Nada más entrar miro a la derecha, a las filas de clase turista; los pasajeros van pegados unos a otros, algunos no caben, las rodillas tocan a los asientos de delante, las tripas se desbordan, los compartimentos superiores están abarrotados. Primera clase, en cambio, no tiene nada que ver: las butacas son anchas, enormes, muy distanciadas entre sí, casi aisladas. El avión, más que muchas otras cosas, te hace ver la diferencia entre los que tienen dinero, los que no tienen y los que tienen una amiga en Alitalia.
—Joder…, no me había fijado en que era así.
—¿Así, cómo? —le pregunto mientras intento orientarme.
—Tan grande, tan guay…
Gio camina entre los anchos asientos de la parte delantera del avión. Un poco más adelante está la cabina del piloto. Una música alegre interrumpida de vez en cuando por un mensaje grabado de bienvenida amortigua el murmullo de los pasajeros.
Una azafata viene a nuestro encuentro.
—Disculpen, ¿puedo ver su billete?
—Claro.
Gio se lo muestra con cierta satisfacción; la mira sonriente y seguidamente levanta una ceja como diciendo: «¿Has visto? Este sitio es mío, yo siempre viajo en primera clase».
—Gracias.
Y, tras recuperar el billete, regresa a su asiento.
Pongo mi mochila en el compartimento superior y después me dejo caer en mi mullida butaca 5A. Es realmente grande, cómoda, tapizada de piel clara, muy elegante.
Al cabo de un rato llega otra azafata para servirnos dos copas de prosecco helado.
—Le dejo su flauta aquí… —me dice amablemente mientras pone la copa sobre una pequeña repisa que sale de la butaca.
Se marcha. Es guapa, al igual que todo este entorno en el que nos vemos inmersos. Estas cosas solo las he visto en las películas.
—¡Y después te quejas de mis amistades! —Gio entra así en mis pensamientos, insolente, echándomelo en cara por enésima vez.
—Anda ya…
—¿Qué nos ha traído la azafata?
—Una flauta…
—¿Y qué es?
—Esto… —y le muestro la copa.
—¡Ah! No sé qué me había imaginado… Que le den… —y se ríe como un loco dejándose caer en la butaca y apretando los botones, haciéndola subir y bajar, excitado como un niño en un parque de atracciones.
Después asistimos a todo el rito de un viaje en avión: el comandante da la bienvenida a los pasajeros e informa de que estamos los séptimos en la cola para salir, el tiempo que hace fuera y el que encontraremos al llegar a Madrid. Mientras el avión empieza a rodar hacia la pista de despegue, las pantallas transmiten una filmación que explica cómo hay que ponerse la máscara de oxígeno. Gio hace los cuernos y se ríe como un loco, pero luego me confiesa que le gustaba más ver ese espectáculo en vivo, con las azafatas poniéndose el chaleco salvavidas y señalando las salidas de emergencia.
Y al final oigo el ruido de los motores, la potencia aumenta, el avión empieza a ganar velocidad y traquetea en su totalidad, pero lo raro es que en estas grandes, mullidas y elegantes butacas todo parece más ligero. Miro por la ventanilla, atravesamos algunas nubes y seguimos subiendo, cada vez más deprisa. Ahora veo el mar debajo de nosotros y lentamente el avión vira tranquilo y seguro hacia la izquierda y continúa su viaje aumentando la velocidad; después de repente la reduce. Y todo parece más tranquilo. Ahora está en el sol. Veo la luz sobre las alas, da la sensación de que alguien las haya pintado de color naranja, y también las nubes, las más cercanas, que son rosadas.
Un sonido: ding-dong, a continuación se apaga la señal de los cinturones, podemos desabrochárnoslos. La voz de la azafata nos da nuevamente la bienvenida y nos informa sobre los servicios que tienen a bordo. En cuanto acaba de hablar, Gio, que con su alegría y su excitación parece que vuelva a tener doce años, aprovecha para pulsar un botón y llamar a una asistente de vuelo, que llega al cabo de unos segundos.
—Disculpe, Lara… —le dice después de haber leído su nombre en la placa del uniforme—. ¿Puede traerme un poco más de prosecco?
Me mira y se comporta como si nos encontráramos en su oficina y él fuera el director de alguna multinacional.
—¿Tú también quieres? —me pregunta con aire serio.
Me encojo de hombros.
—Entonces, dos…
La azafata lo repasa de la cabeza a los pies y tengo la impresión de que ya ha visto que somos dos pobres desgraciados. Se dispone a irse cuando Gio la detiene de nuevo.
—Disculpe…, tráiganoslo en las flautas.
Y se echa a reír mientras ella se aleja deprisa negando ligeramente con la cabeza. Lleva unos pantalones de cintura alta, tiene las piernas largas y un espléndido trasero, y naturalmente a Gio no se le escapa todo eso.
—En mi opinión, en primera ponen a las tías que están más buenas… —Después se reclina en la butaca y apoya la cabeza hacia atrás—. ¡Ahhh…! No sabes lo absurdo que me parece no haber cogido nunca el avión, te lo juro… —Se vuelve hacia mí—. Es increíble, ¿cómo es posible que no haya ido a Madrid? ¿Y cómo es posible que no haya ido en primera?… O sea, ¡yo he nacido para esto! Y pensar que te lo debo todo a ti, gracias, amigo mío… —y me sonríe. Lo miro divertido, y justo en ese momento me acuerdo.
—¡Eh! Cambiando de tema… Nunca me lo habría esperado de ti, no me has dicho nada —le digo en un tono de reproche.
—¿De qué? —me pregunta levantando la espalda de la butaca.
—De Bato —contesto—. Me lo encontré ayer. Me lo contó todo y dijo que tú lo sabías…
Veo que palidece y no entiendo por qué.
—¡No, te lo juro, yo no lo sabía! —dice él casi levantando la voz y poniéndose cada vez más rígido.
—¡¿Gio?! No digas tonterías. Tú lo sabías, me lo dijo él ayer por la mañana. ¡Estaba convencido de que ya me lo habías contado!
—Ah, ¿eso te dijo?
—Pues sí…
—¡Sí, claro! ¡Cómo no! ¡Como si fuera tan fácil! Te veía tan deprimido, estabas hecho un trapo, y según el idiota de Bato yo debía ir y decirte: «¡Eh, Nicco, no te importa que Alessia salga con Bato, ¿verdad?!».
Entonces se levanta y se pone delante de mí.
—¿Sabes que casi llegamos a las manos cuando me lo dijo?, ¿eh? Eso no te lo contó, ¿verdad?
Pero yo ya no lo escucho. Él se da cuenta, porque de repente se calla. Observa mi cara, mi mirada, completamente atónito, mudo, con la boca abierta.
—Nicco… Oh, Dios mío, no lo sabías… —murmura Gio, que finalmente se ha dado cuenta de que estábamos hablando de dos cosas distintas—. Joder, lo siento, Nicco, lo siento mucho…
No puedo decir nada, todavía estoy aturdido. Es como si mientras voy en moto alguien me llamara desde el otro lado de la calle: «¡Nicco! ¡Nicco!». Yo me vuelvo, sonrío y no me doy cuenta de que el coche de delante se ha parado en el semáforo, de modo que me estampo de lleno. Sí, y ese alguien que me llama desde el otro lado de la calle es Alessia.
—¿Nicco?… ¿Nicco?…
Ahora es nuevamente Gio quien me habla.
—Pero ¿qué te dijo Bato?
—Que han vendido la fábrica de globos y han comprado una isla en las Maldivas… —le explico como un autómata.
Después me imagino a Alessia y a Bato. Son felices, los veo descender en un espléndido atolón desde un hidroavión que acaba de amerizar. Corren cogidos de la mano por el muelle y luego descalzos sobre la arena cálida, entran en un bungalow y, al igual que en esos anuncios publicitarios perfectos, salen completamente desnudos para seguir corriendo hasta el último hilo de arena, después se abrazan, se besan, se tumban en la orilla, empiezan a hacer el amor y…
—¡Pero ¿por qué cojones no me lo habías contado, eh, Gio?!
Me doy cuenta de que he gritado, porque la señora elegante que está leyendo el Cosmopolitan se vuelve hacia nosotros.
Mientras tanto ha venido la azafata con las dos copas.
—Su prosecco…
Gio parece haber perdido las ganas de hacerse el interesante, coge las dos flautas y me ofrece una sin siquiera darle las gracias.
—¿Quieres?
—¡Sí, claro, cómo no, brindemos por esa buena noticia! —contesto, muy cabreado.
—Sí, la verdad es que no es el momento… —dice Gio, y se bebe las dos de un trago.
—¿Por qué no me lo dijiste? —insisto—. Cuando te hablaba de Alessia y tú sabías lo de ellos dos, ¿cómo pudiste quedarte callado? Te has burlado de mí…
—Pero ¿qué dices, Nicco? ¡No sabes lo mal que lo he pasado!
—¿Cuándo ocurrió? ¿Cómo empezó? ¿Dónde?
—¿En serio quieres que te lo cuente?
—Gio, voy a meterte esas flautas por…
—Vale, vale, está bien, pero cálmate. Te lo contaré todo. Sucedió por casualidad, los dos estaban muy pillados con ese juego de Mezcladitos… Al menos eso es lo que me contó Bato. Y lo que pasó es que una vez se desafiaron sin saber que detrás de sus alias precisamente estaban ellos dos.
Un flash me lleva a casa de Alessia, en esa época en que no hacía otra cosa más que jugar a Mezcladitos, se había convertido en una especie de droga para ella.
—El apodo de Bato era «Romeo 2000», y lo más extraño es que el apodo de Alessia era «Julieta».
—«Julieta»… —digo, yo le puse ese apodo, lo inventé y se lo escribí en la tarjeta de su regalo de cumpleaños.
—Para ellos se convirtió en una cita fija, se escribían en Mezcladitos, se saludaban por la mañana, durante el día, por la noche… Pero sin saber quiénes eran, solo que eran un hombre y una mujer. Hasta que decidieron quedar para verse.
Gio sonríe, le parece un efecto muy teatral, como si estuviera contando la trama de una película, esas bonitas comedias con Hugh Grant y Julia Roberts. Casi parece no darse cuenta de que, sin embargo, está contando un drama: el mío.
—¡De hecho, ahora que te la cuento, toda esta historia es absurda! O sea, la vida ha hecho que se encontraran por casualidad precisamente esos dos, que no se soportaban… —Entonces me mira y, tal vez imaginando lo que está por venir, añade—: Oye, Nicco, quizá sea mejor que…
—Continúa…
—Quedaron en Susina, un pequeño restaurante en via Chiana.
—¿Susina? No me suena.
—Alguna vez Alessia había ido allí con Silvia porque está cerca de su casa. Le parecía el sitio más seguro para encontrarse con ese desconocido.
¿Por qué razón Gio sabe todas esas cosas y yo no? Alessia nunca me llevó a ese sitio, ni siquiera me lo mencionó. A lo mejor también me mintió sobre cuál era su plato favorito, tagliatelle con funghi porcini, a lo mejor le apasionaba otra cosa y se la ha comido con Bato. ¡Ese bastardo, seguro que ella lo habrá llevado a Regoli, por eso lo pillé allí! Y encima hizo ver que nunca había probado los maritozzi. Ahora estoy completamente seguro: fue allí a comprarlos para ella. Y yo diciéndole lo ricos que estaban, como un pobre imbécil.
—Ya sabes cómo son las mujeres…, ¿no? —me dice Gio buscando comprensión.
«No —me gustaría decirle—, no tengo ni idea de cómo son».
—Las mujeres fantasean, sueñan, se enamoran de las palabras… Alessia le dijo que lo esperaría en ese restaurante, en la sala del fondo, la más tranquila, debajo de la pizarra…
—¿Debajo de la pizarra?
—Sí…, hay una pizarra donde anotan las especialidades del día con tizas de colores.
—Parece que tú también conoces bien el sitio…
Y de repente lo veo turbado.
—¿Qué pasa?
Entonces Gio levanta los ojos.
—Pues que yo fui a ese local al cabo de un tiempo con Deborah.
—¿Por qué?
—No lo sé. De repente todo este asunto me afectó, quería ver dónde se habían encontrado…