Tirand se quedó mirando fijamente la brillante luz de la linterna que reposaba sobre la mesa, entre él y su hermana. No fue capaz de alzar la cabeza y sostener su mirada cuando habló.
—Karuth…, quisiera creer lo que acabas de decirme. Pero no sé si puedo.
Tan sólo dos horas antes, habría saltado, pensando que quería decir que era una mentirosa. Pero ahora se limitó a decir:
—Es verdad, Tirand. No me han engañado.
—¿Puedes estar segura de eso? ¿Cómo sabes que no se trata de un doble juego?
Ella sonrió con cierta tristeza.
—Soy humana. Si tuviera que confiar sólo en mi juicio, no podría estar segura. Pero Strann no podría engañar a nuestro señor Tarod.
Tirand estuvo a punto de decir que, si Ailind se había equivocado al juzgar a Strann, también la opinión de Tarod podría ser errónea. Pero tuvo que admitir que Ailind había reconocido la verdad de la primera historia de Strann, y su lealtad al Caos. Cuando Strann pareció cambiar de bando, el señor del Orden supuso simplemente que, al ser un cobarde, había decidido apuntarse a la facción más segura. Y aquella suposición, se recordó Tirand, podía no ser demasiado equivocada.
—Si pudiera hablar con Tarod… —dijo, ahora mirándola a la cara—. No es mi intención llevarte la contraria, pero oírlo de sus labios…
—Sí, lo entiendo —repuso Karuth, e hizo un pequeño gesto para dar a entender su propia incapacidad—. Una vez me dijo que, si lo llamaba en cualquier momento, respondería; pero no me gustaría suponer…
Se detuvo. La puerta de la escalera se había abierto silenciosamente y Tarod, enmarcado por las sombras que arrojaba la linterna, apareció en el umbral.
Ambos se pusieron rápidamente en pie, Tirand con tal agitación que casi tiró su silla. Tarod sonrió a Karuth y luego se dirigió a Tirand.
—Buenas noches, Sumo Iniciado. ¿He de presumir que las relaciones entre tú y tu hermana han sufrido algún cambio desde nuestro último encuentro? —Enarcó una ceja inquisitivamente, y, al ver que Tirand estaba demasiado turbado para contestar, Karuth lo hizo por él.
—Mi hermano y yo nos hemos reconciliado formalmente, mi señor.
—Así que la Matriarca se ha salido con la suya. Pensé que no tardaría en conseguirlo. Es una mujer tremendamente decidida, y llena de sentido común.
Karuth se ruborizó y cambió de tema.
—Mi señor, queríamos hablar con vos… —Vaciló, preguntándose cuánto tendría que explicar. La aparición repentina e inesperada de Tarod cuando el deseo de verlo apenas se había formado en su mente la había desconcertado y no podía imaginar cuánto, o cuan poco, sabía ya el dios. Tirand, sin embargo, había recobrado la compostura y tomó la palabra.
—Monseñor, Karuth me ha contado que Strann no ha traicionado al Caos —dijo—. No es que dude de su palabra, pero quiero estar seguro de que su creencia es cierta.
Tarod pareció sorprendido y, con lo que podría haber sido un ligero ramalazo de ira, se volvió a Karuth.
—¿Qué le has contado?
Ella bajó la vista.
—Todo, mi señor. —Luego alzó de nuevo la cabeza, con una expresión que mezclaba la súplica con el desafío—. ¡Tenía que confiar en alguien! ¡Hay un plan en marcha para utilizar a Strann en un complot para rescatar a Calvi, y eso podría significar su muerte!
Los ojos del señor del Caos ardían como fuego helado.
—¿Y consideras eso motivo suficiente para confiar su secreto a uno de los servidores más fieles del Orden?
—¡Fue motivo suficiente el confiar en mi hermano! —contestó con tono suplicante—. Nadie más podía prohibir que el plan se llevara a cabo. —Recogiéndose la manga del abrigo, mostró su brazo derecho para enseñar un pequeño corte reciente, justo encima de la muñeca—. Hemos hecho un juramento de sangre. Tirand no me traicionará a Ailind.
Tarod se volvió y dirigió una feroz mirada a Tirand.
—¿Bien, Sumo Iniciado?
Tirand también se arremangó y mostró un corte parecido.
—Puedo ser un fiel servidor del Orden, mi señor Tarod, pero no hago juramentos de sangre a la ligera… ¡y no los quebranto! —declaró con dureza.
Los ojos de felino siguieron clavados en él durante unos segundos. Tirand no cedió, no desvió la mirada, y de pronto la actitud de Tarod se hizo más relajada y los fuegos de color esmeralda perdieron la furia.
—Muy bien —dijo. Había visto lo suficiente para sentirse satisfecho. A pesar de todos sus defectos, el Sumo Iniciado era estrictamente honrado, y, a menos que Ailind sospechara algo y lo obligara a confesar por la fuerza, el secreto estaba a buen recaudo—. Entonces puedes tener la seguridad, Tirand, de que lo que Karuth te ha contado es la verdad. Strann no es una marioneta de Ygorla, sino mía. —La comisura de su boca se torció ligeramente, pero por lo demás no hizo caso de la palidez que mostró Karuth al escuchar aquellas palabras—. Y no serviría a mis intereses, ni a los vuestros, que le ocurriera nada malo debido a la intromisión del Círculo.
Tirand sospechó que le estaba lanzando una amenaza apenas velada y miró hacia otro lado.
—Debéis entender nuestras prioridades, monseñor. Calvi es nuestro Alto Margrave. Hemos de encontrar la forma de contrarrestar la influencia que sobre él ejerce la usurpadora y arrebatarlo de sus garras. Ya lo ha convertido en su consorte, y si no actuamos con rapidez…
Tarod lo interrumpió.
—Sumo Iniciado, soy plenamente consciente de vuestro aprieto, y lo comprendo. Pero, si piensas que cualquier estratagema que inventéis será suficiente para rescatar al Alto Margrave de las garras de Ygorla, estás equivocado. No haríais más que empeorar las cosas y sacrificar las vidas de los adeptos implicados sin resultado alguno.
—Pero ¿qué otra opción nos queda? —Tirand parecía amargado y enfadado—. Los señores del Orden se niegan a ayudarnos, y el Caos… —Se detuvo y luego añadió—: Bueno, no sé qué pensar del Caos. Pero me parece poco probable que nos ayude. —Miró con gesto impotente a Karuth, quien tomó la palabra.
—Mi señor Tarod, ¿no hay nada que podáis hacer para ayudarnos a rescatar a Calvi? ¿Y estaríais dispuesto, si…, si…? —Las palabras, inseguras, se perdieron.
Tarod la miró.
—¿Si pudiera hacerlo sin poner en peligro la gema del alma de mi hermano? Sí, os ayudaría. Pero eso no es posible. —Vio que Karuth iba a continuar suplicando y prosiguió antes de que dijera nada—: No, Karuth. Él riesgo es demasiado grande y no lo correré, ni por Calvi, ni por Strann, ni siquiera por ti.
Ella hizo un último y desesperado intento.
—Pero si…
Se interrumpió en mitad de la frase. Tarod no había dicho nada, pero sus ojos habían adquirido de pronto un aspecto de fría y peligrosa crueldad, que la hicieron enmudecer al instante.
—Es tarde. —Una mano de finos dedos se posó sobre el pestillo de la puerta—. Os aconsejo que durmáis un poco antes de que amanezca.
Hizo ademán de abrir la puerta, pero Tirand, que no había visto lo que había percibido Karuth, dijo con dureza:
—Entonces, ¿qué vamos a hacer, mi señor Tarod? Si ni el Orden ni el Caos van a intervenir, ¿qué esperanza queda?
Tarod lo miró.
—Lo siento, Tirand —repuso—. Si pudiera hacer algo por Calvi, lo haría. Pero es algo imposible mientras la usurpadora siga amenazando la estabilidad del Caos. —Hizo una pausa antes de añadir—: Os aconsejo fervientemente que no hagáis nada que pueda alertar a Ygorla de vuestras actividades o del hecho de que Strann no es lo que parece. Como dije antes, no le conviene a nadie que le pase algo. —Brevemente, y con su cortesía pasada de moda, hizo una reverencia ante cada uno—. Os deseo buenas noches.
La puerta se cerró tras él. Karuth intentó escuchar el ruido de pasos perdiéndose en la escalera, pero sólo hubo silencio. Por fin se volvió hacia Tirand.
—Quizá si lo tanteara en otro momento… —dijo con voz que sonaba indecisa.
—No —replicó Tirand—. No servirá de nada. Shaill tenía razón, ¿no crees? Para ellos, no somos más que peones, para todos ellos. —Esbozó una tímida sonrisa, sin ningún humor—. Quizás ambos estemos aprendiendo lecciones acerca de nuestros señores que no nos gustan.
Ella no respondió a eso, sino que dijo en voz baja:
—¿Y qué hay del plan de Sen, Tirand? No puedes permitir que lo intenten… Por favor, no puedes.
Tirand comprendió que su súplica no surgía por lealtad al Caos, sino por algo más. El Sumo Iniciado lanzó un profundo suspiro.
—Amas de verdad a Strann, ¿no es así? Es más que un capricho o un enamoramiento pasajero.
Karuth se mordió el labio y asintió.
—Sí. Es mucho más que eso.
Tirand no entendía sus sentimientos, no podía comprenderlos. Todavía no había descubierto lo que significaba amar de esa manera, con el cuerpo y el alma, además de con la mente y el corazón. Y que Karuth entregara su amor precisamente a Strann… Pero la conocía lo suficiente para saber que debía de haber descubierto en el bardo cosas que sus ojos mal predispuestos no podían ver. Sobre todo, sabía que ella era lo bastante inteligente para juzgar sus propios sentimientos.
—Si hay otro camino, lo seguiremos —contestó—. Si no…, prohibiré el plan de Sen. Tienes mi palabra.
Ella nada dijo, no se le acercó. Pero la mirada de respuesta en sus ojos expresaba más que cualquier palabra o gesto, y los situó más cerca de lo que habían estado desde los días en que por primera vez se había hablado de Ygorla en el Castillo.
A pesar de las precauciones de la Matriarca, la reunión clandestina de aquella noche no había pasado totalmente inadvertida.
Un par de ojos habían visto a los participantes salir con disimulo de la biblioteca, y, cuando la vacilante luz de la linterna iluminó al primer trío que salió de la habitación del sótano para apresurarse en silencio bajo la columnata en dirección a las puertas principales, la figura que observaba desde lo alto de la torre sur tomó buena nota.
Aunque nunca se había dejado ver por los habitantes del Castillo, Narid-na-Gost había puesto especial cuidado en aprender de memoria muchos nombres y rostros, y conocía la identidad de todos los conspiradores. Pero sólo habían salido tres. ¿Dónde estaban el Sumo Iniciado y su hermana?, se preguntó. ¿Por qué se habían quedado? ¿Qué estaban haciendo y, lo que era más importante, qué planeaban hacer?
Narid-na-Gost tenía sus sospechas. Había esperado que ocurriera algo como esto, algún acto por parte de la camarilla más íntima del Castillo, una señal de que el período de aparente e impotente inactividad tocaba a su fin. El demonio estaba furioso. Aquello era culpa de Ygorla. Le había advertido, una y otra vez, contra su locura de exceso de confianza; le había advertido que aquellos mortales no eran de la misma madera que los pusilánimes de la Isla de Verano, y que no iban a someterse como dóciles ovejas. Pero Ygorla ya no escuchaba nada de lo que le decía.
Lo desdeñaba; lo ponía en ridículo. Y ya no podía controlarla.
Control. Aquél era el meollo del asunto. El demonio se levantó de su montón de cojines carmesíes, y paseó nervioso su deforme cuerpo jorobado por la habitación de la torre. Las preguntas sin respuesta le roían la mente como un depredador roe los huesos de su víctima, y tenía los ojos inyectados de ira y frustración. Se mordió una de sus uñas como garras, mientras se acercaba cojeando a la ventana y miraba con más atención el frío mundo exterior. Había perdido el control y estaba amenazado. Hacía algún tiempo que lo sabía, pero había creído que la amenaza residía en los efectos que la ciega arrogancia de Ygorla tendría sobre el Caos, y en su aparente voluntad de poner sus planes en peligro para satisfacer sus infantiles juegos. Ahora pensaba que eso había sido un grave error. La mayor amenaza no provenía del Caos, sino de Ygorla.
Incapaz de quedarse quieto durante más de unos segundos, regresó a los cojines y se dejó caer sobre su suave lujo, resistiendo apenas el impulso de destrozarlos y esparcir los jirones por la habitación. Calma. Debía conservar la calma y no permitir que los corrosivos pensamientos que le atacaban los nervios salieran triunfantes. Pero lograrlo era difícil, y cada vez más difícil a medida que pasaba el tiempo. ¿Qué estaría planeando ella? Ésa era la pregunta vital. ¿Qué perfidia cobraba forma en la retorcida mente de su hija, y cómo podía contrarrestarla? Las sospechas se acumulaban una encima de otra, y el cuadro se iba tornando rápidamente desagradable, sobre todo desde que ella había decidido nombrar a aquel chiquillo malcriado, el Alto Margrave, como su consorte oficial. ¿Por qué había hecho eso? ¿Qué planes tenía para Calvi Alacar?
Con otro movimiento brusco, Narid-na-Gost apartó de una fuerte patada los cojines y volvió a pasear por la habitación. Su consorte. ¿Cuáles eran las palabras que había utilizado, las palabras que la rata le había dicho? «Emperador designado.» Emperador designado. Al demonio se le erizó la piel al pensar en lo que eso podía significar. ¿Era eso lo que Ygorla planeaba hacer secretamente? ¿Había crecido su ambición hasta el punto de querer usurpar su puesto en su plan, y estaría pensando en instaurar a Calvi Alacar como gobernante de este mundo mortal mientras ella tomaba el control del Caos?
Si Narid-na-Gost hubiera sido humano, habría comenzado a sudar frío. Tenía lógica; tenía una lógica terrible y racional. ¿Quién era el actor principal en todas las peleas que habían llevado a la presente situación entre los dos? ¿Quién se había propuesto, al parecer, alejarlo deliberadamente, dejando con ello el terreno libre para que ella hiciera su voluntad sin verse molestada por su influencia? Oh, qué inteligente que era. Y él había sido un estúpido por no advertir hasta ahora la dirección que habían tomado los acontecimientos.
Siete años, pensó con furia, siete años dedicados a enseñarle, a alimentarla, a darle la capacidad de que explotase plenamente su poder. Y, ahora que se había dado cuenta, estaba a punto de volverse contra él, de reírse de la deuda que tenía y de abandonarlo para que se perdiera. Poseía los medios para hacerlo: la gema del Caos; otra muestra de su estupidez el habérsela dejado guardar a ella. Conocía el sortilegio por el cual sus vidas estaban unidas a la materia prima de la gema, protegiéndolos a ambos de un ataque por parte de los señores del Caos, y sabía cómo romperlo.
Entonces se le ocurrió el peor de todos los pensamientos: quizá ya lo había roto. Quizás en estos momentos ya no tenía defensa alguna contra sus antiguos amos y ella sólo esperaba el momento propicio para desafiarlo… o incluso para hacer saber a Tarod del Caos lo que había hecho e incluir la destrucción de su progenitor en el trato que hiciera con Yandros…
Narid-na-Gost se vio sacudido por un escalofrío y siseó como una serpiente acorralada. Tras él, uno de los cojines comenzó a arder, prendido por el relámpago de rabia y terror que su mente proyectó. Soltó un gruñido, giró sobre sí mismo, y apagó el fuego con un gesto, dejando sólo un torbellino de chispas y un olor fétido que flotó brevemente en el aire.
Debía comprobar el sortilegio, comprobar su nexo con la gema del Caos y ver si todavía existía. Siseó de nuevo, cerró los ojos, se preparó… pero se detuvo. ¿Y si ella le hubiera tendido una trampa? ¿Y si hubiera dejado deliberadamente aquel rastro y estuviera esperando a que comprobara el nexo y con ello pusiera al descubierto su miedo? No lo haría. No mostraría debilidad ni le daría la satisfacción de saber que lo había asustado. Además, se dijo con renovada furia, ella no había roto el nexo. No lo había hecho. No se atrevería.
Parpadeó de nuevo y regresó a la ventana. El Sumo Iniciado y su hermana no habían salido todavía de la biblioteca. ¿Qué estarían haciendo? ¿Qué plan estarían concibiendo? Sabía que hasta aquella noche apenas si se dirigían la palabra. ¿Había cambiado eso? Y, si era así, ¿qué podría significar? Narid-na-Gost sabía que allá abajo, más abajo de la biblioteca, se encontraba el Salón de Mármol y que dentro del Salón de Mármol estaba la Puerta del Caos, la llave de sus ambiciones. ¿Existía alguna relación entre la Puerta y la secreta actividad de los adeptos? Si pudiera ver a través de aquellas paredes de piedra…
El pensamiento se interrumpió cuando una débil luz apareció en el umbral, bajo la columnata. Narid-na-Gost se puso tenso, frotó la ventana empañada y tuvo que refrenar el impulso de hacer añicos el cristal. Dos siluetas, una que llevaba una linterna. Sí; Tirand Lin y Karuth Piadar, y el Sumo Iniciado cogía del brazo solícitamente a su hermana mientras se dirigían apresuradamente entre las columnas hacia la puerta principal. El demonio no había advertido la visita de Tarod a la biblioteca, pero sus sentidos inhumanos recogieron el hecho de que había una nueva aura alrededor de los dos humanos que corrían, una tensión que no era de hostilidad sino de connivencia, y de nuevo pensó en el Salón de Mármol, del cual el Sumo Iniciado tenía la única llave. ¿Era eso? ¿Tirand Lin había perdido la fe y la paciencia con su amo Ailind y se volvía ahora, gracias a los buenos oficios de su hermana, hacia el Caos? Y, si así era, ¿lo sabía Ygorla?
Tirand y Karuth subieron corriendo los escalones y desaparecieron al atravesar las grandes puertas de doble hoja del Castillo. Narid-na-Gost permaneció observando el patio quizás un minuto más; después se apartó de la ventana y se puso en cuclillas en los cojines, con las manos apretadas ante su rostro, contemplándolas.
El Círculo ya no estaba inactivo. Estaba seguro, tenía pruebas. Y se hubiera apostado lo que fuera a que Ygorla, demasiado preocupada con sus caprichos, no sabía lo que ocurría delante de sus narices. Aquello era valioso, porque le proporcionaba un arma que podría utilizar contra ella. Y si llegaban a lo peor y ella intentaba destruirle —una posibilidad que Narid-na-Gost no tenía más remedio que tener en cuenta— le proporcionaría también el medio de cambiar las tornas y salvar su vida en lugar de la de Ygorla. Porque, si bien nunca se atrevería a acercarse a Tarod del Caos para proponerle un trato, el Sumo Iniciado era algo muy distinto…
Por una vez, Calvi despertó antes que Ygorla. Creyó haber soñado de nuevo, pero no conseguía recordar sus sueños y le parecía que el esfuerzo de hacerlo era demasiado aburrido para intentarlo. De forma que permaneció en un estado de aturdida satisfacción en la media luz del amanecer, pensando qué pediría para desayunar aquella mañana, y volviendo de vez en cuando la cabeza para contemplar con lánguido orgullo y satisfacción la negra cabellera y el exquisito rostro de la mujer que dormía a su lado. La noche anterior, cuando ella había regresado del concierto, mientras disfrutaban del agradable bienestar de la lujuria saciada, le había hablado de los planes que tenía pensados para ambos. La rendición de Yandros, le había dicho, sólo era cuestión de tiempo. El señor del Caos acabaría comprendiendo que no le quedaba más remedio que hacer lo que ella exigía. Entonces la amante de Calvi, el objeto de su adoración, la luz de su vida, sería no sólo la indiscutible emperatriz de este mundo sino que también se convertiría en la dueña triunfante del Caos. Y él estaría a su lado.
Calvi esbozó una fría sonrisa muy especial. Entonces todos bailarían a un son muy distinto, pensó, cuando llegara ese día. Ya no sería Calvi el chiquillo, Calvi el chico inexperto e imberbe, Alto Margrave sólo de nombre, al que todos trataban como si fuera poco más que un estorbo que debía ser soportado en aras del protocolo. Tendría poder; poder verdadero y no sólo las galas sin valor de un título antiguo. Lo usaría, desde luego. ¡Dioses, cómo lo usaría! Tirand Lin, Shaill Falada, Karuth Piadar y todos los demás —la lista se hacía cada día más larga en su cabeza— que lo habían despreciado, insultado, o llevado la contraria de la manera más insignificante: se ocuparía de ellos, y su imaginación ya trabajaba febrilmente ante aquella perspectiva. Sobre todo disfrutaría con la humillación de Tarod del Caos. Porque aquella noche en el Salón de Mármol, cuando Karuth lo había desafiado y había invocado a los dioses del Caos, Tarod había sido el artífice de una amarga humillación que Calvi no olvidaría jamás, y Calvi lo odiaba por eso. La verdad era que él se lo había buscado, y desde el punto de vista de Tarod no había sido nada más que una reprimenda ligera aunque necesaria. Pero nada conseguiría que Calvi viera las cosas de esa manera. Ansiaba vengarse del dios de negros cabellos, e Ygorla le había prometido concederle ese deseo.
Pero, mientras permanecía echado en la cama a su lado, acariciándole ociosamente con una mano la espesa cabellera, se dio cuenta de que incluso entonces, incluso cuando Tarod y sus antiguos compañeros hubieran pagado su arrogancia y hubieran sido hundidos, quedaría una cuenta por ajustar. De pronto frunció el entrecejo y se sentó; su cuerpo se puso tenso involuntariamente y su buen humor se vio turbado por una punzada de frustración. Por mucho que odiara a Tarod, había alguien a quien odiaba todavía más: Ailind del Orden, y con él todo lo que representaba. Ni se le pasó por la cabeza preguntarse por el hecho de que tan sólo hacía unos días era un firme aliado de la causa del Orden. Aquello pertenecía a otra vida y era del todo irrelevante. Si pudiera satisfacer una ambición, una sola, pensó Calvi, escogería ver roto el poder de Ailind y ver su arrogante suficiencia hecha pedazos sin remedio. Pero los señores del Orden estaban fuera del alcance incluso de Ygorla…
¿O no lo estaban?
La idea se le ocurrió de forma tan repentina que lo asustó. Durante varios segundos, mientras la extraordinaria idea calaba en él, no movió ni un músculo sino que permaneció sentado contemplando las colgaduras de terciopelo que envolvían los pilares de la cama. Entonces, bruscamente, saltó de la cama y se acercó a la adornada mesilla de noche de Ygorla, donde había una jarra de hidromiel y otra de vino, junto a dos copas cargadas de joyas. Llenó con las dos jarras una de las copas —el vino y la hidromiel eran un cóctel terrible que desde hacía poco le gustaba mucho— y, dejándose caer en el taburete con asiento forrado de seda, bebió varios tragos en rápida sucesión. Su reflejo lo contemplaba desde el gran espejo de Ygorla: un rostro joven y atractivo pero con nuevos rasgos duros que le conferían un aire cruel, y sombras de depravación bajo los ojos azules, que parecían contener inhumanas y frías profundidades. Tras su imagen, el espejo mostraba también la figura yacente de Ygorla, voluptuosa y de piel blanca, con el cabello como una cascada negra, y Calvi sintió un arrogante orgullo nacer dentro de sí a medida que la idea, la increíble suposición, comenzaba a cobrar forma en su mente. Y, cuanto más lo pensaba, y cuanto más vino e hidromiel bebía, y cuanto más contemplaba a su amante dormida en el espejo, menos increíble le iba pareciendo la suposición. Al fin y al cabo, ¿no era Ygorla invencible? Había conquistado un mundo entero sin utilizar más que una cantidad nimia de su poder. Había atrapado a los señores del Caos y los tenía impotentes, en sus garras, o casi tan impotentes que no existía diferencia. ¿Cómo iba a desafiarla cualquier fuerza del universo si ella decidía tomar el último bastión y realizar la conquista definitiva…, la conquista del mismísimo reino del Orden?
Calvi vació su copa y la llenó de nuevo, el rostro ansioso y con una extraña y codiciosa luz en los ojos.
No recordaba sus sueños. No sabía nada de las fuerzas elementales que se le habían acercado mientras dormía y que hábil pero sutilmente habían manipulado los niveles más profundos de su mente inconsciente. Nada sabía del titánico poder que había motivado a aquellos elementales, prometiéndoles la oportunidad de vengarse de su mayor torturadora si renunciaban a su existencia independiente durante un cierto tiempo y cumplían las órdenes de los dioses. Pero las semillas que Ailind y Aeoris habían sembrado en el fértil terreno de su imaginación estaban arraigando, y sus pensamientos comenzaban a desbocarse. Ygorla hablaba de una nueva era del Caos, pero ¿por qué detenerse ahí? El Caos constituía sólo la mitad de los dominios de los dioses. Y, mientras Aeoris y los suyos gobernaran en el reino del Orden, la supremacía de Ygorla no sería completa. Pero si el Orden también cayera aplastado bajo sus pies… Calvi soltó una áspera risotada de placer ante la idea de semejante cambio de situación, ante una venganza soberbia y adecuada contra Ailind y sus hermanos.
—¿Calvi? —La voz de Ygorla lo sobresaltó, y al volverse la vio despierta y sentada en la cama. Sus ojos mostraban una mirada penetrante y casi desconfiada, aunque sus labios sonreían con dulzura, como siempre—. ¿Qué haces ahí, hombre dorado?
Calvi se levantó, satisfecho al ver cómo ella paseaba su mirada, apreciativamente, por su cuerpo desnudo. Cogió la copa, se acercó a la cama y se entregaron a un largo y ardiente beso, antes de que ella lo apartara y lo mirara de nuevo, inquisitivamente.
—Estás tramando algo, querido. No intentes engañarme. Te conozco demasiado bien.
—Es verdad —reconoció él y, girando la cabeza, le lamió la muñeca y subió por el brazo hasta el codo—. Y estoy tramando algo. Una idea…, una idea increíble, magnífica, que te encantará. ¿Quieres saber de qué se trata o prefieres que me la guarde para más tarde?
Ygorla enredó sus dedos en el cabello de Calvi. Aflojó los brazos lo suficiente para permitirle que se inclinara y la besara otra vez, y entonces le mordisqueó el labio inferior cuando sus bocas se encontraron.
—Te advierto, querido, que no me gusta esperar —le susurró al oído—. Si continúas burlándote, tendré que morderte. Así que será mejor que me lo cuentes todo ahora, ¿no crees?
Calvi se rió por lo bajo, acariciando sus cabellos con la nariz. Luego, fríamente y sin rodeos, se lo contó.
Ella se sentó sobre los talones y lo miró sorprendida. Durante casi un minuto reinó el silencio. Entonces entrecerró los ojos y dijo en un tono de voz peculiarmente grave:
—¿Apoderarme del reino del Orden…?
—Sí.
Ygorla se pasó la lengua por el labio inferior.
—¿Y para qué querría hacer una cosa semejante…?
Calvi esbozó una sonrisa lobuna.
—Sencillamente, amor, porque podría ser tuyo si quisieras —respondió, cogiéndole las manos—. ¿Por qué habría de contentarse tu ambición con el dominio del Caos? Eres invencible. Lo sabes, lo has demostrado. ¿Por qué, entonces, contentarte con gobernar el Caos, sabiendo que queda un poder que se te opone? ¡Tu supremacía debería ser total!
Ygorla lo miró, mientras su mente se movía rápidamente por aquel territorio nuevo e inexplorado. Se preguntó cómo se le había ocurrido esa idea. La respuesta le vino enseguida y soltó una suave risa.
—Mi dulce Calvi, ¿realmente odias tanto a Ailind?
—¡Sí! —Sintiéndose picado por lo que tomó como un reproche, quiso justificarse—. ¡Odio a Ailind del Orden tanto como odio a Tarod del Caos! Es tu enemigo, mi preciosidad; él y sus hermanos, y su señor miserable, Aeoris. Eso ya es suficiente para que desee verlos pisoteados, y cuando pienso…
—Y cuando piensas en cómo se ha atrevido a tratarte Ailind desde que vino a este mundo, quieres vengarte todavía más —concluyó sonriente—. Oh, no pienses ni por un instante que ése es un motivo insignificante. ¡Es una razón espléndida y la admiro!
La verdad es que no sólo lo admiraba, estaba muy impresionada. Sabía que, bajo su tutela, Calvi estaba librándose con rapidez de las cadenas del pensamiento y la acción convencionales, que tanto lo habían estorbado en el pasado. Pero aquello… Ni siquiera a ella se le había ocurrido semejante posibilidad. Su mente corría desbocada, construía visiones, y de pronto sus ojos comenzaron a brillar codiciosamente a medida que las visiones se hacían claras. Controlar no sólo el Caos, sino también el Orden; hacer que el arrogante Aeoris y su hermano presumido y bobalicón, Ailind, cayeran de rodillas ante ella… sería un triunfo mayor incluso que la conquista del Caos, porque, como le había recordado Calvi, los señores del Orden eran sus enemigos de una manera en que Yandros y los suyos no lo eran. Podía subyugar a los dioses del Caos y manipularlos a voluntad, pero en el reino del Orden podría poner en práctica un juego bien distinto.
—No es sólo el odio hacia Ailind lo que me impulsa. —Calvi le apretó las manos con más fuerza y su voz adquirió un tono apremiante—. Piensa, amor mío…, piensa en lo que podría suceder si los dioses del Orden no son subyugados. Vas a iniciar una nueva era del Caos. Pero, cuando nazca esa nueva era, ¿qué harán Aeoris y sus hermanos? No se contentarán con permanecer temblando en su reino. Reunirán a todas las fuerzas del Orden contra ti.
Ella se rió.
—Querido, veo que tienes madera de excelente estratega. Pero voy por delante de ti. Claro que Aeoris hará eso. Lo sé desde el principio. Pero él y sus débiles hermanos no pueden abrigar esperanzas de derrotarme. Si controlo este mundo y el mundo del Caos, ¡se verán impotentes frente a mí!
—Sí. Pero piensa en lo que ocurrió en los días antiguos, los días anteriores al Equilibrio. —La boca de Calvi se torció cínicamente—. ¿No nos vimos obligados durante largos y terribles años a aprender el catecismo? Los señores del Caos fueron desterrados, pero regresaron, desafiaron al Orden y salieron triunfantes. Sin el control del reino del Orden, podrías desterrar a Aeoris, igual que él desterró a Yandros, en un abrir y cerrar de ojos. Pero sólo podrías hacer eso. Pero, si además del Caos hubieras conquistado el Orden, no tendrías que pensar en la posibilidad de su regreso, ¡porque podrías aniquilarlos!
Ygorla hizo una pausa y cayó súbitamente en la cuenta de que, al menos en eso, los pensamientos de Calvi habían ido por delante de los suyos. De niña, ¿no había pasado día tras día sentada en la odiada clase de la residencia de la Matriarca, escuchando las áridas y aparentemente interminables lecciones de la hermana Corelm Simik? Calvi tenía razón. Aunque Aeoris y sus hermanos fueran expulsados muy lejos del mundo mortal, usarían todos sus trucos en un intento de regresar, tal y como había hecho Yandros un siglo atrás. Sus intentos fracasarían, claro está —desechaba con desprecio cualquier otra posibilidad—, pero sería mucho mejor eliminarlos completamente. Si pudiera derribar a Aeoris y aplastar su poder de una vez por todas, el reino del Orden incluso dejaría de existir.
Pero entonces una corriente de frío realismo atravesó su mente como si fuera la hoja de una espada. Deseaba aquello. Sentía el ansia cosquilleante de aquella nueva ambición, como un animal hambriento en su interior. Pero no era posible. Tenía los medios para doblegar al Caos, pero no tenía poder semejante sobre los señores del Orden. Aunque la idea era espléndida, no podía llevarse a cabo.
Se sintió sumida en la frustración, y, soltándose de Calvi, saltó de la cama para pasear por la habitación. Su voz sonó dura e irritada.
—¡No puede hacerse! ¡No puede hacerse!
En otra dimensión, sin que ninguno de los dos lo supiera, las fuerzas elementales se movieron y alteraron, y la sutil influencia que había dado forma a los sueños de Calvi tocó de nuevo su mente desprevenida. Calvi aspiró aire con fuerza y dijo:
—Creo que sí se puede.
Ygorla se paró en seco. Daba la espalda a Calvi y su actitud era tensa.
—¿Cómo? —Esa única palabra iba cargada de explosiva tensión. Hubo una pausa antes de que Calvi hablara.
—Haciéndoles chantaje, igual que has hecho con el Caos. ¡Apoderándote del alma de un señor del Orden!
Absorta por su hirviente frustración, Ygorla estuvo a punto de interrumpirlo y desechar sus argumentos, pero de repente lo comprendió. El alma de uno de los hermanos de Aeoris, o incluso la del mismo Aeoris… ¿Sería posible? Su pulso se aceleró y se lamió los labios en un gesto nervioso, sintiendo casi temor de desengañarse al poner a prueba la idea.
—Yo… —Se calló y reflexionó. ¿Tenían sus almas la misma forma que las de los señores del Caos? No lo sabía. Pero podía descubrirlo. Podía usar a sus esclavos elementales. Los elementales escapaban a la jurisdicción de los dioses y podían moverse en sus mundos sin despertar sospechas. Podía enviarlos al reino del Orden so pena de destruirlos, y ordenarles que hicieran lo que su progenitor había hecho en el Caos: descubrir dónde se ocultaban las almas de los grandes señores y volver con esa información. Podían hacerlo y no se atreverían a traicionarla.
Pero, incluso si lo conseguía (no, dijo una parte de ella, no «si lo conseguía» sino «cuando lo consiguiera»), ¿cómo podía tener esperanzas de poner las manos sobre semejante gema? Los elementales ya no le servirían. No tenían el poder para transportar objetos físicos entre dimensiones. Ygorla frunció el entrecejo, consciente de que Calvi seguía mirándola, tenso y aguardando. Calvi creía que podía hacerlo y quería que lo hiciera, que llevara a cabo la demostración definitiva de su poder y su supremacía. Ygorla también quería. Pensó en su padre acobardado y asustado, Narid-na-Gost, y pensó en Ailind con su arrogante y fingido desinterés, y pensó en todos los despreciables mortales que correteaban como ratas intentando morderse sus propias colas en sus esfuerzos por vencerla, y de pronto se percató de que nunca había deseado algo en la vida con tantas fuerzas como aquello. El Caos y el Orden. El poder absoluto, sin nada ni nadie que se le opusiera. Oh, sí, pensó. Oh, sí. Pero ¿cómo conseguir la gema…?
Y entonces, como la luz surgiendo en un horizonte oscuro, Ygorla se acordó de la Puerta del Caos.