Ostras, qué memoria tienes…

No pasa todos los días que te encuentres por la calle a una estrella del cine; en Roma como mucho te arriesgas a cruzarte con Valerio Mastandrea.

—¿Y salen así, tan tranquilamente? Joder… ¡España es superguay!

Nos pasamos las dos horas siguientes paseando por las tiendas, entrando y saliendo de sitios llenos de ideas y novedades, y al final llegamos a Callao, donde compramos entradas para ir a ver un musical español de culto: Hoy no me puedo levantar. Es muy bonito recorrer los éxitos del grupo Mecano, que nosotros no conocíamos, y descubrir la historia de esos chicos que quieren perseguir sus sueños a toda costa. La música es preciosa y nos hace descubrir algo más de España y de la vida después de la caída de la dictadura.

Salimos y discutimos sobre lo que hemos visto, hablamos de la música, de los textos que unas veces hemos entendido y otras no, de lo que habríamos hecho nosotros en el lugar de los protagonistas.

Y la gente entra y sale de los teatros, hace cola ordenadamente, y al final acabamos cenando en un tablao flamenco que me aconsejó Alfredo Bandini. Es una pasada, aquí también continúa el espectáculo porque, además de unas excelentes tapas, gazpacho y unas patatas increíbles, nuestra cena está acompañada por las guitarras de los músicos y por los movimientos sensuales y enérgicos de las bailarinas envueltas en sus vestidos coloridos y vaporosos. Y así, agotados de todo el día, regresamos al hostal y nos hundimos en las camas de nuestras habitaciones.

—Voy a echar una dormida como si el colchón fuera la fosa de las Marianas… —dice Gio metiéndose de cabeza.

Entro en mi habitación, me desnudo, me meto en la cama y, a pesar del cansancio, me pongo a pensar en el hecho de que en las últimas horas, tal vez con la complicidad del maravilloso musical, las bailarinas del tablao y la exquisitez de aquellas tapas, no he vuelto a pensar en Alessia ni en lo que estará haciendo en este momento en Italia. Bueno, estoy contento. Tengo que seguir por este camino.

Apago la luz, me quedo mirando el resplandor que entra por la ventana, los sonidos lejanos de las calles siempre transitadas y pienso, deseo, que este viaje no haya sido inútil, porque no sería justo que acabara así, sin haber podido volver a ver a María. ¡Tengo que encontrarla, no pido nada más: la vida me debe este favor! Y entonces, con ese extraño crédito que creo merecer, me duermo satisfecho.