Una manada de caballos encabritados frente a mi puerta. No, peor, el redoble de batería de un concierto heavy metal con lanzamiento final de instrumentos contra la puerta. Voy a abrir y me doy cuenta de que estaba encerrado por dentro. Hago girar la llave en la cerradura.
Es Gio. Me observa de la cabeza a los pies.
—Pero ¿todavía estás así? —me pregunta, y me fijo en que lleva un gran paquete debajo del brazo.
Lanza una rápida mirada a la maleta intacta, a la colcha ligeramente arrugada, a la gruesa cortina medio descorrida, a mi cara pálida. Abre mucho los ojos, severo.
—Joder, ¿te has encerrado con llave para hacerte una paja?
De hecho, esta habitación podría parecer un boudoir, con la luz roja del cartel de fuera, el terciopelo granate de la cortina y la tapicería floral de las paredes. «Atmósfera romántica», decía cuando hicimos la reserva.
—Estaba hablando por teléfono con mi hermana. Quince minutos, los he cronometrado.
Gio entra, mete los pies bajo la luz intermitente del cartel que se filtra por la ventana y observa el efecto del reflejo en sus zapatos azules.
—¡Tened cuidado con las facturas de teléfono, ¿eh?!
En ese momento me llega un sms. Soy consciente de que me he retrasado un poco, así que no le hago caso. A pesar de que Valeria me ha hecho recordar un par de cosas tristes, he acabado con el pasado.
—Necesitaba hablar con alguien, estaba sufriendo un ataque de pánico —explico mientras saco el neceser de la maleta.
—Pues a mí, si no me llevo algo al estómago, me va a dar un ataque de canibalismo. —Abre muchísimo la boca e imita un mordisco felino—. Será mejor que espabiles.
Deja sobre la cama el voluminoso paquete que lleva bajo el brazo y se mira al espejo para arreglarse el pelo.
—Me doy media ducha y ya estoy.
—¿Bromeas? Estás perfecto. Hasta yo aceptaría salir contigo si no fuera que me gustan las chavalas. Eres tan guay que tu madre y tus hermanas, desde que te has ido, no pueden estar ni un minuto sin ti… Y pensar que normalmente en casa eres de pocas palabras…
Le lanzo una almohada.
—A ti, en cambio, deberían cortarte la lengua.
Gio la esquiva y abre su precioso paquete como si fuera una reliquia, despega la cinta adhesiva del papel de seda: dentro hay una cazadora de piel.
—Espera, no querrás perderte el desfile…
Gio me para en la puerta del baño y se pone la cazadora.
—Me la compré especialmente para venir a España.
Dibuja una vuelta entera y va arriba y abajo por la habitación, como un modelo de striptease. Cedo a la curiosidad y aprovecho mientras está de espaldas para leer el mensaje: no quiero que vuelva a acusarme de que pierdo el tiempo. En la pantalla parpadea el nombre de Valeria, y yo quién sabe lo que me esperaba.
«En vista de que es el momento de decirnos la verdad, es mejor que lo sepas todo: aquella noche, en el cine también estaba Gio con una tía. Así, luego no me reñirás».
Me quedo con la boca abierta: la verdad, eso no me lo esperaba.
Gio, desde el fondo de su pasarela imaginaria, se vuelve y viene hacia mí, complacido. Menea las caderas, acentuando el caminar rompedor. Esta vez seré yo quien le rompa la cara de verdad.
—¿Y bien? ¿Qué pasa? ¿No te gusta la cazadora?
—No, no me gusta esto. —Le paso el móvil.
Lo lee y su sonrisa de treinta y dos dientes se apaga de golpe. Me devuelve el teléfono, como si quemara.
—No, no, Nicco, no es como tú crees…
—¿Y cómo es? Dímelo tú, ¿cómo es?, joder. ¡Porque yo ya no sé lo que debo pensar!
Gio empieza a negar con la cabeza. Se encoge en la cazadora de la que tan orgulloso está.
—No, no, te equivocas. ¡No es como tú crees, sino en otro sentido!
—Vale, cuéntamelo —digo, gélido—. No tenemos prisa. ¿Cuándo sale el vuelo de regreso? Podemos quedarnos aquí dentro hasta ese día: tú hablas y yo te escucho.
Le doy la espalda, no me apetece mirarlo. Cojo las cosas de la maleta con una flema exasperante, como si de verdad estuviera dispuesto a pasar mi vida en esta habitación de hotel, esperando. Empiezo a guardar la ropa en el armario. Meto las camisas en el cajón de abajo, cuelgo los pantalones en las perchas. Gio, al cabo de unos segundos de reflexión, empieza su defensa.
—¡Bueno, te parecerá raro, pero aquella noche no habíamos ido juntos, ni estábamos compinchados…, nos encontramos en el cine por casualidad!
—¿Con los asientos juntos?
—Sí, increíble. Es culpa de reservar las entradas por teléfono. Yo mismo me sentía incómodo, no sabía qué hacer. Y cuando en la pausa vi a tu hermana, me quedé sin palabras. ¡Una casualidad al cuadrado! Estaba tan tenso que en la segunda parte no me pude reír ni una sola vez.
—Ya ves, ¿y qué peli era?, ¿El diario de Ana Frank? Tú eres capaz de reírte hasta de eso —lo pincho, exasperado.
—De Carlo Verdone… Pensaron que estaba loco. Había salido con una tal Valentina, una con dos bombas así… —Redondea las manos en semicírculo, dejando imaginar las dotes de la mujer exuberante: si no una talla cien, sí una noventa y cinco abundante—. Fíjate que no quiso enrollarse conmigo…, supongo que me vería algo raro; al fin y al cabo, ¿quién no se ríe con Verdone?… ¿A ti qué te parece?
Niego con la cabeza, enfurecido, decepcionado, harto.
—Lo que me parece es que siempre tienes que ser el centro de todo. ¿No te das cuenta? ¿Cómo puedes centrar siempre las cosas en tus asuntos? ¿Quieres que te compadezca porque esa tía te dio calabazas? ¿Eh? No, dímelo, Gio, ¿quieres que te consuele en este momento, que te coja de la mano?
Me meto con él. Saco toda la rabia que parecía haber pasado, que he intentado domar como un periquito mudo. Por lo que parece, ha aprendido a hablar.
Gio se da cuenta de que la situación es delicada, se sienta en la cama y adopta su tono en modalidad «complicidad desarmada / comprensión».
—Ya sé que parece paradójico, pero a todos los efectos eres lo que se llama «una víctima del destino».
—Soy víctima de un montón de gente que dice burradas. Eso es lo que sois. Unos traidores, unos falsos. Hasta en mi familia me encuentro con mentirosos.
—Entonces ¿Valeria te ha dicho que en el cine también estaba Fabiola?
No, nada de cámara oculta… Esto ya es El show de Truman. Se han puesto todos de acuerdo y yo soy el único que ignora el plan. Quizá Alessia sea una actriz y salía conmigo solo para interpretar su papel. Un asunto de altos vuelos, orquestado a la perfección.
—¿También? ¿Y quién más? A estas alturas me parece que hasta debía de haber panfletos por ahí y yo soy el único que no los vio.
Todos cómplices. Me imagino a mi maestra de primaria, que de un momento a otro aparece con sus gafotas negras. La obstetra que me hizo nacer. El cura que casó a mis padres, y luego mi tío, el de la inmobiliaria y al final hasta Pozzanghera. ¡Todos sabían lo de Alessia y Bato!
—Menudo primo estoy hecho.
—Cornudo —me corrige Gio—. Es de manual, el cornudo es el único que no sabe que lo es. Lo pone en el abecé de las historias de amor.
—¿Y qué sabrás tú, si te quedaste en la «a»?
Cierro la puerta del armario con fuerza.
Pero Gio ha cruzado las piernas sobre la cama y no se rinde. En posición de gurú.
—No, no, mira, yo esto lo he estudiado bien y tengo una teoría…, pero dejémoslo correr. Oye, ¿por qué no salimos a comer algo, que se me está haciendo un agujero en la barriga? De todos modos, estamos aquí, en Madrid, para buscar a María, una chica maravillosa, y tal vez a su amiga para mí, incluso he pagado para conseguir su dirección, y, en cambio, seguimos en la habitación dando la tabarra con Alessia… Bueno, basta, ¿no has dicho que ibas a echar tierra sobre el asunto?…
—¿No has sido tú quien me ha dicho en el avión que mi ex estaba saliendo con otro?
—De acuerdo, pero ahora ya está. Ya lo sabes, acéptalo, la vida continúa. No puedes luchar contra…
Se interrumpe, casi para censurarse a sí mismo.
—Contra… contra un gran amor, ¿es eso lo que ibas a decir? ¿Es ahí adonde querías llegar con toda tu teoría? Cuando tantas coincidencias increíbles se ponen de acuerdo en realidad solo puede tratarse de un amor infinito, poético, puro…
Gio endereza la espalda y baja las piernas al suelo, se pone serio.
—No, no, tan puro tampoco diría. Ya sabes que cuando juegas a Mezcladitos puedes mandar mensajes… ¿verdad?
—No —rebato, seco como el sol en el desierto.
—Entonces, según tú, ¿por qué la mayoría de la gente juega a Mezcladitos para no ganar nada, formando palabras durante horas? Todo es una excusa para llegar siempre a lo mismo… —Hace un gesto no muy elegante que alude a una relación sexual—. Pues eso, al principio, en Mezcladitos, Alessia y Bato se intercambiaban mensajes graciosos, simpáticos pero, con el tiempo, yo no diría que eran poéticos, sino que iban haciéndose más… digamos… atrevidos…
—¿Eh? ¿Cómo que más atrevidos?
—Sí, total, que se escribían… ¡marranadas! Eso…
—¿Que Alessia escribía marranadas? No, no me lo puedo creer.
¿La flor más hermosa, la mujer angelical, la heroína romántica…, ella, Beatriz, y yo Dante, convirtiéndose en la pareja ideal de Rocco Siffredi? ¡Y pensar que cuando hacíamos el amor por poco no me obligaba a recitarle poemas de Prévert!
—Una vez intenté decirle algo un poco fuerte pensando que la excitaría. Le susurré: «Ven aquí, zorra, te voy a hacer gozar», y Alessia se puso como una fiera. Un poco más y me deja.
Y Gio, naturalmente, no lo pasa por alto.
—Ah, cómo te entiendo… El mes pasado invité a una camarera del Villaggio Globale de Testaccio, parecía tan desinhibida, y en cambio…
Estallo sin poder contenerme.
Si nadie es tan generoso para salvarme, ya me sacaré yo la espina.
—Ya basta de camareras, ayudantes de peluqueras y todas las demás, Gio, tus gilipolleces me importan un carajo. Basta, me estás amargando las vacaciones y la vida…, ¿lo entiendes? ¡No lo aguanto más! —grito.
Gio se pone de pie de un salto, él también extenuado. Él también con ganas de gritar.
—No tienes otra opción que aceptarlo, a lo mejor es que todavía no se te ha metido bien en la cabeza. Tu historia se ha terminado, ¿lo entiendes? Terminado. ¡Ter-mi-na-do! Joder.
Hace una pelota con el papel de seda que envolvía la cazadora y la tira contra la pared. Después se va dando un portazo con tanta violencia que hace temblar los cristales. Ni siquiera lo miro.
Como un loco, me pongo a guardar en el armario lo que queda en la maleta. Los jerséis, los calzoncillos, el anorak, un montón de camisetas. Después cojo un calcetín y lo froto sobre la repisa de más arriba para quitar el polvo; quiero limpiar, quiero borrar cualquier rastro de suciedad, quiero una vida inmaculada… Pero por mucho que meto el brazo hasta el fondo del armario, el bisabuelo de la señora Escobar debió de enseñar bien el arte de la hospitalidad a sus herederos.
Y aun así me dirijo a la ventana para sacudir el calcetín del polvo que no ha absorbido. Al otro lado de la calle ahora se ha encendido otro letrero: una mujer sentada en un taburete con las piernas cruzadas y un par de botas que le llegan hasta los muslos. Por lo menos eso es lo que se intuye por la línea azul de neón que bordea la silueta. Al lado pone «Abierto 24 horas». Será la meta segura de Gio en cuanto salga del hostal. No necesita hacer kilómetros para divertirse. Y, quién sabe, a lo mejor no tendrá que pagar para encontrar a alguien con quien salir esta noche. Gio, cuánta paciencia hay que tener para vivir a su lado. Y cuánta paciencia necesita él para aguantarme. Lo admito: últimamente yo también le he tocado mucho los huevos.
Ha llegado el momento de darme esa buena ducha.
No sé cuánto rato ha pasado, pero salgo del baño fortalecido. Me ha ido bien poner las cosas en su sitio, lavarme, cambiarme. El orden a mi alrededor me ayuda a encontrar el orden en mi interior.
Pero todavía queda algo que hacer antes de poder decir que estoy completamente limpio.
Llamo a la puerta de Gio, aunque seguramente ya estará dando vueltas por la ciudad.
Sin embargo, me abre y se desahoga, ofendido.
—Mira, si hemos venido hasta Madrid para discutir…, ¡te has equivocado de dirección! Podríamos haberlo hecho en Roma, me dabas el dinero del billete y entonces sí que habría tenido un motivo para escucharte.
—He venido a hacer un trato: yo no me quejo más si tú no dices más tonterías.
Veo que los ojos de Gio se iluminan, se habrá conmovido por esta especie de enmienda pública que acabo de hacer. Ahora me saltará al cuello diciendo: «Amigo mío, gracias por perdonarme».
—Oh, Nicco, ¿sabes que no estaría nada mal que la gente te pagara por escuchar sus penas? Podría ser buena idea.
—Existe desde siempre, se llama psicoanálisis —le aclaro entonces, desarmado. Lo cierto es que Gio vive en otro mundo.
—Ah… —Se queda perplejo un instante—. Muy bien, pero podría hacer una aplicación que te escuche, analice tu problemática y mande unas sugerencias, todo por noventa céntimos.
El inagotable espíritu emprendedor que se mezcla con su maravillosa ingenuidad es una de las cosas que más aprecio de Gio. Me arranca una sonora carcajada.
—¡Si lo consigues, te harás más famoso que Zuckerberg!
—Ya sabes que me gusta apuntar alto.
Da un salto y se exhibe en una pirueta como si quisiera anotar una canasta. Es entonces cuando me fijo en la parte de atrás de su cazadora de piel: durante el desfile que hizo en mi habitación estaba demasiado concentrado en mí mismo. No sé si horrorizarme o envidiarlo.
—¡Ya veo, pero Zuckerberg no se ha puesto nunca algo como esto!
—¿Por qué? ¡Es guapísima!
—¡Claro, con un tigre saltando detrás!
—Oye, que la compré en Hollywood, en via Monserrato.
—Pero ¿ahí no es donde suelen alquilar cult movies?
—Sí, de hecho esta joya viene directamente de un plató: era de Bruce Lee. ¡Eso sí que es de culto! Me costó una fortuna, doscientos euros, el colega no quiso rebajarme ni un céntimo.
Gio coge el móvil y se mete la cartera en el bolsillo de los vaqueros.
—Bueno, ¿nos vamos a cenar en plan cult, a un restaurante cult con mi cazadora cult?
—Vintage, eso es vintage, Gio.
Levanta una ceja.
—Vi… ¿qué?
—Vintage, de época, una cosa que tiene más de veinte años y es rara, irrepetible.
—¡Ah, como nuestra amistad! —exclama feliz, antes de cerrar la puerta a su espalda.
Ahí está, ésa es su manera de saltarme al cuello y decirme «Amigo mío, gracias».
Gracias, gracias, Gio, por ser mi amigo.
—Me gusta eso… —le digo.
—¿El qué? —No sabe a lo que me estoy refiriendo.
—Que somos unos amigos vintage…