Ygorla lanzó por fin su desafío y, cuando lo hizo, cogió al Círculo por sorpresa. En la quinta mañana después del baile, una bandada de los elementales más grotescos que la habilidad e imaginación de la usurpadora fueron capaces de conjurar salió de sus aposentos para comunicar a todos que la Emperatriz de los Dominios Mortales ordenaba al Consejo de Adeptos, y a todos aquellos que se considerasen implicados en los asuntos de estado del mundo mortal, que se reunieran en la sala del Consejo a la puesta de sol. El hecho de que sus mensajeros se atrevieran a acercarse también a Tarod y a Ailind, además de a sus presas humanas, daba idea del creciente desprecio que Ygorla sentía por los dos dioses, y, aunque no recibió respuesta de ninguno de ellos, creía que sabrían perfectamente lo que su llamada significaba, y que estarían presentes.
Su decisión de convertir sus demandas en un espectáculo público provocó otro violento altercado con su progenitor. Strann realizó varias visitas más a la torre sur; ahora se le confiaba que llevara mensajes de palabra, y no escritos, de forma que fue testigo directo del enfrentamiento, el más violento hasta la fecha. Narid-na-Gost no quería un anuncio dramático ante todo el mundo. Su intención había sido, sencillamente, encararse a solas con Tarod y comunicarle los términos por los cuales la gema del alma de su hermano se vería salvada. No había necesidad, dijo con furia a Strann, de aquella exhibición arrogante. Proponerse humillar a los señores del Caos ante un gran público, como parecía querer Ygorla, podía provocar con facilidad una respuesta violenta por su parte. Cuando tenían el triunfo definitivo casi al alcance de la mano, aquél era un acto ciego y estúpido que sólo obedecía a la vanidad. Strann llevó cumplidamente aquel mensaje a Ygorla, quien al instante lo despachó de vuelta a la torre para que le dijera a su progenitor que mejor haría no cuestionando sus decisiones y en ocuparse de cumplir su parte del pacto, si es que todavía apreciaba sus ambiciones. La reunión tendría lugar a la puesta de sol, tal y como ella había decretado, y nada le importaba si él decidía asistir o no.
Narid-na-Gost respondió a esto con una retahíla de furiosas maldiciones que sin embargo confirmaron lo que Strann sospechaba: cedería porque no le quedaba más remedio. Strann iba descubriendo con rapidez gran cantidad de detalles acerca de la relación cada vez más deteriorada entre Ygorla y su padre, y ahora estaba seguro de que ella tenía alguna forma de dominio sobre el demonio. En los últimos días, sus discusiones se habían vuelto tan duras que ambos parecían haber olvidado que Strann no era un mero receptor, tan nulo como los esclavos creados artificialmente por Ygorla. Absortos en su guerra de palabras, lo usaban simplemente como correveidile sin pensar por un instante en la necesidad de ser discretos. Y Strann había comenzado a entretejer su propio hilo en el tapiz de ambos…
Sin advertir que los poderes manipuladores de la mascota rata se estaban volviendo en su contra, Ygorla había exigido una repetición del primer recital cada noche, y había obligado a participar en él a otros músicos del Castillo. Karuth, naturalmente, se contaba entre aquellos a quienes se ordenó tocar, y Strann se sintió grandemente impresionado por su capacidad de fingir cuando ocupó su lugar, frente a una desafiante ovación de simpatía por parte del coaccionado público, y le lanzó a él una mirada de desden orgulloso y cáustico que casi podría haber tomado por verdadera.
Pero los mensajes que intercambiaron mientras ambos intercalaban el lenguaje de las manos en la música que tocaban era algo muy distinto. Tarod había inventado una serie de sutiles claves, insinuaciones, fragmentos de información engañosa que Strann introducía en los mensajes que llevaba entre Ygorla y su padre, para aumentar la discordia entre ambos y para dar lugar a una mayor inseguridad y desconfianza. El blanco principal, como advirtió Strann con rapidez, era Narid-na-Gost. Los señores del Caos se daban perfecta cuenta de que el demonio era el más débil de los dos, y Tarod sacaba ventaja de los crecientes sentimientos de vulnerabilidad que tenía Narid-na-Gost para cultivar en su mente la convicción de que su hija pensaba traicionarlo.
La estrategia comenzaba a dar resultados. Strann apreciaba los síntomas e informaba por medio del lenguaje de las manos cada noche. Narid-na-Gost estaba más que preocupado: estaba asustado. Tenía miedo de que la hija fruto de su creación y crianza se hubiera convertido en una quimera que no sólo ya no podía controlar, sino que amenazaba con volverse contra él y devorarlo. Empezaba a temer que podría quedar atrapado entre la furia vengativa del Caos y la traición de su hija, y que los dientes de la trampa estaban a punto de cerrarse de golpe y aplastarlo.
Strann no sabía qué fin perseguía Tarod con su estrategia, pero pensó que sería mejor no preocuparse con especulaciones. Su misión era sembrar las semillas; cómo germinaran éstas era asunto de los dioses, no suyo. El día en que Ygorla convocó la reunión del Círculo, llevó un último mensaje a Narid-na-Gost. Era un claro desafío. Con palabras que ella insistió que debía repetir al pie de la letra, desafiaba a su padre a que diera la cara en la sala del Consejo; en caso contrario, decía, «demostrarás ser el cobarde que yo ya imaginaba, y estarás reconociendo que sólo yo tengo derecho a hablar en nombre de los dos». Strann no repitió el mensaje tan fielmente como se lo había ordenado, sino que cambió la palabra «derecho» por «poder», y añadió un pequeño adorno que venía a decir que, si el demonio decidía no hacer caso del guante que se le arrojaba, Ygorla asumiría a partir de entonces la supremacía total sin contar con él para nada más… y dando a entender que ése era el verdadero deseo de Ygorla.
Narid-na-Gost escuchó todo eso en un silencio de muerte, con los ojos carmesíes ardiendo de furia impía. Cuando Strann terminó y realizó su acostumbrada reverencia —algo que bien pronto había descubierto que parecía ponerlo en buen lugar ante la presencia de aquella criatura—, reinó el silencio durante unos instantes en la habitación de la torre antes de que el demonio hablara.
—Le dirás a mi hija —la última palabra iba cargada de malicia salvaje— que no tomaré parte en sus juegos mezquinos e infantiles. Quizás ella quiera arriesgarlo todo en un alarde sin sentido, pero yo no. Y le repetirás con exactitud estas palabras: la joya puede ser tu protección, pero la protección no es la llave. Y la llave sigue estando en mis manos, y sólo en mis manos.
Strann repitió las palabras, tal y como se le ordenaba, hasta que el demonio quedó convencido de que no habría errores. Hizo una reverencia y comenzó a retroceder para salir de la habitación de la torre, pero, cuando llegó a la puerta, Narid-na-Gost lo llamó de repente:
—Rata… —Ahora usaba el nombre con la misma despreocupación que Ygorla—. Una última cosa.
—¿Señor? —Strann se detuvo e hizo otra reverencia.
La larga lengua de reptil de Narid-na-Gost se movió entre sus dientes peculiarmente blancos e inhumanamente afilados.
—Quiero saber cómo reacciona mi hija ante mi mensaje. Regresarás aquí, y me lo contarás. Y, si eres una rata sabia, no le dirás nada de esto a ella. ¿He hablado claro?
—Señor —objetó Strann—, no soy más que el siervo de la emperatriz…
—Su siervo, sí, pero no un completo estúpido por lo que sé. No lo bastante estúpido como para desear sufrir las consecuencias de traicionar mi confianza, ¿no es así? —Mientras hablaba, sonrió con malicia, y un dardo de llamas blancas surgió de su boca y pasó rozando el rostro de Strann. Strann sintió la intensa quemazón del veneno y se llevó la mano a la mejilla. Narid-na-Gost rió con suavidad.
—Jura que me serás fiel, hombrecillo, y anularé el veneno que en este momento te corroe la piel. No lo hagas, y cuando se ponga el sol estarás aullando para verte libre de la agonía.
—Mi señor —la voz de Strann rechinaba; el dolor comenzaba a hacer presa en los músculos de su cara y le parecía que cuchillos al rojo estuvieran cortándole la carne—, ¡tenéis mi palabra! ¡Lo prometo!
—Está bien —dijo el demonio, otra vez sonriente—. Creo que ahora conoces el precio de la desobediencia. —El dolor angustioso le dio un último coletazo y desapareció. Strann sintió que un sudor frío inundaba su rostro y su pecho—. Ve, y vuelve con la información que puedas obtener.
Strann hizo una reverencia más.
—¡Señor, haré lo que pidáis! —y salió corriendo.
Repitió las palabras de Narid-na-Gost como éste le había ordenado. Ygorla escuchó con la cabeza ladeada, como un ave que ve una presa. Cuando Strann terminó, sus ojos se tornaron duros como el pedernal, y soltó una risa despreciativa.
—Oh, así que cree que puede coaccionarme, ¿verdad? La protección no es la llave… Bien, bien, ¡qué estúpido es! —Entonces recordó de repente que Strann seguía en la habitación, lo miró e hizo un gesto despreocupado con la mano—. Puedes retirarte, rata. Ve y diviértete. No te necesitaré hasta esta noche.
Estaba preocupada. Strann supo que podía regresar a la torre sin correr el riesgo de ser visto por alguno de sus elementales. Por una vez, el informe que dio a Narid-na-Gost no necesitaría cambios, porque tenía bastante idea de las conclusiones que el demonio sacaría del silencio de su hija. Salió de la habitación y puso especial cuidado en que Ygorla no advirtiera que sonreía ligeramente.
Al anochecer, la nieve caía de nuevo, y el Castillo estaba envuelto en un profundo y melancólico silencio. La multitud que llenaba la sala del consejo parecía haber captado el mismo estado de ánimo que el clima, porque no se pronunció ni palabra mientras esperaban que la usurpadora hiciera su entrada.
La alta mesa en el estrado, donde el Sumo Iniciado y sus consejeros más íntimos acostumbraban sentarse, seguía en su sitio, pero sólo había tres sillas detrás de ella. Tres sillas y un almohadón, que Karuth reconoció inmediatamente como aquel en el que Strann había permanecido sentado a los pies de Ygorla la noche del baile. De manera que tenía intención de traerlo con ella. Sin duda pensaba que la presencia de una criatura tan inferior como su rata mascota incrementaría la humillación que pensaba infligir a Tarod, y ante ese pensamiento Karuth miró por encima del hombro, preguntándose dónde estaría el señor del Caos. Ailind ya había llegado y estaba sentado en la primera fila, junto a Tirand, pero todavía no había señales de su contrario. Nerviosa, Karuth volvió a acomodarse en su silla, e intentó que sus manos dejaran de moverse inquietas en su regazo.
Tarod estaba de muy mal humor cuando lo había visto por última vez aquella tarde. Strann, con el pretexto de presentar una nueva composición musical, había conseguido organizar un breve ensayo, muy protestado, aquel mismo día y, asistido por dos horrores sombríos que estaban presentes para reprimir cualquier problema que la mascota rata de Ygorla hubiera podido tener con sus músicos forzados, había logrado comunicar los detalles de la última escaramuza entre Ygorla y su padre. Al entregar el mensaje al señor del Caos, Karuth se encontró con que Tarod ni siquiera estaba dispuesto a mostrar su reacción, menos aún discutirla como había hecho algunas veces. La había despedido casi con sequedad, y sin dar una respuesta que llevar a Strann. Algo nuevo estaba en el aire, sintió, y temía que no presagiara nada bueno.
Sus intranquilos pensamientos se vieron interrumpidos al oír el ruido de las puertas de la sala al abrirse. Antes de que pudiera volverse, las extrañas notas de una fanfarria que no era de este mundo resonaron en la sala; luego las antorchas de las paredes bajaron la intensidad de sus llamas mientras un viento helado y antinatural azotaba al público… y apareció Ygorla.
Estaba magnífica. Vestida de los pies a la cabeza de negro y plata, avanzó por el pasillo central de la sala, envuelta en un halo de luces embrujadas de más de un centenar de diminutos elementales que giraban y danzaban describiendo fantásticos dibujos a su alrededor. Un gran cuello en forma de corazón y realizado en filigrana de hilo de plata enmarcaba su rostro, exquisito y perfecto, y la gema del Caos resplandecía como una estrella caída del cielo en su pecho. Calvi Alacar avanzaba un paso más atrás y un poco a un lado; él, también, vestía de negro y plata, y en su rostro esbozaba una sonrisa triunfante y a la vez desdeñosa. Tras ellos, sosteniendo la gran cola del traje de Ygorla, mirando adelante con el rostro tan inexpresivo como la máscara de un mimo, iba Strann.
Toda la concurrencia se volvió para contemplar el espectáculo. Una oleada de suspiros recorrió la sala; y adquirió un punto de indignación reprimida cuando los adeptos vieron que la usurpadora llevaba en la cabeza una corona brillante y extravagante de plata pura con un millar de joyas engastadas, que tenía la forma de la estrella de siete puntas del Caos. El ruido se apagó al subir Ygorla los escalones del estrado. Entonces, al acercarse a la mesa, una voz que parecía surgir de la nada, resonó en la sala:
—¡En pie! ¡Todos deben ponerse en pie y rendir pleitesía a su señora por derecho, Ygorla, Hija del Caos y Emperatriz de los Dominios Mortales!
La agitación aumentó con la furia, pero unos cuantos iniciados se sintieron intimidados y obedecieron la altanera orden antes de poder detenerse. Otros, inseguros, miraron al Sumo Iniciado en busca de guía. Karuth vio que Ailind hacía un gesto privado y discreto con una mano; entonces, despacio, pero muy a disgusto, Tirand se puso en pie.
La usurpadora caminó con elegante lentitud hasta el otro lado de la mesa. Strann se apresuró a apartar la silla central, y Calvi se dejó caer con indiferencia en una de las otras dos. Ygorla se volvió para contemplar la escena y sonrió al ver que ahora toda la concurrencia estaba de pie. Tan sólo Ailind no se había movido y la observaba con lacónico interés. Ella no le hizo caso y movió una mano en un negligente gesto.
La voz sin cuerpo resonó otra vez:
—La Emperatriz graciosamente permite a sus súbditos que tomen asiento en su presencia.
La multitud se sentó en silencio. Ygorla se acomodó en la silla central y miró a su alrededor. Sus movimientos recordaban a los de un águila que vigila su posible presa desde gran altura, y la tensión comenzó a hacerse insoportable en la sala, mientras todos esperaban a que hablara. Karuth pensó: De manera que su demonio progenitor ha decidido no mostrarse al fin y al cabo. ¿Qué había hecho que Narid-na-Gost se mantuviera apartado?, se preguntó. ¿Miedo a Ygorla, como suponía Strann? ¿O miedo a otra cosa…?
De repente, se escuchó la voz de Ygorla:
—Veo que falta alguien en esta reunión. ¿Dónde está Tarod del Caos?
El silencio acogió su pregunta. Ailind, observó Karuth, sonreía débilmente, pero Ygorla no lo encontraba divertido.
—¡Quiero una respuesta! —exclamó, y sus brillantes ojos barrieron de nuevo la sala. Lanzó una mirada furibunda a las puertas, como si fuera a ordenarles en silencio que se abrieran para dejar entrar a Tarod—. Exijo…
—Refrena tu irritación, chiquilla. Y no esperes que siga este juego según tus reglas.
La voz pareció surgir de la nada. Entonces el señor del Caos surgió de un rincón de sombra detrás de la mesa.
La impresión hizo que los dientes se le clavaran a Karuth involuntaria y dolorosamente en el labio inferior… porque Tarod había dejado la mascarada de mortalidad. Su rostro era una salvaje escultura, cada hueso perfilado bajo la carne, de una perfección inhumana, de una adustez inhumana. Su largo cabello negro, ahora como si fuera un humo denso y ondulante, resplandecía y se rizaba sobre sus hombros. Y sus finos labios esbozaban una sonrisa a la usurpadora con todo el conocimiento y el desprecio de un ser cuya vida abarcaba la eternidad y para quien el transcurso de una vida humana no era más que el parpadeo de un ojo. A su alrededor brillaba un aura terrible, un aura de luz negra, una radiación imposible; y los ojos como esmeraldas que Karuth había encontrado una vez, erróneamente, tan humanos, se mostraban ahora mortíferos, fríos e hirientes. Y, en la mano izquierda de Tarod, brillaba la gema de un anillo, enorme y clara, con los siete rayos cegadores de una estrella. El Caos —el verdadero Caos y no un mero reflejo— hacía acto de presencia en el mundo de los mortales.
Karuth no supo cómo ni cuándo sucedió, pero se encontró de rodillas, aferrada al respaldo de la silla que tenía delante. En la sala, otros adeptos reaccionaban a medida que la conmoción ante la manifestación de Tarod se extendía en forma de aplastante asalto psíquico. Tirand se había puesto en pie, la Matriarca también. Se oían voces inseguras —Karuth escuchó más de un grito involuntario de «¡Yandros!»— y durante unos segundos pareció que la asamblea iba a ser víctima de la histeria y de la anarquía. Pero entonces Tarod habló. Su voz sonó tranquila, contenida, sin ceremonias, pero todos los oídos en la sala escucharon con claridad. Sencillamente dijo:
—Paz.
En un instante, el pánico cedió y la multitud permaneció quieta. La gente parpadeaba, sorprendida al descubrir de repente que sus mentes estaban tranquilas, y se oyó el arrastrar de sillas cuando, apaciguados y un tanto desconcertados, fueron sentándose de nuevo lentamente. A Karuth le dolían las rodillas, allí donde el súbito y brusco contacto con el suelo las había arañado, y el corazón le latía con intensidad, pero también ella se vio atrapada y calmada por la pequeña demostración de poder de Tarod, y volvió a ocupar su asiento, agradecida al ver que podía respirar de nuevo.
Ygorla estaba de pie, rígida, y miraba al señor del Caos. Su rostro mostraba una blancura fantasmal; en contraste, su boca pintada, era un feo tajo carmesí, y su mandíbula estaba tensa, intentando escupir la rabia reprimida que sentía en su interior. Detrás de la mesa, Strann estaba agachado en su cojín, intentando parecer lo más pequeño e insignificante posible. Calvi se había hundido en su asiento como un animal acorralado y tenía el aspecto de estar mareado.
Tarod alzó su mano izquierda para apartarse del rostro un mechón de cabellos, y la imagen de la estrella de siete puntas relampagueó una vez más en el anillo que portaba.
—Creo que tienes negocios que tratar conmigo. Exponlos.
—Tú… —Ygorla recuperó por fin la voz, que la furia había vuelto chillona—. Te atreves a desafiarme, te atreves a hacer esta lamentable demostración. —Con gestos precipitados, cogió la gema del Caos y la mostró—. ¡Sabes qué es esto! ¡Sabes qué puedo hacer!
De nuevo, Tarod esbozó su terrible y maligna sonrisa.
—Claro. Pero ¿lo harás? ¿O es que tu progenitor no te ha contado las muchas maneras que pueden adoptar las represalias del Caos? —Bajó de nuevo la mano, y el aura negra latió con energía fantasmal—. Debería haberte advertido que sabemos cómo tratar con nuestra gente.
Una adepta sentada al lado de Karuth se estremeció violentamente, cuando un leve atisbo de lo que traslucían las palabras de Tarod llegó a las mentes humanas más receptivas de la sala, y Karuth misma se vio obligada a mirar a otro lado, sintiéndose de pronto muy asustada. Tuvo una intuición del tipo de apuesta que Tarod estaba haciendo, porque sabía lo peligroso que podía ser confiar, aunque fuera mínimamente, en la sabiduría de la usurpadora. Si perdía el control ante aquel desafío, Ygorla podría cometer con facilidad el terrible error de destruir la gema del Caos. Si eso ocurría, moriría al instante; o quizá, con el control de Tarod, en los próximos mil años. Pero con ella moriría un dios y el Equilibrio se echaría a perder. No, de ningún modo debía llegarse a eso, pensó Karuth con desesperación. ¡No debía llegarse a ese extremo!
Pero al parecer había subestimado a Ygorla. La usurpadora estaba recuperando el dominio de sí misma, y, aunque no cometió la temeridad de sostener la mirada glacial de Tarod, el color de porcelana regresó a sus mejillas y una leve sonrisa comenzó a dibujarse en sus labios.
—Creo —dijo por fin— que ni siquiera tú, Tarod del Caos, eres tan ingenuo como para creer que soy tan estúpida. Nos sentaremos, y escucharás lo que tengo que decirte.
Volvió a tomar asiento y señaló el tercer asiento vacío. Tarod no hizo caso de su gesto imperioso, e inmediatamente la voz incorpórea se escuchó con fuerza en la sala.
—¡Todos deben sentarse en presencia de la Emperatriz! ¡Todos deben tomar asiento, siguiendo las órdenes de la Emperatriz!
Tarod miró a algún sitio entre las vigas del alto techo de la sala, y una funesta luz brilló un instante en sus ojos. La irritante voz cesó de inmediato, dejando un vacío que sugería que quien hablaba no sólo había sido silenciado sino que también había dejado de existir.
—Tus torpes actitudes me aburren —le dijo a Ygorla el señor del Caos—. Di lo que tengas que decir y no me hagas perder más el tiempo.
La seguridad de Ygorla había vacilado un tanto al ver con qué facilidad se deshacía de su siervo, pero se recuperó con rapidez.
—Bien, si así lo prefieres quédate de pie o siéntate, como quieras —replicó—. Y escucharás mis condiciones.
Tarod sonrió apenas al escuchar su utilización de la primera persona del singular.
—Tus condiciones —repitió—. De manera que tu progenitor sigue dejando que sus siervos se ensucien las manos por él, ¿no es así? —Se rió, y fue una risa que Karuth deseó no volver a escuchar jamás—. Muy bien. ¿Cuáles son tus condiciones?
Aquél era el momento que Ygorla había estado esperando, y, a pesar del peligroso estado de ánimo de Tarod, estaba decidida a sacarle el máximo partido. Chasqueó los dedos, y se materializaron dos elementales del aire que transportaban un rollo de pergamino. Volaron hasta la mesa, mientras Ygorla sonreía y Tarod observaba impasible, y depositaron el pergamino delante de la usurpadora. Como un acto reflejo, en lo que se había convertido en una costumbre despreciable y frívola, Ygorla alzó una mano para aniquilar a los mensajeros, pero entonces advirtió la mirada de Tarod y, cambiando de opinión, se limitó a despedirlos con un gesto. Mientras se desvanecían, desenrolló el documento, tras romper con gran boato el sello, y contempló la caligrafía adornada y fluida —que no era la suya— que lo cubría. Por fin habló:
—¡Yo, Ygorla, Hija del Caos y Emperatriz de los Dominios Mortales, hablo así y ordeno a todos los presentes que escuchen y obedezcan! —Era el lenguaje ceremonial, que en sus labios adquiría un tono desmedido de farsa y melodrama. Pero nada había de farsa en las palabras que Ygorla pronunció cuando lanzó su desafío definitivo.
El único punto en que se basaban las ambiciones de la usurpadora y de su demonio progenitor era el conocimiento de que, sin importar el precio, sin importar los riesgos, Yandros del Caos no permitiría que su hermano muriera. Ahora, con la tranquila dulzura de la total seguridad, Ygorla planteó las condiciones mediante las cuales podía salvársele la vida. Esas condiciones, le dijo a Tarod, eran bastante sencillas. Ella no quería ni más ni menos que el completo control sobre el dominio de los mortales; y su padre deseaba el control del Caos. De manera que proponían un pacto, mediante el cual Narid-na-Gost regresaría triunfante al reino del Caos, donde sería ascendido para ocupar el lugar de Yandros como señor supremo, mientras que Yandros y sus hermanos pasarían a ser lugartenientes suyos. Semejante cosa era factible, puesto que Yandros tenía el poder de elevar a cualquier ser que eligiera a las posiciones más elevadas de su reino. Entonces comenzaría una nueva era, dijo ella, una verdadera edad del Caos en la cual serían borradas las locuras del pasado. Con un señor poderoso e inexorable que despreciaba los débiles dogmas que Yandros prefería, y con una emperatriz terrenal que impusiera la voluntad de ese señor supremo en este mundo, tanto los dioses como los mortales volverían a aprender a temer el titánico e invencible poder que era la verdadera esencia del Caos y su último destino. El Equilibrio, dijo Ygorla, y su voz se alzó y resonó en toda la sala, sería hecho pedazos. La fuerza y la influencia del Orden serían aplastadas y sus señores desterrados del mundo. El Caos, y sólo el Caos, reinaría supremo.
Los adeptos que llenaban la sala del consejo escucharon el discurso de la usurpadora con asombrado silencio. Desde que se había hecho público el apuro del Caos, todos sabían cuál sería en esencia e inevitablemente el desafío de Ygorla. Pero escucharlo proclamado en alta voz, presenciar cómo se arrojaba el guante definitivo, les hizo darse cuenta de esa realidad de una manera nueva. Muchas miradas se volvieron inquietas hacia Ailind, pero el señor del Orden no mostró ninguna reacción ante el discurso. Sencillamente, siguió sentado, impasible, con una expresión cerrada y enigmática.
Tarod tampoco había dado todavía una respuesta abierta a la alegre diatriba de Ygorla, aunque, para la febril imaginación de Karuth, parecía que el aura negra que resplandecía en torno a su silueta se hacía más intensa, perfilando los planos y ángulos de su rostro hasta convertirlo en una terrible escultura. Y, cuando la usurpadora calló y le dirigió una mirada desafiante, llena de triunfo, no se movió ni habló; se limitó a sostenerle la mirada.
—¿Bien, mi señor? —Ygorla no se caracterizaba por su paciencia. Quería una respuesta y la quería de inmediato, y su tono era rencorosamente burlón—. ¿Qué tienes que decirme?
Como si un viento intangible hubiera atravesado la sala, el cabello negro y la capa de Tarod se agitaron. Luego esbozó una fría sonrisa, desdeñosa y llena de orgullo.
—Chiquilla —dijo, y el tono de voz produjo escalofríos en Karuth—, tus pretensiones son, cuando menos, grandiosas.
—¿Pretensiones? —Ygorla repitió la palabra, casi en un ronroneo—. Te aseguro, Tarod del Caos, que esto no son meras pretensiones. Son condiciones. De hecho, son las únicas condiciones mediante las que puedes esperar salvar la vida de tu hermano y hacerlo regresar del limbo. Naturalmente, deberá contentarse con una posición inferior, porque sé tan bien como tú que no puede haber más que siete señores del Caos. Pero al menos conservará la vida. Y eso, creo, es lo que Yandros desea por encima de todo.
Estaba tan segura de sí misma, tan segura de la victoria… Los finos labios de Tarod se curvaron en una sonrisa glacial.
—Pensar que puedes predecir los deseos de Yandros es una suposición muy peligrosa, Ygorla.
—Oh, no, Tarod. Por una vez, no creo que sea así. —Sonreía y la risa pugnaba por surgir de su garganta—. ¿Sabes?, creo que Yandros posee la suficiente inteligencia para comprender las consecuencias de una negativa.
El aura negra volvió a estremecerse.
—Una consecuencia sería tu destrucción —le recordó Tarod en voz baja.
—Lo sé. Pero, al destruirme a mí, también destruiríais a vuestro hermano, y no habría otro señor del Caos que pudiera ocupar su puesto. —La risa surgió, como un ladrido vengativo e imperioso—. Las leyes de este universo no pueden permitir la existencia de más de siete señores del Caos; pero permiten la existencia de menos. Piensa en eso, ¡noble dios! Nada de siete grandes amos que gobiernen tu reino, sino sólo seis. —Despacio, calculadamente, giró sobre los talones hasta que quedó mirando directamente a los ojos de Ailind y, dando la mayor deliberación a sus palabras, añadió—: ¿Qué pasaría entonces con vuestro precioso Equilibrio?
Estaba horriblemente claro qué quería decir. Seis señores del Caos, pero siete señores del Orden. Desaparecería el equilibrio y el Caos, debilitado por la pérdida de uno de sus señores, quedaría de repente expuesto y vulnerable al ataque. Ygorla sabía, igual que Tarod y todos los adeptos en la sala, que Aeoris del Orden no desperdiciaría semejante oportunidad para lanzar un ataque mortífero contra su antiquísimo enemigo.
Karuth sentía como si su corazón se hubiera encogido hasta convertirse en una pesada bola bajo sus costillas; miró a Ailind y vio que por fin la máscara de la indiferencia caía de su rostro y que una emoción clara se mostraba a través del escudo que había erigido a su alrededor.
Permaneciendo en silencio, y con la compensadora satisfacción de ver cumplidos sus propósitos, Ailind del Orden sonreía.
El enfrentamiento acabó minutos después. En lo que pudo ser un desaire premeditado al trato dado antes por Tarod a su siervo elemental, Ygorla invocó una repetición de la fanfarria sobrenatural que había anunciado su llegada a la sala y salió con toda la pompa desplegada, con Calvi cogido de su brazo y Strann siguiéndolos apresuradamente. Había conseguido todo lo que quería, todo lo que deseaba, puesto que Tarod ahora expondría los términos de su pacto a su gran hermano Yandros, y pronto tendría la respuesta de éste. A Ygorla no le cabía duda de cuál sería esa respuesta. Los señores del Caos estaban atrapados, y ella había vencido.
Antes de hacer su gran salida, hizo un último anuncio a la concurrencia; y aquello, o al menos eso pensó Ygorla, causó más sensación que su ultimátum al señor del Caos. A partir de aquella noche, les dijo, se instituiría y proclamaría un nuevo título por todo el mundo: el título de Emperador Designado y Noble Consorte de la Emperatriz de los Dominios Mortales. Y el poseedor de ese título era el que en tiempos había sido pretendiente al trono del Alto Margrave, que ahora repudiaba la validez de su pretensión: su amado Calvi Alacar.
Los oyentes quedaron horrorizados. Ygorla lo sabía y disfrutó de su impotente furia cuando salió de la sala. Al cerrarse las puertas tras ella, se produjo el tumulto. Los adeptos, en pie, gritaban, hablaban, discutían, se quejaban, y cada voz pugnaba para hacerse oír por encima de las demás, dando salida a su ira y amargura. Muchos buscaron a Ailind, para pedirle ayuda y consejo, pero Ailind había desaparecido repentinamente. Algunos hubieran suplicado a Tarod, pero, antes de que reunieran el valor para acercarse a él, el dios bajó del estrado y se dirigió hacia las puertas.
El aura negra resplandecía a su alrededor como una nova. La gente se apartaba ante él, y aquellos que lo miraron a la cara al pasar sintieron las puñaladas gemelas del temor y el asombro. Sólo Karuth fue tras él, abriéndose camino entre la gente e intentando alcanzarlo antes de que el gentío se cerrara tras su paso. Vio que hacía un violento gesto con la mano izquierda, vio cómo las puertas se abrían en respuesta y golpeaban contra la pared, y le falló el valor. Pero siguió avanzando hasta que alcanzó el pasillo fuera de la sala.
Cuando Tarod se alejaba en dirección a las puertas principales del Castillo, Karuth echó a correr, intentando darle alcance, y gritó:
—¡Mi señor Tarod!
Se detuvo y se dio la vuelta en un único y grácil gesto. El aura negra desapareció cuando vio quién lo llamaba, pero sus verdes ojos le lanzaron una mirada terrible a la luz de las antorchas del pasillo.
—¿Qué pasa? —En ninguna ocasión le había hablado en un tono tan funesto, y por segunda vez la enormidad de la distancia que los separaba se le hizo perturbadoramente evidente a Karuth. Sin aliento, se paró a unos metros de él, sintiendo de repente temor a acercarse más.
—Mi señor Tarod, yo… —Se interrumpió cuando se dio cuenta de que no sabía qué decir. Quería hablarle, hacerle preguntas, ofrecer su ayuda, pero ahora comprendía que ese impulso no era más que una fútil e ingenua vanidad por su parte. Lo último que Tarod quería o necesitaba en aquel momento era verse molestado con las preguntas y opiniones de otro, y si Karuth creía que la ayuda, por muy bienintencionada que fuera, que una simple mortal pudiera ofrecerle serviría de algo, entonces era una estúpida y pobre ilusa.
Bajó la cabeza y se quedó mirando el suelo.
—Perdonadme —susurró—. Yo… No era nada, nada importante.
Tarod la miró durante unos segundos. Luego se dio la vuelta, bruscamente; su cabellera y su capa se agitaron como una malévola ola negra, y se alejó sin decir nada más, dejándola sola y con la sensación de ser insignificante e inservible.