Volvemos a estar en la calle, decepcionados y derrotados, allí parados sin mucho que decir mientras la gente que camina apresuradamente con un objetivo que alcanzar nos esquiva. Qué suerte tienen.
—¿Y ahora qué hacemos? —me pregunta Gio.
—Estaba pensando que, en efecto, Venanzio tiene razón.
Mi amigo me mira pasmado.
—Oye, ¿no irás a cambiar de idea ahora en ese aspecto? España no te hará cruzar a la otra acera, ¿verdad?
Hago como si no lo hubiera oído.
—Decía que podríamos llamar a Roberto, el portero del hotel; ¿tienes el número?
—Sí, lo tengo… ¿Qué hora es? Debe de haber empezado ahora su turno…
Lo veo titubear.
—¿Qué pasa?
—No, nada…, no tengo mucho saldo en el teléfono. Con las prisas de irnos se me olvidó cargarlo y, además, no tengo mucho dinero. Ya ves, es que últimamente no he conseguido colocar tantos DVD. Los juegos van de muerte, lo que pasa es que no puedo piratearlos, ¿sabes? Todos mis ahorros han venido conmigo a España…
—Claro, toma —le paso mi móvil—, tengo una tarifa especial. Se llama «Iluso cien por cien día y noche», ideal para los imbéciles que salen en busca de la chica perfecta pero con la dirección equivocada… Llama con el mío.
Mira el número en su móvil, lo marca en el mío y enseguida le responden.
—Hotel Fontana, buenos días.
—¡Sí, hola, Roberto! ¿Cómo estás?
—¿Quién es?
—Soy Gio, venía a menudo con aquel amigo mío, Nicco; a recoger a dos españolas.
—Ah, sí, claro… Perdóname, pero ahora estoy ocupado, ¿puedes llamarme dentro de una media hora? Estoy con unos clientes que acaban de llegar.
—No, no, solo necesito una información…
Gio nota que el tipo resopla desde el otro lado.
—Venga, dime, deprisa.
—Bueno, me parece que me diste una dirección equivocada…
—¿Qué dirección?
—De una de las dos chicas españolas, se llamaba María, era de Madrid…
—¿Por qué?
—¡Porque aquí en la dirección que nos diste no vive nadie con ese nombre, solo una pareja de gais, y no les consta que nunca haya vivido allí ninguna María!
—¿Cómo lo sabes?, ¿estás en Madrid? ¿Habéis ido a España?
—Pues claro, si no, ¿para qué iba a pedirte la dirección, según tú?
—De acuerdo, pero podrías haber pedido la dirección porque sí, porque te gusta soñar, porque te dices que un día irás a darle una sorpresa, pero luego ese día no llega nunca…
—En cambio, para nosotros ha llegado y estamos debajo de su casa.
—¿En España?
—Sí.
—¿En Madrid?
—Sí. ¿Puedes decirme si la dirección es correcta? La que me diste era…
—Está mal.
—¿Cómo que está mal?
—Me era imposible darte la dirección de un cliente nuestro, es información confidencial. Me arriesgo a que me despidan…
—¡Me cago en tus muertos! Te di cien euros para saber dónde vivía, he venido hasta aquí y ¡¿ahora te acuerdas de que es información confidencial?!
—Me confundes con otra persona, yo nunca he recibido dinero de nadie; ahora, si no te importa, tengo que trabajar.
—¡Espera a que vuelva, iré allí, te cogeré por las orejas y te pelaré como a un caramelo Golia! ¡¿Oye?! ¡¿Oye?!
Gio mira el móvil y después a mí.
—Ha colgado. O sea, ese gilipollas ha colgado. O sea, él sabe que hemos venido hasta Madrid solo para buscar a esa chica, sabe que nos ha dado mal la dirección, él tiene la buena, y en vez de dármela, ¿qué hace? Cuelga. ¡Me ha estafado cien euros para nada! Pero yo lo mato, cuando vuelva está muerto.
—Déjalo estar, es capaz de denunciarte. Imagínate que le pasa algo, localizan las llamadas que ha recibido y te metes en un lío… —le digo intentando calmarlo.
—Te meterás tú, en todo caso, porque el teléfono es tuyo, así que la tomarán contigo —me contesta Gio, que ya vuelve a estar de buen humor.
—¡Joder, es verdad!
—Pero yo ya tengo un plan, tranquilo, nosotros estamos aquí, en España, y a él lo matarán en Italia.
—¿Y quién?
—Llamaré a Pepe y le diré que Roberto ha besado a tu hermana Valeria cuando estaba saliendo con él y que encima se pitorreó de él mientras lo hacía. Ya está muerto…
—Estás completamente loco.
—Sí, yo, pero ¿te parece normal lo de ese Roberto? Que no nos haya dado la dirección correcta… Aunque no fuera por los cien euros, ¡al menos podría habérnosla dado por el amor! ¡Joder, es una pasada que alguien haga un viaje como éste, es precioso pero, en cambio, hay personas como ese cabrón de Roberto que estropean el mundo! ¡Se hace el remilgado y a lo mejor le está sisando a su amo!
Entonces me doy cuenta de que a nuestra espalda hay un enorme cartel de esos que promocionan las bellezas de la ciudad. Gio me sacude.
—¿Te has quedado embobado? ¿Qué miras?
—Es el parque del Retiro, uno de los lugares más románticos del mundo. Mis padres soñaban con ir allí juntos —le explico con la nariz todavía hacia arriba.
—¿Y qué? Ellos no son los que están en Madrid.
Inmediatamente después de haberme contestado así, Gio se queda paralizado y se pone colorado de la vergüenza.
—Perdóname, Nicco, he dicho una gilipollez, no sé cómo se me ha escapado. Sí, lo sé, digo muchas… pero no quería ofenderte, perdóname.
—No te preocupes… ¿Te apetece ir?
Sintiéndose culpable, Gio empieza a gesticular como si le hubiera picado una tarántula y para un taxi. Me parece que la respuesta es sí.
El coche brinca suavemente en cada cruce por el que pasamos y en poco tiempo llegamos delante de la entrada del parque. Antes de que pueda hacerlo yo, Gio saca la cartera y paga.
Empezamos a caminar por los senderos arbolados y después de unos minutos llegamos frente a un monumento imponente que se asoma a un lago sobre el que se mueven ligeras unas barquitas azules, conducidas por alegres familias y parejas de enamorados.
Le paso mi móvil y le digo:
—¡Toma, hazme una foto!
—¿Por qué?
—Se me acaba de ocurrir una idea, al menos hoy alguien será feliz…
—Ah, bueno… —Gio se lleva el teléfono a los ojos, estudia el encuadre, le da vueltas todo concentrado, lo vuelve a poner como estaba antes, un suplicio…
—¡Date prisa! ¡Tardaron menos en rodar La guerra de los mundos!
—Un segundo…
—¡Por favor, intenta que el encuadre salga bonito!
—¿Es que no te fías?
—Tienes que coger el lago y el monumento que hay detrás, por favor…
—Que sale todo —me tranquiliza mientras dispara—. ¡Mira!
Me pasa el teléfono, observo la foto y sonrío satisfecho.
—Bien, ¿no?
—Sí, ahora solo tenemos que encontrar un sitio, un centro con ordenadores, con grafismo… —le digo.
—A sus órdenes —dice él y, como antes, pero menos exaltado, para otro taxi.
El conductor es un madrileño simpático y muy amable que después de ver que somos italianos enseguida nos pregunta si nos gusta el fútbol.
—¡Claro! Forza Roma!
—Forza Lazio… —añado yo.
—Y tú, ¿de qué equipo eres? —le pregunta Gio.
—Del mítico Real Madrid. ¿Ya habéis ido a ver el Bernabéu? Es uno de los estadios más grandes de Europa.
—Todavía no, pero me parece que el de Barcelona es más grande…
El taxista nos mira con aire socarrón.
—Pero el Real es el Real… ¿De dónde sois? —nos pregunta antes de dejarnos.
—De Roma —contesto.
—Ah, qué bonito… El Coliseo, la piza, le ragaze —dice él, embelesado.
—¡Aquí las consonantes dobles nunca las pronuncian, ¿eh?! —comenta Gio y, antes de que me eche a reír en su cara, cerramos la puerta y lo vemos irse.
El sitio al que hemos ido es una pasada para los aficionados a los ordenadores. A Gio literalmente se le cae la baba al ver cualquier chisme de los que hay allí y que tenga una tecla en la que ponga «on».
—Con un negocio de éstos en casa, me descargo hasta las películas que todavía tienen que rodar…
Una chica con unos ojos muy verdes que lleva una camiseta con el logo de la tienda viene a nuestro encuentro para preguntarnos cómo puede ayudarnos. Es mona, amable. Le pregunto su nombre, se llama Carmen, Carmen Corrales. Intento hacerle entender lo que necesito.
—Mi madre, mi padre, mi padre muerto.
Dice que lo siente por mi padre. Yo saco la foto de ellos dos que siempre llevo en la cartera y se la enseño. Me esfuerzo en explicarme con gestos, medias frases en español, y ella parece captar lo que tengo en mente.
—Entiendo, sígame, por favor, no tardaremos mucho —me dice, afable.
No he entendido ni una palabra de lo último que ha dicho, pero la sigo de todos modos.
Al cabo de menos de media hora consigo acabar lo que tenía pensado. Le muestro el resultado de mi ocurrencia a Gio, que se queda con la boca abierta.
—¡Qué bonito! ¡Es una idea genial! —exclama. Está realmente emocionado, se lo leo en los ojos.
Miro de nuevo la imagen, orgulloso de mí mismo: mis padres y yo delante del parque del Retiro, en un fotomontaje hecho con arte. A continuación empiezo a trastear con el teléfono. Estoy muy concentrado, abro los archivos de música, selecciono una canción, su preferida, la que cantaban siempre, después pulso «enviar». Ya está hecho.
Estoy contento, no hay nada más bonito que hacer algo por alguien a quien quieres, es todavía más bonito que cuando alguien hace algo por ti.
Camino con Gio, paseamos en silencio por Madrid, hace buen día, al final de la calle veo un edificio alto, arriba del todo pone «Schweppes»; esta ciudad es realmente una metrópoli moderna, mucho más que Roma. Miro hacia el cielo, las nubes más lejanas, más grandes, no son amenazadoras, al contrario, hacen que todo parezca más sereno. Hay carteles de cine, grandes, me sorprendo porque algunos de ellos están pintados a mano, a la vieja usanza. Los rostros de los actores, perfectamente reflejados, emergen todavía con más fuerza que los carteles habituales.
Es maravilloso pensar que en una ciudad como ésta todavía haya artesanos que se ocupen de hacer un trabajo tan meticuloso.
Justo en ese momento me suena el teléfono.
—Cariño, no tenías por qué hacerlo…
—Mamá…
Llora a mares, oigo sus lágrimas, su respiración, su dolor, y luego lo dice casi en voz baja:
—Y además con la canción…, qué tierno.
Me la deja escuchar. Se trata de Luglio, de Riccardo del Turco.
Y yo me la imagino en el teléfono de casa desde el que me ha llamado y con el móvil en la mano mirando nuestra foto mientras vuelve a escuchar la canción.
—Pero ¿cómo lo has hecho?… —me pregunta. Sorbe por la nariz, pero ya no solloza. Menos mal.
—Ha sido fácil, mamá: siempre llevo una foto de vosotros dos en la cartera. He entrado en una tienda especializada en informática, he hecho que escanearan la foto, han añadido la mía, que Gio me ha sacado hace un rato, y las han montado con Photoshop.
Ella al final se echa a reír.
—¿A ti te parece que he entendido algo de lo que has dicho?
—Mamá, qué guapa estás cuando te ríes… ¿Te ha gustado?
Se queda en silencio. Me quedo en silencio yo también, miro a Gio delante de mí, que no sabe qué decir.
—Es el regalo más bonito que podías hacerme.
—Mamá, a papá le gustaría oírte reír más a menudo.
—No digas eso.
—Me lo ha dicho él… —le confieso, y al cabo de un momento me echo a llorar yo también.
Me habla en voz baja.
—Estoy mirando la foto…
De vez en cuando se detiene para que sus palabras no se rompan con las lágrimas.
—Estamos guapísimos los tres. —Después hace una pausa y se pone seria—. ¿Por qué no has puesto a tus hermanas?
Abro los brazos, niego con la cabeza y miro a Gio, que, naturalmente, no sabe qué decir. En esta vida siempre hay algo que no va bien.
—¡Porque no llevaba encima ninguna foto con ellas, mamá! ¡No me voy a ir de viaje con el álbum debajo del brazo!
—Está bien, está bien, ten cuidado, ¿o te estás atracando solo de porquerías? —cambia ella de tema.
—¡No, qué va! Aquí se come muy bien y no es caro. Pero ahora tengo que colgar, mamá, que si no todo lo que no gasto en comer lo gastarás tú en teléfono.
—¡Sí, sí, tú siempre tienes que colgar!
—Pero, mamá, ¡estoy en Madrid!
—De acuerdo. Pero dime una cosa: ¿cómo estás?
—Bien, ¿cómo quieres que esté?
—No lo sé, dímelo tú.
—Ya te lo he dicho: estoy bien.
—¿Y cómo te has tomado lo de que Alessia salga con ese amigo tuyo, Andrea?
¡No me lo puedo creer!
Tapo el móvil con la mano.
—¡Pero si hasta mi madre lo sabe! —le digo a Gio en voz baja.
—¿El qué?
—¡Lo de Alessia!
—¿Que habíais roto? Bueno, las madres siempre lo saben todo…
—¡No, lo de Alessia y Bato!
Aparto la mano del micrófono.
—Mamá, pero ¿desde cuándo lo sabes? Te lo ha contado Valeria, ¿verdad? ¿Por qué no me lo dijiste?
—No lo sabía… —dice ella, insegura.
—¡Pero si me lo acabas de decir!
—Porque ahora sé que lo sabes.
Nada, es imposible hablar con mi madre.
—Niccolò, esa chica no te merecía, no le des más vueltas, tranquilízate y no pienses más en ella. ¿De acuerdo? ¿Me harás caso por una vez?
—Sí, mamá.
—Me has hecho un regalo precioso, gracias, vuelve pronto…
—Está bien, está bien, pero tú estate tranquila, ¿de acuerdo?
Entonces lo piensa mejor.
—Mejor dicho, Nicco, pásalo bien y vuelve cuando quieras.
Corto la llamada y me quedo mirando fijamente el teléfono.
—¡O sea…, es absurdo! Lo sabían todos. —Lo digo para mí mismo, casi alelado—. No me lo puedo creer, lo sabían todos y nadie me lo había dicho.
Y de repente, sin motivo aparente, me entran muchas ganas de reír.
—¡Hasta mi madre lo sabía! No, no, esta historia es demasiado absurda…
—Sí, sí, y tu madre nunca sabía cómo sacar el tema…
—¿Cómo lo sabes?, ¿lo habéis hablado?
—Sí, cuando iba a tu casa, en cuanto nos quedábamos solos ella me preguntaba: «Pero ¿tú se lo has dicho?». «No… ¿Y tú?» «¡No, yo tampoco!» «Y ¿quién se lo va a decir?» «No sé». Oh, Dios mío, era tremendo, qué risa.
Y seguimos así, doblados por la mitad como no nos pasaba desde la época del instituto.
—Venga, Gio, ya basta, volvamos a Roma, total, a María no la encontraremos nunca.
—¡Que no, joder, que ya hemos pagado el hotel! Y, además, los billetes de regreso que tenemos no se pueden cambiar, de modo que tenemos que quedarnos…
—Está bien…, vale, ¡¿y qué vamos a hacer aquí, entonces?!
—¡¿Estás loco?! ¿Que qué vamos a hacer en Madrid? ¡Hay millones de cosas que hacer en Madrid! Quiero ir a comer una paella, ver el Bernabéu, visitar el Prado, ir a ese mercado tan bonito, ¿cómo se llama?
—El Rastro…
Entonces Gio se da cuenta de que de repente sonrío, de que estoy contento, de que pongo la cara de quien tiene remedio para todo.
—¿Qué pasa? ¿Qué se te ha ocurrido? —me pregunta.
—Mira, es María, la hemos encontrado.