Detrás de nosotros, con toda su inolvidable belleza, aparece María, protagonista del anuncio de Desigual.
Está en una playa, con los cabellos al viento, un bañador de colores, y me sonríe. O más bien sonríe al mundo desde lo alto de ese edificio, perfecta en toda aquella miríada de píxeles de la enorme pantalla. Después, se vuelve y se aleja así, sobre el fondo de un fantástico mar, avivando mil fantasías sobre su trasero.
—La hostia… —Gio mira el anuncio con la boca abierta. Después se vuelve hacia mí—. No, quiero decir, preciosa…, esa playa…
—Espléndida.
—Pero ¿te das cuenta? ¡Tú has estado con esa modelo! María es modelo…
—Sí, y fui tan tonto que no me di cuenta de lo mucho que me importaba, pero es el momento de ponerle remedio. Ahora que hemos descubierto que María López está vivita y coleando y más guapa que nunca, que ha hecho de modelo en esa publicidad, es más, espera, que voy a grabarla… —Saco el móvil y filmo todo el spot—. Así que trabaja de modelo. Ahora solo tenemos que saber cómo podemos encontrarla. ¿A quién podemos acudir?
—No tengo ni idea… ¿No podríamos hablarlo en la mesa? Me estoy muriendo de hambre… —contesta Gio.
—Eres la persona más insensible que he conocido nunca. A mí, con la emoción, se me ha cerrado el estómago —protesto.
—Es una sensación que no he tenido nunca…
Al final acaba ganando, y la verdad es que haber descubierto que María estaba tan al alcance de la mano me alegra y me abre el apetito también a mí. De modo que nos sentamos en un restaurante en el que hacen tapas.
—¿Te puedes creer que aquí si pides un vaso de cerveza te traen todas estas cosas para comer? —me dice Gio.
—¡Nicco! ¡No me lo puedo creer!
De repente noto que me dan una palmada en el hombro y por poco me meto el palillo de la tapa de tortilla en la garganta. Es Venanzio, y también Tomás.
«Madrid no debe de ser tan grande», pienso.
—Éste es nuestro bar de tapas favorito, os hemos visto por la cristalera, ¡qué casualidad, ¿eh?! Íbamos a ver la exposición de un amigo nuestro. ¿Queréis venir?
Gio me da patadas por debajo de la mesa y comprendo que la exposición le importa bien poco, y menos aún ir con ellos.
—No, gracias, creo que iremos al hotel a descansar un rato…
—Comprendo… Y ¿qué?, ¿habéis encontrado a la misteriosa María?
Antes de que pueda contarle nuestro descubrimiento, Gio se me adelanta y les hace un resumen pormenorizado de la noticia, sin olvidar informarlos también sobre la perfección de su trasero.
—Mirad, aquí está la grabación… —Les enseño el móvil, y hasta Venanzio es capaz de apreciarla.
—Una chica preciosa…
—Sí…
Tomás le da un empujón, entiende lo que ha dicho. Los dos empiezan a discutir en español, pero se nota que es más en broma que otra cosa.
Gio se acerca y me susurra:
—¿Quieres ver cómo María los hace cambiar de idea? —A continuación se ríe como un imbécil, y Venanzio se dirige a mí y a Gio.
—Tenéis suerte…
—¿Por qué?
—Últimamente he hecho todos los castings de Zara y de Mango…
—Entiendo —dice Gio—. Pero ella ha trabajado para Desigual.
Venanzio lo mira con suficiencia.
—Estamos continuamente en contacto con todos, tal vez podamos ayudaros. Tengo que hacer un par de llamadas, pero venid a cenar esta noche a casa y hablaremos. Total, la dirección ya la sabéis, ¿no?
Esta vez mi amigo casi me parte el menisco, pero María es una prioridad, y acepto encantado.
—Con mucho gusto, gracias. Al fin y al cabo, tampoco teníamos ningún compromiso para esta noche, ¿verdad, Gio? ¿Te apetece?
—¡Sí, un montón! —comenta él con un tono inequívoco.
Llegamos puntuales, Gio lleva una cara que ni que estuviéramos a punto de meternos en la jaula de los leones. En cambio, Venanzio y Tomás son muy amables y hospitalarios.
Nos hacen pasar, y Venanzio enseguida dice:
—¿Os apetece un café, una Coca-Cola, una servidora…? —como Joan Cusack en Armas de mujer, una película de sus tiempos.
Hasta son graciosos. Aun así, Gio no está nada predispuesto. El piso es una extraña mezcla entre una galería de arte minimalista y el despacho de Lele Mora que salió por la tele. Hay muchísimos cuadros de colores, butacas rojas, fucsia, violeta, y una serie de sillas de los estilos más diversos dispuestas alrededor de la mesa del comedor. Gio las mira divertido y parece, por fin, tranquilizarse.
—¡Vaya, si por lo menos hubieran encontrado dos iguales! —comenta.
—¡Son así a propósito! Algo me dice que se dedican al mundo del arte —le explico.
Venanzio me cuenta que tiene amigos que trabajan en publicidad, castings y agencias, probablemente también modelos. Ésta es nuestra última tabla de salvación, y por la cara que debo de poner en este momento, creo que ha comprendido lo importante que es María para mí y mi salud mental. Al cabo de un momento, Venanzio ya está al teléfono y da vueltas por la casa hablando en español; oigo que se enfada.
—No, no, quiero hablar con Juan Díaz —dice.
Por el tono decidido de su voz veo que Venanzio es un hombre con bastante peso en su ambiente. Hace que le pasen a las personas más importantes como si nada, y quién sabe, me digo yo, si les cuenta el motivo de tanto interés por esa joven modelo. Como si me hubiera oído, cubre el micrófono del teléfono con la mano y me dice:
—He dicho que queréis rodar un spot para Armani en Madrid, aquí es muy apreciado, seguro que nos la localizan.
A continuación empieza a hablar de nuevo en español, asiente varias veces, sonríe satisfecho y al final cuelga el teléfono.
—Sí, me parece que vamos por el buen camino, ahora no tenemos más que esperar —comenta luego, y coloca el teléfono inalámbrico a cargar sobre la base.
—¿Un poco de música?
No nos da tiempo a contestar que ya ha puesto en marcha un maravilloso equipo de última generación y al cabo de unos segundos suena Fiesta, de Raffaella Carrà.
—Voy a traeros algo de beber…
Y Venanzio desaparece en la cocina.
Entonces, sí, Gio se sienta en el sofá lila del salón.
—Oye, Nicco… A estos dos no se les ocurrirá drogarnos y después aprovecharse de nosotros, ¿verdad?
—Mira que eres provinciano… ¡Si ellos no te hacen ni caso, contigo iban a perder el tiempo!… —Cuando habla basándose en lugares comunes, me hace rabiar. Y el hecho de que en realidad sea una persona inteligente todavía me hace rabiar más.
Venanzio se asoma desde la cocina.
—¿Queréis una cerveza, un vermut, una Coca-Cola o un zumo? ¿Qué os apetece?
—Para mí una Coca-Cola.
Gio me mira, parece más relajado, de modo que decide arriesgarse.
—Para mí una cerveza.
—Perfecto, enseguida os lo llevo.
Gio coge el mando a distancia, enciende el televisor y hace como si estuviera en su casa. Empieza a pasar de un canal a otro hasta que encuentra un partido de fútbol.
—Qué guay, dan la Champions.
Y así se relaja todavía más, se hunde en el sofá, quita el sonido del partido y lo ve con las notas de Raffaella Carrà de fondo, que mientras tanto ha llegado a Maracaibo. Oh, Dios mío, no nos harán escuchar este rollo de los años ochenta toda la noche, ¿verdad?
—Ya estamos aquí.
Venanzio entra en el salón junto a Tomás con una bandeja llena de patatas fritas, aceitunas y cuatro vasos.
—Mientras esperamos a que esté la cena, por favor… Como si estuvierais… ¡en mi casa! —nos dice, soltando una risita.
Gio se incorpora un poco mientras Venanzio deja la bandeja en el centro de la mesita, moteada en blanco y negro.
—¿Os gusta? —pregunta, fijándose en que Gio no deja de mirarla—. La compré en una tienda de antigüedades, la llamo «101», como los dálmatas… Teniendo en cuenta su valor, tampoco me costó mucho, cinco mil euros, es de los años treinta.
—¡Caramba! —salta Gio, que enseguida intenta rectificar—. Quiero decir, pensaba que incluso era más antigua…
—Muy mona —digo yo.
A continuación Venanzio nos pasa los vasos.
—Venga, brindemos… ¡Por María López… y por nuestra felicidad!
Lo repite en español para Tomás, que parece estar de acuerdo y brinda con nosotros.
Gio y yo hacemos entrechocar nuestros vasos; a continuación me bebo toda la Coca-Cola de un trago. Él, naturalmente, apenas toca su cerveza y vuelve a dejarla, sin fiarse de que pueda haber algo dentro. Tomás y Venanzio se sonríen y luego brindan tocando sus vasos delicadamente, y se besan en los labios. Y por un instante, por mucho que Gio pudiera asombrarse con este pensamiento, los envidio. Sí, los envidio porque están en esta casa tan vistosa, hecha con todo lo que a ellos les gusta, con lo que desean, con lo que han querido y conseguido, porque se visten con sus colores favoritos, porque tal vez se aman y, en cualquier caso, ahora parecen felices.
Tomás le dice algo a Venanzio, que asiente y se dirige a nosotros.
—Bueno, voy a poner enseguida el agua a calentar, ¡me encanta cocinar cuando tengo invitados!
Desaparece de nuevo en la cocina. Su compañero, en cambio, se levanta y cambia el CD, pone a Paco de Lucía y una preciosa música flamenca se extiende por toda la casa. A continuación empieza a bailar y, con pequeños pasos de danza, se dirige hacia un gran armario lacado en blanco.
—¿Puedo ayudar? —pregunto educadamente.
En ese momento Venanzio se asoma desde la cocina y me contesta con una pose irónicamente tirana:
—Tú ven aquí a la cocina, que me harás compañía, mientras que tú, Gio…, te llamas así, ¿verdad?
Él asiente sin decir una palabra.
—Eso, tú ayuda a Tomás a poner la mesa. Hacía tiempo que buscábamos a una «domesticada»… —dice luego nuestro anfitrión, que tiene toda la pinta de querer divertirse pinchándolo un poco.
—Domesticada lo estará tu hermana… —comenta Gio, que se está carcomiendo. ¡Y de qué manera!
Tomás hace que Venanzio se lo explique todo en español y se echa a reír.
—Ven, Nicco, prepararemos un buen plato de pasta.
Me hace entrar en la cocina.
—Toma, ponte aquí. —Me pasa un cuchillo, una tabla de cortar y unas cebollas.
»Ve cortando… ¡Nos daremos un festín de espaguetis! El otro día también compré unos tortelloni porque me dieron ganas de comer comida italiana. A veces echo de menos Italia, ¿sabes?, como hoy…, y ¿quién llega justamente en un día nostálgico como éste? ¡Vosotros dos! ¿No es estupendo?
Empiezo a cortar las cebollas.
—Eso es, Niccolò, en rodajas finas.
Me vuelvo y veo que Gio está ayudando a Tomás en el salón. Colocan unos manteles individuales en la gran mesa: son de un azul cobalto encendido. A continuación, Tomás le pasa las copas y, en cuanto Gio las dispone junto a las servilletas, le coge las manos y le levanta los brazos en el aire intentando que participe con pasos de flamenco. Para Gio es inútil iniciar una retirada, y al cabo de un instante lo veo que empieza a bailar con él.
—No, no me lo puedo creer… —comento presenciando la escena.
—¿Qué pasa? —Venanzio me mira con curiosidad.
—Están bailando…
—Pues claro, no puede evitarlo, Tomás lleva la música en las venas.
—Pero Gio, no. ¡Tu novio ha obrado un milagro, esto no me lo puedo perder! —digo mientras saco el móvil del bolsillo e inmortalizo el momento.
En ese instante, al verme, Tomás pone una mirada intensa de conquistador y empieza a taconear como un verdadero experto, mientras a Gio le da por imitar los gestos de un torero, con cuernos y todo en la cabeza. No obstante, ahora también se ha dado cuenta de que los estoy grabando.
—¡Eh, venga, no, ¿eh?! —grita, e intenta librarse de Tomás, que, sin embargo, no lo deja ir.
—Demasiado tarde. ¡Ya lo he colgado en internet!
Un poco más tarde, Venanzio nos anuncia a grandes voces:
—¡A la mesa! ¡Venga, la cena está lista!
Nos sentamos y empieza a servir los platos.
—Ha sobrado un poco, si os gusta después podéis repetir.
—Claro… —Lo pruebo—. Pero bueno… Muy bien, Venanzio —lo felicito, está realmente exquisito.
—Mmm…
Venanzio, después de dar el primer bocado, se da con la mano en la cabeza.
—¡Caramba! ¡Me he olvidado del vino! ¿Os va bien un chianti?
—Sí, perfecto —digo yo también por los demás, que tienen la boca llena.
Va corriendo a la cocina y aparece al cabo de un momento con una botella de tinto.
—Al final he cogido un amarone, lo guardaba para una ocasión especial, ¡y ésta sin duda lo es! Toma, ábrelo tú, Tomás.
Se lo pasa, y entonces, como si hubiera tenido otro flash, dice:
—Esperad, esperad… Quiero poner algo… —Quita el CD de flamenco y pone otro—. Es un recopilatorio…
Mientras tanto, Tomás descorcha el vino y se pone a oler el tapón.
—¡Mmm, qué bien odora!
Y vierte el vino en las copas, cada una distinta de la otra, como las sillas. Venanzio hace que empiece a sonar la música.
—Aquí lo tenéis, es todo en italiano. La primera canción es de Malika Ayane, una versión de La prima cosa bella. Son canciones antiguas interpretadas por cantantes actuales. Luego está Ma il cielo è sempre più blu, de Giusy Ferreri, y a continuación Insieme a te non ci sto piú, cantada por Franco Battiato. Ostras, hoy estoy de un nostálgico… Soy un nostálgico vintage. —Y nos echamos a reír. Venanzio levanta la copa y exclama—: Tengo una idea, propongo un brindis. Por María López, la chica más afortunada de España… ¡Aunque aún no lo sabe!
Y reímos y brindamos haciendo entrechocar las copas, y la pasta está riquísima, y además tienen pan casero todavía caliente, y el vino tiene cuerpo, está a la temperatura ideal, y ellos son dos amigos inesperados, generosos y ¡coloridos! Así es, éste es uno de esos momentos que a veces no nos damos cuenta de estar viviendo, un instante de felicidad. Y yo no quiero volver a cometer ese error. Y es como si me viera desde fuera, y disfruto de cada segundo. Veo que Gio se ríe, habla un poco en italiano y un poco en español, o eso que para él parece ser la lengua española, intentando hacerse entender por Tomás.
—Mira, mira qué bien bailas… —le digo mostrándole el vídeo que he grabado con el móvil.
—Bórralo, bórralo enseguida…
—Ahora eres un hombre al que se puede chantajear. Mañana YouTube se va a colapsar…
Gio se ríe, pero no me sigue el juego:
—Oye, Venanzio…, cocinas realmente bien, felicidades, deberías abrir un restaurante italiano…
El cocinero se ríe y se lo repite a Tomás.
—Es lo que siempre me dice él —explica luego mientras su compañero lo confirma, asintiendo con la boca todavía llena.
Naturalmente, Gio aprovecha para incluirse.
—¡Tendríamos que hacerlo en serio! Os traeríamos las últimas novedades italianas, y podríamos vender los mejores productos en el restaurante, ¿qué os parece?
Lo hago callar enseguida.
—Eso ya lo ha pensado mucha gente…
—¡Sí, pero nosotros lo haríamos mejor! —protesta él.
Gio siempre quiere salirse con la suya. Entonces, de repente suena el teléfono y Venanzio se levanta de un salto para cogerlo.
—¿Hola?… ¿Sí? —Está inmóvil delante de la librería, escuchando la voz metálica que llega hasta nosotros—. Vale, muchas gracias. —Después cuelga y me sonríe—. ¡La hemos encontrado, la tenemos!
Me parece casi imposible poder localizar a una persona en España sin disponer de verdaderos elementos, de modo que todavía estoy dudando de si creérmelo, pero el entusiasmo de Venanzio es contagioso.
—¡Es ella, estoy seguro! Elena, la persona con la que he hablado, es muy hábil, se ocupa de las pruebas fotográficas de las campañas publicitarias más importantes. Ha dicho que conoce a vuestra María y que hará todo lo que pueda.
Se ha hecho tarde, al menos para nosotros, que estamos cansados después de todo este día. De modo que Venanzio nos acompaña a la puerta.
—Ah, esperad. ¡Me parece que tengo un mapa!
Y regresa al cabo de un momento con un plano abierto en las manos.
—A ver, la agencia está aquí. —Nos marca con un círculo rojo el lugar al que debemos ir—. De todos modos, si necesitáis algo, aquí es donde podéis encontrarme —y nos da una tarjeta a cada uno.
Es una tarjeta muy sencilla con el texto azul sobre fondo blanco; tratándose de Venanzio me esperaba algo más estrambótico, más kitsch, o con más color, sin embargo, descubro de él su faceta profesional, una imagen más seria y formal.
Y de repente todo eso me infunde confianza y pienso que Elena seguro que es supercompetente, que todo irá por buen camino, que encontraré a María.
En la puerta, nos despedimos de nuestros anfitriones, Venanzio ha resultado ser una joya, un verdadero amigo. Es la unión perfecta entre el calor de la gente del sur y la eficacia y el pragmatismo de los madrileños.
—Gracias —digo—. Si venís a Italia y pasáis por Roma, llamadnos, estaremos encantados de devolveros el favor, por lo menos os indicaremos los sitios que visitar, los bares, los buenos restaurantes…, ¡y a buen precio!
Se echa a reír, tal vez podría haberme ahorrado lo de «a buen precio». A juzgar por la casa, no creo que él y Tomás tengan problemas de dinero. Y entonces saco la tarjeta de la agencia.
—Toma, trabajo en una inmobiliaria; si por casualidad tu nostalgia de Italia se volviera insoportable, tengo un montón de casas en cartera que os podría enseñar, y a precios de ganga…
—De acuerdo, amigos, pensaremos en ello. Espero volver a veros, y saludos a Roma de mi parte… —contesta Venanzio, divertido.
Una vez en la calle, Gio vuelve a ser cáustico con nuestros nuevos amigos españoles:
—¿Nos imaginas en el Tigra descapotable con esos dos en vez de con las extranjeras?… ¡Nuestra reputación quedaría por los suelos!
—¡No te gustan, pero los espaguetis bien que te los has zampado, ¿eh?! —le devuelvo yo.
—Soy un nostálgico vintage itálico —replica él imitando a Venanzio—. Y, de todos modos, parecía que estuviéramos en una de esas películas de Özpetek, pero más alegre…
—Oye, ¿sabes que tienes razón?… Esas películas, en cambio, siempre encierran una melancolía…
—¡Qué coñazo! Esos gais son siempre más tristes que la gente normal…, ¡echaos unas risas!
—Pero ¿no te das cuenta de lo que estás diciendo? ¿Los gais son más tristes que la gente «normal»? ¡Ni que estuviéramos hablando de extraterrestres!
—Bueno, para mí lo son… Extraterrestres hospitalarios, pero no dejan de ser extraterrestres. ¡En vez de en No basta una vida me parecía estar en No basta un guardarropía!