Narid-na-Gost paseaba arriba y abajo por su aguilera. De la puerta a la ventana, de la ventana a la puerta, y de vuelta a la ventana. No podía permanecer quieto ni siquiera un instante, porque, cada vez que se paraba, comenzaba de nuevo a darle vueltas la cabeza: la inquietud, el nerviosismo, la terrible certeza… y la indecisión.
Lo había visto todo desde su mirador en lo alto de la torre. El Sumo Iniciado y su hermana, juntos otra vez, acudiendo a toda prisa a una nueva cita en la biblioteca subterránea. Media hora después Strann, la rata, que seguía sus pasos… y detrás de Strann, furtivo también como una rata, con su cabello rubio característico, el arrogante cachorro que se había convertido en consorte de Ygorla. Inquieto y lleno de curiosidad, el demonio observó la puerta de la biblioteca hasta que Calvi primero y luego Tirand Lin regresaron al edificio principal del Castillo.
Narid-na-Gost no le veía la lógica, pero sus huesos le decían que aquella última agitación anunciaba algo. Entonces, tan sólo minutos después de la salida del Sumo Iniciado, aparecieron dos nuevas figuras en el patio.
Al principio, el demonio intentó convencerse de que se equivocaba. Pero sabía que sus ojos no lo engañaban; y sabía, también, al ver a su hija andar sobre la nieve con su capa de pieles reluciente echada sobre los hombros, y Calvi cogido de su brazo, que el momento que tanto temía había llegado.
De pronto, las diminutas figuras allá abajo se pararon. Narid-na-Gost vio que Ygorla se daba la vuelta y miraba a la ventana donde él permanecía agazapado observando. Y con su visión inhumana, para la que nada eran ni la distancia ni la nieve que caía, que habrían impedido la visión a unos ojos mortales, la vio esbozar una sonrisa de completo triunfo antes de alzar una mano y dedicarle un burlón saludo de despedida.
Aquel gesto sarcástico acabó de confirmar los más profundos terrores del demonio. Cómo lo había logrado no lo sabía ni le importaba; ahora la situación era demasiado crítica para que importaran los porqués. Pero lo había hecho, de eso estaba seguro. Había encontrado el modo de abrir la Puerta del Caos.
De manera que andaba arriba y abajo: ventana, puerta, ventana, puerta. La habitación de la torre se había visto reducida a una ruina de jirones y desgarrones escarlata, destruidos todos los opulentos muebles en un momento de pánico salvaje e incontrolado. Había sido, reconocía ahora Narid-na-Gost, un gesto inútil y, en la calma que siguió a la tormenta mental, intentó tomar una decisión. Sabía que sólo le quedaba una opción, una esperanza —aunque muy tenue— de salvar su pellejo. Debía renunciar a todo, a todos sus planes y ambiciones, e ir en busca de Tarod en la torre norte para suplicar la piedad del señor del Caos y ofrecerse a ayudarlo contra Ygorla. Pero dar ese paso, sabiendo que tenía todas las probabilidades de ser destruido por Tarod, o algo peor, antes de ni siquiera poder contar su historia… Narid-na-Gost no sabía si sería capaz de hacerlo. Era una tremenda ironía, después de todas las pullas que Ygorla le había lanzado, pero no estaba seguro de tener el coraje suficiente. Volvió de nuevo junto a la ventana y se paró de repente. No se veían más señales de actividad alrededor de la puerta de la biblioteca, pero había un resplandor de luz en el Castillo, que por lo demás estaba a oscuras, y procedía de la ventana del estudio del Sumo Iniciado. El demonio inhaló aire en un agudo silbido. ¿Podría ser ésa la respuesta? Tarod podía matarlo en un abrir y cerrar de ojos. Tirand Lin, en cambio, era otro asunto. Si conseguía convencer al Sumo Iniciado para que escuchara su historia, si conseguía convencerlo de que intercediera ante los dioses…
La resolución que Narid-na-Gost intentaba alcanzar llegó con una oleada de alivio. No había tiempo que perder. Se concentró en el cristal de la ventana, y la luz de sus ojos carmesíes creció por un instante hasta parecer líquido fundido. Sin hacer ningún ruido, la ventana se desintegró y el aire helado de la noche penetró, trayendo consigo remolinos de nieve. Sin hacer caso de los copos de nieve que le azotaban el rostro, el demonio se subió al antepecho y salió. Echó un vistazo al patio, a una vertiginosa distancia allá abajo, y, con movimientos de cangrejo jorobado, comenzó a bajar rápidamente por la negra pared de la torre.
—Pareces nervioso, Sumo Iniciado. ¿Hay algo que te inquiete?
La pregunta devolvió bruscamente a Tirand a la realidad, y sintió que un sudor frío le cubría el rostro. Había estado pensando en Karuth, preguntándose cuánto tardaría, esperando que no regresara antes de que pudiera deshacerse de su indeseado visitante, y, al mirar a Ailind, tuvo la terrible convicción de que la culpabilidad y el engaño estaban escritos con claridad en su rostro. Musitó con premura que nada iba mal y que sencillamente estaba cansado, y el señor del Orden sonrió de una manera que lo hizo amedrentarse de nuevo.
—Son días agotadores. Pero no me cabe duda de que encontrarás algo de alivio en un vino de tan buena cosecha —dijo, alzando la jarra que descansaba sobre la mesa, junto a él—. ¿Otra copa?
—No… No, gracias, mi señor. —Tirand se estremeció por dentro cuando vio que Ailind llenaba de nuevo su copa. ¿Qué intentaba hacer el dios? No parecía tener un verdadero motivo para ir en busca de Tirand a aquellas horas, sólo para charlar sobre cosas sin importancia y compartir un par de copas de vino; dos cosas que no iban con su carácter, porque Ailind siempre había despreciado lo primero y ni necesitaba ni deseaba lo segundo. Tirand sabía que debía de existir una razón más profunda, y temía que Ailind hubiera descubierto de alguna manera la verdad acerca del cónclave secreto de Shaill y lo que de él había salido. Si era así, ¿por qué no abandonaba aquella fría charada y dejaba que se desencadenara la inevitable tormenta?
Ailind se llevó la copa a los labios y bebió, tomándose todo el tiempo del mundo para paladear el vino apreciativamente.
—Un año particularmente bueno en Chaun Meridional —comentó en tono reflexivo—. Me pregunto qué nos deparará el verano próximo… —Se interrumpió y sus ojos se clavaron con repentina intensidad en la puerta. Sorprendido, Tirand miró y vio que el pomo se alzaba lentamente.
Karuth… Alarmado, se puso en pie, pero Ailind lo detuvo con un rápido gesto.
—Espera, Sumo Iniciado.
Tirand se volvió a sentar, con el corazón latiéndole desbocado. El pomo dejó de moverse, y, por un momento lleno de esperanza, pensó que Karuth había advertido la presencia de Ailind y se había ido. Pero entonces se escuchó un débil golpeteo, un clic, y la puerta se abrió.
Al ver aquello, Tirand saltó de la silla, con un juramento de sorpresa en los labios. Como los demás habitantes del Castillo, nunca había visto a Narid-na-Gost y, al contemplar por primera vez en el umbral la jorobada figura de piel blanca del demonio, las manos y pies como garras, y la maraña de pelo carmesí, su reacción inmediata fue pensar que se trataba de otra de las creaciones de Ygorla. Instintivamente alzó una mano en un gesto protector, con la intención de maldecir y hacer desaparecer a aquella cosa deforme; pero, antes de que pudiera hablar, Narid-na-Gost se le adelantó.
—¡Sumo Iniciado! —La voz era áspera e inhumana, pero encerraba una temible inteligencia—. Soy Narid-na-Gost, progenitor de la usurpadora, ¡y tengo que hablar contigo urgentemente!
Tirand, aturdido, se quedó mirando al demonio.
—¿Eres Narid-na-Gost…?
El demonio hizo una mueca llena de amargura.
—Si mi nombre es al menos conocido por el Círculo, eso puede ahorrarnos algo de tiempo. Y el tiempo es esencial. Yo…
—Oh, todos conocemos tu nombre, amigo mío. Algunos lo conocemos muy bien.
Narid-na-Gost siseó sobresaltado. Ailind había quedado oculto por la puerta entreabierta, pero ahora el señor del Orden se puso en pie y cruzó la habitación para pararse ante él. Sus ojos tenían una mirada venenosa, y su sonrisa era cruel.
—Me pregunto qué es lo que ha hecho que el gusano salga por fin de su agujero —dijo Ailind—. ¿No será que se encuentra en apuros?
El demonio volvió a sisear, y surgieron llamas de su lengua.
—¡No me das miedo, Orden! ¡No puedes hacerme nada!
—Cierto —reconoció Ailind—. Pero hay otros que sí, y lo harán.
—¡No! —Con un atrevimiento y una decisión que sorprendieron al dios, Narid-na-Gost cerró la puerta de golpe y se plantó con las piernas separadas, al tiempo que lanzaba una mirada furibunda a su adversario—. ¡Tengo que hablar con Tirand Lin, no con el Orden o el Caos o cualquiera de sus malditos señores supremos!
Los ojos de Ailind lanzaron un peligroso destello.
—¡Te arriesgas, demonio! Una palabra a mi primo del Caos…
Narid-na-Gost escupió una llamarada. Al ser de materia opuesta a Ailind, no consiguió tocarlo; pero la alfombra a sus pies crepitó brevemente y, antes de que el señor del Orden pudiera reaccionar, el demonio se volvió hacia Tirand.
—¡Sumo Iniciado, escúchame! —Su voz sonaba agresiva, pero Tirand creyó detectar un punto de súplica—. Si quieres a tu hermana…
—¡Gusano, cállate! —gritó Ailind.
Pero Tirand dijo con dureza:
—¡No, mi señor, quiero escucharlo!
—¿A un mentiroso, a un impostor, a un demonio del Caos? —replicó el señor del Orden con desdén—. Tirand, te ordeno…
—¡No! —Tirand nunca había usado aquel tono de voz con el dios. Pero Narid-na-Gost lo había puesto en estado de alerta, lo había empujado más allá de los límites de su arraigada obediencia. «Si quieres a tu hermana…» Y, aunque no era consciente de ello, Tirand tenía en el fondo la sensación de que Ailind no quería que supiera lo que Narid-na-Gost había venido a decirle.
Durante un par de segundos su mirada y la de Ailind chocaron. Entonces, con un gesto despreocupado pero irritado, el dios cedió.
—Escúchalo entonces, si eso deseas. No ganarás nada. Es demasiado tarde.
¿Demasiado tarde? Con el corazón desbocado y el pecho a punto de estallar, Tirand miró al demonio.
—¿Qué tiene que ver esto con Karuth? ¡Dime!
Los ojos carmesíes se fijaron fugaz y astutamente en Ailind, y Narid-na-Gost le contó lo que había visto, desde la silenciosa persecución de Calvi tras Strann, hasta el momento en que Ygorla, al cruzar el patio, le había enviado un sarcástico saludo de despedida a él en su torre.
—En estos momentos mi hija intenta atravesar la Puerta del Caos —terminó—. Y tu hermana está con ella en el Salón de Mármol. Corre peligro, Sumo Iniciado. Grave peligro. Te ayudaré a salvarla, ¡pero debes interceder por mí ante el Caos!
Tirand se quedó aturdido. Su primera reacción fue pensar que el demonio mentía, pero enseguida lo asaltó un razonamiento lógico que le heló la sangre. Si, como le había contado Karuth, Narid-na-Gost había sido abandonado por Ygorla y ya no contaba con la protección de la gema robada del Caos, entonces su única esperanza de salvación era volverse en contra de su hija y ayudar al Caos a vencerla. No se atrevería a acercarse directamente a Tarod; necesitaba un mensajero humano. Y, si sabía que Tirand y Karuth se habían reconciliado, era natural que hubiera acudido a él.
Una imagen se formó de pronto en su mente: Karuth y Strann juntos en el Salón de Mármol. Calvi debía de haber escuchado todo lo que se dijo en la cita y debía de haberle contado la verdad a Ygorla acerca de las mañas de su rata mascota…
—¡Dioses! —Olvidando el decoro, escupió el juramento—. ¡Debo ayudarlos!
—¡Llama a Tarod, Sumo Iniciado! —lo apremió Narid-na-Gost—. ¡Invócalo y solicita su ayuda! Dile que soy tu aliado. ¡Dile que estoy ayudándote!
—Sí…, sí, yo… —La confusión siguió de pronto a la claridad y el pánico amenazó con apoderarse de Tirand, que se volvió para suplicar a Ailind—. Mi señor, ¡debe haber algo que podáis hacer! Si la usurpadora descubre a Karuth… —Entonces su voz se perdió al ver la expresión del señor del Orden.
Ailind contemplaba al Sumo Iniciado con fría indiferencia.
—No hace falta que te pongas así, Tirand. Te aseguro que todo marcha exactamente según lo planeado, y que no hay de qué preocuparse.
Tirand lo miró con incredulidad.
—Pero…
—Sumo Iniciado —lo interrumpió el dios con voz que denotaba impaciencia—, el asunto es bastante sencillo. La usurpadora abrirá la Puerta del Caos, pero es precisamente lo que queremos que haga. Lamento la necesidad de implicar a Karuth, pero puedes encontrar alivio en el hecho de que tiene un papel principal colaborando con la causa del Orden, que es la tuya.
La incredulidad comenzó a convertirse en indignación en la mente de Tirand.
—¿Queréis decir que vos…, que vos sabíais lo que estaba ocurriendo? ¿Y habéis dejado que Karuth se meta en la trampa?
El dios pareció sorprendido de veras.
—La trampa es para Ygorla, no para tu hermana. Nuestro plan se preparó hace mucho tiempo. Sólo nos faltaba la forma de mostrar a la usurpadora cómo abrir la Puerta del Caos sin ponerla sobre aviso de nuestra participación, y ahora Karuth lo hará por nosotros cuando la usurpadora la obligue a llevar a cabo el ritual. —Sonrió compasivamente—. Entiendo tus sentimientos. Karuth sigue siendo tu hermana, aunque sea una traidora, y es normal que sientas compasión por ella. Pero debes reconocer que no puede permitirse que una vida humana se interponga en el camino de nuestra causa.
Tirand, tenso e inmóvil, se dio cuenta por primera vez de lo poco que Ailind comprendía la naturaleza de los mortales. En un instante regresaron, todos los incidentes, desde los más importantes a los más insignificantes, que durante los últimos días habían ido minando su lealtad, su sentido del deber y, sobre todo, su conciencia.
—¿Qué habéis hecho? —preguntó Tirand con voz ronca.
Ailind hizo un gesto como si no se tomase el asunto en serio.
—Vamos, Tirand, esta niñería…
Tirand explotó.
—¡Maldición, respondedme!
Los ojos del dios lanzaron destellos de ira.
—¿Cómo te atreves a hablarme en ese tono?
Las últimas barreras de la costumbre y el miedo que habían retenido a Tirand se vinieron abajo. En aquel instante Karuth podía estar muriendo, y aquel ser, aquella criatura, no se preocupaba lo más mínimo por su suerte y esperaba sencillamente que él doblara la rodilla y aceptara lo inevitable. No lo haría. ¡No lo haría!
Lanzó una mirada furibunda a Narid-na-Gost, quien estaba agazapado junto a la puerta, temblando con impaciente agitación. Entonces, antes de que Ailind pudiera detenerlo, Tirand concentró toda la energía psíquica que pudo y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Tarod! ¡Mi señor Tarod…, ayudadme!
Hubo un momento de sofocante quietud mientras los ecos de su voz resonaban en el estudio. Los ojos de Ailind se volvieron de metal fundido, y el señor del Orden dio un paso adelante…
Procedente de la chimenea se escuchó un ruido breve y estridente, como de un portazo, y la figura de Tarod se interpuso entre ambos.
Tirand retrocedió trastabillando, conmocionado por una repentina punzada de frío y de calor. Los ojos esmeralda del señor del Caos lo miraron, miraron a Ailind, y luego se fijaron en Narid-na-Gost.
—Tú… —La palabra pareció una sentencia de muerte. El valor de Narid-na-Gost se esfumó. Lanzó un grito de terror y desapareció, dejando sólo un hedor metálico. Tarod alzó la mano, como si fuera a hacer estallar el lugar donde había estado, pero Tirand intervino.
—¡Mi señor! —exclamó, cogiendo la manga del señor del Caos—. Karuth corre peligro… La usurpadora ha descubierto el doble juego de Strann. Ahora está en el Salón de Mármol y quiere abrir la Puerta del Caos; y Karuth y Strann están allí, y Karuth sabe el ritual… El Orden está detrás de todo esto, lo planearon…
Balbuceaba, su mente estaba demasiado agitada para que pudiera resultar coherente, pero Tarod captó lo esencial de sus frenéticas palabras. De pronto, muchas cosas comenzaron a encajar en la mente del señor del Caos. Giró sobre sus talones… y se encontró con Ailind, que sonreía con frialdad.
—Es demasiado tarde para intervenir, Caos. No puedes cambiar lo que ya ha sucedido, ¡y en cuestión de minutos tendremos a la usurpadora y el alma de tu hermano!
Los ojos de Tarod ardieron de furia.
—¡No podéis hacerle nada a la gema!
—Olvidas las leyes que nos gobiernan a todos. Si cualquier artefacto o ser del Caos entrara en nuestro reino, podríamos controlarlo y, si quisiéramos, destruirlo. —El señor del Orden se rió con suavidad—. Pero la usurpadora no conoce ese simple hecho. De manera que nos resultó fácil plantar ciertas semillas en su mente, por medio de los servicios, útiles aunque inconscientes, del Alto Margrave, que es un joven muy impresionable, y así hacerle creer que podría robarnos a nosotros lo que ya os quitó a vosotros. En estos momentos Ygorla se dispone a usar la Puerta del Caos para entrar en nuestro reino, segura de que al hacerlo conseguirá dominar tres mundos en lugar de sólo dos. Pero pronto descubrirá su error, aunque en ese instante ya habrá puesto en nuestras manos la gema del alma. ¡Entonces, amigo mío, veremos algunos cambios que hace bastante tiempo deberían haber ocurrido!
Tirand se quedó mirándolo, y de pronto todo el cuadro quedó completo y todas las aparentes anomalías en el comportamiento del Orden quedaron explicadas: la indisposición de Ailind con Calvi y su negativa a liberarlo del encantamiento de la usurpadora; su renuencia a revelar su estrategia al Círculo; su insistencia en que los habitantes del Castillo aparentaran capitular ante Ygorla y que no la empujaran a actuar, de forma que el plan del Orden tuviera tiempo para dar fruto. Para los dioses, Ygorla sólo era el medio para conseguir un fin. Lo que querían, y habían querido desde el principio, era ver destruida la gema del Caos y con ella el Equilibrio. Todo encajaba; y el sentimiento abrumador y amargo de Tirand era que Ailind lo había utilizado con toda premeditación y se había aprovechado de su lealtad para conseguir sus propios fines. Tirand había creído en la justicia de la causa del Orden, había creído que el mundo sería mejor sin la influencia del Caos. Pero la fría indiferencia de Ailind ante los apuros de Karuth y Calvi le demostraban que aquella creencia era mentira.
—Shaill tenía razón —dijo con voz insegura—. No os preocupamos nada. Nos utilizáis y luego, cuando hemos conseguido lo que os proponéis, ¡nos desecháis!
Ailind hizo una mueca sarcástica.
—¿Y esperas algo más del Caos, Sumo Iniciado? ¿Eres tan ingenuo que crees que existe alguna diferencia entre ambos?
Cuando Tirand abría la boca para responder, la mano de Tarod se posó en su brazo.
—Tirand, estamos perdiendo el tiempo. Si hay que ayudar a Karuth y a Strann…
—¡Es demasiado tarde para eso, Caos! —lo interrumpió Ailind.
—No lo creo. Pero tienes la esperanza, ¿no es así?, de distraer al Sumo Iniciado hasta que sí sea demasiado tarde. —La momentánea expresión de desconcierto de Ailind le reveló al señor del Caos que había dado en el blanco, y se volvió rápidamente hacia Tirand—. Voy al Salón de Mármol. Ven conmigo o no, como quieras, pero decide ahora.
Tirand alzó la vista, atormentado por la tensión y el sufrimiento.
—Iré.
Tarod no dio tiempo a Ailind para que hablara o interviniera. Tirand vio lo que parecía ser un vórtice negro que se abalanzaba sobre él. Entonces la mano que todavía le sujetaba el brazo apretó su presa, causándole una punzada de dolor, y la visión y el oído se borraron mientras el estudio se desvanecía.