Strann se asomó a la ventana al ver las primeras luces del amanecer que iluminaban el cielo y pensó: Esta noche los supremos dioses estuvieron entre nosotros. Quizás algún día en el futuro lograré convencerme de que todo esto ocurrió tal y como lo recuerdo. O quizá nunca acabaré de creerlo.
Lo sucedido tras la partida de Aeoris y Ailind lo había hecho volver a la realidad de manera tan brusca que, cuando lo recordaba, casi le daban ganas de reír, aunque la risa hubiera estado muy cerca de una crisis nerviosa. Todo había parecido tan normal… El estudio del Sumo Iniciado, cálidamente iluminado con lámparas y con el fuego todavía encendido… Tirand había puesto vino en una vasija de barro y, tras añadir especias, lo colocó en la chimenea para que se calentara, y los dioses bebieron la mezcla calentada con especias por el Sumo Iniciado como si fueran tan humanos como cualquier adepto del Círculo. Pero Strann sabía que Yandros había tenido algo que ver con ello. Había hecho algo a sus mentes, algo que hizo que los horrores que habían presenciado se desvanecieran como humo llevado por el viento y que los dejó en un estado de tranquila aceptación. La reacción podría llegar más tarde, pero al menos tendrían algún respiro, y Strann se sentía profundamente agradecido por eso.
Como dijo Yandros, no fue necesario despertar a los habitantes del Castillo. Lo que había que decir, podía ser dicho sin otros testigos, y lo ocurrido podría ser revelado en un momento más adecuado. Sólo quedaba por resolver un pequeño asunto… y Strann recordó con un intenso escalofrío la expresión de los ojos de color ámbar de Cyllan, cuando ésta se había vuelto hacia su señor supremo y, tranquila pero enfáticamente, le había pedido que dejara ese asunto en sus manos. Cyllan… Ahora no debía pensar en ella de manera tan irrespetuosa, se recordó Strann. Ya no era sencillamente una remota figura de la historia, celebrada tan sólo en una epopeya musical. Nuestra señora Cyllan; igual que nuestro señor Yandros y nuestro señor Tarod; una de ellos, y un dios —una diosa— del Caos de pleno derecho. Aquella noche había hecho el trabajo de una diosa. Él había oído el único grito devastador que resonó procedente de la torre sur, y para distraerse de lo que su imaginación intentaba evocar, se había concentrado en maravillarse ante el hecho de que aquel grito no despertara a los muertos, por no mencionar a todo el Castillo. No hubo piedad para Narid-na-Gost, no en las manos de Cyllan. ¿Se habría reunido el demonio con su hija en los Siete Infiernos?, se preguntaba Strann. ¿O, sencillamente, ambos habían dejado de existir? No conocía la respuesta y deseaba con fervor no saberlo nunca. Era asunto de los dioses, y ya había tenido bastante con sus asuntos.
Pero, terminado aquel disgusto, y con Cyllan de vuelta en el estudio iluminado por lámparas, se habían dicho muchas cosas. Un rubor frío y acalorado a la vez inundó a Strann al recordar cómo Karuth y él habían estado ante Yandros, y las palabras que el gran dios les había dirigido.
—Strann Narrador de Historias… —Hacía tanto tiempo que nadie usaba el viejo epíteto que, a pesar suyo, Strann encontró el valor para alzar la vista sorprendido. Los inhumanos ojos de Yandros se mostraban reposados, sus colores de arco iris apagados, y Strann tuvo la sensación de que el dios se reía de él, aunque no de manera cruel—. Eres un extraño campeón, pero has demostrado ser muy valioso. Te doy las gracias. Y no olvidaré ni tu valentía ni tu lealtad.
Strann enrojeció hasta las raíces de los cabellos y musitó un rechazo balbuceante. La mirada de Yandros se fijó en Karuth.
—Nunca cambiará —comentó, y un destello de humor negro apareció en las comisuras de sus labios—. Quizá tú consigas que reconozca unas cuantas verdades acerca de sí mismo, Karuth… aunque, si lo haces, ¡habrás conseguido más de lo que fuimos capaces Tarod y yo!
—Mi señor… —Karuth bajó la mirada, pero Strann pudo ver el placer que bañaba su rostro. Entonces Yandros alzó la mirada y se fijó en Tirand, que se encontraba al otro lado de la habitación, junto a la chimenea. El Sumo Iniciado tenía una expresión desolada. Apenas había pronunciado palabra desde su regreso del Salón de Mármol, y ahora, al sostener la mirada de Yandros, no pudo evitar acobardarse.
—Tirand… —La inesperada compasión que mostraba la voz del señor del Caos sorprendió a Strann y cogió totalmente desprevenido a Tirand—. No te mantengas apartado, Sumo Iniciado. Tenemos una deuda contigo; aunque sospecho que podrías estar incluso menos dispuesto que Strann a aceptar el elogio. —Su expresión de humor se tornó ligeramente malévola al añadir—: ¿Es una traición tan grande a tus principios el aceptar el agradecimiento del Caos?
El rostro de Tirand se puso escarlata y movió de manera espasmódica la mandíbula antes de conseguir proferir una respuesta.
—Señor Yandros, yo…, yo… —no pudo acabar.
—Tú actuaste siguiendo los dictados de tu conciencia. ¿Qué hay de malo en ello, Tirand? Para nosotros es sencillamente una suerte que tu conciencia demostrara ser más fuerte que la educación que tus predecesores te habían imbuido.
Si el estímulo fue deliberado o no, sólo Yandros lo sabría, pero Tirand alzó la cabeza repentinamente.
—Nunca he estado en contra de los principios del Equilibrio, mi señor Yandros.
—No, no lo has estado —corroboró Yandros, y luego se rió con suavidad—. Aunque imagino que hubo ocasiones en que te viste tentado…
Los recuerdos de pasadas entrevistas con Ailind en aquella misma habitación llenaron la mente del Sumo Iniciado.
—Yo… Sí, es cierto. Pero…
—Pero al final decidió escuchar a su mente y a su corazón —interrumpió Tarod, alzándose de la silla que había ocupado cerca de la puerta—. No lo atormentes más, Yandros. Todos han sufrido ya bastante. Esta noche —prosiguió, volviéndose hacia el Sumo Iniciado—, Yandros y yo perdimos a un hermano, Tirand; y, pase lo que pase, la cicatriz nunca cerrará del todo. Pero tú ayudaste a evitar que perdiéramos más que eso. —Miró a Cyllan, que había permanecido sentada y en silencio, junto a él, desde que había regresado de la torre sur—. He hecho unas cuantas comparaciones desfavorables en el pasado. Pero hay algo en él que me recuerda a Keridil.
Los ojos de color ámbar de Cyllan lanzaron un pequeño destello, casi feroz, pensó Strann.
—Hay diferencias, pero no son necesariamente en descrédito de Tirand.
Al escuchar aquella observación, el Sumo Iniciado había desviado rápidamente la vista, recordó Strann; y recordó también que de niño, Tirand había conocido a Keridil Toln, su ilustre antecesor y el artífice —aunque a su pesar— de los cambios que devolvieron el Caos al mundo. Strann tuvo la sospecha de que Cyllan le dedicaba un cumplido a Tirand que éste no se sentía capaz de aceptar totalmente.
—Bien —dijo Yandros—. ¿Y ahora qué, Sumo Iniciado?
Tirand le dirigió una mirada inquieta.
—¿Ahora, mi señor…?
—Sí. Creo que tienes que tomar algunas decisiones. —El señor del Caos no pudo evitar otro toque de malicia. Podía ser que Tirand se hubiera absuelto ante los ojos del Caos, pero Yandros no iba a permitirle que pensara que el pasado quedaba totalmente olvidado—. Acerca de las lealtades del Círculo en general, y de las tuyas en particular.
Tirand se pasó la lengua por los labios resecos, y alargó una mano hacia la copa de vino que no había tocado, pero lo pensó mejor.
—¿Queréis decir, mi señor, que —eligió cuidadosamente sus palabras—… que se ha terminado el Equilibrio?
Yandros pareció sorprenderse.
—¡Oh, no! —exclamó; cogió su copa, la hizo girar y soltó una breve risa—. Aprendí hace mucho tiempo que la vida sin una cierta cantidad de conflicto carece de sabor y de acicate, y no tengo la intención de desear una existencia tan aburrida a los mortales. Tienes toda la libertad que desees para decidir tu lealtad, Tirand, aunque creo que te resultará más difícil de lo que crees recuperar el favor de Aeoris. Como él mismo dice, tiene muy buena memoria.
Karuth alzó la cabeza rápidamente.
—¿No irá a hacer algo para perjudicar a Tirand?
—No, no. El juramento que lo obligué a proferir hace cien años, no interferir en los asuntos humanos a menos que fuera llamado, sigue en pie, lo mismo que para nosotros. —Sus ojos adquirieron un tono verde anacarado y brillaron con malicia—. Como siempre fue.
Tirand bajó la cabeza.
—Reconozco mi error, mi señor Yandros.
—Ya sé que lo reconoces. Y lo repararás cuando dirijas a tus adeptos en un ritual que deshaga el anatema pronunciado contra nosotros, y les devuelvas la libertad de elección. —Hizo un gesto negligente y añadió—: No es necesario, claro está. Pero me satisfará ver que se cumplen las formalidades.
Tirand asintió en señal de conformidad. El tono de voz de Yandros había sido normal, casi amable, pero el Sumo Iniciado supo captar la advertencia que contenía.
—Reconstruiremos la estatua —dijo Karuth, ansiosa por complacer al supremo señor—. Llamaremos a los mejores escultores del mundo para que rehagan la escultura… —Vaciló y su mirada se desvió insegura hacia su izquierda—. Eso si…, si nuestra dama Cyllan da su consentimiento.
Cyllan le devolvió la mirada, y una sonrisa le iluminó el rostro, como si aquella idea no se le hubiera ocurrido hasta aquel momento.
—Consiento satisfecha, Karuth —repuso con su voz ronca—. Y te doy las gracias por el cumplido.
Yandros bebió un sorbo de vino.
—Es una buena idea, Karuth, pero sospecho que tendréis asuntos más urgentes de los que ocuparos durante algún tiempo. La usurpadora causó grandes estragos en las provincias, y restaurar las tierras echadas a perder, y las vidas, para no mencionar la moral, debe ser, creo, vuestra principal preocupación. No será una tarea fácil —añadió mirando a Tirand—, y mucha gente acudirá al Sumo Iniciado en busca de inspiración y consejo.
Tirand hizo ademán de contestar, pero luego cambió de opinión y se quedó con la mirada fija en el suelo.
—¿Nos ayudaréis, mi señor Yandros? —preguntó Karuth.
—No, no lo haré —repuso el señor del Caos; vio la sorpresa y el disgusto en los ojos de Karuth, y prosiguió antes de que ella pudiera decir nada—. Sólo teníamos una preocupación, y sólo una, cuando vinimos a vuestro mundo, Karuth: derrotar y destruir a la usurpadora. Ahora que eso se ha conseguido, nuestra participación ha terminado. —Hizo una mueca y agregó—: Si os ayudáramos a restaurar lo que habéis perdido, Aeoris se consideraría justificado para participar. ¿Deseas eso?
—No —respondió Karuth, desviando la mirada—. Pero quizás otros sí. Y si, como decís, cada uno puede elegir su lealtad…
—¡Entonces, mi querida Karuth, os veríais atrapados por segunda vez entre dos poderes opuestos que estarían demasiado ocupados en sus propios conflictos para preocuparse por la suerte de los humanos! A pesar de las lealtades, ¡estoy seguro de que estarás de acuerdo en que ningún mortal en su sano juicio desearía que eso volviera a sucederle al mundo! —A Karuth se le ruborizaron las mejillas de vergüenza y también porque se sintió estúpida, y Yandros se apiadó de ella—. Vuestro mundo no debería ser el campo de batalla de los dioses, Karuth. Nosotros y los señores del Orden tenemos otras maneras mejores de perpetuar nuestra guerra eterna. Es mucho mejor para vosotros, y para nosotros, que se os deje solos para que resolváis vuestros problemas con vuestro ingenio y vuestras capacidades. —De pronto sonrió—. Aunque espero que nunca olvidéis que seguiremos vuestros esfuerzos con gran interés. Y si surgiera alguna vez otra Ygorla…
—¡Que los dioses lo impidan! —exclamó Strann sin poder contenerse. Tarod se rió y Yandros lanzó una penetrante mirada al bardo.
—Strann, posees el extraordinario talento de expresar un punto interesante en un momento inoportuno —dijo con sequedad—. Nosotros no impedimos nada. Ése es todo el sentido del Equilibrio, aunque empiezo a desesperar de que los mortales comprendan alguna vez verdaderamente la idea. Así que, como iba diciendo, si alguna vez otra Ygorla intenta hacerse con el poder en este dominio, espero que el Círculo considere su posición con un poco más de cuidado antes de decidir si es el Caos o el Orden el que está mejor preparado para tratar el asunto. ¿No estás de acuerdo, Tirand?
Tirand no respondió enseguida, y, cuando por fin alzó la vista, Strann advirtió inmediatamente un cambio. Había una nueva resolución en los ojos del Sumo Iniciado, una nueva certeza, y su boca era un gesto de determinación. Strann miró con disimulo a Karuth, pero ella parecía no haberlo observado.
—Estoy de acuerdo, mi señor Yandros —contestó Tirand—. Pero, si semejante situación vuelve a repetirse, no seré yo quien deba tomar la decisión.
Yandros soltó otra de sus risas secas y mordaces.
—Resulta que eres un optimista, Tirand. ¡Jamás lo habría pensado!
Tarod se inclinó hacia adelante, con expresión súbitamente seria.
—No creo que fuera eso lo que quería decir el Sumo Iniciado, Yandros —intervino; su mirada felina de color esmeralda se clavó en Tirand—. ¿Me equivoco?
Tirand se volvió y sus miradas se encontraron. Sí, pensó Tirand; Tarod sería el primero en comprenderlo. Él había conocido muy bien a Keridil Toln: en los primeros años de su gobierno aquí y luego, durante los días monumentales del Cambio; y, cuando terminaron aquellos días y comenzó una nueva era, había observado la lucha de Keridil para lograr que él mismo y su mundo aceptaran el Equilibrio. Tarod sabía cuál era la carga que Keridil había soportado. Él, de entre todos ellos, comprendería por qué Tirand no se sentía a la altura del ejemplo dado por Keridil.
Desvió la mirada, para fijarla de nuevo en Yandros.
—Mi señor —dijo, y de pronto su voz sonó rígidamente ceremoniosa—, creo que es justo que deje claras mis intenciones en este momento, ante… los más elevados testigos. —Tomó aliento y anunció—: Pienso renunciar al cargo de Sumo Iniciado.
Un espeso silencio cayó sobre la habitación. Karuth abrió la boca, pero estaba demasiado aturdida para decir nada. Tarod y Cyllan intercambiaron una mirada muy personal, y Strann no pudo hacer más que mirarse los pies. Por fin, con voz muy sosegada, Yandros habló:
—¿Por qué?
—Porque… —Tirand se mordió el labio. No era fácil admitirlo—. Porque no me considero digno de ocupar semejante cargo.
Karuth hizo ademán de protestar, pero Yandros se volvió hacia ella rápidamente.
—¡Silencio, Karuth! —Parecía irritado—. Deja que tu hermano hable. Continúa, Tirand.
Tirand se ruborizó.
—Es bastante sencillo, mi señor Yandros. He faltado a mi deber en dos aspectos. Primero, intenté ir contra los principios del Equilibrio tal y como fueron establecidos hace un siglo; y al hacerlo quebranté tanto mi juramento de toma de posesión como la confianza que Keridil Toln depositó en sus sucesores. Segundo, permití que los ciegos prejuicios me nublaran el entendimiento y me cerraran los oídos a la sabiduría de otros. Esas cosas no son propias de un digno Sumo Iniciado, mi señor.
Yandros reflexionó durante unos instantes; luego movió la cabeza.
—Te juzgas demasiado duramente, Tirand. Nadie puede alcanzar la perfección… y nadie lo espera, ni siquiera de ti.
El rostro de Tirand adquirió aquella expresión tozuda que Karuth conocía tan bien, y en ese momento se dio cuenta de que ni siquiera Yandros iba a hacerlo cambiar de opinión. Se había decidido.
—Admito eso. Pero, aunque la perfección sea inalcanzable, el Sumo Iniciado más que ningún otro debe esforzarse por ser todo lo perfecto que sea posible. Debe esforzarse al máximo, siempre.
—¿Y no lo has hecho tú lo mejor posible, tal y como te juzgas?
—Me gustaría que fuera así. Pero sólo demuestra que lo máximo de lo que yo soy capaz no es bastante. No soy digno de ocupar este cargo, y por lo tanto tengo la intención de renunciar. —Su mirada fue inquieta de uno a otro de los silenciosos rostros que lo rodeaban—. Nos esperan tiempos difíciles, tanto para el Círculo como para la Hermandad y los Margraviatos. La gente necesitará ayuda de todos nosotros, y en particular buscarán en la Península de la Estrella consejo y liderazgo; y la seguridad de que los dioses siguen cuidando de ellos. —Su mirada se volvió dura—. No pueden tener verdadera confianza en un hombre que, con su testaruda estupidez, ha ofendido por igual al Caos y al Orden.
—No lo verán de esa manera, Tirand —dijo Tarod.
—Quizá no, mi señor. Pero yo sí, y mi conciencia no me permitirá tomar otro camino. —Alzó la vista con rapidez y se enfrentó a la mirada de Yandros con una sinceridad que pareció sorprender al señor del Caos—. Ya me resultará bastante difícil vivir con el conocimiento de mis errores y debilidades. Por favor, no agravéis mi incapacidad obligándome a permanecer en el cargo.
Hubo una larga pausa. Karuth contemplaba el fuego, con expresión desolada. Al final, Yandros rompió el silencio.
—¿Estás realmente seguro de que es eso lo que deseas, Tirand?
Tirand asintió con convencimiento.
—Estoy seguro, mi señor Yandros. Haré cualquier cosa que esté en mi mano para ayudar a la labor de reconstruir el mundo después de los estragos llevados a cabo por Ygorla. Pero no como Sumo Iniciado. —Casi consiguió soltar una risa vacilante, aunque no del todo—. Preferiría dedicar mis esfuerzos a restaurar tierras de cultivo o a reconstruir hogares destrozados. Quizá descubriría que poseo talentos ocultos.
Yandros suspiró.
—Será como deseas, Tirand. Muy bien, acepto tu decisión en este asunto… aunque debo reconocer que nunca imaginé que sería yo quien escucharía y aceptaría tu declaración. —Esbozó una sonrisa, repentinamente lobuna, ante aquella ironía, Pero enseguida su expresión se tornó seria otra vez—. Pero, claro, queda la cuestión de quién te sucederá. Debes saber que tienes el derecho a nombrar a tu sucesor.
—Sí, mi señor. Ya he pensado en eso y he tomado una decisión. —Tirand hizo una pausa; luego, de manera repentina e inesperada, se volvió hacia su hermana—. Nombro a Karuth.
Karuth discutió con él, intensamente, a veces casi con violencia. No quería ser Sumo Iniciado, dijo. Y, aunque quisiera, ¿qué le hacía pensar que ella estuviera tan preparada para el cargo como él, o incluso más? Tirand se rió de eso —la primera risa sincera, advirtió Karuth más tarde, que le había escuchado en muchos días— y le recordó, aunque sin rencor, que no hacía tanto tiempo Karuth pensaba una cosa bien distinta. Ella se ruborizó ante el recuerdo de las amargas palabras pronunciadas durante una de sus más duras peleas, y cambió de argumento, diciendo en vez de eso que no había precedente de que el cargo de Sumo Iniciado fuera ocupado por una mujer. Pero Tirand desechó esa protesta. ¿Qué importaban los precedentes? La tradición no era una ley inmutable. Y, añadió, ¿no había puesto su propio ejemplo Yandros aquella misma noche, al elevar a nuestra dama Cyllan a los tronos del Caos? Al escuchar aquello, Tarod se rió sin trabas, y su evidente aprobación y la de Yandros acabó por derribar las últimas defensas de Karuth. Temblando de inquietud, sin atreverse a pensar todavía en lo que aquello significaba y qué podría depararle el futuro, aceptó. Y el cálido, agradecido abrazo de Tirand cuando dio su aceptación, hizo que Strann mirara a otro lado, súbitamente conmovido.
Antes de que los dioses partieran, todos tuvieron una palabra en privado con cada uno de los tres mortales. Lo que Yandros dijo a Strann fue algo que éste nunca revelaría a otra persona, sino que guardaría siempre en sus pensamientos más íntimos; y, cuando hizo su última reverencia ante el señor supremo, sintiendo un cosquilleo de calor y frío en la piel, Cyllan se puso a su lado en silencio.
—Adiós, Strann Narrador de Historias —se despidió; sus ojos brillaban traviesos, recordándole que ella también había conocido las inseguridades de una vida de vagabundo cuando no era más que una chica que conducía ganado—. Quizás algún día escribas una epopeya en honor del Caos, algo comparable con «Equilibrio».
Strann recordó la fiesta de la boda de Blis Alacar, hacía tiempo en la Isla de Verano: su primer encuentro con Karuth, cuando habían interpretado el dúo llamado «Cabellos de Plata, Ojos Dorados»… Sonrió e hizo ante ella la más respetuosa de las reverencias.
—Nunca podría haceros justicia, dama Cyllan. Nadie podría.
Cyllan habló a continuación con Karuth, junto a Tarod. Strann se retiró discretamente, consciente de que su conversación no era para que la escuchara nadie más. Pero vio que Tarod le cogía las manos y se inclinaba para besarle la mejilla en un saludo que era… ¿fraternal? No, eso no. Pero sí sincero. Luego, Cyllan también la besó y le susurró algo al oído. Karuth se puso tensa, pero enseguida esbozó una sonrisa de agradecimiento y comprensión. Y, unos momentos después, Strann, Karuth y Tirand se quedaron a solas.
Tirand miró a ambos. Una extraña calma parecía haberse apoderado de él y sonrió, inseguro, pero con calor.
—Casi debe de estar amaneciendo —dijo en voz baja—. Habrá mucho que hacer mañana, así que será mejor que durmamos mientras nos sea posible. Os deseo buenas noches a los dos.
Lo vieron subir la escalera, y ellos fueron detrás cuando lo perdieron de vista. En su dormitorio, Karuth no encendió ni lámparas ni velas. Las cortinas estaban entreabiertas y la luz de las lunas era suficiente para mostrar los muebles de la habitación como confusas siluetas. Cuando se taparon con las mantas, Karuth tembló por el contraste entre las sábanas frías y el cálido cuerpo de Strann.
—¿Qué te ha dicho Cyllan? —preguntó él con suavidad.
En la oscuridad, no veía el rostro, de Karuth, pero el tono de voz de ésta traicionó sus sentimientos.
—Dijo: «No tengas miedo del futuro. Por muy negra que sea la oscuridad, siempre hay esperanza de luz». —Se apretó contra Strann—. Nunca olvidaré esas palabras. Nunca.
Strann no supo qué responderle, pero no hubo necesidad, porque, mientras hablaba, los ojos de Karuth se iban cerrando y un cansancio que iba más allá del agotamiento físico y mental y le llegaba al alma la venció. Al cabo de unos instantes se había dormido.
Ahora Strann estaba sentado, igual que había permanecido sentado las restantes horas de oscuridad, esperando junto a la ventana a que llegara el amanecer y armándose de valor ante el conocimiento de lo que traería la mañana. Porque, cuando llegara, cuando ella despertara, debía decirle que iba a abandonar el Castillo.
Strann no quería que fuera así, pero le había dado vueltas y vueltas en la cabeza y sabía que no había otra opción. Si de verdad amaba a Karuth, entonces debía partir, por su bien. Permanecer allí, como su consorte o amante, o amigo, o lo que ella deseara, sería una cruel injusticia para ambos. Antes de la llegada de Ygorla, podría haber sido distinto, pero ahora el mundo había señalado a Strann el Narrador de Historias como un traidor, y era impensable que un traidor se sentara al lado del Sumo Iniciado. Karuth ya tendría que vencer muchos prejuicios e inseguridades sin eso. Quizá sería capaz de vencerlos; quizás en su nuevo papel despertaría el suficiente respeto y afecto para que no importara. Pero, en contra de la actitud que había adoptado durante casi toda su vida, Strann tenía su orgullo, y nunca podría vivir con la idea de que su reputación mancillada se había limpiado únicamente gracias a Karuth. Deseaba —necesitaba— redimirse sólo mediante su propio esfuerzo y por sus propios méritos. Entonces, y sólo entonces, podría regresar junto a Karuth, si ella todavía lo deseaba, y sentir que realmente se había ganado su estima y su amor.
¿Lo querría ella todavía? No lo sabía, pero debía aceptar el riesgo. Y, aunque ahora representaba poco alivio, tenía un propósito que cumplir. Tenía la intención de volver a su vida de vagabundeo, de provincia en provincia, llevando noticias, canciones y, sobre todo, ayudando a impartir la comprensión. El sanguinario reinado de Ygorla había destrozado la confianza de la gente junto con muchas cosas más. Muchos seguirían pensando que la usurpadora había estado aliada con el Caos, mientras que otros temerían que sus dioses los hubieran abandonado para siempre. Strann contaría la verdadera historia, la historia de la traición del demonio, de la codiciosa ambición de una mujer medio humana, y por último del gran conflicto entre los dioses que había llevado a la caída de Ygorla y a la muerte del señor del Caos. También escribiría nuevas baladas, porque, así como los discursos y las oraciones se olvidaban con rapidez, la música permanecía en los recuerdos de sus oyentes. Una elegía al hermano muerto de Yandros; y una nueva canción en honor a Cyllan, aunque esta vez como dama del Caos. No, claro, no podría hacerle justicia. No haría justicia a ninguno de los decisivos acontecimientos que habían dado nueva forma a tantas vidas. Pero al menos lo intentaría, y al intentarlo esperaba recuperar el sentido de su amor propio y con ello su antigua posición en los afectos del mundo.
Miró de nuevo por la ventana y vio que una luz tenue pero vívida bañaba las cimas de las torres del Castillo. Fuera o no un presagio, y fuera o no algo que tuviera que ver con Yandros, parecía que las nubes de nieve se habían marchado y que el sol comenzaba a salir. Abajo en el patio, sin huellas a aquella hora temprana, el manto de nieve centelleaba como si alguien hubiera esparcido una espesa capa de gemas por él. Entonces el suave resplandor de una lámpara apareció de pronto en una ventana de la planta baja, y el sonido de una puerta al cerrarse resonó en el silencio.
Strann se apartó de la ventana. A la creciente luz del día, podía ver a Karuth con claridad. Dormía tranquilamente, el cabello esparcido sobre la almohada que sujetaba con fuerza contra su mejilla. Se puso en pie y regresó a la cama; poniendo especial cuidado en no despertarla al meterse entre las sábanas, la rodeó con sus brazos, y la apretó contra sí.
Se marcharía; se redimiría. Pero todavía no. No hasta que llegara la primavera y que los desfiladeros estuvieran despejados. Hasta entonces —si ella quería— se quedaría, y quizá juntos podrían comenzar a curar las heridas. Y, fueran cuales fuesen sus futuros, ya fuera que los lazos que habían forjado se mantuvieran o se rompieran, en su mente y en su corazón ella siempre sería su Karuth.
Sus labios encontraron el camino a través de su oscura cabellera hasta la cálida piel, y la besó con suavidad. Su voz susurró cerca de su rostro durmiente:
—Mi Karuth. Siempre, amor. Siempre.