Ahora entiendo qué siente un español que llega a Roma hacia las siete de la tarde, después de un buen rato en un trenecito que lo lleva del aeropuerto al centro de la ciudad, desembarca en la estación de Termini y se pone a buscar un taxi. Piensa que ha retrocedido en el tiempo, que ha llegado a otra época, como Marty de Regreso al futuro. En Roma, a esa hora siempre hay una serpenteante cola de pasajeros esperando para poder regresar a casa o llegar al hotel. Hombres de negocios con sus maletines, estudiantes con grandes bolsas que se ponen de acuerdo para compartir la carrera, nuevos ricos chinos que empiezan a temer que la visita a los outlets de las grandes marcas que han reservado para el día siguiente tenga que aplazarse: todos unidos por el mismo destino, la agotadora espera delante del parking vacío. Incluso hay quien llama al servicio de radiotaxi para pedir que envíen más coches. Y no hablemos de los días que preceden a la Navidad: parece que los habitantes se multipliquen en busca de regalos y que los taxistas mengüen, víctimas de un hechizo desconocido. A lo mejor una compañía de trineos tirados por renos noruegos urde el maleficio, pero está visto que en el siglo XXI, los desplazamientos todavía no están resueltos en una de las capitales más grandes de Europa.
En Madrid, en cambio, basta con levantar la mano para que al segundo se pare un taxi. A veces, más de uno.
Pero nosotros, en parte para ahorrar y en parte porque queremos recorrer esta ciudad de cabo a rabo, nos movemos a pie.
—Oye, Nicco, a ver si nos vamos a perder.
—Que no, Gio, estamos a dos pasos del centro. Y aunque nos perdiéramos, ¿qué? Total, no conocemos nada, todo es un descubrimiento.
—Ah, bueno, he leído sobre un sitio en un blog, parece que está lleno de tías buenas. Voy a preguntarle a esa chica. Scusa, ¿per la plaza Mayor? Ristorantes, paninos, comer, chicas bonitas.
Ella lo mira un poco escéptica y le indica el camino:
—Bajas por calle Montera, llegas a la plaza del Sol…
Y Gio ya se ha perdido, no por las calles de Madrid, sino en los ojos de la guapa morena que le está contando cómo llegar.
—¿Por qué coño hicimos francés en el instituto? ¡Todavía no me lo explico! —me dice él cuando volvemos a ponernos en marcha.
—Tranquilo, que ese idioma es universal —le digo guiñándole el ojo.
Aunque tal vez el español de Gio es menos fiable que los senderos del amor, porque cuando llegamos al local que tenemos frente a nosotros no se parece ni un poco a «un sitio lleno de chicas guapas». «La campana», pone en rojo encima de lo que tiene toda la pinta de ser un típico bar español, pero de esos en los que se come de lo lindo, frecuentado mayoritariamente por familias o grupos de amigos varones, por lo que se ve por las vidrieras transparentes.
—¿Estás seguro de que se llamaba así?
—En este momento tengo tanta hambre que ya no estoy seguro de nada.
Entramos. Lo primero que llama la atención es un cartel gigante: BOCADILLOS DE CALAMARES. Detrás de la barra hay varios camareros atareados friéndolos en grandes cubetas de acero, son rapidísimos entre un plato y otro, y no dejan de hacer chistes que por desgracia nosotros no entendemos.
—¿Qué hacen? ¿Bocadillos con calamares rebozados? —le pregunto a Gio.
—He leído en el blog que es una tradición de este sitio, qué olorcito…
—¿Italianos? —nos pregunta uno de los camareros.
—Sí, de Roma —contesta Gio enseguida.
—¡Allora, dos bocadillos de calamares a la romana para dos romani!
—Nicco, esto también lo he leído en el blog, a los calamares rebozados los llaman «a la romana».
—Entonces, perfecto, ¿no?
Intentamos sentarnos, pero nos dicen que no sirven en las mesas.
—¿Cómo te llamas? —le pregunta a Gio el mismo de antes.
—Me llamo Gio, ¿y tú, jefe?
—José, Pepe para los amigos.
Nos sentamos a una mesa que rezuma aceite por todos los poros y Gio echa un vistazo a su alrededor.
—Tías buenas no hay, pero buena comida, sí.
—¿No será que tú no ves otra cosa?
El aroma que se esparce por el local es tentador. Cada vez que uno de los camareros sumerge los calamares en las cubetas, el perfume se propaga con más intensidad, acompañado de un ruidoso chisporroteo. Ni cinco minutos más tarde nuestra cena está lista.
—Veamos si estos calamares están a la altura de la tradición romana —le dice Gio al camarero con aire de desafío.
—Una vez que los pruebas, ya no puedes pasar sin ellos, amigo.
Y regresa a la mesa con dos bocadillos enormes llenos de calamares rebozados, un buen pedazo de tortilla de patatas, una ración de patatas con una salsa picante y sabrosa por encima, unas aceitunas verdes muy gustosas y dos cervezas.
—Todo esto por quince euros, ¿eh?… ¿Dónde encuentras un sitio como éste? Y además, aunque no haya mujeres, ¿qué importa por una noche? Oye, qué tiernos están estos calamares.
Gio muerde uno y lo saborea.
—Y encima estamos tan hechos polvo que ni siquiera nos mirarían —añado.
—Habla por ti —balbucea Gio. A continuación bebe un sorbo de cerveza helada y me sonríe—. Joder, me había quedado tocado.
—¿Por qué?
—Porque la habías tomado conmigo cuando soy el último de los culpables.
—Vale, dime solo una cosa: ¿cuándo lo descubriste?
—Poco antes de que conociéramos a las extranjeras.
—Todo este tiempo… sin decir nada.
—Porque no quería hacerte sufrir. En mi opinión tenía que decírtelo Bato, era cosa suya, hasta me peleé con él, ¿qué te crees?… —Entonces se dirige a Pepe—: ¡Perdona! ¿Puedo tener otra birra? Mejor dicho, ¿dos? Grande, mucho grande…, mucho española.
Desde el centro de la barra, el camarero le sonríe y asiente con la cabeza durante un buen rato. Empiezo a pensar que tiene un tic. Gio retoma la conversación.
—Claro, pelearme justo ahora, que puedo ir gratis a las Maldivas… —Suspira—. Si al final iba a repasárselos a todos, solo me habría gustado que empezara primero con Bato, lo dejara y luego se fuera contigo. Él y yo somos amigos, es verdad, pero tú eres mejor, ¡y punto! ¿Qué te crees, que Jesús no prefería a alguno de los doce que tenía consigo en la mesa? Bueno, aparte de Judas, claro…, que al fin y al cabo fue quien lo hizo famoso porque lo traicionó, ¿no?
—¡Gio!
Pero él, impertérrito, canta:
—«Jesus Christ Superstar, nanananananananana…» Oye, hasta en esa película se ve que a veces la mala suerte te hace famoso. ¿Sabes que todavía gusta un montón? Me la piden continuamente. ¡Toda una cult movie! Hace dos semanas la descargué a toda pastilla, vendí siete DVD. Treinta y cinco euros limpios.
Levanto la ceja.
—Limpios, ¿eh?…
Nos bebemos la cerveza que acaban de traernos, un larguísimo trago, y al final conseguimos acabárnosla entera.
—Qué sed…
—Sí, una pasada, pero nos hacía falta, puede que nos hayamos deshidratado en el avión.
—Sí…
De modo que pedimos dos más y seguimos bebiendo.
—Me parece que nos estamos pasando un poco.
—Total, no tenemos que conducir…
—También es verdad.
—De todos modos, si lo piensas bien, la historia encaja de maravilla. Tú, Jesús; él, Judas, y Alessia, María Magdalena. Quiero decir, solo alguien así podía hacerte una putada como ésa en un momento difícil como el que estabas pasando. Después de perder a tu padre, en un año de mierda, ¿qué hace? Te deja. —Se queda unos segundos en silencio, presa de su delirio. Luego continúa, serio, a pesar de que todos esos vasos de cerveza le hayan puesto los ojos brillantes y la mirada lánguida—: Si yo hubiera sido Alessia, nunca te habría dejado.
—No debes confundir el amor con la compasión.
Quién sabe si después de un whisky diría una trivialidad como ésa. Claro, ahora que el vaso vuelve a estar vacío, me gustaría mucho tener un whisky delante de mí.
—Ya ves… Muy bien, entonces, dicho de otra manera, si yo fuera Alessia no me habría quedado contigo, pero tampoco me habría juntado con tu amigo —me contesta Gio sin ningún titubeo. Para él las cosas son blancas o negras.
—Cuando amas a alguien no hay reglas —le digo—. Las ganas de hacer lo que deseas te destrozan, sientes que la pasión te quema por dentro… y te olvidas de todo y de todos, sin miramientos, quieres a esa persona y punto. El amor es rojo, querido Gio, rojo como el fuego —declaro, admitiéndolo muy a mi pesar.
Veo que me mira perplejo. Y entonces insisto, esperando que acabe de entenderlo.
—Te das cuenta por la manera en que de repente notas que gira el mundo, por cómo todo lo que haces te parece mejor, nunca tienes mucha hambre y si no duermes no te importa, dejas de sentir frío. Con ella te basta…
—Perdona —me interrumpe—, pero así estás justificando a Alessia y a Bato. ¿Los perdonas, en nombre del amor? ¿Qué intentas decirme? No lo entiendo.
Me lo quedo mirando y le dedico una amplia sonrisa.
—Es muy sencillo: que nunca te has enamorado.
Entonces noto que la cerveza ha hecho su trabajo. La vista se me nubla un poco, siento de golpe todo el cansancio del viaje y me desmorono en la silla.
—¡Oh, si vosotros lo decís…, tal vez un día lo entienda! —Continúa comiendo y, después de un trago de cerveza, como si estuviera en el mejor de los escenarios, insiste—: ¡«Jesus Christ Superstar, nanananananananana…»!
No lo veo, pero estoy seguro: en este momento, Pepe asiente.