Precisamente la semana pasada leía en Wired que Plácido Domingo ha entrado en el Guinness de los récords por haber recibido un aplauso de ochenta minutos al final de un concierto. No me puedo ni imaginar lo que se debe de sentir en medio del alborozo del público exultante durante ochenta minutos. Cuatro mil ochocientos segundos en los que la gente reconoce tu talento, tu calidad, te quiere sin reservas y manifiesta su gratitud por el espectáculo que le has ofrecido.
Bueno, no está durando tanto, pero llevamos un rato aplaudiendo al piloto, agradeciéndole que nos haya hecho aterrizar sanos y salvos. Aunque es uno de los pocos casos en los que no pediría un bis. Gio está entre los más exaltados, de vez en cuando incluso emite un medio silbido que se intercala con los gritos de un bebé que se ha despertado con ese estallido de alivio colectivo.
Ha recobrado el color, mi amigo en su primer vuelo, y se está dejando llevar por el entusiasmo, de tal manera que mientras los pasajeros de su alrededor empiezan a desabrocharse los cinturones y a recoger bolsas y chaquetas del compartimento superior, él todavía está dando palmas siguiendo el compás, y hasta sigue el ritmo de la Marcha Radetzky de Año Nuevo: «Tarará-tarará-tarará-tatá…».
Me acerco y le doy un codazo.
—¡Idiota, para ya!
Gio se vuelve y se encoge de hombros con aire de superioridad.
—¡Habla míster Valentía! ¡Oye, que te he visto, tú también te lo estabas haciendo encima mientras nuestro capitán… —se levanta y empieza a hacer girar las caderas sinuosamente— nos estaba haciendo bailar el laaap-daaance!
No sé qué turbulencias son más peligrosas, si las del avión o las de Gio de camino a Madrid.
Mientras tanto, el numerito no parece que divierta mucho a una anciana japonesa que está detrás de nosotros y que, sin proferir ni una palabra, se abre paso con su puntiagudo neceser de Louis Vuitton, lastimándome en el hueco de la rodilla con una especie de sablazo.
—¡Ay! ¡Y me apuesto algo a que encima es de imitación! —me quejo señalando el arma impropia, mientras la mujer avanza expedita como si yo no existiera.
Gio se carcajea:
—Estos japoneses, en vez del cepillo de dientes, llevan la catana en el neceser. ¿Siempre debo explicártelo todo?
Recojo mis cosas; me siento aturdido por el viaje, por todas las emociones que han llenado las casi dos horas en el aire: miedo, nostalgia, ansiedad, entusiasmo, añoranza, euforia… Ahora la alegría de haber aterrizado se mezcla con cierta confusión.
Bajamos del avión y, a través de un larguísimo túnel traslúcido, desembocamos finalmente en el aeropuerto. El gentío es más o menos el de Porta Portese un domingo por la mañana en hora punta. Aquí solo hay alguna americana y corbata más y algún gitano menos.
Por un instante temo ser engullido por esa masa humana, me veo aplastado entre el enorme estuche de un contrabajo que se agita en el hombro de una especie de vikingo y una colonia de filipinos que se mueven compactos como un bloque de hormigón, creando una barrera insalvable. Tengo la cabeza aplastada bajo la axila del vikingo, los pies encajados en el carrito de uno de los filipinos, y el tronco se va por su cuenta en busca de las extremidades que le faltan. El habitual hombre de traje azul, en vez del nombre del pasajero al que tiene que acompañar, agita un cartel en el que pone: SE BUSCAN MIEMBROS SUELTOS DE JOVEN ITALIANO.
—Y ahora, ¿adónde vamos? —me pregunta Gio, que, sin darme tiempo a regresar a la tierra y contestar, se queda extasiado detrás de una tiarrona de dos metros con una cabellera rubia larguísima con las puntas azuladas, recogidas al final con unos pequeños corazones de Swarovski.
»Quiero casarme con ella —dice, y se derrite observando su poderoso contoneo sobre unos tacones de aguja. Sin embargo, los tobillos revelan más de un secreto: ¡parecen los de Tyson!
—Pero ¡¿no ves que es un transexual?! —lo fulmino, tirándole de la chaqueta.
Miro a mi alrededor: el aeropuerto de Madrid es muy bonito, los techos ondulados parecen estrecharme en un cálido abrazo y enseguida me siento como en casa. La gente que pasa volando por mi lado es variopinta y sonriente, y el sonido de la lengua española me envuelve con su miríada de acentos diversos y musicales. Lo bueno es que no estamos lejos de Roma, pero todo es tan parecido y diferente al mismo tiempo.
Se diría que este aeropuerto es un muestrario del mundo, están presentes todas las razas y las clases sociales. Desde el rasta con un par de grandes cascos en las orejas, que escucha música y sigue el ritmo moviendo la cabeza, hasta dos sijs con sus elegantísimos turbantes y el maletín debajo del brazo, o la pareja de mexicanos con sus ponchos de colores.
—Ostras, es realmente un melting pot —comento, fascinado.
—¿Dónde? ¿Dónde? A lo mejor nos regala una entrada para el concierto.
—¿Quién?
—El de ese grupo…, los Meeting Pop.
Niego con la cabeza, desconsolado.
—¡Sí, claro, para el festival de Comunione e Liberazione en Rímini! ¡Lo que quiero decir es que aquí hay una mezcla de razas increíble!
—Sí, sí. ¿Es que nunca has estado en piazza Vittorio? —replica Gio con un aire de experto.
Aquí los taxis son blancos, como los que salen en las películas. Subimos a uno, Gio saca del bolsillo un papel completamente arrugado y muestra la dirección al taxista mientras justo en ese momento suena mi móvil, contesto y oigo la voz de mi madre:
—Niccolò… ¿Niccolò? ¿Cómo estás?…
—Mamá, bien, tranquila.
—¿Cómo ha ido, Nicco? No habrá pasado nada, ¿verdad? No os habrán arrestado…
Sí, basta que te vayas a España para que las preocupaciones tomen dimensiones internacionales.
—Todavía no…, ejem, o sea, no, no, ya estamos en el taxi, vamos al hotel.
—¿Has intentado reservar en el Ritz? Era uno de los hoteles que papá había subrayado en la guía…, decía que quería llevarme allí si íbamos a Madrid.
El Ritz es un hotel de superlujo, una habitación cuesta entre trescientos y tres mil euros. Está claro que Gio y yo nunca podríamos haber hecho una reserva allí, ni siquiera a cambio de fregar platos toda la vida.
Y está claro que papá lo había subrayado para que mamá se sintiera como una princesa, porque así es como hay que tratar a las mujeres según él, y tal vez haciendo un esfuerzo la habría llevado allí.
Lo malo es que después no pudo ir a Madrid, ni siquiera a una pensión baratita.
—No, mamá, es demasiado caro para Gio y para mí.
—Pero has cogido la guía de papá, ¿verdad?
No, he cogido su maleta, la guía se me ha olvidado, pero a veces es mejor mentir.
—Claro que la he co…
La comunicación se interrumpe. No tengo batería.
—Ahí lo tienes, es culpa de tu Steve Jobs, con esas baterías que duran dos segundos —regaño a Gio, que ha pegado la nariz a la ventanilla y ya no se aparta de ella.
—Oh, Dios mío, hasta el tráfico de Madrid es más bonito que en ningún país del mundo. ¡Eh, mira, cuántas luces, mira aquella fuente qué bonita! —me dice Gio indicando una fuente monumental, que representa a una diosa sentada en un carro tirado por dos leones. El juego de chorros de agua es hipnótico, y me parece que Madrid nos está recibiendo de la mejor de las maneras.
Luego el taxi se detiene en un semáforo, mostrándonos una vista espectacular, una serie de palacios blancos, restaurados, y en el fondo un edificio altísimo en el que se lee «Metrópolis» y una cúpula negra con un ángel encima que parece levantar el vuelo, en este mismo momento. Gio lo señala con el dedo, como un niño, y ese dedo se mueve frenéticamente de un punto a otro.
—¡Pero si aquí es todo más grande, parece que estemos en Nueva York!
Una chica preciosa cruza la calle, tiene el pelo oscuro y largo, camina con la cabeza alta y es tan elegante que cada uno de sus gestos parece un paso de baile. Quién sabe si es consciente de que todas las miradas apuntan hacia ella. Tal vez se llama Penélope, o Lola, o puede que María… Me viene a la cabeza aquella canción que sale en una película del gran Almodóvar… Volver… Y ahora yo también siento que estoy volviendo de alguna parte, a pesar de que no había estado antes en Madrid…
—¡Eh, mira, Nicco, estamos en la Gran Vía! —me dice Gio arrancándome de mis pensamientos.
Letreros centelleantes, escaparates de las grandes firmas, edificios de mármol llenos de frisos, bares en cada esquina, carteles del metro que se parecen a los de Londres pero con forma de rombo, la Casa del Libro, una librería enorme que es un verdadero templo de la lectura, frente a la cual el taxista se detiene. Bajamos y cogemos nuestro equipaje.
—Debería estar aquí en la esquina, hostal Mendoza, ¿eh, Nicco?, como el sargento del Zorro, ¿te acuerdas? Con bigotito y barrigón.
—Igual que tú —le contesto dándole una palmadita en la cara.
En el vestíbulo nos recibe una atmósfera de otros tiempos. Las paredes de color sepia hablan del Madrid de principios de siglo: grandes avenidas por donde todavía pasaban carruajes tirados por caballos, calles en construcción a principios de los años veinte, antiguos almacenes con cortinas protegiendo el escaparate, los carritos de los vendedores ambulantes… No será un sitio de lujo, pero se respira un ambiente de vieja España que no está nada mal.
No hay nadie, solo un par de impresos en el mostrador que hay que rellenar con los datos personales. Me parece que tenemos que esperar.
En ese momento, sin embargo, llega una mujer de unos cincuenta años, pelirroja y con pecas. En los brazos tiene una pila de sábanas empaquetadas.
—Perdonadme, estaba en la lavandería —dice indicando una escalera que conduce al piso de abajo. Intuyo que el hostal lo lleva una familia; la crisis aquí también ha pegado fuerte.
Gio enseguida se presenta.
—Gio…, no, Giorgio Sensi.
La señora Escobar, según lo que se lee en la placa que lleva sujeta a la chaqueta, deja la ropa limpia y nos saluda.
—¿Italianos?
No tenemos el móvil pegado a la oreja, no estamos hablando con mamá y, sin embargo, nos reconocen de todos modos. Empiezo a sospechar que llevamos puesta la marca de fábrica.
Después me fijo en que la maleta de Gio lleva un gran adhesivo con una pizza, el Coliseo y un plato de espaguetis que parece salido de una oficina de turismo de los años cincuenta, y entonces me tranquilizo.
La señora Escobar, en cualquier caso, parece contenta de vernos.
—Muy bene… Mio bisabuelo venito qui fa molti anni. La mia familia era di Abruzzio.
—Ah, ya verás como también tienen un tío —se le escapa a Gio ante ese italiano macarrónico.
—Este edificio lo construyó mi bisabuelo —nos cuenta mostrando uno de los cuadros amarillentos de la pared—. En cambio, in questo negocio es donde trabajaba mi abuela, después cogió una oficina para ella y ahora está tutto nelle sue manos.
Me pregunto si, cuando intentamos hablar en nuestro español desastroso, también producimos ese efecto.
—Io también tengo un cugino que se llama Enzo —asiente Gio, partícipe.
No, causamos un efecto mucho, mucho peor.
Y así, la pelirroja de Abruzzio nos acompaña en una visita guiada por todo el hostal y al final nos asigna unas habitaciones mejores de las que había reservado para nosotros. La mía es la número 37. Abro la puerta y lo primero que veo en la mesilla de noche es la misma lámpara que tiene Valeria en su habitación. Siento que me invade una especie de serenidad. En el fondo, incluso en Madrid puedes sentirte un poco como en casa.