Cuando era pequeño, el día de los difuntos íbamos a visitar las tumbas de algunos tíos abuelos y yo me divertía imaginando la vida de esos rostros anónimos que me rodeaban. Recuerdo a un viejo con una barba muy larga que se llamaba Calippo y, riéndome de aquel nombre, me imaginaba que era Papá Noel y que había acabado allí, extenuado de dar vueltas llevando regalos. «¿Y los renos?, ¿dónde están los renos?», le preguntaba a mi abuela. «En el cementerio de animales», contestaba ella. Yo no sabía dónde estaba, pero un día, al pasar por delante del zoo vi a unos manifestantes con una pancarta en la que decía: ESTO ES UN CEMENTERIO DE ANIMALES. Desde entonces me convencí de que los renos de Papá Noel también estaban allí, y cada vez que íbamos de visita al zoo con la escuela intentaba descubrir dónde estaban enterrados. Hoy el zoo se llama Bioparco, todos los animales están vivos y siempre está lleno de gente. Sin embargo, el cementerio tiene más éxito: es el único lugar que sin duda todos visitarán…, una frase que bien podría haberme dicho mi padre.
Sigo caminando y, cuando vuelvo la esquina, en ese pequeño remanso donde él reposa, encuentro a mi madre y a mis hermanas. Instintivamente escondo la carta que he traído para papá en el fondo del bolsillo.
—No me lo puedo creer, estamos todos aquí —suelto.
—Sí… —dice mi madre en un gemido, y enseguida se pone a llorar en voz baja. Sollozos apenas perceptibles. Valeria resopla, mientras Fabiola le rodea los hombros con el brazo.
—Pero si es una cosa bonita, mamá, casi tendría que hacerte gracia…
Valeria es la que interviene ahora.
—Oye, perdona, pero ¿por qué lo dices? ¿Qué tiene de gracioso que estemos todos aquí en el cementerio?
Bueno, de hecho, visto de esta forma sí que hace un poco de gracia. Y mamá, al final, sin querer sigue ese consejo y en parte ríe y en parte sigue llorando, en una alternancia tan repentina e increíble que al final a mí también me entran ganas de reír, y luego a Valeria, y al final también a Fabiola. Y así empezamos a reírnos los cuatro y no podemos parar. De vez en cuando miramos alrededor para cerciorarnos de que no nos esté observando nadie, porque sin duda nos tomarían por unos locos que no tienen ningún respeto, y ¿cómo podríamos negarlo nosotros? Entonces, poco a poco, nos acercamos unos a otros y nos abrazamos. Lentamente las risas se van apaciguando. Y nos abrazamos todavía con más fuerza en este extraño silencio que se ha creado. Después nos soltamos, nos separamos de ese grumo de cuerpos y de emociones y nos quedamos delante de la imagen de papá.
Valeria pone unas flores azules y blancas dentro de un pequeño jarrón. En cuanto se aparta, Fabiola se inclina para colocarlas mejor; según su acostumbrada manía perfeccionista, las separa un poco entre sí como si así pareciera que hubiera más, como si de alguna manera pudieran llenar ese vacío.
Mamá llega poco después con una jarra que ha encontrado en alguna parte y que ha llenado de agua; echa un poco en el jarrón y lo deja allí cerca mientras yo me quedo quieto observando esta escena casi irreal.
Mamá es la primera en hablar.
—No he visto nunca a nadie aquí, y hoy estamos todos.
Estoy asombrado.
—¿Por qué?, ¿vosotras tres no habéis venido juntas?
—No. Yo he llamado a mamá y cuando he sabido que venía le he dicho que nos encontraríamos aquí —dice Fabiola, que evidentemente tiene que hacerse perdonar algo.
Valeria se ríe.
—Yo, en cambio, estaba en una clase en la universidad y me ha dado por ahí. —Se encoge de hombros—. No me preguntéis por qué.
—Si estamos aquí todos por casualidad puede que sea por algún motivo…
Mamá se acerca a la lápida y acaricia el nombre de papá.
—Quizá quiere decirnos algo.
Entonces me armo de valor, mientras arrugo definitivamente la carta en el bolsillo. Hago una pelota que aprieto en la palma de la mano hasta hacerme daño.
—Me voy a España…
Fabiola está entusiasmada, radiante.
—¡Qué bien! ¿Para siempre?
Valeria reacciona con su acostumbrado desencanto.
—Venga ya, nos está tomando el pelo.
Mamá es más realista.
—¿Cuándo?
—Dentro de dos días. Me voy con Gio. ¿Sabéis?… —me dirijo a mis hermanas, que no tienen ni idea de nada—, he ganado al rasca y gana y quiero regalarme este viaje.
—Pues claro, haces bien. Yo me pasaría el día viajando —continúa Fabiola—. Siempre que los microbios lo permitan —puntualiza riéndose de sí misma.
Valeria me mira socarrona.
—A España, ¿eh? —Seguro que ha pensado en María, pero no dice nada.
—Sí, a Madrid.
—¡Ah, muy bien, si te encuentras con algún vip hazte una foto con él!
—Claro…
—Mejor dicho, cásate con alguien de la familia real. Y que sea guapa. Pero, sobre todo, rica.
—Mejor aún, no, haz un curso de flamenco y déjate fotografiar con una de esas guapísimas bailarinas con los vestidos de lunares —dice Fabiola, dejándose llevar por la fantasía.
—De acuerdo, lo intentaré.
Mamá se ha quedado callada, ahora levanta la cabeza y me mira.
—Se marcha el hombre de la casa.
La abrazo.
—Mamá, no estaré fuera ni una semana, no te vas a dar cuenta.
—Me doy cuenta hasta cuando no vienes a cenar… —Y nos quedamos así, los cuatro de pie, uno al lado del otro, por primera vez desde el último día que nos despedimos de papá. Al final mamá suspira.
—Tu padre y yo nunca fuimos a España. Lo habíamos pensado alguna vez, como tampoco estaba tan lejos…
Y en ese instante siento que me muero, no sé qué más decir, me quedo a su lado, con el brazo sobre sus hombros, y los ojos se me llenan de lágrimas, arrollados por ese dolor inmenso que te da la vida cuando te deja claro que algo se ha acabado para siempre. Un sueño que no puede convertirse en realidad: mis padres ya no podrán ir a España.
Pero, papá, te juro que cuando vuelva te lo contaré todo. Aunque no te lo escriba, vendré y te lo contaré.