9

Alessia está sentada a la gran mesa del fondo de la última sala, debajo de la pizarra.

Llega la propietaria de Susina, una mujer muy alta y sonriente.

—¿Espera a alguien o quiere pedir?

—Estoy esperando a un… una persona —contesta Alessia ligeramente incómoda a pesar de conocer ese sitio como si fuera su casa.

—Muy bien. ¿Quiere que le traiga unas galletitas que hacemos nosotros? Están riquísimas, tiene que probarlas.

Y, sin esperar a oír un «sí», sube los escalones que llevan a la salita y desaparece en dirección a la cocina. Mientras las selecciona, la propietaria esboza una sonrisa: ha comprendido por los ojos de la chica que está esperando a alguien importante. Y se acuerda de cuando preparó esas mismas pastas para el hombre del que se había enamorado y que le pidió en matrimonio. Por eso, antes de servírselas, desciende sobre su rostro una velada sombra de melancolía, tan ligera como si fuera azúcar de lustre.

—Aquí tiene… —Deja el plato delante de ella.

—Gracias, sus galletas siempre son excepcionales.

La propietaria le sonríe con seguridad.

—Gracias, me alegra que me lo diga. Son mi especialidad. Una de las muchas, quiero decir…

Pero Alessia no tiene hambre. Está nerviosa. «No debería haber venido a esta cita, es absurdo. ¿Y si fuera un loco? —Después se tranquiliza—. Bueno, por eso he escogido un sitio público». La propietaria no para de ir arriba y abajo por el local: si tuviera alguna mala intención, la emprendería a sartenazos en la cabeza con él. Se ríe por esa ocurrencia tan tonta. A continuación saca su móvil, abre Mezcladitos y busca «Romeo 2000».

Ahora ya no juega más que con él, ya no son importantes las partidas o los resultados, lo que cuentan son las palabras, y no las que forman mientras juegan, sino las que se intercambian.

Relee algunas frases: «Hoy es un día aburrido. Tal vez porque todavía no me has contestado. Lo único que podría animarme sería saber que estás demasiado ocupada… pensando en mí». «Hoy me siento otro. Hoy es un día distinto, quizá porque hace un mes que nos conocemos y yo me siento distinto, distinto desde hace un mes». Y también: «¿Eres bonita como lo son tus palabras? No, me equivoco. Tú eres tus palabras y, por tanto, eres preciosa», «Eres la sonrisa, eres el sueño, eres la risa que llena mis días…».

Y Alessia se pone a sonreír, a leer uno tras otro esos mensajes que llevan días haciéndole compañía, semanas, meses, palabras que se han enroscado en torno a ella como una hiedra alrededor de una casa antigua, que la han hecho sentir bella, alegre, importante…, de colores. Así es, se siente una chica de colores, como un dibujo en blanco y negro que mágicamente toma color a través de los pasteles de la vida.

Alessia mira los últimos mensajes: «Hasta mañana». Que, por otra parte, es hoy, dentro de poco, de unos minutos, ahora. Mira el reloj y de repente empieza a latirle con fuerza el corazón, le gustaría levantarse, salir corriendo, escapar.

Se siente culpable. ¿Y Niccolò? Niccolò no sabe nada, cree que ha ido al gimnasio con su amiga. ¿Qué le dirá a Niccolò? Pero no, él no tiene nada que ver, con él es otra cosa, es una historia aparte, es algo diferente, esto es un juego. Es solo un juego, lo mismo que Mezcladitos. Sin embargo, Alessia sabe que las cosas no son así, que algo ha cambiado, que hay algo que no funciona, ya no. Y un sentimiento de tristeza la embarga, y le gustaría recoger sus cosas, levantarse y marcharse, está a punto de hacerlo, ya ha cogido el bolso cuando, de repente, por la puerta de arriba, al final de la escalera, aparecen dos piernas masculinas, un pulóver, luego una mano que lleva una rosa y al final él, ese chico que sonríe y mira a su alrededor. Y cuando se ven se quedan así, mirándose, sin poder creerlo, no tienen palabras. Pero son realmente ellos, ellos mismos, las dos personas que han estado jugando, que se han escrito aquellas frases durante esos meses, que han soñado, reído, y que al final, pues sí, ¿se han enamorado? ¿Ellos, que no se caen bien, que nunca se han soportado, que alguna vez casi han estado a punto de llegar a las manos? No puede ser.

Bato da media vuelta, vuelve enseguida atrás, se dispone a salir del restaurante, pero entonces se detiene, niega con la cabeza. No, no puede ser, es demasiado absurdo, le dan ganas de reír, vuelve despacio a la salita y le sonríe mientras baja los escalones de la pequeña escalera.

—Es una broma, ¿verdad? Me habéis tomado el pelo…

Y se le acerca mientras Alessia todavía está confundida por la sorpresa. No se lo puede creer. ¿Es él el autor de todos aquellos mensajes? ¿Bato, el amigo de Niccolò? Ese que nunca ha tenido consideración por las mujeres, que se mofa de ellas, que se ríe de ellas, que dice que no son nada para él y que solo sirven para una cosa…

Bato se sienta frente a ella, le tiende la rosa, cohibido.

—Es para «Julieta»…, ¿se la llevarás tú?

Alessia coge la rosa.

—Claro, yo se la daré…, es una amiga mía, me ha enviado para ver quién era el tal «Romeo 2000»…, si era un chasco.

Bato le sonríe.

—Espera, ya sé lo que vas a decirle. Pero ¿no podría ser que hasta hoy hubieras conocido al Bato equivocado? ¿Que por desgracia no hubiera podido mostrarte mi lado bueno?

—Ah, ¿es que tienes uno?

Él se echa a reír y después mira a Alessia sorprendido.

—Tienes el mismo ingenio que Julieta.

—¿Sí? Somos muy amigas. Pero dime tú, oh, Romeo, Romeo, porque tú eres Romeo… 2000, ¿no?

—A lo mejor a tu Julieta le gustaría…

—No lo creo.

—La rosa no dejaría de ser rosa y de esparcir su aroma aunque se llamara de otro modo.

—Ésa antes no la sabías.

Bato sonríe.

—Es verdad…, pero me ha gustado aprenderla. Es la tragedia más bella que existe.

Y Alessia se queda asombrada con esa frase.

Una noche, mientras Niccolò y sus amigos jugaban a las cartas y ella estaba allí, preguntó si alguno de ellos entendía de literatura o de ópera, y casi todos dijeron que ni siquiera habían leído un libro.

—¿Quién ha escrito por ti esos mensajes? ¿Los has copiado de Cyrano de Bergerac?

—No, aunque tú tampoco eres la artífice de esos mensajes; tú eres mucho más graciosa que Julieta.

—Pero ¿tú has contestado que no conoces el Cyrano por decir algo o en serio?

Y siguen dándose estocadas, intercambiando agudezas, pinchándose, se ríen y bromean, pero sienten que está ocurriendo algo. De tal manera que más tarde, en un momento dado, la propietaria se acerca, amable.

—¿Querréis comer algo para cenar?

Alessia y Bato se miran un instante, se dan cuenta de que el tiempo ha pasado volando. Siguen observándose, entonces él ve que debe decir algo.

—Sí, ¿por qué no?

—Bien, tenemos unos espárragos muy frescos, o también un excelente pollo casero de la abuela… o…

Y escuchan distraídos y al final acaban eligiendo algo rico que llevarse a la boca.

La propietaria se aleja diciendo para sí:

—Cuando se inicia una relación…

Y Bato termina la frase:

—… en comer es en lo último que piensas.

Alessia se sorprende.

—Oye, ésa no está mal, ¿eh? ¿Quién la ha dicho?

—¡Tú…, pero a saber de dónde la habrás copiado!

Y se echan a reír por esa revelación.

La propietaria se detiene en lo alto de la escalera y le dice a una camarera lo que han pedido, y a continuación los mira una vez más.

—Es algo increíble…

La camarera siente curiosidad.

—¿El qué?

—El amor. El amor hace que las personas se vuelvan extraordinarias, ¿no los ves? Y puede que todavía no lo sepan…

Y se va así, orgullosa de esa certeza que solo tienen las mujeres que aman el amor. La camarera, en cambio, se encoge de hombros y anota los platos, no sea que se le olviden.

Unas horas más tarde, después de haberse contado retazos sueltos de la vida, anécdotas del pasado —un primer novio, un plantón dado por alguien—, de descubrir que hay una canción que les gusta a los dos, una película que han visto varias veces, una metedura de pata con los padres, una playa a la que querrían volver, un concierto al que no se podía faltar, se dan cuenta de que tienen más cosas en común de lo que nunca habrían imaginado y que Bato en realidad es el apodo de Andrea.

—¿Por qué?

—¡Mira!

—Pero no tiene ninguna relación, normalmente los motes son por algo: una asonancia, una abreviatura, una broma, un porqué.

—Pues en este caso no, lo siento, no tengo un porqué.

—Qué tonto eres.

Y empiezan a reír y a mirarse de una manera completamente nueva, sin darse cuenta de que en el restaurante ya no queda nadie.

—¡Eh, me parece que tendríamos que irnos, han subido la música y después la han quitado de golpe! —dice él.

—O tienen un DJ chiflado o tienes razón… —comenta Alessia.

—La segunda… —puntualiza el chico, apuntándola con el índice.

—Ahora reconozco a Bato…

—¿A ese al que no soportas? —le pregunta él con una sombra de preocupación en el rostro.

—A ese al que no soportaba… —responde ella levantándose, imitada por Bato, que recobra la sonrisa perdida un momento antes.

—Gracias, buenas noches —dice él a la propietaria después de haber pagado.

La señora deja por un instante de hacer cuentas y los mira con una sonrisa antes de que desaparezcan en la noche.

Un poco más allá, en cuanto salen, bajo la luz mortecina de una farola insegura de via Chiana, Bato se acerca a Alessia.

—Hemos estado a gusto.

—Hasta has invitado tú, o sea, ¿te das cuenta? Me habría esperado que me pidieras que pagáramos a medias, o incluso que te invitara a la cena —dice Alessia riendo por aquella broma, pero Bato la atrae hacia sí, con amabilidad, y su risa acaba perdida en un beso.

Al principio se sorprende, pero después se deja llevar, se abandona, culpable pero no demasiado, como una moderna Julieta que se deja besar por su Romeo 2000. Y cuando ese beso termina, se quedan un rato más juntos con los ojos cerrados, respirándose encima, en ese silencio único que solo los besos saben crear. Pero luego Bato la mira y se infunde valor ayudándose con una broma:

—Houston, tenemos un problema…

Alessia sonríe, pero con una vena de melancolía, y la luna alta en el cielo, por supuesto, no ayuda.

Asiente.

—Sí, estoy preocupada…

—Yo también…

Bato la mira, serio.

—Para mí es una persona importante.

—Para mí también.