15

No sé cómo he ido a parar a esta piscina. Floto con los brazos abiertos en la superficie del agua. Llevo puesta la ropa de la noche anterior, mientras que la gorra azul se me ha caído y se ha hundido en las profundidades en alguna parte debajo de mí. Me parece recordar que había un cóctel, gente maja, un camarero puertorriqueño, todo organizado en la majestuosa villa de la señora Escobar, la que parecía la simple propietaria de un hotel y, en cambio… Gio debe de haberme metido en todo este lío. Pero ¿dónde está? Se estará divirtiendo con alguna, pues claro. De modo que sigo dejándome acunar por el agua cuando de repente siento un remolino cerca de mí, como si alguien hubiera quitado el tapón de esta gran piscina. Inmediatamente, la gente que está en el césped junto al agua desaparece a paso ligero mientras una alarma empieza a sonar a lo lejos. No, es un despertador, no, es el bip de un móvil, un mensaje. Abro un ojo, no, no estoy flotando en la piscina, a pesar de que estoy empapado en sudor. Estoy en mi cama. Tengo la boca pastosa y la cabeza me retumba. Un terrible dolor en el costado. Intento coger el móvil, ¿dónde está? Alargo el brazo hacia la izquierda, en el vacío. Levanto la cabeza. La mesilla de noche se encuentra en el otro lado. Me doy la vuelta en la cama, desorientado, pero ¿quién la ha cambiado de sitio? Pero si todo es diferente, ¿dónde estoy? ¿Adónde he ido a parar? ¿Dónde está mi cama, mi almohada? ¡No es el olor de mi habitación! ¿Qué ha pasado? Abro también el otro ojo. Y veo, en la pared que hay frente a mí, uno de esos cuadritos amarillentos de la familia Escobar… Ah, no…, claro, exhalo un suspiro de alivio: estoy en Madrid.

Busco a tientas entre las sábanas, hay algo que me está torturando la espalda: ¡el móvil, he dormido encima de él! De ahí viene el dolor en el costado. Intento ordenar mis ideas: anoche no puse el despertador, ese sonido procedía de un mensaje. El mensaje es de Gio.

«Te he dejado dormir y mientras tanto he encontrado el Corriere dello Sport. Te espero en la Chocolatería San Ginés, me la ha aconsejado la chica de recepción. ¡Parece que es espectacular! ¡Procura no perderte!»

Lo sé, dentro de poco será como estar en el bar de debajo de casa: charlas por la mañana, propósitos para la jornada, un par de bromas tontas para estar en forma. Gio no renuncia a sus costumbres, entre ellas, la de despertarme en cualquier parte del universo en la que estemos. Más que adaptarse al mundo, Gio adapta el mundo a él. Estamos en Madrid y él busca el Corriere dello Sport. Si pienso en don Quijote y Sancho Panza… Nosotros, antes de empezar a buscar, ya nos hemos parado.

Paso rápidamente de la modalidad oso perezoso a la plena actividad. Claro, las ojeras que descubro en el espejo dirían todo lo contrario. Pero después de una ducha fresca y de arreglarme rápidamente, la humanidad vuelve a contar con el muchacho agradable que soy.

Tal vez por eso, cuando al cabo de poco estoy abajo en el vestíbulo, la chica de recepción me dedica una sonrisa radiante.

—¡Buenos días! —saludo mientras intento ver la placa que lleva en la chaqueta del uniforme: «V. Escobar».

A pesar de que no se parece en nada a la señora Escobar, debe de ser una descendiente de la estirpe de su bisabuelo. Me contesta demasiado deprisa para mi hipotético español, de manera que le sonrío y corto por lo sano.

—Perdona, no entiendo bien —digo precipitándome a la calle.

El cielo está claro, hay mucho ajetreo en la calle. La gente es vivaracha y siento que podría hacer amistad con todos. A pesar de estar a muchos kilómetros de casa, sé que este lugar me pertenece un poco. El sonido de esta lengua me cautiva cada vez más…, ésta es la música de Madrid.

Realmente es como si estuvieras en la fiesta más grande del mundo.

Y de repente yo también me pondría a bailar. Me siento ligero, aliviado, es como si aquí, lejos de Roma, todo asumiera otro significado.

Recorro una serie de callejuelas estrechas, repletas de tiendas y bares de sabor antiguo. Los locales están llenos, a pesar de que es horario laboral, veo muchísimas servilletas de papel por el suelo, la gente parece tirarlas con desenvoltura, como si fuera normal. Allí adonde fueres, haz lo que vieres…

Algo que me sorprende enseguida son las placas con los nombres de las calles: unas losetas blancas y pulimentadas sobre las que se ven imágenes de colores, parecen escenas de vida antigua.

Al final llego a la Chocolatería San Ginés, he tenido que caminar un rato, pero ha valido la pena. Nada más ver el rótulo me doy cuenta de que estamos en un sitio especial, de gusto retro, y el perfume a chocolate que se extiende en el aire es realmente una buena tentación. Gio está en la mesa de la esquina más cercana a los espejos, con dos tazas de chocolate humeante y un plato lleno de unos dulces largos y fritos. Pero no lee; está ligando con la elegante camarera, vestida completamente de blanco, que vierte rápidamente el chocolate en las tazas sin parar ni un momento. Voy hasta él.

—Perdona, ¿no ves que no te hace ni caso?

—A lo mejor antes o después levanta la mirada, ¿no? Además, hoy me he puesto a trabajar temprano. Ya he tirado la caña a dos tías que estaban de miedo. —Me guiña el ojo—. Ah, buenos días. —Y me hace una señal para que me siente.

—Podrías haberme esperado antes de pedir lo mío.

—Tranquilo. Mira, aún están bien calientes.

Dice todo esto mientras sigue guiñándole el ojo a la chica de la barra.

—¿Y esto qué es? Parece pizza frita, ¿no irás a mojarlo en el chocolate?

—Se llaman churros, venga, prueba, ya verás qué pasada. ¡Mmm, exquisitos!

Lo imito y sumerjo uno en el chocolate espeso, aterciopelado, y cuando lo muerdo me siento en paz con el mundo. La consistencia crujiente del churro combina a la perfección con la cremosidad del chocolate.

—Con esto, el coma diabético está asegurado —mascullo.

Gio tiene la cara manchada de chocolate.

—Estos churros pueden hacerles la competencia a los maritozzi de Regoli.

—Ya ves, igual que las chicas españolas pueden competir con las italianas. ¿Has visto cuántas morenas guapas hay por ahí?

Gio me da una palmada en el hombro, satisfecho de mi broma.

—Vamos por el buen camino, ¡pero puedes hacer más!

—¿Como decidir adónde ir? —propongo tirando del mapa que está debajo del periódico—. Hoy encontraremos a María —digo, convencido.

—Y a su amiga Paula, ¿no?

—A ella también…, ¡siempre que tenga un buen recuerdo de ti! Después de descubrir que llevabas más de un año saliendo con dos chicas…

—¡Sí, pero le dije que las había dejado a las dos precisamente porque la había conocido a ella!

—Ya, y se lo creyó…

Entonces Gio de repente se ilumina.

—¡Se me acaba de ocurrir una idea!

Bueno, ahora empiezo a preocuparme. Se vuelve hacia la mujer que está detrás de la barra. Lleva un bonito uniforme blanco con una pajarita negra en el cuello. En parte estoy temblando por lo que pueda pedirle.

—Perdona. Señorita —intenta llamarla.

La mujer, que a bote pronto no llega a los cuarenta años, ni se da cuenta, inmersa como está entre dulces y tazas humeantes.

—¿Señora…? ¿Bonita…? Carina…?

A la tercera llamada la mujer vuelve los ojos hacia nosotros, levanta un dedo para decirnos que esperemos un momento y viene hasta nuestra mesa con una libreta para apuntar las consumiciones.

—¿Queréis algo más?

Gio niega con la cabeza, no se entretiene en explicarle el equívoco. Yo miro el corazón grabado en la muñeca de la mujer, en el que dentro pone: «La belleza es tu cabeza».

—No, perdona, queremos maglietta, con toros.

—Perdona, no entiendo.

Gio le señala su camiseta.

Questas toros.

—Ah, ¿camiseta toro? La encontrarás cerca de la plaza Mayor, aquí al lado —explica amablemente, antes de dejarnos como un cohete reclamada por la cola de clientes que esperan.

Ante esa noticia, Gio casi lo celebra.

—¡Camisetas con toros, fantástico! ¡Compraremos un montón y las venderemos por el doble en Italia!

—Gio, pero ¿cómo vamos a llevarlas por ahí?, pero ¿qué dices?

Niega con la cabeza.

—No, la idea es genial. ¿Sabes cuál es tu problema? Que no tienes espíritu empresarial. Las oportunidades hay que pillarlas al vuelo… Ya sabes lo mucho que gusta España en Italia, me parece que por lo menos podríamos sacar para pagarnos los gastos del viaje. Y teniendo en cuenta que estamos en Europa, no tenemos que pagar gastos aduaneros. Empezamos así y puede que acabemos montando una empresa de importación-exportación de miedo.

Realmente viajar le está causando un efecto beneficioso. Desde que hemos llegado, se ha convertido en un agudo psicólogo, en medio teólogo, y ahora además en analista financiero.

—Mira, Gio, también hay bastantes cosas españolas que no salen bien. ¡Pero de ésas casi no se habla!

—¿Estás seguro?

—Sí.

Él se queda pensativo, luego sonríe.

—Pues, entonces, ¿sabes lo que te digo? Que los españoles eso también lo tienen resuelto.

No hay nada que hacer, es imposible.

Y así, nos levantamos y nos ponemos en camino mientras saco el mapa en el que he marcado la dirección de María, esperando que este proyecto sea mi éxito más personal.