17

Gio ve que no contesto, que estoy allí, inmóvil, alelado, de modo que al final habla él:

—¡Somos nosotros! —Después me mira y yo levanto las cejas—. No, ¿verdad?

—No… —le digo.

Entonces intenta decir algo mejor.

—Venimos de Italia, siamo amigos di María.

Al final oímos que se abre el cerrojo. Tal vez «María» sea la palabra mágica, como «Ábrete, Sésamo», y si es así, quiere decir que estoy viviendo en serio un cuento, y si este cuento tiene un final feliz, mucho mejor.

Pero mi mirada esperanzada se apaga enseguida porque, una vez abierta la puerta, se nos presenta un tipo delgado con el pelo rubio platino. Lleva unas gafas con montura azul celeste, una americana verde y una camisa amarilla encima de unos pantalones de cuadros blancos y negros, y unos zapatos violeta que completan el conjunto.

—¿Nos hemos tomado un ácido en el desayuno? —me susurra Gio.

—No, se lo ha tomado él… —le contesto mientras sonrío desconcertado.

Nos sonríe y simplemente pregunta en español:

—¿Puedo ayudaros?

A lo mejor es que están rodando una película de Tim Burton; lleva más colores encima que un arco iris. Es todo tan increíblemente absurdo que me dan ganas de reír, pero al final recupero el aplomo y hablo.

Cerchiamos a María —le explico, esperando haber articulado bien la frase.

—¿María? ¿Qué María?

—Sí, María. Chica española.

Gio me mira desconcertado.

—Pero ¿cómo? ¡¿Ni siquiera sabes su apellido?! —me pregunta.

—No, ahora no lo recuerdo. Pero ¿por qué?, perdona, ¿tú sabes el apellido de la tuya?

—No.

—¿Pues entonces? ¡Si no lo sabes tú, ¿por qué tendría que saberlo yo?!

—Porque no hemos venido a Madrid para buscar a la mía. ¡Estamos buscando a la tuya!

—¡Ojalá fuera la mía…! Y además, ahora que lo pienso, en la nota que te dio Roberto, el portero, ¿no ponía su apellido?

—No.

—¡¿Y tú le soltaste cien euros sin que te diera el apellido?! ¡Eres un genio!

—Le pedí la dirección y, de hecho, hemos llegado hasta aquí… Por lo que yo sí que he conseguido algo, en cambio; ¡tú estuviste con ella una semana y ni siquiera sabes cómo se apellida!

—Aclárame una cosa…, porque tú, cuando te lías con una tía, ¿le preguntas el apellido?

—¡Si solo me lío con ella, no, pero si me enamoro, sí!

Continuamos riñendo como dos vecinas belicosas de los barrios españoles de Nápoles y no nos damos cuenta de que, desde el interior del apartamento, junto al dueño de la casa, ha llegado otro tipo, vestido —si es posible— de una manera todavía más chillona: americana azul eléctrico vivo, camisa rosa, pantalones con grandes listas gris claro y gris oscuro y mocasines de charol de color naranja. Y lo más extraordinario es que éste, además, ¡habla italiano!

—Eh, pero ¿qué ocurre? ¿Qué estáis tramando vosotros dos?

Lo dice con un extraño acento que lo hace parecerse mucho a Miguel Bosé.

—Estamos buscando a María… Vive aquí…

Y de repente me viene a la cabeza su apellido: ¡López! Nos habíamos reído de él porque le pregunté si era pariente de Jennifer.

—López, María López —puntualizo como si fuera una especie de agente secreto.

Gio se vuelve satisfecho hacia mí:

—Ah, ¿ves como sabías su apellido?… ¡María López, qué bonito, suena bien! Como Jennifer Lopez, ¿sabes? —Se dirige al recién llegado, el amigo de Miguel Bosé.

—¿María López?

—Sí…, pero deja que nos presentemos. Yo soy Gio y él es Nicco.

Nos estrechamos la mano.

—Yo soy Venanzio —dice él—. Él es mi amigo Tomás. Hace veinte años que vivo en Madrid, dieciocho en este apartamento, y nunca he oído hablar de ninguna María López…

¡Venga ya! ¡Qué pasada encontrar a un italiano precisamente aquí! Hace que las cosas sean más fáciles, al menos en este momento. Aunque la noticia que acaba de darnos no es que sea muy alentadora.

Tomás nos observa intentando comprender lo que está pasando. Después mira a Venanzio, que se lo explica en español. Él asiente.

—Entiendo…

Ahora lo tiene todo claro, ¡le parece normalísimo que dos italianos busquen a esa tal María López en su casa, debe de ocurrir a diario! En España es todo tan posible que nadie se maravilla por nada.

—No sabría cómo ayudaros. Tal vez os hayan dado una dirección equivocada… —Entonces, de repente, Tomás se acerca a Venanzio, se le arrima, se cogen de la mano, se miran con una sonrisa: se ve claramente que están enamorados y naturalmente son gays.

—Bueno, entonces gracias, y perdonad la molestia, nos vamos… —dice Gio, visiblemente incómodo pero con una sonrisa de circunstancias. Hace intención de dirigirse al ascensor.

—Espera, Gio, de acuerdo, pero ¿cómo vamos a encontrar a María? —lo detengo. Después le arranco la nota de las manos y la pongo debajo de las narices de Venanzio.

—Por favor, mírala bien. ¿Es la misma dirección? ¿Hay una calle con el mismo nombre? ¿Cómo puedo encontrarla? Te lo ruego, es importante.

Gio interviene.

—¡Pero ¿tú sabes cuántas López debe de haber en España?! ¿Y tenías que liarte con una tía con ese apellido?

—¿Acaso podía escoger?

—No, tienes razón…, con el apellido no se puede hacer nada.

Venanzio se echa a reír, pero luego niega con la cabeza.

—Lo siento, pero no sé cómo ayudaros… Deberíais preguntar a quien os dio la dirección, tal vez el nombre de la calle sea otro… Lo siento mucho.

—Ya, gracias, excelente idea. ¿De dónde eres, Venanzio?

—¿Por qué?

—No, por nada, por saberlo…

—Soy calabrés. Entrad y tomad algo.

—Gracias, pero tenemos que irnos, y has sido muy amable, de verdad… Perdona otra vez… Hemos dado palos de ciego… Adiós —contesto, desconsolado.

Bucos de ciego… —les traduce el cretino de mi amigo.

—Para ya, idiota. Vámonos… —digo cogiéndolo por una manga. Totò y Peppino en España no lo harían mejor que nosotros.

Venanzio y su novio Tomás esperan educadamente a que el ascensor llegue al rellano y nos saludan con un gesto de la mano. No puedo evitar pensar que el amor es algo grande, prescindiendo de a quién se ama.