12

En el silencio de una habitación de Madrid.

Así se llamará mi novela, si es que alguna vez consigo escribirla en serio. También quedaría bien en un disco, como título. Aunque tal vez sea demasiado intimista, demasiado limitado, teniendo en cuenta que Lady Gaga ha arrasado con Poker Face y Paparazzi. Además, seguro que no haré ningún disco, soy un negado para la música. Todo cuanto sé hacer es escucharla. Por eso saco de la cazadora mi reproductor de mp3 y lo dejo sobre la mesilla, esta noche me irá bien, lo sé: con los nervios que tengo por estar aquí, no podré dormir.

Pero ahora sí que me echaría una siestecita, de modo que me tumbo en la cama y cierro los ojos. «Solo un momento», me digo. Y enseguida me abandono a la fantasía: me veo en una cama extragrande cubierta de pétalos de rosa mientras una masajista con la cara de Natalie Portman me unta aceite por la espalda, y otra con la cara de Jennifer Lawrence me prepara un cóctel lleno de fruta y hielo. Así es, en el silencio de una habitación de Madrid…, que, sin embargo, se rompe de repente por culpa del timbre del móvil, que he puesto a cargar.

Me incorporo de golpe, con el corazón en la boca. Me estaba quedando dormido de verdad. El número está oculto. Y aquí tenemos la sorpresa: me dan ganas de reír, tenía que ir hasta Madrid para recibir esta llamada. Ya verás como esa idiota al final se ha decidido y ahora con la voz rota me dirá: «Perdona, he hecho una estupidez. Cariño, perdóname, para mí Bato no significa nada, en mi corazón solo estás tú. No puedo más. Quiero ir corriendo enseguida a verte y a abrazarte».

«Y una mierda vas a venir corriendo aquí. —No veo el momento de pronunciar esas palabras—. Estoy en Madrid, a casi dos mil kilómetros de ti y de ese bastardo traidor». Con calma, con frialdad, marcando bien las sílabas: «Trai-dor». Y también añadiría: «I-dio-ta». Después de dejarlo sonar un buen rato, con una sonrisa estampada en la cara, al fin estoy listo para llevar a cabo mi venganza.

—Nicco… Joder, Nicco, ¿dónde estás?…, ¿por qué no contestabas?

Qué va, no es Alessia, es la voz alterada de Valeria. No me lo puedo creer; dices en casa: «No os preocupéis, en cuanto pueda me pongo en contacto con vosotras, quizá por Skype…». Ni caso.

—¡¿Valeria?! ¿Cómo que dónde estoy? ¿No sabes que estoy en Madrid?

—Pues claro… —miente ella, que acaba de acordarse—. Y por eso te llamo. ¿Te lo estás pasando bien?

Me lo pregunta de una manera repentina, casi precipitada, no parece muy lúcida.

—No lo sé.

—¿Cómo que no lo sabes?

—Acabo de llegar. El tiempo de dejar la maleta y…

No me deja terminar, su voz es cada vez más inquieta.

—Me tienes manía, ¿verdad?

—Pero ¿qué estás diciendo?

—No quería fastidiarte… Pero no me encuentro bien… Me ahogo, Nicco…, siento que me ahogo… Tengo el corazón en las orejas…, no puedo respirar.

Oigo que su respiración se vuelve entrecortada.

Me viene a la cabeza aquella vez que mi padre, en el hospital, casi sin aliento, me dijo: «Prométeme que te ocuparás de ellas», y yo: «Claro, papá, pero en cuanto te cures volverás a casa y ya estarás tú». Y él respondió: «Sí, sí, ya me curaré, pero tú cuida de Valeria, hace ver que es un león y, en cambio, es una mariposa, sus alas pueden romperse de un momento a otro…». Ahora la oigo jadear, me da miedo que le suceda algo. Las alas de la mariposa chocan contra la lámpara. Tengo que cuidar de ella, como le prometí a papá, aunque él ya sabía que no iba a volver a casa.

Mis ojos se fijan en la toallita para las manos que me he traído del avión, una de las muchas cosas que guardo sin motivo. Después hablo de carrerilla, no quiero perder ni un segundo.

—Valeria, cálmate. Coge una bolsa.

—¿Qué bolsa? ¿Qué bolsa? —me pregunta, asustada.

—Una bolsa de papel…, o un sobre, donde meten el pan. Y respira dentro.

Intento utilizar el tono más sosegado posible para evitar que se altere más. Oigo que está trasteando.

—Ya está, ya la tengo…

—Muy bien. Póntela delante de la cara y respira dentro.

Valeria lo intenta, después tose.

—Oh, Dios mío, he aspirado las migas.

Se suena la nariz. Casi me dan ganas de reír. Y a ella en parte también.

—Un poco más y me atraganto con tus métodos.

—¡Pues la próxima vez no me llames a Madrid! En cualquier caso, lo vi en una película y allí les iba de fábula —le tomo el pelo, esperando calmarla.

—Es que he intentado gritar, pedir ayuda, pero la voz no me salía… Es como si se me hubiera atascado en la garganta. Y menos mal, si no a mamá un día de éstos le va a dar algo. Después de todo lo que ha tenido que pasar, solo le faltaba yo…

Y empieza a llorar, me llega un ligero lamento, distorsionado por la distancia.

—Tranquilízate y dime qué ha pasado.

—Nada. Giorgio, el windsurfista, se ha marchado —sigue gimoteando—, pero él no me importa nada.

—Ah.

—Es que en cuanto quiero a alguien, lo pierdo.

—Perdona, Vale, pero si acabas de decir que no te importa…

—No es por él, si me apuras puedo ir yo a Hawái. Es… es por papá…

Ésa es la cuestión, ése es nuestro agujero, negro en el que caemos continuamente. Pero yo tengo que trepar para hacerla salir; se lo prometí a él, a nuestro padre.

—¿Sabes que una vez papá me confesó que te iría perfecto salir con un atleta? «Tu hermana necesita tomarse las cosas deportivamente», decía.

Ahora Valeria llora más fuerte.

—¿Lo ves?, soy un negado. No doy una —suspiro, abatido.

—Tú crees que estoy loca, ¿verdad? —continúa mientras sorbe por la nariz—. Porque te llamo al otro lado del mar gastando una fortuna para decirte que estoy sola, cada vez más sola…

—No estás sola, estamos mamá, Fabiola, yo…

—Mira, no hablemos de Fabiola. Habría hecho cualquier cosa por hacerme quedar como una tonta delante de papá, disfrutaba haciéndome sentir fuera de lugar, la hija que no da más que disgustos.

—Pero si eras su ojito derecho, venga, Vale, su niña mimada…

Nada, un nuevo sollozo al otro lado me sobresalta. ¿Por qué soy incapaz de decir las palabras adecuadas? Alargo la mano para encender la lámpara, está oscureciendo, a lo mejor consigo verlo todo más claro. Y en ese momento reflexiono en voz alta sobre esa extraña coincidencia.

—¿Sabes que en el hotel hay una lámpara idéntica a la tuya? Con la pantalla de color naranja y el encaje alrededor.

Y, mientras lo digo, yo mismo me siento más tranquilo.

—¿Recuerdas aquella vez que Fabiola y yo te la robamos, para fastidiarte, porque te daba miedo la oscuridad y chillabas como un águila? Te dijimos que había ido a parar al planeta de Pepita.

—Menudos cabrones.

Me río, no va muy desencaminada.

—Y papá, para castigarnos a nosotros, nos dejó en casa, y a ti te llevó de noche a la noria del parque del Eur, que en aquella época todavía estaba abierta, y te mostró lo bonita que era la ciudad en la oscuridad. Y en el asiento, arriba, hizo que encontraras tu lámpara naranja. «¿Lo ves?, éste es el planeta de Pepita», te dijo tranquilizador.

Ahora la voz de Valeria se ilumina como la de una niña.

—Sí, no entendía nada. Si debía tener miedo, si debía estar feliz… Y sigue siendo mi duda.

—Me parece que eras feliz, porque luego nos trajiste almendras garrapiñadas. Y en la bolsa escribiste: «Muchos saludos desde el planeta de Pepita».

—Pero ¿sabes que el año pasado Fabiola me echó en cara que tuvo que ir al dentista a tratarse una caries seguramente por culpa de aquellas almendras del parque de atracciones?

Esta vez nos echamos a reír.

—Fabiola sería capaz de hacer sentir culpable a san José por no ser el padre biológico de Jesús.

Parece que Valeria ya ha vuelto a la normalidad.

—Bueno, ahora soy yo la que empieza a sentirse culpable. Hace tres horas que estamos hablando, y es una llamada internacional…

—Hablar con tu hermana no tiene precio… —digo un poco bobamente.

—Y, para todo lo demás, ya está la tarjeta de crédito de mamá. —Parece que el momento más oscuro ya ha pasado. El pánico se está evaporando. La mariposa puede retomar el vuelo.

Exhalo un suspiro. Al fin puedo pensar de nuevo en Madrid. Miro por la ventana, veo los letreros de neón de un local. Las letras, en vertical, se encienden y se apagan, iluminando parte de la habitación.

—Oye, no tengo intención de pasar mi valioso tiempo en Madrid hablando contigo por teléfono —finjo molestarme.

Ahora la tensión se disuelve con bromas.

—Pero ¿qué dices?… Si no llego a llamarte, te habrías muerto de aburrimiento.

—Adiós, Vale, y sigue tranquila —intento cortar yo.

—Sí… —Luego se acuerda de algo antes de colgar—. Ah, espera. Díselo a esa española…

—¿El qué?

—Que tiene suerte de haberte conocido… Puede que te mande la frase exacta en español.

Me echo a reír.

—Sí, sí, ya se lo diré…, no te preocupes, me he traído el diccionario.

—De acuerdo… Ah, otra cosa…

Nada, no hay manera de colgar.

—Alessia se ha perdido un tío guay. No encontrará a otro como tú.

—La verdad es que ya lo ha encontrado.

Lo he dicho. No aguantaba más, ha salido como una bebida gaseosa cuando la abres después de agitar la lata. Por otra parte, es mi hermana.

—¡Ah, así que Gio ya te ha contado lo de Bato!

¿Qué? Me parece estar en un programa de cámara oculta.

—¡No me lo puedo creer! Pero ¿tú también lo sabías? —levanto la voz, fuera de control.

—Los vi una noche en el cine. Hablé con Gio al día siguiente, me dijo que estaba buscando el mejor momento para decírtelo y…

—Y lo ha encontrado…, en el avión, cuando se habían cerrado las puertas y ya no podía bajar.

—Mejor así, venga, si no ya te veo haciendo el Rambo por Roma… Cuando los pillé en el cine estaban tan… Bueno, mira, déjalo estar.

—¿Tan cómo? —Me pongo rígido.

—Nada, tan… De todos modos tú estás ahí en España y tienes una nueva novia, ¿no?

—Sí, ya lo sé, pero quiero saber qué quiere decir «estaban tan».

—Pues qué quieres que te diga…, quiere decir tan… tan enamorados, eso.

Me niego a escuchar según qué afirmaciones. Podría polemizar hasta el infinito sobre el tema. Podría montar incluso un talk-show en la tele para oponerme a una tesis así. Y llamar a científicos de todo el mundo que me darían la razón.

—O sea, ¿tú ves a dos personas de espaldas, delante de una pantalla de cine, y ya sabes que están enamoradas? ¿Por qué lo dices?

—Porque…, ¿sabes esas tonterías que se hacen cuando estás enamorado?

—No, no lo sé… —Al menos, ya no.

—En resumen, bromeaban, se daban codazos, ella tenía un cubo de palomitas y se las metía en la boca…

—No.

—¡Sí! ¿Por qué iba a contarte una trola?

—Solo era un decir, es que era lo que hacía yo con ella.

En el cine, comprábamos la medida maxi, yo le metía el maíz en la boca, uno para ella, uno para mí. Alessia de vez en cuando me cogía la mano, me mordía el dedo y lo chupaba… y luego se reía mirándome con malicia. «Mmm, qué rico…, pero no está lo bastante salada para ser una palomita».

Eso, naturalmente, no se lo cuento a mi hermana.

—Nicco, no le des más vueltas…

Me ha apuñalado y ahora dice que no le dé más vueltas.

—Bueno, ya no te molesto más… Llámame si te encuentras mal.

La verdad es que somos el colmo. Me hace llegar la alarma de su ataque de pánico a un mundo de distancia y ahora es ella la que está dispuesta a ayudarme.

—Espera. Vale, si vas a Hawái, ¿me llevarás contigo?

—¿Eh?

—Al menos ahorraremos en la factura de teléfono.