—Me presento ante vosotros en este lugar, y camino hacia vosotros por esta vía. —La voz de Karuth estaba a punto de quebrarse. Temblaba como si fuera presa de la fiebre, y las palabras del ritual apenas resultaban audibles cuando las pronunciaba—. El camino es largo, pero el camino es antiguo y el camino es la vía de poder. He sido elegida y —miró de reojo a Ygorla, que sonreía con jubilosa expectación, luego a la parpadeante jaula de fuego detrás de ella—… y estoy dispuesta. Con los pies que son mi carne, piso entre las dimensiones y pronunciaré la Vía.
Oh, dioses, —pensó—, está empezando. Sentía una débil y pulsante vibración a través del mosaico de mármol del suelo, y, aunque podrían haber sido imaginaciones suyas, le pareció que los colores de la neblina se hacían más densos, y que palpitaban al unísono con el silencioso ritmo. No se atrevió a mirar al círculo negro, del que la separaban unos pocos pasos, porque le daba demasiado miedo ver que cambiaba, que se abría al vórtice que anunciaba la manifestación de la Puerta del Caos. Había rezado para que el ritual no funcionara, para que, sin la total entrega que la había animado la primera vez que lo llevó a cabo, el poder que controlaba la Puerta se negara a responder, pero la esperanza resultó ser vana. Se acercaba. Lo sentía; estaba segura.
Prosiguió, aunque la garganta pareció cerrársele de manera que tuvo que forzar las palabras para que surgieran.
—Igual que fue en los días anteriores a mí, así volverá a ser. Escuchadme, ¡escuchadme y que el sello se rompa! —Ahora venía la declaración final, la orden que derrumbaría las barreras. Karuth lanzó una mirada de impotente remordimiento en dirección a Strann, una mirada atormentada, y aspiró profundamente—. Digo la Vía. Y la Vía está abierta.
Esta vez estaba preparada para el sonido más allá del sonido que estalló en su mente como una gigantesca ola al romper. Vio a Calvi que retrocedía, vio a Ygorla, con la boca abierta de asombro. Luego el enorme estampido se desvaneció, la neblina quedó inmóvil, y en el Salón de Mármol reinó el silencio. Sintiendo el cuerpo como una pesada concha que aprisionaba su conciencia, Karuth se volvió a contemplar el círculo negro.
De él se elevaba lo que parecía ser una corriente oscura de niebla que, como una columna brumosa, flotaba hacia el invisible techo del Salón. Puntos de luz bailaban en ella como remolinos en una corriente; y en el centro de la oscuridad, todavía fantasmal pero a cada instante más nítida y más sólida, se veía el perfil de una puerta enorme y negra.
Karuth escuchó un sonido a sus espaldas, un jadeo, bruscamente cortado. Entonces, de repente, se produjo un movimiento agitado y la usurpadora se adelantó corriendo.
—¡Calvi! ¡Calvi, la tengo, la controlo! —gritó Ygorla, al tiempo que cogía a Karuth y la empujaba a un lado—. ¡Fuera de mi camino! ¡Aparta!
Un fuerte empujón lanzó a Karuth al suelo, y su cabeza golpeó dolorosamente contra el suelo de mosaico, al tiempo que la luz resplandecía alrededor de Ygorla, negra y púrpura, con estrías plateadas, cuando corrió al círculo y se enfrentó a la espectral imagen. Alzó y extendió los brazos, y su aura monstruosa latió con energía desencadenada.
—¡Soy el poder y esgrimo el poder! Obedéceme, te lo ordeno… ¡Ábrete!
Se escuchó un sonido profundo, procedente del fantasmagórico portal dentro de la oscura nube, como si una antigua llave girara; y lenta, inexorablemente, la Puerta del Caos comenzó a abrirse. Más allá había oscuridad, silencio, un vacío que aguardaba ser llenado, y se escuchó la risa embriagada de Ygorla. ¡Oh, sí, oh, sí! ¡La controlaba! ¡La Puerta era suya! Sin dejar de reír, concentró su voluntad y sintió que un poder renovado fluía a través de ella. Entonces alzó una mano, señaló a la Puerta, y en su mente pronunció un violento decreto.
La oscuridad más allá de la Puerta vibró una vez y luego se hizo pedazos. Una luz dorada y fría se derramó, iluminando de manera espectacular la silueta de la usurpadora y ahogando el aura que pulsaba a su alrededor. Tenue y pálido dentro de la luz, un camino dorado y perfectamente regular se extendía ante ella: el camino que la llevaría al reino y fortaleza del Orden.
Ygorla miró atrás, sólo una vez. Mareada y aturdida por el golpe en la cabeza, Karuth atisbó su rostro sólo un momento, pero fue suficiente para espantarla. Los ojos de la usurpadora brillaban con alegría infernal, y tenía la boca abierta, mostrando los dientes en una mueca que mezclaba el orgullo, el triunfo y la codicia en una especie de éxtasis demencial. Parecía completamente desquiciada. Entonces su mirada enloquecida se centró en Calvi.
—Mátala, querido —dijo—. Ya no nos sirve.
Como una serpiente que cambiara de piel, se despojó de su capa de pieles, la arrojó al suelo y, en un remolino de cabellos negros y túnica azul, entró en el círculo y con ello en la Puerta del Caos. La luz dorada alcanzó un brillo insoportable, que cegó a Karuth. En el momento antes de volver la cabeza con un grito de asombro, vio la silueta de Ygorla perfilada en el resplandor, oyó su risa que parecía venir de un lugar a miles de kilómetros de distancia…
Un movimiento la puso alerta, y alzó la cabeza a tiempo para ver que Calvi se encaminaba hacia ella. En sus gestos había una peligrosa deliberación, un propósito determinado sin prisas. Su mano derecha jugaba con frialdad y despreocupación con el pomo de un cuchillo de horrible hoja.
Karuth se colocó en una postura defensiva. No tenía arma alguna, nada con qué defenderse. Y, cuando contempló el rostro de quien en tiempos había sido su amigo, supo que nada conseguiría intentando razonar. La emperatriz de Calvi había dado una orden; Calvi obedecería. Y cometer aquel acto no haría más que proporcionarle placer…
Se paró a dos pasos de ella y sonrió. Aquella sonrisa hizo que la bilis subiera a la boca de Karuth. Ya ni siquiera parecía humano.
Calvi dio otro paso y comenzó a alzar el cuchillo. Karuth sabía que sólo tenía una posibilidad, y que ésta era infinitamente pequeña. No poseía habilidad ni adiestramiento; sólo tenía la feroz voluntad de sobrevivir, y quizás eso no fuera suficiente. El cuchillo se elevó… y Karuth se puso en pie en el mismo instante, cerró el puño izquierdo y lanzó un puñetazo contra el sonriente rostro de Calvi. La desesperación y el instinto la hicieron poner todo su peso en el golpe. Cogido por sorpresa, Calvi intentó esquivarlo ladeando la cabeza, pero no fue lo bastante rápido, y los nudillos de Karuth chocaron contra su mejilla derecha. Calvi soltó un ronco jadeo de dolor, soltó el cuchillo, y cayó al suelo, donde quedó aturdido e inmóvil, mientras que el impulso hacía trastabillar a Karuth; se quedó balanceándose, de pie, sin aliento y casi tan aturdida por su éxito como lo estaba Calvi por el golpe. Él había olvidado que era zurda; había esperado cualquier ataque por la derecha… Oh, dioses, se sentía mareada. Los nudillos le dolían; creía tener toda la mano dislocada. Quería sentarse, desplomarse como Calvi…
Se sobresaltó violentamente cuando, desde el otro lado del Salón de Mármol, una voz frenética pero conocida gritó su nombre.
Habían llegado todos juntos, Tirand, Tarod y Ailind, y Karuth parpadeó aturdida al ver que las tres figuras surgían de entre la neblina. Tirand ya la había visto y, sin hacer caso de la dura advertencia de Tarod, el Sumo Iniciado se adelantó a la carrera.
—¡Karuth! Dioses, estás a salvo, ¡estás a salvo! —La cogió por los brazos, intentando sostenerla, abrazarla y mirarla, todo a la vez. Tarod avanzó tras él. Tras detenerse lo suficiente para comprobar que Karuth no estaba herida, giró sobre los talones e hizo un rápido gesto en dirección a la jaula de fuego que todavía aprisionaba a Strann. Las llamas negras implosionaron y se desvanecieron y, tambaleándose como un borracho, Strann cayó cuan largo era a los pies del señor del Caos. Al oírlo blasfemar con fuerza entre jadeos entrecortados, Tarod comprendió que su mente seguía intacta y se agachó rápidamente para ponerlo en pie.
—Strann, ¿dónde está Ygorla? ¿Dónde está?
A Strann le castañeteaban los dientes.
—Ella… ¡Es demasiado tarde, mi señor! Ha…, ha atravesado la Puerta…
Tarod musitó una respuesta que quedó oculta por la suave pero sonora carcajada de Ailind. Ambos alzaron la vista y vieron a unos pasos de distancia al señor del Orden, que contemplaba la confusión que tenía ante sí con diversión distante.
—Como dice la rata, Caos, es demasiado tarde. La trampa se ha cerrado, y en este preciso instante la usurpadora se entrega a sí misma y a la gema del alma de tu hermano a la custodia de Aeoris.
Strann miró a Ailind completamente desconcertado.
—Pero ella… —Miró de nuevo a Tarod—. Creí que quería…
—¿Atacar el reino del Caos? —Ailind terminó la pregunta por él—. Oh, no, rata. Quiere más que eso. Mucho más. Y se le ha hecho creer, de forma bastante errónea, que puede conseguirlo.
Strann seguía sin entender, pero alguien más sí que lo hizo. Se habían olvidado de Calvi, quien yacía en el suelo a la sombra de uno de los colosos. Aún se sentía aturdido por el puñetazo de Karuth, que le había dejado todo el rostro ardiente, pero no estaba inconsciente ni mucho menos. Había escuchado las palabras de Ailind y, a través de la niebla de desorientación y náusea que lo envolvía, comprendió su significado. «La trampa se ha cerrado…» No, pensó con sensación de vértigo, no podía ser, no podía ser. Tenía que detenerla, tenía que avisarle…
Con un salto convulso, se puso en pie, dio la vuelta y se abalanzó hacia la Puerta del Caos, que seguía pulsando en el círculo negro.
—¡Ygorla! —Su voz era histérica, a medio camino entre un grito de miedo y un lamento de dolor—. ¡Ygorla, vuelve! Es una trampa… ¡Vuelve! ¡Vuelve!
—¡Calvi, no lo hagas! —le advirtió Tirand, llevado por el instinto y la antigua lealtad. Más allá de la Puerta, la luz dorada que procedía del reino del Orden comenzó a adquirir un maligno tono verde, y, cuando Calvi alcanzó el círculo, la voz de Tarod tronó:
—¡Alto Margrave, no…!
—¡Calvi! —Tirand se lanzó hacia adelante cuando se vio asaltado simultáneamente por la intuición y el terror por Calvi. Dio tres pasos, pero Tarod lo interceptó y lo sujetó con fuerza. Tirand iba a gritar quejándose… pero el grito se convirtió en un aullido de horrorizado sobresalto cuando una explosión de cegadora luz blanca surgió de la Puerta del Caos. La alta figura de Tarod protegió a Tirand de lo peor de la explosión, pero Karuth y Strann, que habían seguido los pasos de Tirand, vieron la silueta de Calvi corriendo, recortada de repente en fuego plateado, y escucharon su grito de terror y agonía cuando el estallido de energía lo alcanzó de lleno. Salió despedido, girando sobre sí mismo en un demencial remolino de piernas y brazos, y luego, con un demoledor estampido que sacudió el Salón de Mármol de una punta a la otra, la Puerta del Caos se cerró de un portazo, expulsando a Calvi de su portal y arrojando su cuerpo destrozado al suelo.
Los ecos de la Puerta del Caos al cerrarse se apagaron lentamente, y ni una de las cinco figuras en el Salón se movió. Tirand, Karuth y Strann estaban los tres helados, contemplando con incredulidad el cadáver de Calvi. Tarod miraba a un lado, con expresión desolada, mientras que Ailind… Ailind contemplaba al joven Alto Margrave, sin sonreír, pero aparentemente sin ninguna emoción.
Entonces, débilmente, pero sin lugar a error, los dedos de Calvi se movieron.
—¿Calvi…? —La voz de Karuth era un susurro temeroso. No estaba muerto…—. ¡Oh, dioses! —Olvidó todo lo sucedido en los últimos días, olvidó que hacía sólo unos minutos había intentado matarla. Ahora nada importaba, sólo el hecho de que, una vez, había sido su amigo querido.
Corrió hasta donde yacía y se arrodilló a su lado. A primera vista no parecía herido, no se veían golpes. Pero, cuando lo tocó con la mano, sintió en su piel un helor mortal y advirtió un terrible vacío bajo la máscara de su rostro. Supo entonces que lo que tocaba no era más que una cascara fina y frágil, que la carne y los huesos y el alma del ser humano que se encontraba debajo habían sido consumidos por la energía de la Puerta del Caos y no podían ser restaurados. No estaba muerto todavía, pero agonizaba. Y cuando sus párpados se agitaron y abrió los ojos débilmente, vio en ellos ese mismo conocimiento.
—Calvi… —susurró de nuevo su nombre y le cogió la mano, consciente con desolación y desesperanza de que lo único que podía hacer ahora era consolarlo. Strann había avanzado en silencio hasta quedar de pie a su lado. Se agachó, y Karuth sintió que le pasaba un brazo por los hombros en un esfuerzo por consolarla a su vez. Tirand también estaba cerca. Podía escucharlo murmurar, una y otra vez, con voz rota:
—Intenté detenerlo… dioses, lo intenté…
Los ojos de Calvi no conseguían ver con claridad, pero su mirada vidriosa iba de uno a otro de los miembros del acongojado trío que lo rodeaba. Intentando no hacer caso del hueco vacío que veía tras aquella mirada, Karuth se dio cuenta de que su aspecto era de tranquilo y casi infantil desconcierto. Quería sonreír a Karuth pero no tenía fuerzas. Y no parecía saber quién era ella.
—Calvi, no pasa nada. Todo va bien. No pasa nada, nada está mal. Estás a salvo. —Apenas se daba cuenta de lo que le decía, y no importaba. Las palabras bastaban, cualquier palabra con tal de que fuera amable.
Los labios de Calvi temblaron y se entreabrieron.
—¿Es…, es por la mañana?
Tirand lanzó un sonido ahogado y miró a otro lado, y Strann dijo en voz baja:
—Sí, Calvi, casi ha amanecido.
Esta vez reunió fuerzas suficientes para sonreír.
—Hoy vamos de caza. Blis y yo. En el parque.
Karuth miró a Strann, con el rostro atormentado.
—Lo ha olvidado todo. Cree que está en la Isla de Verano, en los días antes…
—Calla —le indicó Strann, llevándose un dedo a los labios—. Deja que crea eso. ¿De qué serviría defraudarlo ahora?
Como si el bardo hubiera sabido el momento, o como si sus palabras lo hubieran conjurado, Calvi lanzó un suave suspiro. Y, cuando Karuth lo miró, sus azules ojos se habían cerrado y su cuerpo estaba totalmente inmóvil.
Karuth se puso en pie muy lentamente. No sentía nada. La emoción vendría después, pero ahora sólo era una distante sensación de pena por el desperdicio de una vida tan joven. Strann le cogió la mano y se la apretó; ella no respondió. Miraba fijamente a Ailind, y Ailind la miraba a su vez.
—Podríais haberlo impedido. —Era una afirmación clara; no una acusación, sino el sencillo reconocimiento de un hecho.
La expresión de Ailind no cambió.
—Lamento la muerte del Alto Margrave —dijo—. Había esperado que no acabara así. Pero no podía poner en peligro nuestra causa.
—Vuestra causa… —Ahora la acusación estaba presente, y con ella un desprecio punzante—. Usasteis a Calvi. De no ser por vos y por vuestros planes, ¡podría haberse salvado!
—Karuth. —Una mano delgada pero poderosa se posó en su hombro. Alzó la vista y se encontró con Tarod a su lado—. Nada ganarás con esto. El Alto Margrave está muerto, y su muerte fue un desgraciado accidente que nadie podía prevenir. Sencillamente, fue lo bastante temerario como para intentar seguir a Ygorla a través de la Puerta del Caos, y fue atrapado por la reacción de energía creada por el camino que ella había trazado. No es relevante. Ahora están en juego asuntos más importantes.
—¿Más importantes? —repetió; dio la vuelta y se encaró con él, escandalizada por sus palabras, pero se detuvo al ver sus ojos. Eran tan fríos como los de Ailind, igual de inhumanos, con el mismo desinterés por la lamentable situación de Calvi o por su sufrimiento. Oh, había intentado avisar a Calvi; sí, al menos había hecho eso. Pero había sido un acto reflejo, nada más. La vida de Calvi le importaba tan poco al Caos como al Orden.
En su mente escuchó de pronto la voz de la Matriarca y vio su rostro, serio e infeliz a la luz de la lámpara en la helada biblioteca. «Somos actores secundarios en el escenario de este conflicto», había dicho Shaill. «Somos insignificantes; somos prescindibles. En mis más negros momentos he comenzado a preguntarme si hicimos bien al pedir la ayuda de los dioses…»
Pero, como también había dicho Shaill, ¿qué opción les quedaba? ¿Qué otra cosa podrían haber hecho?
—Karuth… —Tarod la miraba con cierta curiosidad, quizás adivinando sus pensamientos. Ella sacudió la cabeza, se apartó de él y se acercó a Strann.
—Comienza a dudar, creo —dijo Ailind—. Quizás ello esté bien, porque el Caos tendrá poco que ofrecerle cuando haya acabado esta noche.
Los ojos de Tarod lanzaron un destello de ira.
—¡Tú y tu hermano todavía no habéis ganado esta batalla, Ailind!
—Creo que sí, primo —repuso sonriente Ailind.
Tras ellos se oyó un sonido; débil, pero bastó para ponerlos a todos sobre aviso. Tarod se dio la vuelta. Los tres mortales, al ver su súbita alarma, se volvieron también. Y Karuth lanzó un juramento de sorpresa.
La Puerta del Caos seguía siendo visible dentro de la columna oscura que lanzaba destellos sobre el círculo de mosaico. Y lentamente, por segunda vez aquella noche, el gran portal negro comenzaba a abrirse…
Cuando Ygorla se paró a la entrada del santuario de los dioses, se vio rodeada de luz por todas partes. Una luz suave, hermosa y cálida, que entraba por las ventanas de la estancia, como el sol del atardecer que se filtraba por los cristales coloreados de su palacio de la Isla de Verano. El suelo bajo sus pies era suave, sin manchas, sin dibujos; las paredes, de blanco puro, y las proporciones de la estancia, sin defectos. El aire —ni demasiado fresco ni demasiado cálido— traía un aroma a flores, y en algún lugar lejano se escuchaba el canto de los pájaros. Todo aquí era un modelo de tranquila perfección.
Ygorla no hizo ningún caso de la perfección. Su único pensamiento, su única obsesión que no dejaba sitio para nada más, era la sensación de triunfo. Estaba aquí; y Aeoris y su exangüe prole, tan complacidos con su propia seguridad, nada sabían.
Los elementales habían hecho bien su trabajo. Aquel lugar era la estancia de los dioses, le habían dicho, y se encontraba en el corazón mismo del reino del Orden. Pero la Puerta del Caos no conocía fronteras. Sólo con desearlo, le habían dicho los elementales, ocurriría. De manera que lo había deseado, y en el espacio de un suspiro había entrado en el corazón de la fortaleza de sus enemigos. No había guardianes que le cerraran el paso, ni centinelas que dieran la alarma: nada que la estorbara. Sólo la gran estancia vacía, los siete tronos de los señores del Orden… y el tesoro que había venido a reclamar.
Se le escapó un suave suspiro, como el suspiro de un amante que contempla el objeto de su adoración. Pero en sus ojos brillaba otro tipo de ansia y susurró:
—Oh, estúpidos.
Allí estaban. Los frutos colgaban del árbol, listos y maduros. Siete elegantes plintos, revestidos limpiamente y sin adornos, colocados ante los siete tronos. Y, en el centro exacto de cada plinto, un diamante enorme de múltiples facetas resplandecía claro y brillante. Ygorla contempló las joyas una por una. Luego su ávida mirada se fijó en el plinto central y en la gema más grande de todas. Oh, sí. Oh, sí. Aquélla era. Había rastros de oro que resplandecían en su interior, y veía los colores del arco iris en la luz que desprendía, como si en su interior ardiera una estrella. ¡Aquélla no podía ser otra que la gema del alma de Aeoris en persona!
Sus pies no hicieron ruido al correr a través de la estancia, pero su sombra avanzó con ella, en duro contraste con la limpia blancura de las paredes y las columnas. Ygorla se detuvo delante del plinto, y la risa pugnó por salir de su interior. Su mano derecha se cerró sobre el gran zafiro de la piedra del Caos, que seguía colgando de una cadena sobre su pecho. Y su mano izquierda avanzó y cogió el diamante de destellos dorados.
Latía en su mano, como un corazón arrancado de un cuerpo vivo. Sus labios se curvaron en una sonrisa de devastador triunfo…
Y detrás de ella, suave, amablemente, unos dedos esbeltos le tocaron el hombro.
—Ygorla… —La voz de Aeoris era meliflua, tranquila, casi benigna—. Bienvenida a mi estancia.
Ygorla giró violentamente y sus ojos de intenso azul se abrieron mucho al contemplar el severo rostro del supremo señor del Orden. El choque silencioso duró sólo un instante, antes de que la confianza de Ygorla acabara con su sorpresa.
—¡De modo que tú eres Aeoris! —dijo, riendo con voz aguda—. ¡Por todo lo que es maligno! ¡Qué inesperado premio adicional!
El dios sonrió enigmáticamente.
—Y para mí.
—Oh, eso lo dudo —replicó ella; sus nudillos palidecieron al apretar con más fuerza el gran diamante—. Has llegado un instante demasiado tarde, monseñor Aeoris. ¡Demasiado tarde para impedir que te arrebate algo que creo que aprecias!
Aunque los ojos de Aeoris carecían de pupilas y de iris, y eran simples esferas de luz dorada, Ygorla creyó advertir que su mirada se posaba fugazmente en su mano.
—No, criatura —dijo con despreocupación—. Estás equivocada. Muy equivocada.
Algo se encogió en las tripas de Ygorla, y su mirada se tornó feroz.
—¡No intentes fingir conmigo, diosecillo! Sé lo que es esto…, ¡sé qué tengo en la mano!
—¿Lo sabes?
La suficiencia con que formuló la pregunta provocó una punzada de desconfianza en Ygorla. Era su gema del alma, lo sabía. No se equivocaba; los elementales no podían equivocarse… El corazón comenzó a latirle de forma dolorosa.
—¡Sé qué es esto! ¡Y podría destruirlo ahora mismo! —Aeoris siguió sonriendo, y la voz de Ygorla se elevó hasta convertirse en un estridente chillido en el que el miedo de repente tenía su parte—. Podría aplastarla, y morirías…
Aeoris rió con suavidad.
—Me temo que eso no es verdad, Ygorla. ¿Crees que somos tan estúpidos como nuestros primos del reino del Caos? Te aseguro que no lo somos. Ese precioso objeto que tienes en la mano no es más que una chuchería, un juguete sin valor para tentar la mano codiciosa de una niña.
Ygorla lo contempló con creciente horror, mientras la confusión la iba ganando. Entonces, como si se burlara de su gesto favorito, Aeoris chasqueó los dedos. La joya que Ygorla tenía en la mano se convirtió en brillante polvo que se escurrió entre sus dedos y cayó al suelo.
—¡Ahhhh! —gritó ella y retrocedió, chocó con el plinto y casi perdió el equilibrio al rebotar contra él. Aeoris la miró con indiferencia mientras intentaba recobrarse, y su voz fue como un cuchillo que se le clavara entre las costillas hasta alcanzar su corazón.
—Deberías aprender que no puedes confiar siempre en aquellos a quienes torturas, Ygorla. ¿Nunca se te ocurrió que los elementales podían estar esperando la oportunidad de confundirte y ponerte en mis manos?
—No pueden…, no lo han hecho…
Sus dientes entrechocaron mientras intentaba recuperar el dominio de sí misma. Le habían mentido, la habían engañado… ¡pero todavía no estaba acabada! Tenía poder, más poder del que nadie imaginaba. Se vengaría; ¡demostraría a aquella criatura lo que era verdaderamente!
—¡Maldita sea tu arrogancia! —gritó—. ¡No puedes nacerme nada, soy del Caos y te destruiré! ¡Te destruiré! —Conjuró hasta la última gota de su poder, lo cogió, lo centró en un único y tremendo rayo de energía pura y lanzó el rayo directamente al sonriente rostro del señor del Orden.
—¡Oh, criatura confundida! —La estancia formó delicados ecos a la voz del dios y los devolvió cómo un débil coro—. ¿De verdad entiendes tan poca cosa?
Ygorla se llevó la mano a la boca y mordió con fuerza su propia carne. Por encima de la mano, sus ojos parecían enloquecidos.
—No puedes… Tengo poder, tengo poder…
Aeoris negó con la cabeza.
—Aquí no. El Caos no es nada aquí, y toda tu hechicería y todas tus habilidades resultan inútiles. ¿No te diste cuenta de eso, Ygorla? Cuando el Caos entra en el reino del Orden, su poder queda roto. Y tú perteneces al Caos, criatura. —Alargó una mano hacia ella—. No pienses en intentarlo de nuevo; es inútil. Ahora eres mía, y haré contigo lo que me plazca.
Ella era incapaz de moverse. Una parte de su ser aullaba y se resistía contra aquel momento en que el triunfo se convertía en ruina y perdición. Pero otra parte comprendía que no podía luchar contra él. Se había terminado, se había acabado… y estaba indefensa.
La mano de Aeoris se cerró alrededor de la cadena que sostenía la piedra del Caos. Se oyó un sonido, débil pero notorio, al romperse los eslabones. Y el tesoro de Ygorla, el alma del hermano de Yandros, cayó en la palma de la mano del señor del Orden.
Si Aeoris hubiera sido capaz de sentir compasión por semejante criatura, podría haber compadecido a Ygorla en aquel momento. Ella cayó de rodillas y se cubrió el rostro con las manos, aunque no en actitud de súplica o de lamento, porque era demasiado orgullosa para eso y sabía que de todas formas no conseguiría nada. Se enfrentaba cara a cara con la destrucción y había perdido toda esperanza.
—Bien, hija del Caos —Aeoris se mostró implacable, impasible—, ¿qué haré ahora contigo?
—Mátame —contestó ella con voz ronca y apagada—. Maldita sea, no pierdas más tiempo del necesario. ¡Hazlo!
Incluso en aquel momento, reflexionó Aeoris, no le tenía miedo realmente, y en cierta manera ello le resultó divertido. Pero su destino no le interesaba. Su fin, había decidido, era asunto de otros. Un pequeño regalo para un antiguo adversario…
—No, Ygorla, no te mataré —declaró.
Ella alzó la vista, esperanzada, pero al mismo tiempo sospechando algún nuevo truco. Aeoris sonrió otra vez.
—¿Por qué habría de importarme lo más mínimo tu destino? Puedes regresar, intacta, por el camino por el que viniste. Creo que hay alguien que te espera al otro lado de la Puerta.
Por un momento no lo entendió. Luego la comprensión llegó.
—Oh, no… —Su voz tembló—. No, eso no…, eso no…, ¡eso no! ¡No, no, no, por favor…!