—¡Karuth! —Estaba iluminada por el resplandor de dos antorchas que ardían en sus soportes, y Strann pensó que jamás, en toda su vida, había visto algo que lo emocionara tanto—. Karuth, oh, Karuth. —Se adelantó corriendo, y casi trastabilló en su ansia por alcanzarla, y la abrazó con tal desesperación que casi la dejó sin respiración.
Entonces vio a Tirand.
—¡Yandros! —retrocedió, muy pálido, y chocó dolorosamente con el borde de una mesa—. ¿Qué…?
—¡Strann, escucha! —Karuth volvió a abrazarlo y él sintió su pasión reprimida a través de la fuerza de su abrazo—. ¡No pasa nada, no es una trampa! Tirand lo sabe todo y ya no está en contra nuestra. Él y yo nos hemos reconciliado y le he contado todo. ¡Está con nosotros, Strann, es nuestro aliado!
Strann fijó con espanto sus garzos ojos en el rostro de Tirand, y éste apartó rápidamente la mirada. El Sumo Iniciado habría deseado en aquel momento encontrarse en cualquier otro lugar, porque había visto el poder de los sentimientos que fluían entre su hermana y su amante en el instante de reunirse, y sabía bastante del mundo como para comprender que el amor que sentían el uno por el otro era profunda e inexorablemente real. Y una parte de él sintió envidia de ambos.
—Strann —dijo, intentando refugiarse en la rígida formalidad—, lo que Karuth dice es la pura verdad. Quizá no haya tiempo ahora para explicártelo todo, pero… las cosas han cambiado. No soy tu enemigo. Ahora sé que has estado trabajando para el Caos desde el principio, y estoy aquí para ayudaros a ambos si puedo. —Por fin recobró el suficiente dominio de sí mismo para mirar a Strann a los ojos—. Nuestro señor Ailind nada sabe de esto, y no lo sabrá por mí.
Strann seguía dudando. Desde el día de su llegada al Castillo —y antes, si quería ser estrictamente sincero consigo mismo—, el Sumo Iniciado había sido un antagonista y no un amigo. Sabía que la antipatía primera había surgido del amor protector de Tirand por su hermana, pero también sabía que, por mucho que quisiera aparentar lo contrario, Karuth había lamentado amargamente sus fidelidades divididas. Tirand era y siempre había sido el más fiel seguidor del Orden, la marioneta de Ailind. Ahora decía que ya no era así… ¿Podía fiarse de semejante afirmación? ¿O se trataba de un nuevo truco del Orden?
Karuth adivinó lo que estaba pensando y dijo en tono apremiante:
—¡Strann, te prometo que no hay nada que temer! Tirand y yo hemos hecho un juramento de sangre…
—¿Un juramento de sangre? —Sabía tan bien como cualquiera lo que eso significaba, y parte de su tensión temerosa cedió.
—Sí. Oh, amor, no pasa nada, ¡todo está bien! ¡Confía en mí, por favor! —Lo atrajo con fuerza, y él enterró sus dedos en su cabellera. Tirand, incómodo, se aclaró la garganta.
—Si queréis que me vaya…
—No. —Strann lo miró, y en su rostro apareció el atisbo de una sonrisa—. No, Sumo Iniciado. Si Karuth me dice que algo es de una manera, entonces así es por lo que a mí respecta. —Hizo una pausa antes de proseguir—: Además, la idea de que hay alguien más en este Castillo que ya no me ve como un gusano que merece ser aplastado es… bueno, es… —Se encogió de hombros—. Me considero un bardo, pero no puedo expresar lo agradecido que me siento.
Tirand fijó la vista en el suelo.
—Admiro lo que has hecho, Strann. Jugar a conservar la confianza de la usurpadora, al tiempo que conspiras contra ella… Seré sincero y admitiré que no creía que tuvieras tanto valor. Me…, me alegro de haber estado equivocado.
Karuth se volvió rápidamente a la mesa que tenían detrás.
—He traído un poco de pan, carne y una pequeña botella de vino —dijo, escudriñándole el rostro—. ¿Tienes hambre, Strann? ¿Te hace pasar hambre esa perra?
Su preocupación lo emocionó, pero negó con la cabeza.
—No, amor mío. Podría tener comida suficiente para hartarme si quisiera. Aunque no rechazaré un bocado para luchar contra el frío.
Su confesión medio humorística pareció romper el hielo definitivamente, y con una risa Tirand se sentó y cogió la botella de Karuth.
—¡Me apunto a eso! —Ofreció la botella a Karuth y, cuando ésta la rechazó, se la pasó a Strann, quien la cogió y sonrió.
—Creo, Sumo Iniciado, que es la primera vez que brindamos por nuestra buena salud y seguridad. Que ambas sean duraderas.
Bebieron, uno después del otro. Tras la puerta, que Strann había olvidado cerrar, Calvi contenía la respiración y escuchaba. Y, cuando dejaron la botella y Strann comenzó a contar la historia de la carta de Ygorla y de la furiosa respuesta de Narid-na-Gost, lo que Calvi escuchó hizo que su piel se erizara de rabia contenida.
El relato de Strann de los recientes acontecimientos, y las conclusiones que de ellos había sacado, fue breve pero convincente. No le cabía duda, dijo, de que la determinación de Ygorla para conseguir el control de la Puerta del Caos sólo significaba una cosa: ya no estaba dispuesta a esperar a que Yandros respondiera a su ultimátum sino que tenía la intención de lanzar un ataque directo a su reino. Estaba claro que había sido incapaz de averiguar sola los secretos de la Puerta, de forma que ahora intentaba chantajear a su progenitor para que realizara el rito que la abriría.
Tirand sopesó pensativo aquellas noticias.
—Has visto al demonio, Strann, que es más de lo que ha hecho cualquiera de nosotros. ¿Crees que capitulará ante sus exigencias?
—Por el momento, Sumo Iniciado, no creo que lo haga —replicó Strann—. No es tonto. Debe de saber perfectamente que, si hace un trato con ella, es muy probable que Ygorla no cumpla su parte y acabe traicionándolo. Pero, por otro lado, también debe saber que sólo es cuestión de tiempo el que nuestro señor Yandros descubra que ya no tiene la protección de la gema del Caos. —Sostuvo con franqueza la mirada de Tirand—. Cuando eso ocurra, espero que no tengas que presenciar el resultado.
—Eso espero —repuso Tirand—. ¿Así que crees que Narid-na-Gost intentará ganar tiempo?
—En la medida en que le sea posible, sí. Pero Ygorla se está impacientando. Si él no acepta sus exigencias pronto, buscará otro camino para conseguir su objetivo. —Miró a Karuth—. El ritual que usaste para abrir la Puerta del Caos, ¿podría usarlo ella, si lo conociera?
Karuth asintió.
—Cualquiera podría hacerlo. Nuestro señor Tarod cerró de nuevo la Puerta, y sabría si se realiza cualquier intento de usarla, pero no está sellada contra el Parlamento de la Vía.
—Debemos esperar fervientemente que no descubra la existencia del ritual —dijo Tirand con aire sombrío—. Strann, escucha. Creo que deberíamos avisar a Ta… a nuestro señor Tarod quiero decir.
Strann miró de reojo al Sumo Iniciado y en su mirada asomó de nuevo una sombra de desconfianza.
—Me sorprende que todavía no lo sepa, Sumo Iniciado.
Las mejillas de Karuth enrojecieron.
—Pensamos…
Tirand la interrumpió.
—No, Karuth. Seamos sinceros. Fui yo quien pensó que era mejor no decirle nada. El mensaje nos exhortaba a no revelarlo a nadie, y yo pensé que «nadie» podía incluir a nuestro señor Tarod. —Hizo un gesto de disculpa—. Fallo mío.
El Sumo Iniciado, pensó Strann, debía de tener con sus dioses una relación muy diferente que la que tenían él y Karuth con los suyos. Pero no hizo comentario alguno.
—Hay que decírselo —se limitó a responder—. Disponemos de poco tiempo, porque sospecho que es cuestión de horas más que de días antes de que a Ygorla se le acabe la paciencia.
—Muy bien. —Tirand se levantó y enseguida se detuvo—. Yo… ah… —Se ruborizó y miró al suelo—. Si deseáis estar un rato a solas, yo…
Strann alzó la vista con rapidez.
—No me atrevería a faltar de mi puesto mucho tiempo. Pero…
Al extinguirse la voz del bardo, Tirand buscó algo en el bolso de su cinto. Sacó un pequeño objeto de plata y, sin mirar directamente a Karuth, lo puso en su mano.
—Estaréis más seguros allí —dijo—. Hay menos probabilidades de que os descubran. Te esperaré en mi estudio, Karuth, y cuando vuelvas iremos a buscar a nuestro señor Tarod.
Karuth cerró la mano en torno al objeto que le había dado. Sabía lo que era, y sabía también que, con aquel gesto, Tirand acababa de derribar los últimos obstáculos de desaprobación y que les daba su bendición a Strann y a ella. Era la llave del Salón de Mármol.
Con los ojos llenos de gratitud, hizo ademán de darle las gracias, pero él le hizo un gesto de que callara.
—No hay tiempo ahora. Te veré después. Strann… —Miró al otro hombre a los ojos e inclinó ligeramente la cabeza—. Buena suerte.
—Gracias, Tirand —repuso Strann con seriedad.
El Sumo Iniciado sonrió ligeramente al escucharlo usar por primera vez su nombre de pila, y, dándose la vuelta, salió de la biblioteca.
Cuando Tirand salió otra vez al patio, no vio la figura esbelta y solitaria que atravesó corriendo las puertas principales en el mismo momento en que él se detenía para subirse el cuello de su abrigo y protegerse de la nieve. Tampoco vio, al llegar al final de la columnata, el rastro de huellas, mezcladas con las que él y Karuth habían dejado antes y que todavía no había tapado del todo la nieve, que seguía escalones arriba. Cuando entró en el Castillo y se sacudió la nieve de las botas y el pelo, Calvi estaba fuera del alcance de su vista y oído, y el Sumo Iniciado se dirigió a su estudio. Con suerte, el fuego seguiría encendido, aunque sólo fuera un poco, y su mayordomo se habría ocupado de dejar leña de recambio junto a la chimenea, dispuesta para la mañana. Calentaría una jarra de vino, pensó Tirand, para cuando regresara Karuth. Seguramente la iban a necesitar los dos.
Intentando no pensar en el tema de Karuth y Strann y en sus propios y confusos sentimientos, abrió la puerta del estudio y entró.
—Sumo Iniciado. —Los extraños ojos de Ailind tenían un aspecto duro y dorado a la luz de las velas que bañaba la habitación. El señor del Orden estaba sentado en la silla de Tirand. Sonrió, y la sonrisa tenía un toque gélido—. Entra, Sumo Iniciado, y siéntate. Deseo hablar contigo.
—¡Ygorla! ¡Ygorla, despierta!
Calvi sacudió a Ygorla por los hombros con todas sus fuerzas, sin delicadeza ni ceremonias. Ella se despertó bruscamente con un grito de rabia, y, cuando abrió los ojos, Calvi vio el resplandor de furioso poder que surgió en ella instintivamente y retrocedió alarmado. Pero entonces su mirada se centró, lo reconoció y el impulso desapareció.
—¡Calvi! ¿Qué significa esto? ¿Qué hora es?
Él le cogió las manos; sus ojos estaban desorbitados y llenos de excitación.
—¡Ygorla, escucha! He estado paseando por el Castillo. ¡He hecho un descubrimiento! Hay una conspiración contra ti… ¡y tu preciosa rata mascota es un traidor!
Ygorla se quedó paralizada. No dijo nada, pero un aura oscura comenzó a brillar ominosamente a su alrededor. Con rapidez, tragándose las palabras, Calvi le contó todo lo que había pasado, desde el descubrimiento inicial de que Strann había abandonado su puesto a la apremiante conversación que había escuchado en la biblioteca.
—¡Strann siempre ha estado conspirando con esa furcia de Karuth Piadar y con su señor y amo! —dijo sin aliento—. ¡Y ahora Tirand también se ha implicado, y los tres piensan recabar la ayuda de Tarod para impedir que controles la Puerta del Caos!
Los ojos de Ygorla lanzaron destellos como duras gemas, y su rostro se torció y se volvió feo y peligroso.
—¿Quién más? —preguntó con voz ronca—. ¿Quién más participa con ellos en esta traición?
—No lo sé —contestó Calvi—. No se dijeron más nombres. Tal vez no haya nadie más implicado. ¡Pero escucha, Ygorla! La carta que Strann leyó ¿qué significa?, ¿de qué hablaba? Sé que planeas algo, pero no me has dicho de qué se trata, ¡y no lo entiendo! ¿Por qué es tan importante la Puerta del Caos?
Ella tardó algunos instantes en responder. Ahora su expresión era decidida; sus ojos estaban entrecerrados, y Calvi creyó que no había entendido la pregunta. Pero entonces ella lo miró.
—La Puerta del Caos —siseó— ¡es la llave definitiva y la más poderosa! —Saltó de pronto de la cama, cogió su capa de pieles, se la echó por encima y comenzó a pasear por la habitación, con movimientos tensos y potencialmente explosivos, como los de un gato acorralado—. Es la llave para el dominio del Caos; es la llave para el dominio del Orden. Una vez que controle la Puerta, ¡lo controlaré todo! ¡Pero todavía no la controlo!
Entonces, con breves y concisas palabras, le contó a Calvi lo que había estado haciendo durante los dos últimos días; los elementales que había enviado a espiar al reino del Orden, y el descubrimiento de que las almas de los señores del Orden se guardaban todavía menos que la gema del Caos. Le explicó que, a través de la Puerta, podía entrar en la fortaleza de Aeoris y apoderarse del tesoro que le daría el poder para aplastar al Orden. Y por último le habló de la única cosa que se le había escapado: el poder de doblegar la Puerta ante su voluntad y abrirla.
—Si consiguiera romper esa barrera, tan sólo un momento —dijo furiosa, al tiempo que hacía un gesto violento con un brazo—, entonces la controlaría ¡y nada se interpondría en mi camino! ¡Pero cada vez me veo frustrada!
Calvi, todavía arrodillado en la cama, la miró.
—Por los Siete Infiernos, Ygorla, ¿por qué no me lo dijiste?
Ella se volvió, con ojos iracundos.
—¿Decírtelo? ¿Y de qué habría servido? ¿Qué habrías podido hacer?
—¡Podría haberte dicho dónde encontrar la llave que te falta!
Hubo un largo silencio. Luego, en un tono de voz grave y amenazador, Ygorla dijo:
—¿Qué?
Él saltó de la cama y se le acercó.
—Karuth Piadar sabe los secretos de la Puerta. Llevó a cabo el ritual que la abrió y permitió a los señores del Caos entrar en este mundo.
La agitada respiración de Ygorla se escuchó desapacible en la silenciosa habitación.
—¿Estás seguro?
Los labios de Calvi se torcieron ante el amargo recuerdo.
—¡Estaba allí cuando lo hizo! Estuve a su lado, tan cerca como ahora lo estoy de ti. Me obligó a presenciar la ceremonia.
A Ygorla nunca le habían interesado especialmente los acontecimientos de la vida de Calvi antes de que su influencia lo cambiara. Para ella su pasado carecía de importancia. Pero si hubiera sabido esto, si lo hubiera sabido…
Lentamente, una nueva y fría luz comenzó a brillar en su mente. El primer atisbo de una sonrisa se dibujó en las comisuras de su boca, y era una sonrisa de enorme diversión y completa crueldad. Oh, sí; era perfecto. Casi podía creer que el destino lo había previsto así y no de otra manera…
—Calvi —de pronto su voz se transformó en pura dulzura—, ¿has dicho que Strann y Karuth se quedaron cuando el Sumo Iniciado salió de la biblioteca?
—Sí —contestó Calvi con aire cínico—. Les ofreció… ¿cómo lo dijo?…, les ofreció un rato juntos.
—Muy noble por su parte. Entonces es probable que sigan allí. Creo que les haremos una visita, querido —anunció sonriente—. Una pequeña sorpresa para que su felicidad sea completa.
Calvi comprendió. Le devolvió la sonrisa, mostrando los dientes. Entonces, suavemente y con un tono desagradable, se echó a reír.
Desde su sillón en la gran sala de perfectas proporciones en el corazón de su reino, Aeoris, supremo señor del Orden, contemplaba la naturaleza de los hilos.
Había muchos hilos distintos en los acontecimientos que actualmente tenían lugar en el mundo mortal, y el dibujo que habían ido formando estaba casi acabado. La paciencia, el cuidado y la tenacidad habían rendido fruto como Aeoris esperaba, y ahora las distintas hebras de lo fortuito, la coincidencia y la cuidadosa manipulación estaban a punto de converger al fin. De las muchas hebras surgiría un trenzado, íntegro y completo. Semejante simetría complacía a la mente fría y meticulosa de Aeoris, y en su severa boca apareció una sonrisa cuando alzó la cabeza para contemplar los pequeños plintos elevados que se alzaban al lado de cada uno de los siete tronos y los artefactos que sobre ellos reposaban.
Aeoris había puesto especial cuidado en que aquellos nuevos añadidos no mancillaran la pura y exacta perspectiva de aquel lugar santo. Aunque su función fuera de corta vida, las consideraciones estéticas eran, como siempre, esenciales, y estaba satisfecho con el resultado de su trabajo. Sólo haría falta un breve instante. Y el instante casi había llegado.
Los ojos dorados, sin pupilas, contemplaron las facetas de las joyas sobre los plintos, y las joyas captaron la luz de aquellos ojos y la reflejaron en deslumbrantes arcos iris. Aeoris sonrió de nuevo, y su imagen desapareció de la estancia.
Aunque creía que no tendría ojos ni mente para nada que no fuera Karuth, el Salón de Mármol redujo a Strann a un asombrado y aturdido silencio. Sólo los adeptos de mayor rango del Círculo podían entrar en el Salón sin el consentimiento expreso del Sumo Iniciado, y la tremenda escala de la gran cámara, con sus paredes y techo invisibles en la distancia, desafiando toda lógica espacial, lo dejó sin aliento. Karuth, que le cogía la mano con fuerza, lo condujo entre el bosque de columnas hasta que se encontraron ante los siete grandes colosos, las imágenes de los dioses del Caos y del Orden, que se alzaban fantasmales y en la penumbra, en medio de las neblinas de color pastel.
—Yandr… —Strann reprimió apresuradamente la exclamación antes de pronunciarla del todo. Le faltaban las palabras, y la terrible sensación de su propia insignificancia subió reptando desde algún lugar muy profundo dentro de él y lo atenazó con garras aceradas.
Karuth sonrió, comprensiva, al recordar su propia reacción ante las estatuas la primera vez que las había visto, hacía casi treinta años. Se detuvieron a los pies del séptimo y último coloso, y Strann tembló al alzar la vista y ver las dos caras esculpidas en lo alto. Ambas le resultaban de una familiaridad desconcertante, y, en un tono de voz que no era más que un susurro, dijo:
—Ver esto… y luego pensar cuántas veces he estado cara a cara con los dioses que representan…
Ella le apretó aún más la mano.
—Lo sé. A veces resulta difícil acomodarse a esto. —Entonces el esfuerzo de aparentar normalidad resultó demasiado para ella; se giró y lo miró a la cara—. Oh, Strann…, ¡te he echado tanto de menos! ¡Y he temido tanto por ti!
Él la abrazó fuertemente, y sus cabellos se enredaron mientras se besaban.
—Tenemos sólo unos minutos, amor. No me atrevo a quedarme más, no vaya a ser que Ygorla descubra que me he ido.
Karuth asintió, luchando por recobrar la compostura.
—Pronto, espero… y ruego, esto habrá terminado. Cuando suceda, yo… —Tragó saliva—. Habrá tanto de qué hablar…
—Y tanto tiempo perdido que recuperar —repuso él, sonriendo—. Sé que no ha pasado tanto tiempo desde que nos separamos, pero me parece toda una vida. —De pronto sus garzos ojos se pusieron muy serios—. Te quiero, Karuth. Nunca lo has dudado, ¿verdad? No importa lo que me haya visto obligado a aparentar, ¿nunca has dudado?
—No —dijo ella, sin saber si reír o llorar—. Nunca, Strann, nunca.
Y a sus espaldas, procedente de la puerta de plata, se oyó una voz fría y burlona.
—¿Así que bajo esa triste apariencia hay un corazón, querida? ¡Qué sentimental!
Pegaron un respingo como si los hubieran golpeado físicamente, y los dedos de Karuth se clavaron involuntaria y dolorosamente en los brazos de Strann.
Ygorla había entrado en el Salón con Calvi en completo silencio y, como había esperado, los había cogido totalmente por sorpresa. Estaba a menos de diez pasos, una figura pequeña, oscura y mortífera en la neblina cambiante, y sonreía. Strann ya había visto antes esa sonrisa, y apartó rápidamente la mirada.
—¿Qué ocurre rata? ¿Es que no te alegras de verme? —Ygorla se adelantó un paso. Detrás de ella, Calvi había adoptado una postura despreocupada, y sus ojos mostraban una arrogante autosatisfacción—. ¿O es que mi inesperada llegada ha echado a perder vuestro pequeño y agradable encuentro?
Strann supo en su interior que la causa estaba perdida, pero instintivamente hizo un esfuerzo desesperado para salvar la situación.
—¡Dulce majestad! —Apartó rápidamente a Karuth, e hizo ante la usurpadora su acostumbrada reverencia—. Vuestra presencia es…
—¡Silencio! —Las palabras restallaron con aspereza y levantaron ecos en el Salón. Un aura ominosa comenzó a brillar alrededor de la silueta de Ygorla y su tono de voz se hizo letal—. No te atrevas a hablar, traidor. No te atrevas a hablar, ni a mover un solo músculo, y ni siquiera a pensar en mirar a la criatura que tienes al lado. Porque, si lo haces, entonces, antes de que puedas volver a aspirar aire, te habré convertido en un montón de cenizas.
Karuth gritó irritada:
—¿Cómo te atreves…?
—¡Y tú! —Ygorla hizo un gesto despreocupado con una mano, y Karuth se vio arrojada contra los pies de la estatua. La usurpadora la contempló con ojos duros, casi enloquecidos—. Ya te utilizaré cuando llegué el momento. Hasta entonces, mantén la lengua callada si quieres que el cuerpo de tu amante siga intacto.
Karuth se quedó pegada a la fría piedra. Miró a Ygorla pero no dijo nada más.
Con indolente gracia que daba a entender que disfrutaba de aquel momento, Ygorla se encaró con Strann una vez más. Strann se había cubierto el rostro con las manos y permanecía tieso, mientras maldecía lo que consideraba una descuidada e imprudente estupidez suya. Había llevado a Karuth a aquel peligro. Se había embarcado en un juego demasiado arriesgado; y, a menos que en los próximos minutos ocurriera un milagro, había firmado la sentencia de muerte de ambos.
—Así que, rata —con su aterrador comportamiento caprichoso, Ygorla había pasado de la furia a la dulzura empalagosa—, tus patitas siempre han estado marchando al son de otro dueño, mientras aparentabas ser un roedorcillo obediente. Me has defraudado. Estoy muy disgustada, rata. Y creo que tendré que castigarte de la forma más severa.
Con tal rapidez que cogió desprevenido incluso a Calvi, Ygorla alzó un brazo y lo bajó bruscamente. Se escuchó un sonido como de relámpago centelleando entre nubes, y una cuerda al rojo blanco surgió de sus dedos en dirección al cuerpo desprevenido de Strann. Éste aulló cuando la cuerda se enrolló alrededor de su cuello y se apretó en un ardiente nudo, y Karuth, incapaz de contenerse, se puso en pie de un salto.
—¡No! ¡Serpiente maligna y asesina…!
—¡Atrás!
La cuerda ardiente se soltó de la garganta de Strann y cortó el aire a unos centímetros del rostro de Karuth, haciéndola retroceder tambaleándose. Cuando cayó sobre el suelo de mosaico, la cuerda desapareció; Ygorla se rió con voz aguda.
—¡Vamos, valiente Karuth! ¡Levántate y acércate a tu querido maniquí! Corre a su lado y abrázalo… ¡si es que puedes!
Karuth se puso en pie, impulsada por el pánico y la furia. Avanzó dando tumbos hacia Strann con los brazos extendidos…
Y un muro de llamas negras surgió a su alrededor, atrapándolo en un círculo cerrado y llameante.
—¡Vamos, Karuth! —la animó Ygorla con maligno júbilo—. ¡Tócalo! Seguro que una adepto de alto rango como tú no le tendrá miedo a mi pequeño fuego.
Karuth, con los pulmones a punto de estallar, los dientes apretados y el corazón lleno de odio, estiró los brazos en dirección a las llamas. Pero no pudo tocarlas. No ardían con calor sino con frío; un frío terrible e imposible que, si la hubiera tocado, la habría petrificado, convirtiéndola en un instante en frágil polvo que se desharía.
—Strann… —dijo con voz ronca—, no te muevas. ¡Y no se te ocurra tocar ese fuego!
—Ah, por fin un atisbo de sabiduría —comentó Ygorla, juntando las manos en un gesto teatral—. Creo que ha llegado el momento de que cerremos un pequeño trato.
Karuth la miró horrorizada.
—¿Un trato? ¡Antes haría un trato con un Warp que contigo!
—Pues yo creo que lo harás. —La usurpadora sonrió dulcemente—. Eso si amas a ese maniquí tanto como tu comportamiento parece dar a entender. ¿Sabes?, él será la mercancía sobre la que tú y yo discutiremos.
El color abandonó el rostro de Karuth, e Ygorla volvió a reír.
—Oh, sí. Mi querido y fiel Calvi tenía razón, ¿no es así? ¡Amas a la ratita, desde su nariz bigotuda a la punta de su rabo!
—¿Calvi? —Sin entender, Karuth lanzó una rápida mirada al joven, que seguía con su actitud indiferente detrás de la usurpadora. La boca comenzó a temblarle—. ¿Nos has traicionado? Pero ¿cómo ibas a…?
Su voz se apagó al cruzarse su mirada con la de Calvi. La profundidad del desdeñoso resentimiento en los ojos del joven la estremeció hasta los huesos.
—Deberíais poner más cuidado con los lugares en que tú y tu hermano concertáis vuestras citas secretas, Karuth Piadar —dijo él con malicia—. Ni siquiera cerrasteis la puerta de la biblioteca. Muy estúpido por vuestra parte. Claro que vuestra perdición es nuestro triunfo, te lo aseguro —añadió con una sonrisa—. Disfrutaré viéndoos sufrir a todos por vuestra estupidez.
Siguieron mirándose durante varios segundos. Entonces, con voz temblorosa, Karuth dijo con amargura:
—¿De verdad que te has convertido en esto, Calvi? ¿Una criatura sin sentido y sin compasión? ¿Te ha corrompido hasta tal punto que eres una cascara vacía? —Vio en sus ojos el deseo de venganza y aspiró con fuerza—. Me das asco. ¡Ya no mereces llamarte ser humano! —Y, en silencio, su mente lanzó una fervorosa súplica: ¡Mi señor Tarod! Si podéis escucharme, si podéis intervenir, ¡por favor, ayudadnos!
Calvi soltó una breve risa cargada de acritud.
—Tus insultos no me conmueven. —Se volvió hacia Ygorla e hizo un lacónico gesto en dirección a Karuth—. Díselo, amor mío. Dile qué queremos ¡y que lo haga! Estoy cansado de perder el tiempo con ellos.
La usurpadora sonrió y le dio una palmadita en la mano.
—No te preocupes. No perderemos más tiempo, querido. Bien, Karuth…, nuestro trato. Es bastante claro. Tengo entendido que sabes el ritual que abre la Puerta del Caos. El Parlamento de la Vía, ¿no es así como se llama?
Karuth se quedó helada.
—¿Quién te ha dicho…? —Entonces vio la expresión triunfante de Calvi y supo la respuesta.
—Querida —prosiguió Ygorla—, creo que, gracias a nuestra mutua mascota encerrada en la jaula de fuego, ya conoces mi intención; y, dado que mi amado consorte escuchó cada palabra de vuestra pequeña conspiración, podríamos evitarnos las cansinas protestas de ignorancia. —Una ceja perfecta se enarcó ligeramente—. Conoces el ritual; quiero que se lleve a cabo. De manera que a todos nos convendría que lo realizaras para mí. Porque, si no lo haces, me veré obligada a enseñarle a Strann unas cuantas lecciones. —Su expresión cambió de pronto de la dulzura a una mirada letal de depredador que sabe que tiene a la presa acorralada y atrapada sin remedio—. La elección es sencilla, querida Karuth. Obedéceme, o Strann sufrirá los tormentos que sólo yo sé infligir.
El círculo de llamas se agitó con violencia y Strann gritó:
—¡Karuth, no! No la escuches, ¡no hagas lo que quiere! ¡No lo hará!
Ygorla se miró las uñas.
—Creo que empezaré con sus ojos. Conozco un ser que tiene su hogar en los Siete Infiernos. Una criatura diminuta, pero le encantan los… digamos, los bocados más suculentos del cuerpo humano.
Karuth se dio la vuelta. Lo que dijo resultó inaudible.
—Karuth, ¡ni se te ocurra! —gritó Strann—. ¡Sería traicionar a nuestro señor Tarod y a nuestro señor Yandros! De todas formas nos matará, ocurra lo que ocurra, ¡y esto sólo empeorará mucho más las cosas!
Karuth no se atrevía a mirar a través del resplandeciente muro de llamas negras. Sólo tenía clara una cosa: haría lo que fuera con tal de salvar la vida de Strann. Pero ¿lo conseguiría? ¿Lo conseguiría?
Hizo un esfuerzo y se encaró de nuevo con Ygorla. La usurpadora sonreía otra vez, y había vuelto la dulce expresión. A Karuth se le encogió el estómago.
—Si accedo…
—¡Karuth!
No hizo caso de la nueva protesta de Strann.
—Si accedo, ¿qué garantía tengo de que no lo matarás de todos modos?
Ygorla se encogió de hombros.
—Ninguna que para ti sea válida, querida. Pero no veo motivo para no cumplir mi parte del trato. Al fin y al cabo, podríais serme de utilidad en el futuro.
Karuth se dio cuenta de que no obtendría nada más. Por muy fino que fuera el hilo de la esperanza, tenía que confiar en él. Su silenciosa súplica a Tarod, que había repetido frenéticamente, no había servido de nada. El Salón de Mármol había resultado ser demasiado seguro, demasiado protegido del mundo exterior, y el señor del Caos no podía escuchar su súplica.
—¡Karuth! —Strann volvió a llamarla a gritos—. ¡Karuth, te lo prohíbo! ¡Te lo prohíbo!
Por fin, ella lo miró. Al otro lado de las llamas traslúcidas, parecía un fantasma, su figura tenue e insustancial. Karuth sonrió, y en aquella sonrisa estaba todo el amor que por él sentía.
Luego dijo en voz baja a Ygorla:
—Dices que tengo una opción. Te equivocas. No hay opción, para mí no. Haré lo que pides.