El elemental comenzó a chillar en un tono agudo y suplicante.
—¡Señora, perdonadme la vida! ¡Perdonadme la vida y os serviré fielmente para toda la eternidad, del mismo modo que intento serviros ahora! ¡No puedo hacer nada más! ¡No puedo hacer nada más!
Ygorla bufó como una gata enfadada, pero, por una vez, contuvo su mano. Había puesto a prueba a la criatura hasta los límites de su resistencia y se vio obligada a reconocer que ni le mentía ni escatimaba sus esfuerzos para hacer lo que ella pedía. Los hechos simples y duros resultaban evidentes: lo que le exigía escapaba a sus capacidades.
—Debe haber alguna forma. ¡Debe haberla!
Su cabellera se agitó como una marea de negras aguas cuando giró sobre los talones y comenzó a pasear por la habitación. Al llegar a la cama se volvió, casi como si hubiera tenido una ocurrencia tardía, e hizo un negligente gesto con la mano en dirección a la temblorosa masa de llamas que flotaba en el centro de la habitación.
—Vete —le espetó en tono duro, y, con un silbido agudo y enfático de alivio, el elemental se desvaneció.
Ygorla se echó en la cama y arrojó al suelo las almohadas en un ataque de rencor. El elemental de fuego había sido su último recurso; ya había puesto a prueba a las criaturas de la tierra, del agua y del aire, y habían sido de tan poca utilidad como una plegaria ante un Warp. Su propio poder había resultado inadecuado, y sus planes se encontraban en un callejón sin salida, porque el último obstáculo se resistía a ceder.
De repente, como sucedía a menudo, el dominio de sí misma se impuso en un impulso de clarividencia, y se levantó. Lágrimas de rabia y frustración le surcaban las mejillas. Las borró con un mechón de cabello y se sentó abrazándose y contemplando la chimenea vacía con una expresión de funesta furia. No podía dejar las cosas tal como estaban. Tan cerca del objetivo, ¡no podía rendirse ahora!
Todo había ocurrido con sorprendente rapidez en el día y la noche transcurridos desde que Calvi había metido en la cabeza de Ygorla la idea de invadir el reino del Orden. Llevada por un ansioso entusiasmo ante su plan en gestación, había hecho acudir en su ayuda a las fuerzas elementales y, en un terrible ritual, les había ordenado que entraran en el reino de Aeoris y volvieran con cuanta información averiguaran acerca de la naturaleza y paradero de las almas de los señores del Orden. Y lo que descubrió la dejó aturdida. Su suposición era correcta. Al igual que sus primos del Caos, las almas de Aeoris y sus hermanos tenían la forma de gemas, siete diamantes en cuyas perfectas facetas latía la esencia vital de los dioses del Orden. Y los elementales le habían traído la noticia que deseaba escuchar por encima de todo: que en su suficiencia, en su arrogancia y confianza en su propia invulnerabilidad, Aeoris y sus hermanos no habían tomado ninguna precaución para proteger sus gemas del alma. Al fin y al cabo, ¿qué morador de otros reinos podría amenazar su fortaleza del Orden? ¿Qué poder sería capaz de desafiar su seguridad? El Orden no tenía demonios. Los seres creados por Aeoris conocían su papel y su lugar en el esquema de las cosas, y desafiar la voluntad de su creador era un concepto imposible para ellos. Aquello no era el Caos, con su imprevisión, su perversidad, sus maneras caprichosas y salvajes. Nada alteraba la paz del Orden. Y, según pensaban sus señores, nada lo haría nunca. La gema que Ygorla anhelaba poseer estaba dispuesta y madura para ser cogida.
Lo que no hacía sino empeorar su actual situación. Podía localizar su objetivo; podía verlo mentalmente, brillante y resplandeciente, sin nada que desafiara o estorbara el avance de su mano. Dos pasos en el reino del Orden, y podría coger la gema con la misma facilidad con que un campesino del sur cogía un melocotón maduro de su huerto. Ni Ailind ni Aeoris se darían cuenta hasta que fuera demasiado tarde para intervenir. Al ser hija de un demonio del Caos, escapaba a su vigilancia, y, como hija de una madre humana, podía entrar en sus dominios sin impedimentos ni obstáculos y luego regresar triunfante al mundo mortal con el tesoro en su poder. Resultaba perfecto.
Salvo por aquel último obstáculo…
Había comenzado su asalto poco después del amanecer, tras sacar a Calvi de su sueño, para engatusarlo, rogarle y finalmente obligarlo a que se buscara una distracción en algún otro lugar del Castillo hasta que llegara el anochecer. No quería que participara en aquello. No tenía experiencia ni siquiera con la magia más esencial e, involuntariamente, podía cometer algún error que echara a perder sus esfuerzos. Tampoco le había dicho qué pensaba hacer. Esto, según sus planes, vendría después, cuando lo recibiera tras haber alcanzado el éxito y le revelara triunfalmente el plan en todo su esplendor. Entonces anunciaría que el último obstáculo se había derrumbado ante su poder, que se había apoderado de la Puerta del Caos, había entrado en el reino del Orden en busca de un nuevo tesoro, y que ahora estaba dispuesta a atravesar una vez más el portal para convertirse a la vez en señora del Caos y del Orden.
El plan era perfecto. Pero había comenzado a torcerse desde el instante en que invocó su primera oleada de poder mágico.
Ygorla no tenía un carácter sutil. No iba con ella recurrir a un ataque subrepticio para controlar la Puerta sin que nadie más se enterara. Despreciaba semejantes tácticas, las encontraba aburridas y cobardes. Quería atacar directa y abiertamente. ¿Qué importaba si sus actos hacían acudir corriendo a Tarod del Caos? ¿Qué podía hacer él para impedir sus propósitos sin poner en peligro el alma de su hermano, un riesgo que nunca, nunca correría? Y, en cuanto a aquel ciego estúpido de Ailind, aunque observara lo que estaba haciendo, pensaría que había perdido la paciencia y que desafiaba al Caos para que diera su esperada respuesta. Ailind se quedaría sentado en su solitaria habitación, sonriendo pagado de sí mismo, esperando el resultado, sin darse cuenta de la verdad.
Sintió el poder crecer en su interior, un conocimiento vertiginoso, sensual y devastador de sí misma. ¡Podía hacer cualquier cosa! ¡Nada era capaz de interponerse en su camino! Del suelo al techo de su habitación, surgieron llamas negras y plateadas, un fuego espectral que despedía un calor abrasador, sofocante, pero que no quemaba nada de lo que tocaba. En la cabeza de Ygorla sonaron chillidos de voces; ella alzó los brazos, apretando los puños, y aulló en silencio acompañando las otras voces, como una loca, como una criatura poseída. El suelo parecía retumbar bajo sus pies como si enormes fuerzas estuvieran alzando el Castillo hacia el cielo. Entonces su mente salió de la habitación y se acercó a los cimientos del gran edificio, atravesó la biblioteca y avanzó por el pasillo extrañamente simétrico con su eterna y tenue luz gris. La puerta de plata, la puerta del Salón de Mármol, pareció hacerse pedazos ante ella y se encontró allí, entre las columnas y las cambiantes neblinas de colores suaves, riéndose desafiantemente de los siete colosos, severos y silenciosos en sus plintos, burlándose de las caras esculpidas de aquellos que tenían el atrevimiento de hacerse llamar dioses.
Encontró la Puerta del Caos. La atrajo con la misma certeza que un mar atrae al río, y su conciencia se centró en el círculo negro desprovisto de adornos en el suelo del centro del Salón de Mármol. Mareada de entusiasmo, hizo acopio nuevamente de su poder, concentró su voluntad en el portal, y mentalmente gritó una orden:
¡Ábrete!
¡Ábrete ante Ygorla, Emperatriz de los Dominios Mortales y señora del Caos!
¡Te lo ordeno, cede ante mí y ábrete!
En la torre norte, Tarod giró bruscamente la cabeza y sus verdes ojos adquirieron una expresión de honda concentración. En el comedor, donde su presencia había acallado las conversaciones entre los comensales, la expresión de Ailind del Orden siguió siendo tranquilamente enigmática. En la chillona habitación en lo alto de la torre meridional, Narid-na-Gost sintió el momentáneo estremecimiento de algo fuera de lo normal, pero Ygorla se había ocupado de protegerse contra sus indagaciones, por lo que no se atrevió a investigar.
Y, en el Salón de Mármol, una fuerza silenciosa pero inmensa invirtió el estallido de poder de Ygorla, y se lo arrojó a la cara con indiferencia.
Ella retrocedió, se tambaleó, chocó dolorosamente con uno de los pilares de la cama y consiguió por fin enderezarse. Sus ojos brillaban y su mente era un hervidero. Habían osado desafiarla; ¡se habían atrevido! ¡La Puerta estaba protegida contra los ataques mágicos! La saliva le manchó el labio inferior y la barbilla. Se la enjugó con un gesto iracundo y, con la respiración alterada, regresó al centro de la habitación. Lo intentaría de nuevo. Y, si la Puerta se le resistía por segunda vez, destruiría a Tarod del Caos, se lanzaría contra él y lo destrozaría…
No, pensó cuando la razón salió de nuevo a la superficie, desde las profundidades donde la furia casi la había hecho ahogarse. No, eso no. No era tan tonta como para poner al Caos en una situación en la que no tuviera ya nada que perder. Lo intentaría otra vez y, si fracasaba, encontraría otro medio. Los elementales, que podían llegar a donde otros no podían, le servirían una vez más, y tendrían éxito.
Lo intentó de nuevo, y de nuevo un enorme poder, indiferente, la arrojó atrás, y la Puerta del Caos siguió sin abrirse. Muy bien, se dijo Ygorla. Muy bien. Se permitió descansar unos minutos para que su acelerado corazón se calmara y su respiración recobrara el ritmo normal. Luego volvió a ocupar su lugar en el centro de la habitación. Esta vez no hubo ni llamas negras ni voces que chillaban. Alzó una mano, enfocó los ojos en otra dimensión, y su expresión se tornó cruel mientras en su boca aparecía una terrible sonrisa.
—Acudid, pequeños esclavos. —Su voz era de una dulzura mortífera—. Pequeñas criaturas de la tierra y el aire, del fuego y el agua, ¡acudid a mí si es que queréis ver otro amanecer!
Tarod giró sobre los talones y dijo con brusquedad:
—¡Yandros! ¡Yandros, tengo que hablar contigo!
El cuarto de la torre se oscureció como si la noche hubiera caído. La oscuridad vibró por un instante, y entonces la alta y adusta figura de su hermano apareció junto a un montón de muebles viejos, con una mano apoyada ligeramente sobre la superficie rota de una vieja mesa.
Yandros no venía solo. Tarod miró sorprendido al ver la segunda figura.
—Cyllan…
—Le pedí que me acompañara —explicó Yandros, cuyo rostro mostraba una grave seriedad—. No me preguntes por qué. No es el momento. ¿Aguantará la Puerta?
—Sí. La usurpadora puede probar todas las tácticas que desee, pero no romperá la barrera. No es eso lo que me preocupa, Yandros.
—Lo sé, lo sé. —El supremo señor del Caos hizo un gesto impaciente que indicaba su comprensión—. Es su motivo para lanzar el ataque.
—No puedo creer que intente atacar nuestro reino. No tiene sentido.
—Estoy de acuerdo. Por lo que hemos de buscar otra razón. ¿Su padre?
—Es posible. Ahora que ha roto su nexo con la gema del alma, puede que esté usando esto como una especie de reto, para obligarlo a afrontar la realidad de su posición. Pero, no sé por qué, no creo que ésa sea la causa.
—No…, no, hay algo más; lo siento. —Los ojos de Yandros pasaron del color oro al carmesí y finalmente a un color bronce duro y apagado—. No hagas nada, Tarod. No intentes nada. Ni siquiera permitas que sepa que conoces sus actividades. Hay un motivo que acecha tras esto que todavía no hemos descubierto, y hasta que sepamos qué es podría ser un grave error reaccionar.
—¿Y Narid-na-Gost? —preguntó tensamente Tarod.
Los labios de Yandros se curvaron en una cínica expresión.
—No está en condiciones de molestarnos por ahora. Estate alerta por si hace alguna cosa, pero nada más. —Hizo una pausa e insistió—: ¿Estás seguro de que la Puerta aguantará?
—Sólo el Parlamento de la Vía podría vencer la barrera que he creado. Ni la usurpadora ni su progenitor conocen siquiera la existencia del sortilegio.
—Muy bien. Entonces vigila. Yo tengo un asunto urgente del que ocuparme aquí; si me necesitas, responderé, pero es posible que tarde un poco.
Tarod no preguntó cuál era aquel asunto urgente. No era el momento de hacer preguntas. Hizo un gesto a su hermano y luego miró a Cyllan, que había permanecido en silencio junto a Yandros durante toda la conversación.
—Espero que esto acabe pronto, amor.
—Yo también —dijo ella, y su voz sonó extrañamente entrecortada—. Tarod…, yo también.
Sus manos se tocaron; fue nada más que un breve contacto, pero él sintió las agitadas emociones de ella. Algo estaba tramándose en el Caos; ella también lo sabía, pero no había ni tiempo ni oportunidad de decir nada más. Los ojos de Yandros, ahora de color púrpura, se concentraron en el rostro de Tarod.
—Buena suerte, hermano mío. Buena caza.
Y Tarod se encontró solo en la habitación de la torre.
De manera que Ygorla estaba ahora sentada en su dormitorio, llena de indignación, pensando febrilmente. Sus poderes nada habían conseguido, y los elementales tampoco. A regañadientes, frustrada, furiosa, se vio obligada a reconocer el desagradable hecho de que la Puerta del Caos escapaba a su control.
La ausencia de respuesta por parte de Tarod ante sus intentos cada vez más frenéticos para hacer que la Puerta cediera a su voluntad y se abriera, confirmaba lo que había sospechado desde el principio: el señor del Caos había colocado en ella algún tipo de magia protectora. Durante unos tumultuosos minutos, le dio vueltas a la posibilidad de irrumpir en la torre norte y exigir que la Puerta se abriera, pero se impuso su sentido común. Usar la gema del alma como protección contra la ira del Caos era una cosa, pero esgrimirla en un intento de obligarlos a hacer su voluntad era otra que, sospechaba, sólo produciría una situación de punto muerto. No, debía solucionar aquello sola y encontrar la forma de resolver el enigma.
Hacía ya rato que había pasado el mediodía. Desde buena mañana había estado nevando, y el mundo exterior estaba revestido de una nueva capa de blancura que contrastaba duramente con el color gris oscuro y sucio del cielo. Le había prometido a Calvi que habría terminado su trabajo para la puesta de sol. Pero ¿qué más podía hacer?
Entonces, de improviso, pensó en su padre, que estaría escondido en su guarida de la torre.
Se sentó, y la expresión de ira malhumorada cedió ante una nueva y ansiosa luz. Claro, claro. ¡Qué estúpida no haber pensado antes en eso! La Puerta del Caos era el eje alrededor del cual giraba toda la ambición de su progenitor. Él debía de saber cómo romper la protección que Tarod había creado. Ygorla esbozó una desagradable sonrisa. Claro que nada induciría a Narid-na-Gost a ayudarla voluntariamente. Pero poseía un dominio sobre él que todavía desconocía. Quizá, pensó, había llegado el momento de que lo supiera, y de ofrecerle un trato que sería muy imprudente por su parte rechazar…
Veinte minutos más tarde, Ygorla se levantó de una mesa abarrotada de material de escritura y salió a la antecámara de sus aposentos. Strann seguía donde lo había dejado a primera hora de la mañana, tendido boca abajo en sus cojines e inconsciente. Lo contempló durante unos instantes, comprobando que el sortilegio de sueño que había lanzado sobre él seguía siendo efectivo y que no fingía. Satisfecha, anuló el sortilegio con un único pensamiento y acabó de despertarlo bruscamente propinándole una patada. Strann se agitó, lanzó un juramento y abrió los ojos; al verla observándolo, se puso en pie apresuradamente, al tiempo que musitaba abyectas disculpas.
Ygorla no hizo caso de su desliz.
—Despabílate, rata. Tengo un recado para ti.
Él miró aturdido a su alrededor.
—¿Qué…, qué hora es?
—Es media tarde y llevas durmiendo horas como una buena rata, de forma que no tienes excusa para holgazanear ahora —dijo ella; en una mano sostenía una pequeña bolsa de seda y se la tiró—. Aquí hay una carta. Llévasela de inmediato a Narid-na-Gost, espera su respuesta y ven con ella. No pierdas el tiempo y no te retrases por ningún motivo, o esta vez te quitaré algo más que la mano.
La mente de Strann se esforzaba en recuperar la coherencia mientras se desvanecían los últimos efectos del sueño inducido mágicamente. ¿Media tarde? Dioses, ¡lo había dejado fuera de combate durante casi un día entero! ¿Qué había estado haciendo? ¿Qué retorcida intriga estaría tramando ahora?
—¿Y bien? —se impacientó Ygorla, cruzándose de brazos—. Te he dado las instrucciones. ¿Tienes alguna razón para esperar o es que te fallan las piernas?
—Majestad… —Strann hizo una reverencia, sintiendo que la bolsa le quemaba la mano.
Lo observó salir y, cuando la puerta se cerró tras él, escuchó sus pasos apresurados que se perdieron en dirección a la escalera. Entonces regresó a la habitación y se dispuso a esperar.
Mientras se dirigía a las puertas principales, la carta que le habían confiado parecía quemar los dedos de Strann. Por primera vez, hizo caso omiso de las miradas de odio que le lanzaba la gente con la que se cruzó en los pasillos y escaleras. Estaba tan preocupado que ni siquiera advertía lo que lo rodeaba, porque la carta y su contenido dominaban por completo sus pensamientos.
¿Qué había estado haciendo Ygorla durante las horas en que él había dormido? Estaba tan segura de su lealtad que no se habría tomado la molestia de ocultarle sus actividades sin un muy buen motivo, pero era la segunda vez que lo hacía, en cuestión de días. Aunque todavía no había podido recibir confirmación de Tarod a través de Karuth, Strann estaba seguro de qué había hecho en la primera ocasión. Pero esto…
El recuerdo de su expresión cuando le había entregado la bolsa seguía inquietándolo. Estaba excitada, y se hubiera jugado su manzón a que lo que se veía en su rostro no era más que una parte de sus sentimientos. Sus ojos tenían un brillo antinatural, un azul sobrehumano, con un destello de fanatismo y de algo más. Triunfo. Eso era: triunfo. Como si por fin hubiera llegado un momento largo tiempo esperado. Dioses, ¿qué había hecho? Algo se estaba tramando, lo sabía. Pero ¿cómo descubrir de qué se trataba?
Llegó a las puertas principales y salió corriendo al patio, temblando, mientras la nieve se arremolinaba ante su rostro y el viento helado atravesaba su fina camisa de seda. Se dirigió con rápidos pasos a la torre meridional —el hielo hacía peligroso ir corriendo—, mientras rechazaba enérgicamente la voz interior que le decía en tono persuasivo: Sólo hay una forma de descubrirlo, Strann. No tienes más que leer la carta. No podía hacer eso. No se atrevía. Cualquiera de las viles creaciones elementales de Ygorla podía estar siguiéndolo invisible, observando cada uno de sus movimientos; y, si la usurpadora lo sorprendía una sola vez fisgoneando donde estaba prohibido, acabaría deseando que lo hubiera entregado a sus sabuesos felinos en la Isla de Verano.
Pero, si no lees la carta, ¿cómo vas a descubrir qué está tramando? Podría ser algo de vital importancia.
No podía hacerlo. Era demasiado peligroso; ni siquiera debía pensar en ello. Strann llegó a la torre, abrió la puerta y entró, aliviado al verse a salvo del viento y la nieve. La puerta golpeó a sus espaldas, y quedó ligeramente entreabierta. Penetraba luz suficiente para ver con cierta claridad. Luz suficiente para leer… Cerró los ojos e intentó decididamente alejar la tentación, pero en vez de eso en su mente apareció la imagen de Karuth. ¿Qué habría hecho ella en su lugar? ¿Habría seguido el camino seguro o aceptado el riesgo? A Strann no le gustaba, pero no le cabía ninguna duda acerca de la respuesta a aquella pregunta. Metió la mano en la bolsa, palpó el pergamino en su interior. No lo había sellado. ¿Sería una trampa? No, ella nunca sellaba las cartas que le daba para llevar, porque era demasiado arrogante para imaginar siquiera por un instante que él pudiera desobedecerla. ¿Significaba eso que podía estar bastante seguro?
Strann maldijo por lo bajo. Ahora o nunca. Debía dejar de dudar y tomar una decisión. Oh, maldita sea, ya había tocado la carta; estaba en realidad a medio camino de su perdición. Tomó aliento, sacó el pergamino de la bolsa, lo desdobló y comenzó a leerlo.
Narid-na-Gost estaba temblando. Aunque la rígida postura de Strann y sus ojos aparentemente absortos sugerían total indiferencia, observaba al demonio con intensa concentración; y en su interior se sentía aterrorizado.
Un gruñido grave y espantoso surgió de la garganta de Narid-na-Gost. Su puño se cerró sobre la carta, y sus dedos como garras apretaron el pergamino, que se evaporó con un siniestro ruido de implosión que dejó flotando en el aire una sensación de intenso calor. Después, el demonio se dio la vuelta lentamente.
Strann miró fijamente la pared, mientras rezaba en silencio a todos los dioses del Caos para no convertirse en el foco de la rabia de Narid-na-Gost. Durante lo que le pareció una eternidad, soportó la ardiente mirada carmesí, sintiendo que de un momento a otro sus tensos pulmones y su corazón desbocado iban a agotarse. Entonces, con un tono de voz tan suave que lo asustó más que un rugido furioso, Narid-na-Gost dijo:
—¿Sabes lo que dice esta carta, rata?
Strann tragó saliva.
—No, mi señor.
Silencio. ¿Le creía el demonio? Imposible saberlo. Narid-na-Gost comenzó a pasear arriba y abajo. Luego se detuvo y, dando la espalda a Strann, dijo:
—Mi hija espera una respuesta por escrito. No la recibirá. Dile… —Su voz comenzó a subir de tono; con un gran esfuerzo logró controlarla, y Strann se dio cuenta de que estaba temblando otra vez—. Dile que ésta es mi respuesta: que la maldigo, que escupo sobre sus planes, ¡y que, antes de ceder a su chantaje, la veré pudriéndose en los Siete Infiernos!
Strann aparentó convincentemente sentirse desconcertado, y repitió cuidadosamente las palabras hasta que el demonio quedó satisfecho de que las había memorizado con exactitud. Lo dejó marchar sin hacerle nada, y sus pasos se perdieron por la escalera de caracol. Narid-na-Gost fue despacio hasta el centro de la habitación. Miró el montón de cojines donde solía echarse. Un instante, pensó, un instante y estaría seguro. Esta vez no podía engañarse y pretender no hacer caso del desafío. Tenía que comprobar el nexo.
Cerró los ojos rojos, y un sonido como el silbido de una serpiente rompió el silencio. Un aura peculiar, ribeteada con colores oscuros y tenebrosos, se manifestó brevemente alrededor de la deforme silueta del demonio, y un olor a almizcle y metal caliente impregnó de pronto la habitación cuando Narid-na-Gost invocó sus poderes.
Bastaron unos instantes. El aura desapareció de manera brusca, el olor se desvaneció, y Narid-na-Gost abrió los ojos de nuevo. Su rostro permanecía inmóvil, sin ninguna expresión, pero en lo más hondo de su ser, en el pozo más profundo de su psique, se estaba encendiendo un horno, un horno de ira, odio y amarga desesperación. El círculo se había cerrado, y no hacía falta más disimulo. Ella se había vuelto contra él, había cortado los últimos lazos que los unían y ahora estaba dispuesta para asaltar las puertas del Caos y conseguir para sí la suprema corona, dejándolo a él solo y sin protección frente a la ira de los dioses. Y no podía hacer nada para impedir que eso ocurriera.
Despacio, muy despacio, Narid-na-Gost echó la cabeza hacia atrás. Su boca se abrió, más y más, de manera imposible, y los labios retrocedieron dejando al descubierto unos colmillos blancos y tremendos, como si fuera un sabueso que aúlla a las lunas. De lo más profundo de su ser, surgiendo como el aullido creciente y ominoso de un Warp, brotó un sonido que estremeció la aislada habitación de la torre. Un grito primario, inhumano, de sufrimiento y remordimiento y, sobre todo, de implacable e inconfundible terror.