Había seis personas en la biblioteca: tres adeptos estudiantes, su tutor y dos maestros seglares. La súbita aparición de Tarod en el umbral los hizo ponerse a todos en pie sobresaltados. Sabían quién era, aunque ninguno de ellos se había tropezado directamente con él antes, y sus expresiones se congelaron en una mezcla de asombro y consternación.
La mirada implacable del señor del Caos barrió la cámara abovedada; luego pronunció una seca palabra:
—Fuera.
No vacilaron. Dejaron los libros, los apuntes y las discusiones y salieron a toda prisa de la sala para subir la escalera de caracol. Al cerrarse la puerta tras el último de ellos, Tarod miró las antorchas en la pared, que instantáneamente se apagaron, y se dirigió a la pequeña puerta que conducía al Salón de Mármol. Aquel asunto era demasiado urgente y demasiado serio para que bastaran sus métodos normales de contacto con Yandros. Para aquello debía regresar en persona al Caos.
La puerta de plata del Salón se abrió sin hacer ruido al acercarse él, y la cruzó para entrar en la difuminada y conocida atmósfera de las neblinas cambiantes de tonos pastel. Hizo caso omiso de las siete grandes estatuas, excepto por una breve y cínica mirada a la escultura de Aeoris, y se acercó al mosaico negro en el suelo que señalaba el emplazamiento de la Puerta del Caos. Sintió que nadie había entrado en el Salón desde su última visita; el nexo de protección que había establecido para que le avisara de cualquier intento de forzar la Puerta seguía intacto, y parecía que hasta el momento tanto Ygorla como su progenitor no tenían ni el deseo ni el valor para hacer investigaciones por su cuenta.
Tarod entró en el círculo negro. La unión entre la Puerta y sus creadores era constante, por lo que no necesitaba ritual ni formalidad alguna. Sencillamente ejerció su voluntad, y las nieblas en tonos pastel temblaron brevemente cuando su alta figura desapareció del mundo de los mortales.
Al entrar en el reino del Caos, alguien estaba esperándolo. Vio un brillo de cabellos de un blanco dorado, y luego unas manos pequeñas y pálidas se extendieron hacia él y unos ojos de ámbar lo miraron con cariño; una boca sensual sonrió.
—Cyllan… —El mal humor de Tarod desapareció cuando vio a su consorte, quien había adoptado la forma que tenía cuando era una mujer mortal, un siglo atrás, la forma que sabía que a él más le gustaba. Se abrazaron efusivamente, y una nota pura y única vibró con claridad en el aire durante un segundo antes de desvanecerse.
—Yandros me dijo que volvías —dijo ella, cogiéndolo de la mano. Se alejaron del extraño árbol de hojas metálicas que era la manifestación actual de la Puerta del Caos en aquel mundo. Bajo sus pies crujía una hierba negra, que se convertía en plateada allí donde pisaban.
—Sólo durante un rato —advirtió él, y sonrió disculpándose—. Tengo noticias urgentes para Yandros y necesito conferenciar con él de manera más privada de lo que es posible en el Castillo.
Cyllan lo miró a los ojos.
—Ha sucedido algo, ¿verdad?
La sonrisa de Tarod se endureció un tanto.
—Algo ha sucedido, amor, sí. Aunque no es más que lo que hemos estado esperando. —Miró adelante, donde altos árboles de un verde negruzco se curvaban para formar una avenida sobre la explanada de hierba. En la avenida había una presencia que sólo sus sentidos podían detectar, y Tarod le hizo un gesto de reconocimiento—. Yandros me espera. En cuanto hayamos terminado, me reuniré contigo.
Sus labios se posaron en los de Cyllan con la suavidad y la entrega que ella conocía y había apreciado durante tanto tiempo; otra vieja herencia de sus orígenes humanos. Luego, oscuro y silencioso como una sombra, Tarod se alejó por la avenida.
El paisaje inestable y siempre cambiante del reino del Caos reflejaba a menudo los estados de ánimo de sus señores supremos, y, al acercarse Tarod a su hermano mayor, grandes nubes negras se acumularon en los cielos, ocultando el deslumbrante rayo de luz que llegaba desde el lejano horizonte y sumergiendo la avenida en la oscuridad. Luego los relámpagos surcaron con silenciosa violencia el cielo, iluminando fugazmente la severa silueta de Yandros. Su rostro estaba sombrío, y en sus ojos, de un color negro azabache, había una expresión mortífera.
—Tarod —se estrecharon las manos con un gesto serio pero lleno de afecto, aunque Tarod sintió la ira contenida que bullía en su hermano—. Cuéntame todo lo que ha sucedido.
La avenida de árboles se fundió en los muros de un enorme túnel petrificado y abovedado. Chorros de agua, que resplandecían con una luz propia de color rojo sangre, comenzaron a correr por las paredes y formaron torrentes impetuosos a ambos lados de los dioses. Un lejano sonido, como el avance de una distante marea, susurraba entre las fantásticas formaciones rocosas. Avanzaron por los espacios vacíos y llenos de ecos, y Tarod le comunicó lisa y llanamente su enfrentamiento con Ygorla y el pacto que ella había propuesto. Yandros escuchó toda la historia sin decir nada y, cuando Tarod acabó, se detuvo, con la mirada fija en la distancia. Bajo el resplandor sangriento de los torrentes su rostro resultaba infernal.
—Ella propone esto…, exige lo otro… —Fijó la vista en el techo muy por encima de ellos, y una enorme sacudida azotó todo el túnel al explotar hacia arriba incontables toneladas de roca. Un centenar de voces demenciales chillaron una respuesta enloquecida; gritos de rabia, de agonía, de otras emociones que ninguna mente humana podría haber comprendido. En lo alto, por encima de los perfiles astillados y rotos de los restos de las paredes, seis enormes prismas de luz flotaban sobre la escena, girando lentamente sobre sus ejes y latiendo en perfecta secuencia y en perfecta simetría. Seis, donde antes había habido siete…
Yandros se rió. Ni siquiera Tarod había escuchado antes una risa tan cargada de amargura, de negra y triste autocensura; y de repente las paredes destrozadas desaparecieron y se encontraron en una llanura interminable de hielo puro, sin un solo accidente que interrumpiera su monotonía. Los prismas, solitarios en un cielo desierto, derramaban un brillo tan frío y corrosivo como el ácido, y miles de reflejos de arco iris se agitaban incansables bajo la superficie del hielo.
—La usurpadora exige —dijo Yandros, en voz tan baja que apenas resultó audible—, y somos incapaces de oponernos a ella, Tarod. ¡Somos incapaces!
Tarod no contestó. No podía decir nada.
—Nunca he creído —prosiguió Yandros al cabo de unos instantes— que seamos invencibles. A diferencia de Aeoris hace un siglo, nunca he cometido ese error. —Comenzó a pasearse por el hielo—. De hecho, me enorgullecía de poseer la sabiduría para reconocer la existencia de trampas en las que incluso los dioses pueden caer. —Se detuvo, se dio la vuelta y miró a Tarod, con ojos que lanzaban destellos de una docena de colores distintos—. Algunos de los mortales más píos sostienen que el orgullo es una cualidad indeseable y que debería ser erradicada porque conduce a la perdición. Tienen una palabra antigua para designarlo… ¿La conoces?
—Hybris —dijo Tarod.
—Hybris —repitió Yandros; luego sus finos labios se torcieron en una sonrisa cínica que no tenía ni rastro de diversión—. Supongo que es una palabra tan buena como cualquier otra para describir a un estúpido arrogante.
Tarod sacudió su oscura cabeza.
—¿Cómo ibas a saberlo, Yandros? ¿Cómo iba ninguno de nosotros a suponer…?
—¡No intentes calmarme con perogrulladas! —lo cortó Yandros.
El cielo se partió en dos, haciendo que los seis prismas se lanzaran a un loco frenesí de reflejos fragmentados, y la llanura de hielo desapareció, dejándolos en un vacío de oscuridad total. Una bola de fuego ardía en el espacio que separaba a los dos dioses. Yandros habló de nuevo.
—Perdóname, Tarod. No quería faltarte al respeto. —Un suspiro rompió el silencio—. Por el bien de los dos, busquemos un paraje más amable.
Conociendo el estado de ánimo de su hermano, Tarod ejerció su voluntad brevemente sobre la sustancia del Caos, y se encontraron juntos en el torreón de una torre de piedra gris que presidía un cambiante paisaje a unos siete kilómetros más abajo. Yandros recorrió la cámara circular con la mirada y, abandonando por fin su rabia se echó a reír.
—Lees mi mente con demasiada claridad. Una escena sobria e inocua para engendrar un estado de ánimo sobrio e inocuo. Ah, bien, supongo que nos servirá tan bien como cualquier otra cosa. —Recorrió el suelo y una neblina de color pastel, que recordaba a la del Salón de Mármol, se agitó alrededor de sus pies—. Podría ir al mundo mortal y destrozarlo, junto con todo lo que hay en él; y lo haría si con ello consiguiera mi deseo. Pero ¿de qué serviría, Tarod? Nos enfrentamos a una terrible elección: o capitulamos ante la usurpadora, o nuestro hermano morirá. —Dejó de pasearse y se volvió; sus ojos ardían de dolor—. No puedo admitir esa pérdida, de ninguna manera.
—Pero… —comenzó a decir Tarod.
—Pero al mismo tiempo no puedo aceptar la idea de que Narid-na-Gost ocupe mi lugar como señor supremo de este reino. ¿No ibas a decir eso? Tienes razón: no puedo. Es insostenible, impensable. —Fuera, al otro lado de la estrecha ventana del torreón, sonaron truenos aterrados, y algo respondió con una risa áspera. La expresión de Yandros se tornó salvaje.
»No voy a hacer un noble discurso acerca de los beneficios del Equilibrio. Su única función, tal y como fue desde el principio, ha sido proporcionarnos una fuente de diversión y una alternativa preferible al aburrimiento de gobernar a nuestros súbditos humanos sin ni siquiera un murmullo de desacuerdo. Pero, aun así, la idea de regresar a las viejas costumbres… —Sacudió la cabeza, y extrañas luces brillaron en sus rubios cabellos—. Nunca nos satisfizo gobernar sin oposición, ¿no es cierto? Y, cuando se añade la corrupta dimensión humana a la ecuación, se convierte en algo repulsivo y despreciable. Codicia, arrogancia, venganzas mezquinas; todos los rasgos que despreciamos por su hueca absurdidad. En eso se convertiría el Caos, Tarod. En eso se convertiría bajo el gobierno de Narid-na-Gost y de su jactanciosa hija: en una farsa.
—Has dicho «se convertiría» —observó Tarod con suavidad—. No «se convertirá», sino «se convertiría». —Hizo una pausa antes de inquirir—: ¿Se te ha ocurrido algo, Yandros?
Yandros lo miró con expresión atormentada.
—Para ser sincero, hermano, no lo sé. Se me ha ocurrido una posibilidad, pero es algo que todavía no quiero discutir, ni siquiera contigo. Necesito darle más vueltas —declaró, comenzando a pasearse de nuevo—. Tenemos tiempo. Al menos es una ventaja. Si la usurpadora no recibe noticias nuestras, ni siquiera ella será tan estúpida como para ponerlo todo en peligro por falta de paciencia. Esperará. Pero puede que Aeoris no lo haga.
Tarod estaba intrigado.
—¿Aeoris? ¿Qué has sabido de sus maquinaciones?
Yandros hundió los hombros.
—Nada concreto. Pero los dos sabemos que algo se está tramando en el reino del Orden y que no es sencillamente una manifestación de su satisfacción ante nuestros aprietos. Al fin y al cabo, no conseguirían nada si capituláramos ante la usurpadora, porque deben saber tan bien como nosotros que, si Narid-na-Gost alcanzara aquí el poder, su primer acto sería lanzar un ataque contra su fortaleza; y, con su hija coronada como emperatriz del mundo de los mortales, su poder combinado pondría al Orden en fuga. Así que todavía podemos suponer con seguridad que Aeoris sigue compartiendo nuestro deseo de verlos acabados y sus almas encerradas en los Siete Infiernos. La única diferencia en ese propósito común es que Aeoris también desearía que nuestro hermano fuera destruido en el proceso, de manera que el Equilibrio pueda ser alterado y él pueda reclamar de nuevo su antigua supremacía. —Sus ojos se volvieron de plata—. Eso es lo que debemos impedir, Tarod. Eso es lo que debemos impedir, ¡no importa a qué precio!
Tarod asintió con gravedad.
—Sigo sin poder sacarme de encima la sospecha de que hay más de lo que parece en la forma en que Ailind trató a Calvi Alacar —dijo.
—Coincido contigo, hermano —repuso Yandros—. El volverse de pronto en contra suya, con el resultado de que ha sido empujado a los brazos de la usurpadora… para mi gusto es demasiado oportuno. Pero sigo sin encontrar ninguna lógica en semejante estrategia, y nada de lo que he podido entrever del reino del Orden ofrece ninguna pista. Creo que debemos esperar los acontecimientos y confiar que Strann pueda proporcionarnos más información.
—Ya nos ha proporcionado un retazo de información valioso, y tiene que ver con nuestros tratos con Narid-na-Gost en persona —dijo Tarod—. Es evidente que él ha sido el principal actor en esto desde el principio, y en cierto sentido lo sigue siendo, porque es el que puede conseguir mayor poder. Pero, según los mensajes de Strann, está aumentando la tensión entre él y su hija. Ella es la que lo hace todo, y él ya no se fía. Si a eso le añadimos que Ygorla está en posesión de la gema del alma, es evidente que Narid-na-Gost se enfrenta a varios problemas potenciales.
Yandros le lanzó una mirada penetrante.
—¿Empieza a perder la calma?
—Eso cree Strann. O al menos que podría empezar a perderla si no desaparece su desavenencia.
—Interesante…, interesante —comentó Yandros—. Y, desde luego, Strann está haciendo todo lo posible para que eso no ocurra.
—Toda cadena es tan resistente como su eslabón más débil.
—Cierto. Nunca hubiera pensado que Narid-na-Gost fuera el más débil de los dos, pero, ahora que lo pienso, es lógico en cierto modo. Al fin y al cabo, sólo es lo que nosotros hicimos de él. —Permaneció en silencio unos instantes, reflexionando; luego se detuvo y se volvió para encararse con Tarod una vez más—. Esto puede encerrar posibilidades; no lo sé. Aunque, claro está, incluso si Narid-na-Gost fuera eliminado de la arena, todavía tendríamos que resolver el problema de Ygorla. Y, mientras tenga la gema del alma, es invulnerable.
—Al menos sus ambiciones no van exactamente en la misma dirección que las de su progenitor —señaló Tarod.
La expresión de Yandros cambió, y lanzó a su hermano una extraña mirada.
—¿Eso crees?
Tarod se sintió desconcertado.
—Pero si es mortal…
—Medio humana —le recordó Yandros, que sonrió con sequedad—. Y hay un precedente, ¿o no?, de que un mortal alcance un cierto rango en el Caos. No pienses ni por un momento que la usurpadora no lo sabe. No estoy diciendo que semejantes ideas comiencen a rondarle la cabeza. Simplemente estoy diciendo que podría ocurrir, y que es una posibilidad que más nos vale tener en cuenta.
Del otro lado de la ventana, abajo, muy por debajo de donde se encontraban, un coro fantasmal comenzó a cantar una extraña y hermosa música. Yandros volvió la cabeza y escuchó durante unos instantes; luego suspiró, y el coro y el paisaje se desvanecieron en un gris vacío.
—Poco más tenemos que decir por ahora. Strann lo ha hecho bien hasta el momento. Dale instrucciones para que siga como antes, y veremos qué nuevas dudas podemos meter en la cabeza de Narid-na-Gost. En cuanto a nuestros propósitos, nuestro lema debe ser vigilar y esperar, y por encima de todo debemos evitar vernos obligados a dar a la usurpadora una respuesta a su ultimátum antes de que estemos preparados. —De pronto sonrió con una chispa pequeña pero clara del humor negro que formaba parte esencial de su carácter—. Lamento que tengas que regresar al mundo de los mortales, pero puedes disfrutar de tu descanso mientras dure. Llamaré a los otros y celebraremos tu regreso, por breve que sea.
—Ojalá tuviéramos motivos más firmes para una celebración.
—Ya llegarán esos motivos, a su tiempo —replicó Yandros, con un brillo feroz en la mirada—. Consideremos esto como un ensayo para ese día, ¿eh?
Tarod hizo esperar a Ygorla durante dos noches y el día entre ambas antes de regresar al Castillo, en una lúgubre mañana nevada, con un mensaje de Yandros, lacónico pero contundente. El señor del Caos reflexionaría acerca de las condiciones del pacto y respondería a su debido tiempo; hasta entonces no habría más comunicaciones desde su reino.
Ygorla estaba bastante satisfecha. No había esperado una reacción inmediata por parte del Caos, y tenía el tiempo a su favor. Yandros podía darle vueltas a su decisión durante un año, si le placía, y ella se limitaría a disfrutar de la espera. No tenía intención de regresar a la Isla de Verano, a pesar de su clima más benigno y su palacio más esplendoroso. La severa grandeza de la Península de la Estrella atraía a su sentido de lo dramático, y pensaba que la terrible magnificencia del Castillo constituía un marco más adecuado para la emperatriz del mundo. Se quedaría aquí y, hasta que Yandros capitulara, cosa que sin duda sucedería, seguiría divirtiéndose a costa de sus acorralados anfitriones.
Además tenía que ocuparse de otros asuntos más urgentes. Tras recibir la seca respuesta de Tarod, despachó a Strann a la torre sur para que comunicara las noticias a Narid-na-Gost. El demonio no lo sabía, pero aquello, en la mente de Ygorla, era una prueba definitiva. Después del desafío verbal que le había hecho llegar, y de sus acusaciones de cobardía, el que no se presentara en la reunión la había enfurecido y, por fin, se había visto forzada a tomar la decisión que desde hacía unos días rondaba en su cabeza. A menos que la reacción de Narid-na-Gost contuviera un giro inesperado, el mensaje que Strann obedientemente portaba sería el último que su progenitor recibiría de ella; el último a excepción de uno. Y, cuando llegara la ocasión propicia, ese último mensaje, se prometía Ygorla con diabólico júbilo, propinaría el golpe mortal a sus arrogantes presunciones.
El demonio recibió a Strann y la información que llevaba en un gélido silencio; luego se levantó de sus cojines, se acercó a la ventana, y contempló el patio de espaldas a Strann.
—Puedes comunicarle a mi hija mi agradecimiento por esta noticia —dijo; su voz sonaba fría y distante, y su sarcasmo era tan intenso y corrosivo como el ácido—. ¡Y puedes transmitirle mi esperanza, débil como es, de que se arrepentirá de su tremenda estupidez, y que actuará siguiendo ese arrepentimiento, antes de que cause la ruina de todos nosotros!
Strann sabía que era mejor no hacer ningún comentario y se limitó a abandonar al demonio haciendo reverencias. No perdió el tiempo en regresar junto a Ygorla con su informe, y, cuando le contó lo que había dicho su progenitor, observó su cara, sus ojos, toda su actitud, con atención disimulada. Algo se estaba preparando; lo sabía con la misma certeza que sabía su nombre. Había advertido una impaciencia nerviosa en la manera en que la usurpadora le había dicho que fuera a la torre, y ahora esa impaciencia era más intensa y se alimentaba de lo que parecía ser una mezcla extraordinaria de furia y deleite.
Cuando terminó de hablar, Ygorla no dijo nada durante unos segundos. Se encontraban en la habitación exterior de sus aposentos y ella miró rápidamente a su alrededor, con ojos entrecerrados. Strann tuvo la clara impresión de que súbitamente se había olvidado de lo que la rodeaba y que estaba perdida en otra dimensión creada por ella. Entonces, de forma brusca, chasqueó los dedos.
—Espera aquí —indicó, señalando imperiosamente el cojín de Strann en el rincón y, girando sobre los talones, entró en su habitación privada. En cuanto la puerta se cerró tras ella, Strann pegó la oreja a la pared. La oyó hablar con Calvi, quien estaba echado como siempre en la cama, pero la piedra sólida de la pared amortiguaba casi del todo sus voces. Calvi parecía quejumbroso, Ygorla cariñosa y apaciguadora. Al cabo de unos minutos, cesaron los sonidos y Strann se retiró deprisa a sus cojines antes de que la puerta volviera a abrirse.
Ygorla salió, seguida de Calvi, despeinado y bostezando. El joven lanzó a Strann una mirada de desprecio y disgusto, y dijo de mal humor:
—No, no quiero que esa criatura vaya siguiendo mis pasos por dondequiera que voy. ¡Me irrita y no toleraré su presencia! Envíalo a otro sitio; no me importa adonde, ¡con tal de que no venga conmigo!
Strann desvió la mirada —había aprendido deprisa el precio doloroso de cualquier gesto que Calvi pudiera interpretar como una insolencia—, e Ygorla dijo con dulzura:
—Claro, querido. No tienes que molestarte por mi rata, si no quieres. Pero sé un buen chico y déjame a solas este rato que necesito para hacer lo que debe hacerse. Te enviaré a buscar en cuanto haya terminado.
—Prométeme que lo harás.
—Claro que lo prometo —dijo ella, y lo besó prolongadamente—. Bueno, va. Distráete entre nuestros súbditos y pronto estaremos juntos otra vez.
Strann se atrevió a mirar entre sus párpados entornados y vio a Calvi que salía al pasillo. Entonces, la voz de Ygorla lo hizo ponerse tieso de golpe.
—En cuanto a ti, rata… bueno, creo que tendré que pensar en otra cosa. No podemos dejarte correteando por el Castillo, metiendo tus bigotes en todos lados. Mírame.
El pulso de Strann se aceleró de forma desagradable al tiempo que obedecía lenta y cautelosamente.
—Señora…
Sus ojos eran zafiros gemelos, con un brillo sobrenatural. Strann sintió la oleada de poder en el mismo instante en que ella le sonreía y alzaba con gesto despreocupado una mano.
—Duerme —exclamó Ygorla, y la conciencia de Strann se borró antes incluso de que su cuerpo se derrumbara sobre los cojines.
Ygorla contempló un momento su silueta yacente. Después sonrió y, apartándoselo de la mente, regresó a su aposento privado. Sentía crecer en su interior una ansiosa expectación, tan embriagadora como un vino fuerte, y con ella una sensación de inminente libertad que no había conocido en toda su vida. Libertad. Paladeó la palabra. Libertad y poder. Había tomado una decisión. Y, una vez dado aquel paso, nada podría interponerse nunca más en el camino trazado por su voluntad. ¡Nada!
Volvió a chasquear los dedos, y se apagaron todas las luces de la habitación, de forma que quedó iluminada únicamente por la luz del día invernal. Otro gesto, y los pesados cortinajes de terciopelo se cerraron sobre la ventana. No quería esclavos elementales para hacer aquello, pensó. Sólo necesitaba su propio poder, sus propias fuerzas, su supremacía. Y nadie —ni Tarod del Caos, ni Ailind del Orden, y sobre todo ni su progenitor, Narid-na-Gost— sabría qué había hecho. Hasta que llegara el momento oportuno, hasta que llegara el momento definitivo y triunfal, éste sería su mayor secreto.
Se quitó la holgada túnica que llevaba con una elegancia sensual y sinuosa y la tiró al suelo. Desnuda, un espectro pálido en la oscuridad, se llevó la mano izquierda a la cadena que colgaba de su cuello, y cerró los blancos dedos en torno a la gema del Caos. La sintió latir, como un corazón sin cuerpo. Sintió el poder que unía a su padre y a ella misma con la gema de manera inseparable. Y sonrió mientras, con meticuloso y premeditado cuidado, comenzaba a manipular aquel poder para darle una nueva forma…
Strann hubiera querido gritar de puro alivio, al enterarse de que el recital de aquella noche no se cancelaría. Había estado seguro de que Ygorla lo suprimiría, y la razón subyacente a esa creencia hacía que fuera imperioso comunicar un mensaje a Karuth aquella noche.
Pensando y trabajando con frenética rapidez, Strann compuso una nueva pieza aquella tarde, para un solo instrumento. No era nada sofisticado; sencillamente parecía un nuevo himno de alabanza a Ygorla. Pero por la noche, en el comedor y ante su público forzado, vio que Karuth se ponía tensa como un gato en cuanto las primeras notas surgieron de sus dedos, y tuvo que contentarse con desviar la mirada del rostro de ella mientras seguía tocando y rezaba para que tuviera el dominio de sí misma y no dejara entrever nada.
Sus plegarias fueron escuchadas. Karuth se recobró con rapidez y, en el transcurso del recital, no volvió a dar señales de que hubiera ocurrido algo fuera de lo normal. Pero después, acabado el concierto y cuando salía de la estancia detrás de Ygorla, como un perro bien amaestrado cogido por su correa enjoyada, Strann vio que Karuth se ponía en pie deprisa, y por un instante sus miradas se encontraron. Él cerró los ojos un momento, y ella comprendió. Aquella única mirada lo confirmaba. Ahora no podía hacer nada más.
Karuth estaba nerviosa ante la perspectiva de enfrentarse de nuevo a Tarod tras su último encuentro. Seguía sintiéndose dolida al recordar la mirada helada y casi compasiva que le había dirigido, condenando en silencio sus mezquinas preocupaciones; aquello había supuesto un duro golpe para su confianza. Pero las noticias que debía darle no admitían demora. Embarazoso o no, el encuentro debía ser afrontado, y deprisa.
Lo encontró gracias al gato gris, que acudió a ella minutos después de acabado el recital y le indicó claramente que deseaba que lo siguiera. Animada al darse cuenta de que Tarod debía de haber enviado al animal, acompañó al gato a través del laberinto de pasillos y encontró al señor del Caos en el patio. Para alivio suyo, no mencionó su último encuentro sino que se limitó a mirarla con ojos verdes inquietantemente intensos e hizo un breve gesto que transportó a ambos al cuarto abarrotado en lo alto de la torre norte.
—¿Qué ha sucedido? —inquirió Tarod, sin perder tiempo en preámbulos ni dejarla recuperar el aliento tras la impresión del desplazamiento.
Las dudas e inseguridad de Karuth desaparecieron súbitamente; el tono de voz de Tarod confirmaba que había notado su apremio, y su adiestramiento de bardo la impulsó a responder con claridad.
—Mi señor, Strann cree que la usurpadora ha roto el lazo de su progenitor con la gema del Caos —repuso, mirándolo a los ojos—. No puede estar seguro, pero tiene suficientes evidencias para convencerlo.
Los ojos de Tarod brillaron como ascuas tenebrosas.
—Cuéntame, Karuth —pidió en voz baja—. Cuéntame todo lo que te ha dicho Strann.
Tragó saliva y comenzó a contar la historia, recurriendo al estilo formal del Gremio, que combinaba la concisión con la exactitud detallada. Strann se había despertado del sueño inducido por Ygorla y se había encontrado con el olor de la magia en la nariz. Escuchó las risas de la usurpadora, procedentes de la habitación interior; risas salvajes, dijo, salvajes y triunfantes. Ella debía de saber que el sortilegio que había lanzado sobre él había acabado, porque un minuto más tarde salió de su refugio íntimo en un estado de entusiasmo y excitación. Lo hizo ponerse en pie y dar vueltas por la antecámara, al tiempo que declaraba que pronto llegaría el día en que su rata tendría el privilegio de escribir una epopeya como el mundo nunca había conocido. Y esa epopeya, dijo, sería en su honor, y sólo en su honor. Strann conocía de sobra la naturaleza de las peleas entre Ygorla y Narid-na-Gost y sacó sus conclusiones. Había llevado los mensajes de palabra, leído a escondidas algunas de las cartas. Sabía lo profundas que eran sus diferencias y había interpretado con inteligencia las veladas amenazas que Ygorla había lanzado a su progenitor durante los últimos días, cada vez con mayor frecuencia. Y, aquella mañana, su repentina decisión de embarcarse en un ritual de magia tenebrosa, inmediatamente después de la última discusión, era la confirmación que Strann necesitaba.
—Casi se esperaba algo parecido, mi señor —terminó con inquietud Karuth—. Lamenta únicamente no poder estar totalmente seguro de qué hizo Ygorla. Pero al parecer ella no confía en Strann lo suficiente para dejarlo presenciar el sortilegio.
—El hecho de que no lo hiciera hace que las evidencias se decanten a favor de Strann —dijo Tarod. Su expresión era pensativa, aunque sus ojos seguían mostrando inquietud—. De manera que, si esto es verdad, significa que sólo tendremos que enfrentarnos a un peligro…
Hablaba para sí más que dirigiéndose a Karuth, pero ella se atrevió a preguntar de todas maneras:
—¿Podéis descubrir si es cierto, mi señor?
—¿Qué? —Parecía haber olvidado por un instante que ella estaba allí; pero, cuando giró la cabeza y la vio, su rostro se relajó un tanto—. Oh, sí; y lo haré —aseguró. Volvió a mirar por la ventana, al otro lado de la cual comenzaba a caer de nuevo la nieve etérea en contraste con el plomizo cielo nocturno—. Será mejor que te vayas, Karuth. Dile a Strann, si tienes ocasión, que estoy realmente agradecido por las noticias.
Ella se puso en pie, pero titubeó.
—¿Deseáis de él alguna cosa más, mi señor?
—Por el momento, no. Dejaremos que los acontecimientos sigan su curso. Ten cuidado de no decir nada de esto a nadie. Pero, si Strann pasa alguna información más, házmelo saber inmediatamente.
—Lo haré. —Quería preguntarle si él a su vez le diría si había confirmado o no la verdad del mensaje de Strann, pero no consiguió reunir valor para hacerlo. En lugar de eso, hizo una reverencia formal y se despidió—: Buenas noches, mi señor. —Y se preparó para el aturdidor y vertiginoso regreso al patio.
Tarod seguía mirando por la ventana cuando ella salió al pie de la escalera y, tras un instante para recobrarse, se dirigió a toda prisa hacia las puertas principales, encogida para protegerse de la nevada. Luego, sin girarse, el señor del Caos dijo en voz baja y firme:
—¿Es cierto?
—Es cierto —contestó la voz de Yandros, que surgió de la penumbra a sus espaldas. La silueta del supremo señor del Caos cobró vida, envuelta en un aura plateada que latía débilmente—. Strann tenía razón. Ygorla ha roto el nexo de Narid-na-Gost con la gema del alma y lo ha dejado sin protección alguna. —Una sonrisa se dibujó en su fina boca, dándole un aspecto lobuno—. Un hecho que él todavía ignora.
Tarod sonrió a su vez.
—Debo admitir que me sorprende su astucia. Conseguir eso sin poner sobre aviso de su maldad a su padre, o para el caso sin alertarme a mí, es impresionante.
—Oh, desde luego. En otras circunstancias podría habernos hecho mucho honor —repuso Yandros, con una voz cargada de ira—. Pero ahora debemos preguntarnos cuál será su siguiente paso.
—¿Crees que tiene algo planeado?
Yandros se encogió de hombros.
—Nada de inmediato, quizás. Hasta ahora se ha contentado con esperar. Pero en su actual estado de ánimo dudo que pase mucho tiempo antes de que Narid-na-Gost compruebe su nexo con la gema. Cuando descubra lo que ha hecho Ygorla, creo que pensará que no tiene otra opción que forzar su mano. —Sus ojos cambiaron de color rápidamente hasta adquirir un inquietante rojo púrpura—. Entonces, tal vez veamos cómo ha cambiado su lealtad, como resultado de la perfidia de su hija.
—¿Deberíamos incitarlo a que hiciera esa… comprobación?
—No. Tengo motivos para no agitar las aguas a menos que me vea obligado. Perdóname, Tarod, pero también tengo una razón para no querer explicarme todavía. Deja que Narid-na-Gost llegue por sí solo a encararse con la perdición. Ocurrirá pronto, sin necesidad de que intervengamos. —Su dorado cabello se agitó al aumentar momentáneamente el brillo de su aura antes de que su imagen comenzara a desaparecer—. Sólo espero que, cuando eso ocurra, no sea antes de tiempo…
A Calvi no le apetecía asistir al concierto de aquella noche y se quedó en los aposentos que compartía permanentemente con Ygorla, atiborrándose con una bandeja de dulces y una gran jarra de vino. Aburrido, aunque sintiéndose demasiado lánguido para interesarse por nada, pasó la hora en que su amante estuvo ausente tumbado en la gran cama, entregado a pensamientos placenteros y volubles. En semejante estado, era inevitable que quedara adormecido, y, mientras dormía, soñó.
Sólo un adepto experto o alguien con poderes extrasensoriales innatos habría encontrado algo extraño en las leves perturbaciones que se produjeron en la calma de la habitación mientras Calvi dormía. Un ligero movimiento en los cortinajes de la cama, aunque no había corriente. Un inesperado siseo del fuego casi apagado, acompañado por una pequeña lluvia de chispas. El sonido apagado y apenas audible del vino salpicando en la jarra, como si una mano invisible la hubiera movido o agitado. Calvi musitó algo, al tiempo que abría y cerraba una mano. Luego se rió en sueños, una risa de júbilo, aunque no del todo agradable. Los sueños huyeron. Unos minutos después, se movió, abrió los ojos y parpadeó, medio aturdido, a la luz de las velas. Los cortinajes de la cama estaban inmóviles, el fuego tranquilo. Calvi bostezó y se sirvió otra copa de vino.
Acabado su trabajo por el momento, sin que su presencia hubiera sido descubierta, los elementales desaparecieron de la escena. Y, a solas en sus austeros aposentos del ala este, Ailind asintió en silencio, satisfecho…