El día antes de partir tengo la sensación de que es un día suspendido en el aire: ¿me he despedido de todo el mundo? ¿Y si no regreso? ¿Qué no debo olvidar llevarme? Doy vueltas por la casa, abro el armario, cojo algunas camisetas, también un jersey, no, mejor dos, el azul oscuro y el azul más claro, que son mis favoritos. Me hacen sentir seguro y, a pesar de que me quedan algo anchos, me encuentro bien con ellos, es más, me gustan precisamente por eso, porque me hacen la vida más cómoda.
Cojo algunas camisas, dos blancas, tres azul celeste, tres de rayas, dos de cuadros y además una chaqueta azul marino, dos vaqueros, un pantalón azul algo más elegante, dos pares de zapatillas deportivas y unos Tod’s. A lo mejor nos dejamos caer por algún acontecimiento social.
No sé qué habría dicho mi padre de que me fuera. Una noche le confesé a Alessia que movía las manos como lo hacía mi padre. Entonces ella me dijo: «Un hombre sabe cuándo se hace viejo porque empieza a parecerse a su padre». Después vio que estaba triste y me abrazó.
«Para el mundo tú puedes ser solo una persona… Pero para mí tú eres el mundo». Me estrechó con más fuerza y no sé cómo conseguí contener las lágrimas. Me habría gustado echarme a llorar para demostrarle cuánto me había impresionado aquella declaración, mostrarme realmente desnudo y enamorado ante sus ojos. Pero no pude.
Después, un día, ni siquiera sé cómo, vi esa misma frase en internet. Era de Gabriel García Márquez. Alessia la había copiado y no me había dicho nada. Sentí como si se hubiera apagado una luz en mi interior: en ese momento me di cuenta de que había algo extraño, que salía con una persona a la que tal vez no conocía. Me habría gustado que inventara palabras solo para mí y, en cambio, las cogía de otros. El problema no era eso, es más, me quito el sombrero ante el premio Nobel, pero ¿por qué engañarme? Aquella noche estábamos juntos delante del televisor viendo «Factor X». Sentados el uno junto al otro, y aun así nos hallábamos lejísimos. La miraba y, testarudo como un niño, tenía ganas de decirle: «Oye, aquella frase no era tuya, era de García Márquez, ¿por qué no me lo dijiste?». Y a lo mejor nos habríamos reído juntos de ello. ¡A lo mejor habríamos decidido que un día llamaríamos a nuestro hijo Gabriel! Sin embargo, una vez más, me quedé callado. Después Alessia se volvió hacia mí y me sonrió.
—¿Has visto qué bien canta Mika?, y es guapísimo, ¿no? Eh, ¿no estarás celoso? De todos modos, me parece que es más fácil que se enamore de ti que de mí.
Yo en aquel momento pensaba en todo menos en Mika y en «Factor X».
—¿Sabes que Mika está haciendo furor con una canción que se llama Grace Kelly? Pero ¿qué te pasa? ¿Por qué me miras así?
—Eres guapa. —Simplemente le dije «Eres guapa», y ella sonrió y luego incluso se puso colorada.
—Venga, cuando dices eso me incomodas. —Y siguió viendo el programa y bailando al ritmo de la música.
Cuando conté en casa la historia de Alessia y la frase de García Márquez, que se había convertido en mi tormento, cada uno tuvo una reacción distinta.
—Oye, perdona, ¿no podría ser que se le hubiera ocurrido a ella, que se le pasara por la cabeza una frase parecida? Tampoco es que usara las mismas palabras —intentó justificarla mi hermana Valeria.
—Idénticas.
—Está bien, sin duda tienes razón. Pero entonces, perdona, ¿para qué me lo preguntas?…
Y se metió en su cuarto dando un portazo. Nada, Valeria es así. O es como dice ella o… ¡es como dice ella! Papá, en cambio, le dio la vuelta a la tortilla, desviando la atención sobre mí, haciéndome sentir un poco estúpido.
—¿De verdad tiene tanta importancia para ti?
—Eso no tiene nada que ver, solo quería saber vuestra opinión. En resumen, ¿es plagio o no?… Tampoco se trata de un juicio —protesté yo, haciendo ver que era una cuestión más universal que personal.
A mi madre y a Fabiola, mi hermana mayor, ni siquiera les saqué el tema, habrían condenado a Alessia sin ninguna duda. En el fondo, nunca la soportaron. Y en este momento tengo que decir la verdad: me importa un pimiento… Me interesa más saber si encontraremos a María y a Paula. Gio ha pagado al portero del hotel en el que estaban aquí en Roma para saber la dirección de María en Madrid, la que dio cuando se registró. Pero tal vez el portero, por no correr riesgos, le haya dado una falsa. Habrá pensado: «Total, como mucho le enviarán una postal, un regalo», tampoco sabe que hemos decidido ir a verlas a España.
Bueno, aunque esa bendita dirección sea un embuste, me siento más ligero. Detrás de un viaje siempre hay una fuga o un reencuentro. Eso dicen. Si no encuentro a María, a lo mejor me encuentro a mí mismo.
Voy a la habitación de Valeria. Allí es donde guardamos las maletas, en el trastero del falso techo. Me subo a una silla y el corazón me da un salto cuando lo primero que sale es la maleta de papá.
Me doy cuenta de que, desde que él se fue, mi vida ha cambiado, me faltan sus sugerencias, aquella sabiduría disfrazada de sarcasmo que me ayudaba a afrontar las cosas con ligereza.
Estoy seguro de que me habría tomado amablemente el pelo por lo mucho que estoy sufriendo con la historia de Alessia. «Hijo mío, si las mujeres te dejan así, ¿estás seguro de que no son mejores los hombres? Por lo menos puedes dejar de ducharte durante un par de días, total, no se dan cuenta». Ése era su sistema cuando me quejaba de mis miles de problemas. Como la primera vez que saqué un tres en matemáticas y no quería volver al colegio: «¿Qué hay que sacar? ¡Demuéstrale que eres bueno haciendo multiplicaciones, saca un seis la próxima vez que te examine!». «Papá, tú no lo entiendes…»
Me río solo, acordándome mientras miro su maleta. Es de tela marrón oscuro con aplicaciones de piel: la huelo, todavía siento el lejano aroma de su agua de colonia.
Me basta un segundo para decidirlo: quiero llevármela, será mi manera de hacer que venga conmigo a España.
Abro bien las puertas para sacarla sin que se caigan las otras maletas apiladas, y entonces, en el fondo de la repisa, encuentro una caja de cartón blanca con un lacito rosa encima. Es uno de esos estuches para el álbum de fotos que te regalan cuando te casas o cuando nace un bebé. Debe de ser un regalo que mis padres nunca han utilizado. Intrigado, la bajo y la dejo sobre el escritorio.
Dentro hay un gran álbum con la portada de piel, de un rojo cereza. La verdad es que es un color un poco estridente para una boda. Y así es, en la primera página aparecen las fotos de Valeria y papá. Nunca las he visto antes. Es una de esas colecciones que se hacen con los primeros pasos de un bebé. Debajo de cada foto hay un pequeño texto con la caligrafía inestable de Valeria de pequeña.
«Mi primer beso», y sale ella, apenas una bolita, en brazos de papá, muy joven. Él la mira con una sonrisa llena de amor, la estrecha contra su pecho, la sujeta con la mano izquierda, el rostro inclinado sobre aquella carita colorada. Esta foto debió de hacérsela mamá o, aún mejor, el tío, o un amigo de visita. Seguro que yo no, todavía era demasiado pequeño por entonces.
Sigo hojeándolo y recorriendo las frases de Valeria, que crece acompañada de papá.
«Mis primeros pasos», «mi primera Navidad», «mis primeras velas de cumpleaños», «mi primer día de colegio»… Y papá está allí, acuclillado junto a la mesa de la guardería, sonriente, lleno de optimismo por todas las cosas buenas que le ocurrirán a su niña. Y seguro que piensa que siempre estará a su lado y la protegerá hasta el fin de sus días. Todos los padres desean lo mismo para sus hijos. Piensan que los verán estudiar, crecer, licenciarse, trabajar, y luego los llevarán al altar, los ayudarán con los nietos, incluso los verán partir. Pero después el destino se pone por medio. Quién sabe qué clase de abuelo habría sido papá…
Otras fotos de Valeria van pasando ante mis ojos, las instantáneas de una infancia feliz. Aquí mete el dedo en la tarta, ahora está en el coche haciendo ver que conduce, sentada sobre las piernas de papá mientras sonríe cogida del volante; casi parece que quiera arrancarlo, y él la mira orgulloso.
Papá sentía una especie de predilección por Valeria, tenían una relación única, privilegiada. Ella siempre lo supo. Y de hecho aquí está en la fiesta de su dieciocho cumpleaños: «La fiesta más bonita de mi vida…, con mis dos amores, papá y Giorgio. Pero me parece que a Giorgio lo voy a dejar».
La cosa está en que así acabó. Valeria dejó a Giorgio no mucho después de aquella noche. Mi hermana se mueve por instinto, nunca ha tenido paciencia. Ya de jovencita, en cuanto las cosas iban bien o el chico estaba demasiado enamorado de ella, Valeria lo dejaba: ella necesitaba que hubiera lucha, tenía que discutir con ellos, por el gusto de tenerlos cogidos. Papá adoraba ese lado de su carácter, aunque se mofaba de ella.
—Pero ¿por qué no sales con alguien que tenga un restaurante?
—¿Por qué?
—¿Te imaginas lo bonito que sería si os tirarais los platos por la cabeza?…
—¡Papá…, qué tonto eres! Tú no me entiendes.
—No se le dice tonto a tu padre… y, por otro lado, ¿por qué tú y tu hermano siempre me decís que no os entiendo? ¿Es solo cuando os llevo la contraria?
El momento en que Valeria más lo quería era cuando empezaba una de sus discusiones absurdas, en las que bromeaban y reían, y se decían de todo, un poco en serio, un poco en broma, y ella podía mostrarse combativa y seguir escurriéndose, hasta que papá la abrazaba, la tomaba prisionera y la llenaba de besos.
Como en la foto que estoy mirando ahora, en la que Valeria, completamente despeinada, se ríe abrazada a papá en el sofá, y al lado dice: «Yo, pequeña prisionera… ¡Libérame, papá!».
Y debajo, un texto más reciente: «Aunque ahora lo daría todo por ser tu prisionera una vez más».
Esas palabras me encogen el corazón y me devuelven bruscamente a la realidad. Me quedo allí, mirando esas fotografías con los ojos brillantes, leyendo ese desesperado último deseo que Valeria ha logrado expresar.
Yo no, yo nunca he podido decírselo a nadie, pero daría cualquier cosa por poder estrechar entre mis brazos a papá una vez más. Y porque él me abrazara.
Entonces sonrío y vuelvo la página final de ese viaje hacia atrás a un paraíso que ya no existe. Hasta que lo que veo me deja con la boca abierta. Aquí están, todas mis cartas, detrás del papel de seda que cierra el álbum. Una tras otra. Incrédulo, las cojo, las reconozco, de la primera a la última. Las abro con dedos temblorosos, empiezo a leerlas.
«¿Quieres saber la noticia? He cortado con Alessia. Sí, ya sé que te gustaría decirme “Te lo dije”, pero no puedes, porque sabes perfectamente que no soporto a los que dicen “Te lo dije” cuando todo ha pasado. Y, además, no me lo habrías dicho… Puede que me lo dieras a entender… como haces tú para no herir a la gente».
Abro las otras cartas, leo unas frases, algunas las recuerdo perfectamente, palabra por palabra. Después me viene una a las manos. No, de ésta no me acuerdo. Tiene un papel ligero, lila, la abro: la letra no es la mía, las vocales están inclinadas en medio de las consonantes más derechas; entonces la reconozco, es la letra de mi hermana Valeria.
«He vuelto a pelearme con Nicco y, sin embargo, lo adoro. Si siempre ataco la primera antes de dejar que hablen, para que así se callen, es para evitar tener que dar explicaciones, yo, la pequeña de la casa. Es como si para el hijo menor se hubieran previsto menos palabras, menos pensamientos, menos cosas profundas. ¿Cómo puedo competir con Nicco y Fabiola? No es envidia, al contrario, se trata de admiración, nada más, solo que la escondo detrás de la rabia, me sentiría una estúpida…»
Oigo un ruido a mi espalda, un leve chirrido, es la puerta al abrirse. Es difícil, en un instante, decidir qué hacer. Entonces veo su cara, sus ojos, mira mis manos, ve su carta y palidece. No tengo otra salida que decir simplemente la verdad.
—Estaba buscando la maleta de papá.
Valeria parece hacer como si nada.
—¿Me traerás una camiseta bonita de Madrid?
Deja su bolso sobre el escritorio.
—Te traeré lo que quieras.
—Ya te lo he dicho, una camiseta.
Se vuelve de espaldas. Entonces la detengo, le cojo la mano.
—¿Por qué tienes que hacerte siempre la dura?
Sigue sin volverse.
—Porque soy una chica dura.
—Para ya, he leído la carta…
Permanece inmóvil, no quiere mirarme a los ojos.
—Siempre decís que soy cínica y despiadada.
—Estamos equivocados.
Se queda un rato en silencio. Después veo que sus hombros se mueven, agitados por un sollozo. Intento que se dé la vuelta pero no quiere, niega dulcemente con la cabeza.
—No puedo…
Y entonces nos quedamos así.
—No importa.
Y al final se vuelve y de repente habla, con los ojos llenos de lágrimas, como si todavía faltaran miles por salir:
—Me gustaría tanto ser diferente, me parece que nunca he sido yo misma. Siempre soy la que hace enfadar a todos, la maleducada… pero yo no soy así.
Y se echa a llorar, esta vez a mares. Los miles de lágrimas han derribado todos los diques. Se me echa encima y yo no sé qué hacer, me encuentro con los brazos abiertos mientras mi hermana llora desesperada sobre mi pecho. Y entonces la estrecho contra mí y le acaricio el pelo.
—Venga, Vale, no te pongas así, eres un poco lianta, pero no estás mal…
—Echo mucho de menos a papá…
Y después de su constatación, me quedo en silencio. A mí también me entran ganas de llorar, pero no es el momento, sé que ahora tengo que ayudarla.
—No esperaba que fueras tú quien cogía las cartas… —digo.
—¿Pensabas que era Fabiola?
—Como está tan obsesionada con el orden, si hasta tritura los tickets, imagínate un paquete de cartas…
Entonces se echa a reír, pero todavía tiene los ojos llenos de lágrimas, de modo que se ríe y sorbe por la nariz al mismo tiempo.
—Es verdad. ¡Bienvenido al mundo perfecto de miss Fabiola, donde todo está en orden y todo el mundo tiene que hacer lo que ella quiere, la única que nunca se equivoca! ¡Cómo me gustaría que de vez en cuando ella también hiciera alguna gilipollez!… ¡No es que la envidie, no, pero eso la haría un poco más humana, joder! Yo qué sé, que por una vez resbalara en un charco…
Y me entran ganas de reír al pensar en mi hermana, con el pelo siempre perfectamente en su sitio y sus tacones de doce centímetros, cayéndose en un charco, rodando por el barro… Si Valeria supiera todos los líos que está armando doña Perfecta en su vida, ella, que siempre está dispuesta a criticar a todo el mundo, y que ahora ha empezado a salir de nuevo con su ex de la época del instituto, le daría un patatús. No obstante, temo por la salud de Valeria y no digo nada.
—Tengo que decirte una cosa —me anuncia ella, en cambio, con tono serio. Se ha apartado y me mira directamente a los ojos—. ¿Sabes que cuando pienso que papá ya no está no me parece posible? Siento que me vuelvo loca, de repente es como si me faltara el aire. Sí, creo que tengo ataques de pánico.
—Yo también lo echo muchísimo de menos —le susurro a mi hermana.
Después le sonrío, exhalo un suspiro y es como si de repente algo se estuviera derritiendo en mi interior. Entonces Valeria me abraza, me aprieta, y yo sin querer, sin conseguir mínimamente evitarlo, empiezo a llorar, así, en silencio sobre su hombro. Ahora soy yo quien la necesita a ella. Y Valeria lo entiende, ya no llora, se siente más segura. Es como si poco a poco estuviera empezando a abrirse un hueco solo suyo en nuestra familia, en su vida. Pero es un instante. Un instante larguísimo. Después, como si nunca hubiera pasado nada, se separa de mí y vuelve a ser la Valeria de siempre. Es su manera de ayudarme en este momento, lo sé.
—Pásatelo bien en España, te envidiaré mucho, ¿sabes? —Me guiña el ojo, sin necesidad de añadir nada más.
Me vuelvo, me seco los ojos con la camiseta y después hago como si nada.
—¿Aunque por culpa de Gio pueda acabar en la cárcel? —sonrío para descargar el ambiente.
—Bueno, a lo mejor allí podrás entender mejor cómo me siento… Si tengo un ataque de pánico, ¿puedo llamarte? —pregunta luego, muy seria, con los ojos un poco atemorizados.
—Mira, será mejor que no. ¡De lo contrario, el ataque de pánico nos lo va a provocar el montón de euros de la factura del teléfono!
Y estallamos en una carcajada que lentamente disuelve la tensión y se la lleva consigo. La abrazo, la levanto del suelo y la hago girar.
—Señorita, ¿quiere bailar conmigo? —digo ceremonioso.
—Caballero, mi papá me ha enseñado que no se baila con desconocidos —ríe ella.
Nos quedamos quietos y nos miramos un instante a los ojos.
Y entonces levanto la mirada y a su espalda veo a mamá de pie en la puerta, observándonos. Se la ve muy triste, con una melancolía encima que parece inextirpable. Entonces ve la pose en la que ha quedado Valeria, entre mis brazos, sobre un solo pie y una pierna levantada, en el torpe intento de un paso de danza. Y esboza una tímida sonrisa, comprende lo que todos nosotros, antes o después, aceptaremos: la vida tiene que seguir adelante.
—Cuando vuelvas de España a lo mejor habré cambiado completamente, ¿quién sabe?… Te encontrarás a otra Valeria —dice mi hermana, que no se ha dado cuenta de nada.
Le sonrío.
—¿Quieres decir que vas a apuntarte a un curso de rock and roll y por fin aprenderás a bailar? —bromeo yo.
Entonces miro de nuevo hacia la puerta. Ahora ya no hay nadie.