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Voy a llevar esta carta a mi padre. Hace un poco de sol, tímido, como si estuviera indeciso de si entablar un combate con esas nubes altas, blancas, que en vez de anunciar lluvia parecen tranquilizar a la gente sobre cómo acabará el día: «¡Id tranquilos, hoy no haremos llover!». Subo al coche, había dejado puesto un CD que al momento me hace de banda sonora en estos minutos de tráfico.

Sonrío mientras conduzco, como si en serio hubiera un cartero allí arriba que le entregará mi carta. Y, sin embargo, ya hace meses que dejo una al lado de la foto de mi padre y, cada vez que vuelvo, no está. De manera que me divierto fantaseando. ¿La habrá cogido mi madre? ¿Una de mis hermanas? Sí, seguramente Fabiola, pero no por afecto o sentimentalismo, sino porque en el lugar donde las dejo a ella le parecerá que crean desorden, que rompen la armonía. En resumen, ¡que estoy desbaratando el cementerio! Ella es así, existe su mundo y luego están los otros, la mayor parte, que se equivocan. Pero tal vez lo más sencillo y lo más verdadero también sea lo más estúpido: esas cartas, ¿no se las habrá llevado el viento?

Decido hacer un alto en el camino. Una especie de pausa estimulante.

Entro en Regoli, en via dello Statuto, 60, en Esquilino.

No hay nada más bonito que tomar un segundo desayuno a media mañana, y encima este sitio es alucinante.

—Buenos días, ¿me pones un capuchino, por favor?

Laura, la chica que está detrás de la barra, me saluda.

—Hola, Niccolò.

—Eh. —Le guiño el ojo.

—¿Te vas a llevar lo de siempre?

—No, no, gracias, me comeré uno aquí.

Me pone un maritozzo, que es un bollo de uvas y piñones con nata, en un platito de hierro que sabe a cosas ricas de antaño. Al otro lado, fuera, pone REGOLI DESDE 1916.

—Todo tuyo. Y aquí tienes el capuchino.

—Gracias.

Qué rico. Cierro los ojos, aquí la nata es realmente deliciosa, ligera, dulce pero no demasiado, y este bollo tiene una masa de manual, levemente amarilla y esponjosa como una pluma. Un sorbo de capuchino y un mordisco al maritozzo. El sabor amargo del café se mezcla con el dulzor de la nata: ¿no será esto la felicidad? Me gustaría hundirme allí dentro.

Me quedo con los ojos cerrados, saboreando cada mínima sensación: eso es, si ahora volviera a abrirlos y el mundo fuera como tiene que ser, aquí a mi lado en Regoli estaría María. Entonces me entran ganas de reír. En realidad, este lugar me lo hizo descubrir Alessia, de modo que sería más justo que estuviera aquí con ella; siempre iba con su abuela, los maritozzi la volvían loca. Pero Alessia ya no está, se ha apartado de mi vida y yo, para no sentirme mal, me he juntado con una española, María. O, mejor dicho, la vida ha hecho que me junte con una española, porque al fin y al cabo yo prácticamente no he hecho nada. No he movido un dedo. Y María es guapísima, no precisamente lo que se dice un apaño. ¿Habéis visto alguna vez un parche de metro ochenta de altura con unos preciosos ojos verdes? Cuando salíamos por las noches lo pasábamos estupendamente y nos dimos un hartón de reír. Como aquella vez que en Elbi, el restaurante chino de via Ostia, quiso probar los rollitos vietnamitas y los mojó en mi cuenco, en el que yo había echado wasabi. Empezó a quemarle toda la boca y yo venga a reír, mientras ella bebía Asahi como si fuera una borrachuza. Ahora que lo pienso, le hice comer de todo, pero no llegó a probar estos bollos. Tal vez era algo demasiado íntimo entre Alessia y yo y no quería compartirlo con nadie más. Bueno, pues la próxima vez María tiene que probar sin falta este bocado divino, así conseguiré de verdad librarme de lo que hay entre Alessia y yo: es decir, en realidad, nada, aparte de este regusto a nata.

Cuando vuelvo a abrir los ojos, encuentro a Laura mirándome; está ahí, delante de mí, se sonroja como si la hubiera pillado in fraganti, a continuación sigue con lo que estaba haciendo con los ojos bajos: enjuaga unas tazas en el fregadero, después las mete en el lavaplatos de debajo de la barra. Justo en ese momento veo reflejada en el espejo que hay detrás de ella la puerta de cristal, que se abre y me quedo con la boca abierta.

—¡Bato! ¿Qué haces aquí?

—¡Hola, Nicco! ¿Qué pasa?, ¿cómo estás?

Bato es uno de mis mejores amigos, somos cinco o seis, jugamos juntos a fútbol sala, al póquer, de vez en cuando salimos a cenar los hombres solos. Nos llamamos «los Budokani» porque durante un tiempo estuvimos yendo juntos a un gimnasio por la zona de Borgo Pio que se llamaba Budokan y que al parecer hizo historia en los años ochenta. Bato es el más elegante de todos, lleva unas chaquetas perfectas, pantalones ajustados, camisas Brooks Brothers que se hace enviar directamente de Los Ángeles, y es hijo de un gran empresario y político. Sus padres son de origen napolitano, pero él nació en Roma.

Bato me abraza cogiéndome la mano, doblando el brazo y tirando de mí hacia él en un choque pecho contra pecho, tal y como se saludan los buenos amigos, los verdaderos amigos.

—¿Qué pasa, Bato?, ¡qué sorpresa!

Me mira y esboza una sonrisa; por un momento me parece incómodo.

—Pero ¿estás solo?

—Sí, claro…

Una extraña sensación me baja por la espalda, pero enseguida se me pasa.

—Qué raro, nunca habíamos coincidido aquí en Regoli —digo.

—Ah, yo casi nunca vengo, es que mañana es el cumpleaños de mi madre y quiero llevarle unos canutillos, me han dicho que aquí son muy buenos.

—¿Sí? No lo sé, nunca los he probado, para mí aquí todo está rico: los profiteroles, las napolitanas, y también todas las tartas, pero lo más rico es esto…

Bajo la voz como si le estuviera revelando un gran secreto.

—Los maritozzi… —El secreto de Alessia y mío.

—Ah, bueno, ya los probaré alguna vez. —Lo dice deprisa, casi comiéndose las palabras, como si quisiera cambiar de tema.

Luego se dirige a Laura:

—¿Me puede poner una bandeja con ocho canutillos, por favor?

—¿De cuáles? ¿De crema o de ricota?

—De ricota, los sicilianos, gracias. —Se queda pensando un momento—. Y luego póngame también una bandeja más pequeña con dos bollos. —Me lanza una mirada huidiza—. Bueno, has hecho que sienta curiosidad y ahora ya, como veo que tienen… —Se encoge de hombros, como si quisiera justificarse.

—Ya verás como te gustan.

—Sí… Pero dime, ¿te lo ha dicho Gio?

—¿El qué?

—Venga, en serio, ¿Gio no te ha dicho nada?

—No, te lo juro.

—Qué raro, pensaba que vosotros dos os lo contabais todo… Vaya, yo una cosa como ésa no podría habérmela guardado. Mi padre lo ha vendido todo, o sea, todo no, media empresa, y debe de haber juntado un buen montón de billetes, porque se ha comprado un hotel y toda una isla en las Maldivas.

La noticia es menos impresionante de lo que me esperaba, y a la vez me deja más tranquilo: no considero que sea una de las cosas más urgentes sobre las que Gio tuviera que informarme. Pero la megalomanía de Bato evidentemente exige que los asuntos de su familia sean sensacionales para el mundo entero.

—¡Qué guay!

—Sí, claro…, pero ahora mi hermano y yo tenemos que ponernos a estudiar en serio.

—Bueno, perdona, siempre podéis dedicaros a pescar en la isla… —me cachondeo yo.

—Sí, el tiempo justo de salir en un reality de la tele.

—Por un tiempo podría resultar divertido: los cocos, los mosquitos…

—Por supuesto, y un par de azafatas incluidas en el precio. La verdad es que primero vas a pasar una semana con la novia, otra semana con los amigos, pero después te hartas… Venga ya, mi padre está completamente ido. Qué raro que todavía no se haya fugado con la chavala rusa y aún esté con mi madre. Bueno, sí…, tampoco es que ya haya dicho la última palabra.

Coge las dos bandejas que le ha preparado Laura y se dispone a pagar.

—Nos vemos esta semana, Nicco… Podríamos montar un póquer en mi casa.

—No estaré…, me voy fuera con Gio.

—¿Adónde?

—A Madrid.

—Venga ya, Gio no me ha dicho nada.

—¿Lo ves? Hasta contigo está callado.

Se echa a reír, después me coge la mano y vuelve a tirar de mí contra su pecho.

—Venga, hermano, que lo paséis bien…

Y lo veo salir, con los canutillos sicilianos, los maritozzi que tiene que probar y una isla esperándolo.

Su padre, además de dedicarse a la política, tenía una empresa de globos hinchables de todos los tamaños (que si hay una cosa que no te hace rico en la vida yo habría dicho que era precisamente ésa). A partir de ahora «solo» harán la mitad, y cuando estén demasiado cansados irán a zambullirse a las Maldivas, si no es que también se han aburrido ya de la isla privada. No puedo imaginarme nada mejor. O tal vez sí: un trocito de playa con pegotes de arena en Ladispoli con María. En modalidad contigo pan y cebolla. Con el sol despellejándonos y muertos de sed, pero nosotros dos nos bastaríamos. No necesitaría lujos para ser feliz con ella.

No como Bato. A veces mostrarse descontento y exigente es más bien una moda. Como si la infelicidad —inventarse problemas cuando no existen— fuera una pose obligatoria para ser guay. Pues entonces yo estoy desfasado del todo. Porque mis problemas son completamente verdaderos.

Me dispongo a salir.

—Adiós, Niccolò. —Laura, detrás de la barra, me saluda amistosamente—. ¡Déjate ver! No vuelvas a desaparecer durante un mes.

—Claro…, volveré pronto. Que tengas un buen día.

Laura está siempre radiante, pero no puedo decirle: «Venga, Laura, deberías estar triste, queda más guay». No lo entendería, es una pragmática. Pies en el suelo y tetas hacia arriba. Sí, indiscutiblemente es mona, y no me parece de las que se hacen ilusiones o que se quedan con el corazón hecho añicos como Pozzanghera. No me gustaría cometer el mismo error… Pero ¿qué coño estoy diciendo? Me ha sonreído un par de veces y ya pienso que se está echando a mis pies. Hoy debe de ser el día de la autoestima. Aunque será mejor que ponga el freno, si no tendré que buscarme otro sitio donde comprarme unos buenos maritozzi. Sí, tengo que acordarme de no provocar más líos sentimentales.

Aunque el que estos días anda flojo de memoria es Gio: qué raro que se le haya pasado contarme la historia de Bato, su padre y la isla… Bueno, con todos los follones que ha tenido últimamente hasta es normal que se le haya olvidado; ¡no sucede todos los días que tres mujeres te dejen al mismo tiempo! Sus dos ex y Paula, la española amiga de María. Entonces, me echo a reír, claro, ¡tal como es, si no fuera por eso, ya estaría en las Maldivas y gratis!

Sin embargo, todavía no sé que la explicación es muy distinta.