Pasaron cuatro días más en los que Ygorla siguió entregada a sus caprichos y sin dar signos de que estuviera a punto de lanzar el desafío que esperaban el Círculo y los dioses. Para todos en el Castillo fue un intervalo que atacaba los nervios, y para algunos individuos en particular adquirió proporciones de pesadilla.
Nadie tenía ya dudas acerca de que Calvi Alacar estaba perdido. La segunda súplica de Tirand a Ailind tuvo tan poco éxito como la primera, y, sin la ayuda del dios, los adeptos eran lo bastante realistas para saber que estaban impotentes. Algunos pensaron en la posibilidad de suplicar a Tarod, pero no expresaron abiertamente dicha idea, sabiendo que Tirand la hubiera vetado de inmediato. A regañadientes, tuvieron que admitir que sólo podían contar con sus propios recursos, y que éstos resultaban insuficientes.
Al parecer, Calvi no sabía nada de las preocupaciones que el Círculo albergaba acerca de él, y resultaba evidente que, de haberlo sabido, se les habría reído en las barbas. En contra de lo esperado, Ygorla no se había aburrido de él. De hecho, disfrutaba plenamente de la compañía de su nuevo amante y juguete, y hallaba gran placer paseándose por el Castillo para presumir de su alianza ante sus anfitriones. Por supuesto, aquello no duraba demasiado; la mayor parte de las horas del día, así como las largas noches invernales, las pasaban en la intimidad de la suntuosa habitación de la usurpadora, donde Ygorla seguía tejiendo sus hechizos y aumentando su dominio sobre la mente y el cuerpo del joven, hasta que fue tan completo que a Calvi no le quedó ninguna esperanza de liberarse.
Y no es que Calvi quisiera liberarse. Gracias a la hechicería de Ygorla estaba descubriendo rápidamente un nuevo mundo de placer y poder, que hasta entonces no había sido capaz de imaginar. Aunque su carácter era fundamentalmente amable y decente, poseía sin embargo todos los apetitos más innobles de la juventud y de la inexperiencia, y éstos, alimentados por el resentimiento que habían encendido los recientes acontecimientos, eran aprovechados por Ygorla. Le enseñó oscuros placeres, el deleite que se podía obtener cometiendo pequeñas crueldades innecesarias, los medios de imponer su voluntad mediante la arrogancia y las amenazas. Y, cuando Ygorla descubrió lo hondo que el filón del resentimiento discurría dentro de él, le inculcó el ansia de venganza.
Descubrió bien pronto que los resentimientos de Calvi eran complejos y a menudo ilógicos, pero no por ello menos intensos. Ailind era el principal foco de su ira, pero su hostilidad hacia el señor del Orden se veía condimentada por inquinas menores contra cualquiera que, bien en la realidad o bien en su imaginación, lo hubiera insultado. Lentamente, a medida que el encantamiento se hacía más fuerte y su pasión por Ygorla más intensa, comenzó a hablar con mayor libertad de sus sentimientos, que adquirieron un aire cada vez más furibundo que ella encontró muy útil alimentar, a la luz de sus nuevas y florecientes especulaciones. Y aunque Calvi no recordaba nada por las mañanas, y por lo tanto no hablaba de ello a su nueva amante, sus sueños eran carbones que se amontonaban en su ya avivado fuego de odio, desprecio y ansiedad.
En opinión de antiguos amigos y compañeros que se cruzaban con él, Calvi degeneraba a ojos vistas. Con su lengua viperina, los ojos vidriosos por el vino o por la droga más potente de la hechicería de Ygorla, sus actitudes beligerantes y sus mezquinos rencores, tenía el aspecto de un hombre que se deja destruir lenta pero sistemáticamente por los aspectos más tenebrosos de su propio carácter. Ygorla comenzaba a saber que aquellos aspectos tenebrosos contenían profundidades insondables. Empezaba a descubrir que Calvi tenía una vena ambiciosa enterrada en lo más hondo de su alma que, con juiciosa manipulación, podía resultar un valioso complemento de la suya.
Mientras Ygorla y Calvi se entregaban a los juegos más salvajes que eran capaces de imaginar, Strann también asimilaba nuevas experiencias no del todo agradables. Uno de los motivos que escondía la decisión de Ygorla de usarlo como mensajero entre ella y su padre era hacerle un desaire premeditado a Narid-na-Gost, una señal de que no tenía el propósito de tener más contacto directo con él que no fuera según sus condiciones. Y, para la primera visita de Strann a la torre, Ygorla le dio una carta que explicaba su actitud con toda claridad.
Aquel primer encuentro con el demonio fue una tremenda prueba que Strann suplicó no tener que afrontar nunca más. Tras un agotador ascenso por una escalera de caracol que parecía interminable, encontró a Narid-na-Gost en una de las habitaciones en lo alto de la torre, cuyo interior había convertido mediante hechicería en una escena de inexorable carmesí: cojines carmesíes, alfombras carmesíes, terciopelo carmesí que cubría cada centímetro de las paredes y el techo, y, en medio, el demonio en persona, con su larga cabellera carmesí, su cuerpo deforme, sus manos y pies como garras, y los ojos que ardían como brasas en un rostro inhumano y malévolo.
Strann fue puesto a prueba. Narid-na-Gost se negó a creer que no había leído la carta de Ygorla y que no sabía nada de su contenido. Y, cuando acabaron las amenazas y las monstruosas ilusiones y quedó por fin satisfecho y convencido de que la rata mascota de su hija le había dicho la verdad, el demonio jugó con él un poco más antes de dejarlo partir. Invocó serpientes blancas, frías como el hielo, que reptaron por las piernas de Strann y que se enroscaron en repulsivos anillos alrededor de su cuerpo. Luego sacó una lengua negra que abarcaba toda la anchura de la habitación, y de su punta brotaron llamas que se proyectaban contra el rostro de Strann. Abrió su boca hasta un anchura imposible y vomitó enormes sapos venenosos, que saltaron y se deslizaron por el suelo antes de desintegrarse a los pies de Strann en charcos de hediondo nácar. Pero cuando vio que la rata, aunque asqueada, no iba a caer de rodillas para suplicar el final de aquellos horrores, perdió todo interés y lo despidió. Todavía no había abierto la carta. Y no había mensaje de respuesta.
Strann bajó dando tumbos, luchando con su estómago que se rebelaba y temiendo los miles de escalones que le aguardaban antes de que pudiera volver a respirar aire frío y puro. Sabía que había escapado por los pelos; y también sabía por qué. A pesar de todas sus amenazas y fanfarronadas, Narid-na-Gost tenía miedo de contrariar a Ygorla, lo que debía significar que ella tenía algún dominio sobre él. Strann no acababa de concebir en qué podía consistir dicho dominio, porque, por lo que Yandros le había dicho en su encuentro en la Isla de Verano, tenía la impresión de que Narid-na-Gost era mucho más poderoso que su hija y que siempre había sido el principal autor del complot contra el Caos. Ahora aquel punto de vista se había vuelto del revés, y Strann estaba seguro de que la gema del alma debía de ser la clave del enigma. ¿Seguía controlándola Narid-na-Gost? ¿O el hecho de que Ygorla llevara la gema en aquel descarado acto público de ostentación significaba algo más que un mero gesto simbólico?
Por fin llegó abajo, con la cabeza que le daba vueltas y el estómago agitado. Al salir a la triste luz del día, pensó que nunca se había sentido tan agradecido de recibir el helado azote del aire invernal; avanzó trastabillando por el patio desierto y se sentó durante unos minutos en el borde de la fuente central mientras recuperaba el aliento y la cordura. Sentía un olor desagradable en la nariz, el olor a almizcle y hierro que recordaba de la Isla de Verano, que impregnaba la habitación de la torre y que ahora se le había pegado a las ropas y al pelo. En los días de la Isla de Verano no lo había reconocido, pero ahora sabía qué era con toda exactitud: el hedor de los demonios.
El frío del mojinete de la fuente atravesó sus ropas y le llegó a la piel y Strann lo agradeció, porque en cierta medida ayudaba a purificar la mancha que sentía. Recordó las serpientes, tuvo un violento estremecimiento y, apretando con más fuerza las piernas contra la piedra, intentó que su mente dejara de girar confusamente y pensara con claridad.
Debía hacer que Tarod se enterara de lo ocurrido. Pero esta vez los gatos no le servirían, porque el mensaje que debía transmitir era demasiado complicado para confiarlo a sus simples sentidos y a su inadecuada capacidad de comunicarse con ellos. Ni siquiera sabía si su último intento había tenido éxito, porque no había habido respuesta del señor del Caos, aunque la noticia había acabado por ser de conocimiento público tan sólo unas horas más tarde. Además, su mensaje requería una respuesta clara, porque ahora necesitaba consejo.
Contempló la torre norte, que se alzaba impresionante en el extremo más alejado del patio, recortada contra el melancólico telón de fondo del cielo, y se preguntó si Tarod estaría allí. Luego la especulación se vino abajo porque comprendió que no podía correr el riesgo de intentar averiguarlo. Ygorla esperaba su regreso y, por lo que sabía, podía estar siendo vigilado por un buen número de sus siervos elementales, invisibles o disfrazados, en aquel momento o en cualquier otro. El contacto directo con el señor del Caos era imposible. Debía encontrar otra forma. Y, desde luego, no podía intentar ir en busca de Karuth.
¿O sí? La idea le vino lenta, gradualmente, como un incierto amanecer. Era factible, sólo factible… y, si funcionaba, no podrían recaer sospechas sobre él, porque tan sólo él y Karuth, de todos los seres del Castillo, sabrían lo ocurrido…
Strann se puso en pie. Intentó reprimir la rápida fiebre de esperanza en su interior, porque no quería tentar el destino antes de que el plan estuviera ni siquiera pensado a medias, pero no consiguió reprimir del todo su ansia. El único obstáculo era Ygorla. Pero creía saber de qué manera sería mejor tratarla, y creía también que su ego sería incapaz de negarle el permiso para lo que quería hacer.
Ygorla se mostró encantada con la propuesta de Strann, cuando éste se la planteó más tarde aquel mismo día. Ya estaba en un estado de ánimo exaltado, porque la malhumorada negativa de Narid-na-Gost a responder a su mensaje era exactamente lo que había esperado, y el hecho de que hubiera intentado maltratar a su enviado, sin atreverse a hacerle daño de verdad, confirmaba sus sospechas de que le tenía miedo. Le dio a Strann una joya —«una minucia, que para mí nada vale»— por sus sufrimientos, y su sugerencia aumentó aún más su satisfacción.
—¿Un concierto público de la música que escribes para mí? —repitió, mientras se paseaba por su dormitorio con el rostro radiante y ávido ante la perspectiva. Tras ella, en la cama, Calvi permanecía echado e inmóvil, con una jarra vacía de vino a su lado. Strann creía que dormía pero no estaba seguro—. Sí, rata, ¡me gusta la idea! Una pequeña atracción, ante un público selecto. —Se rió, primero con suavidad, pero luego con un sonido estridente, que hizo que Calvi se agitara y musitara una apagada queja—. Creo que ordenaré que tenga lugar esta noche y escogeré mi lista de invitados con el máximo cuidado. ¿Estarás listo?
—Naturalmente, señora. Aunque…
—¿Aunque qué?
—Bueno… —Strann no quería provocar en ella ninguna sospecha; tenía que parecer que lo decía sin darle importancia—. Ojalá tuviera un instrumento mejor con el que haceros justicia, mi emperatriz. La manzón de Karuth Piadar no está mal, pero no está a la altura a la que yo estoy acostumbrado.
Ella gesticuló ligeramente.
—Eso puede resolverse con facilidad. Tengo siervos elementales que pueden traer tu instrumento desde la Isla de Verano en menos de una hora. Sólo lo mejor será suficiente para mi bardo. Me ocuparé de ello, y podremos devolver a la hermana del Sumo Iniciado su instrumento inferior para que haga con él lo que quiera. ¡Espero que no se sienta mortalmente ofendida por tu segundo rechazo! —añadió con una mirada malévola.
Strann no acababa de entender por qué Ygorla disfrutaba tanto con la congoja de Karuth, pero por una vez su gusto por refocilarse le daba ventaja. Se unió a sus risas y luego volvió a su rincón en la cámara exterior para preparar el recital de la noche.
Cuando salió de la habitación, Calvi se sentó en la cama. No había estado durmiendo, sino que había yacido en una lánguida somnolencia de la que le costaba mucho salir. Había escuchado retazos de la conversación entre Ygorla y Strann y ahora, con malévola alegría, Ygorla le contó la idea de Strann.
—Puede ser divertido. —Calvi bostezó, buscó la jarra de vino, vio que estaba vacía y la arrojó con descuido de la cama—. Maldición, tengo sed.
—Entonces tendrás una jarra fresca, o dos o tres si es lo que quieres. —Ygorla fue a su lado y lo besó con lascivia. Le gustaba permitirle todos los caprichos; en realidad era mucho más una mascota que el propio Strann—. En un momento tendrás cuanto te apetezca. Pero primero quiero que me digas qué nombres deseas que añada a mi lista de invitados para el concierto de Strann esta noche.
—¿Qué nombres…? —Calvi le mordisqueó el cabello, luego el brazo desnudo, aspirando el embriagador perfume que desprendía su piel—. Bueno, veamos… Ailind del Orden será uno. Y Tirand Lin.
Ella rió suavemente.
—Creía que Tirand Lin era tu querido y buen amigo.
Calvi puso mal gesto.
—No lo es, por mucho que él lo aparentara en el pasado. Lo desprecio igual que desprecio a los otros. Y mostró su verdadero juego; apoyó a Ailind contra mí, y me trató como si yo fuera un niño imberbe y no su superior por derecho… La verdad es que, sólo tengo una amiga. Mi querida amiga, mi amadísima, la más hermosa, la más poderosa emperatriz…
Ygorla dejó que la besara en la boca con avidez, y le devolvió el beso con el mismo ardor.
—¿Y a quién más quieres que invite? —le susurró luego al oído—. ¿A quién más?
—A Karuth. —Su voz sonó algo confusa, porque tenía los labios enredados de nuevo en el pelo de ella. En sólo unos días, su cariño largo tiempo albergado, su enamoramiento incluso por Karuth se había transformado en rencor, más virulento debido a su rechazo y a la relación con el señor del Caos—. Haz que venga, y haz que se siente a los pies de su antiguo amante —añadió con una risita—. Que traiga a Tarod, ¡y entonces podrá escoger entre dos estúpidos! Y que también toque para ti. A ella no le gustará, pero a mí sí. ¡Me encantará verla derribada de su pedestal! Demuéstrale lo poderosa que eres, amor mío. ¡Demuéstrale que ni siquiera los dioses pueden resistirse contra ti!
Comenzó a acariciar el cuerpo de Ygorla y ella sintió que la pasión también prendía en ella. Rodaron juntos por la gran cama, y ella le dijo en tono cariñoso:
—Oh, mi hombre dorado, somos tan parecidos…, tan parecidos. Empiezo a creer que eres el aliado que he estado esperando tanto tiempo…
Las «invitaciones» que envió Ygorla fueron breves y exactas. Strann el Narrador de Historias daría un recital de música en el comedor, y los elementales que llevaron el mensaje personal a cada miembro del público que escogió, dejaron bien claro que no asistir tendría graves consecuencias. Así que, a la hora de la salida de la segunda luna, el desganado público de Strann ocupó los asientos dispuestos para ellos en un semicírculo alrededor de la gran chimenea y esperó a que comenzara el recital.
Strann experimentó una nueva y desagradable forma de miedo escénico mientras aguardaba para hacer su entrada. Sentía la fría hostilidad que llenaba la sala y sabía que lo que debía hacer aumentaría el odio que los adeptos le tenían. Su único alivio era que Karuth estaba allí, sentada en un extremo de la primera fila, al lado de la Matriarca. Tirand también se hallaba presente, pero, aunque Ygorla había enviado una imperiosa convocatoria a Tarod y a Ailind, ninguno se dignó hacer acto de presencia.
Ygorla estaba sentada en una gran silla de metales preciosos que trazaban fantásticos arabescos, forjada para ella por un grupo de elementales de la tierra. Calvi estaba repantigado a su lado, con afectada languidez, bebiendo vino copiosamente, y delante del fuego se había colocado un solitario taburete para Strann. No hubo aplausos cuando ocupó su lugar con su manzón —Ygorla había cumplido su palabra— en las manos. Se sentó con más nervios que un estudiante de música de primer curso frente a un jurado de maestros del Gremio escépticos y aburridos.
Colocó la manzón sobre sus rodillas y simuló estar ajustando la afinación. Entonces, con tal indiferencia que para los oídos no iniciados pareció que simplemente ejercitaba los dedos, tocó un arpegio. Miró con ojos entrecerrados y vio que Karuth se ponía tensa como si una mano invisible le hubiera agarrado la médula espinal.
Porque en el lenguaje de las manos, conocido sólo por el Gremio de Maestros de Música, Strann había tocado un mensaje codificado que decía: «Urgente: estas noticias deben ser transmitidas a aquel a quien ambos servimos».
Era una estrategia simple pero segura porque, de todos los habitantes del Castillo, Karuth era la única que comprendía el complejo lenguaje de los miembros más virtuosos del Gremio, un lenguaje de una flexibilidad prácticamente ilimitada. Strann había empleado toda la tarde y parte de la noche para tejer el mensaje que quería transmitir en las canciones que tocaría y cantaría loando a la usurpadora. Ygorla no sabía nada. Ni siquiera Tarod o Ailind, de haber estado presentes, habrían reconocido las claves que los dedos de Strann interpretaban en el instrumento que sostenía en su regazo. Sólo Karuth lo comprendió y supo por qué se había sometido a aquella vergonzosa y cruel prueba.
Strann tocó. No fue un concierto de virtuoso, pero no le importó. Ygorla no notaría la diferencia y poco sentido tenía intentar salvar su reputación de bardo ante un público tan hostil. Durante algo más de una hora se dedicó a ensalzar la belleza, sabiduría y poder de la usurpadora, en canciones que había compuesto en su honor en la Isla de Verano, ahora sutilmente alteradas para que contuvieran la información que necesitaba transmitir. Ygorla exigió aplausos, y se lo ovacionó fría y obedientemente, pero fue una farsa. Y, cuando por fin terminó la parodia, Strann no recibió ninguna de las felicitaciones a las que estaba acostumbrado en días más felices, sino que tuvo la amarga experiencia de ver a sus oyentes levantarse de los asientos en el momento en que se les permitió hacerlo, darle la espalda y salir de la estancia. Pero no importaba. Su orgullo lo soportaría, porque había logrado lo que se proponía. Una última mirada de Karuth, llena de cariño y gratitud, antes de que la Matriarca se la llevara, lo había confirmado.
Una vez fuera de la estancia, Karuth se esforzó para no mirar atrás, al trío junto a la chimenea. Strann guardaba con cuidado la manzón en su estuche, mientras Ygorla se atildaba y se preparaba para salir con Calvi. Karuth estaba rodeada de gente; era esencial que encontrara una excusa para librarse de ellos e ir en busca de Tarod. Pero la Matriarca la tenía cogida del brazo, y Shaill no parecía tener intención de soltarla. Era un gesto bienintencionado para darle fuerzas y consuelo, pero en aquel momento resultaba tremendamente inoportuno.
Shaill le hablaba, expresando su irritación por la odiosa vanidad de la usurpadora, y compasión porque Karuth hubiera tenido que someterse a semejante prueba. Karuth le respondía con vaguedades, pero en realidad no escuchaba; su mente estaba inquieta con las noticias que Strann le había dado, y se preguntaba con frenesí dónde estaría Tarod. Le había dicho, ¿o no?, que sólo tenía que pronunciar su nombre y él la escucharía y respondería. No podía pronunciarlo en voz alta aquí y ahora, pero ¿sería suficiente una silenciosa llamada?
Concentró su mente lo mejor que pudo en medio de las distracciones que pugnaban por atraer su atención, y pensó: Mi señor Tarod, ¡necesito vuestra ayuda! ¡Por favor, escuchadme y responded!
No sintió ninguna respuesta. Shaill seguía hablando, y Karuth vio con desánimo que ahora Tirand se les acercaba. Supo de inmediato, por la cara que traía, que iba a hacer otro intento de acercamiento amistoso, y, aunque lo habría recibido de buena gana en otra ocasión, ahora no podía tener en cuenta ni sus sentimientos ni los de su hermano.
—Karuth —dijo Tirand, cogiéndole la mano que tenía libre, de manera algo vacilante pero con cariño—, ¿estás ocupada? Me preguntaba si podría…
—Karuth… —Otra voz silenció a Tirand en mitad de la frase y sobresaltó a Karuth, quien se volvió y vio a Tarod—. Sumo Iniciado… —El señor del Caos hizo una breve reverencia a Tirand—. Perdonaréis mi interrupción, pero tenía una cita previa con Karuth.
Tirand soltó la mano de Karuth y, al leer en su rostro que no iba a contradecir a Tarod, su expresión se tornó tensa y dolida.
—Entonces no molestaré ni un momento más —repuso; le devolvió la reverencia al señor del Caos con cierta sequedad y se alejó sin mirar de nuevo a su hermana.
—Karuth —intervino Shaill, desconsolada—, creo de verdad que deberías…
—Señora Matriarca —la interrumpió Tarod con una fría sonrisa—, estoy seguro de que nos perdonaréis. —Y, antes de que Shaill pudiera decir nada más, se llevó a Karuth.
La sala de entrada del Castillo estaba desierta, y Karuth se habría detenido allí, pero Tarod la llevó al patio. Hacía mucho frío, amenazaba nieve, y los escalones estaban helados. Karuth resbaló, y él la sostuvo del brazo.
—Me temo que deberemos recurrir a un pequeño subterfugio —dijo Tarod en voz baja al tiempo que examinaba el patio con sus verdes ojos.
Ella se estremeció, e intentó contenerse.
—Esto ya está bastante vacío, mi señor.
—De gente sí, pero no son los oídos humanos lo que me preocupa. Un momento…
Unos dedos finos y firmes la cogieron y Karuth gritó, súbitamente alarmada al ver que cuanto había a su alrededor parecía invertirse. Tuvo la violenta sensación de caer y al mismo tiempo de salir despedida hacia arriba, y de pronto se encontró en una habitación desconocida, en suave penumbra, rodeada por las acechantes sombras de lo que parecían ser trastos viejos.
—Siento haberte asustado. —Tarod no era más que una silueta perfilada contra el estrecho alféizar de una ventana, pero ella reconoció cierto rastro de humor en su voz. Entonces se materializó una esfera que desprendía una suave luz plateada, flotando sobre la superficie de una mesita. La oscuridad desapareció y Karuth miró y se dio cuenta de que aquélla debía de ser una de las habitaciones abandonadas en lo alto de la torre norte.
Observó el revoltijo de muebles abandonados y apilados contra las paredes y comentó:
—No es un alojamiento digno de vos, mi señor.
—Oh, ya está bien. Y tiene una gran ventaja: los esclavos elementales de la usurpadora no se atreven ni a acercarse a esta torre, de forma que no debemos temer que intenten entrometerse en nuestros asuntos. —Esbozó una sonrisa y añadió—: Si alguno de sus espías me ha visto desaparecer contigo, sacarán la conclusión más evidente y no pensarán más en ello.
Karuth sintió que sus mejillas enrojecían, pero no hizo ningún comentario.
—Siéntate —le indicó Tarod—. Aquí, junto a la mesa; hay una silla que no cederá bajo tu peso, y la esfera da calor además de luz.
Desconcertada por las duras condiciones con que parecía contentarse, se sentó con cautela en la silla que le indicaba, mientras que él se apoyaba con indiferencia en el borde de la mesa.
—Bien. Ahora cuéntame por qué necesitabas hablar conmigo tan urgentemente.
Karuth le contó el truco de Strann y el mensaje que le había transmitido mediante el lenguaje de las manos. Todos los detalles estaban allí; el nombramiento de Strann como mediador entre Ygorla y Narid-na-Gost, su encuentro en la torre sur y su convencimiento de que las relaciones entre la usurpadora y su padre demonio estaban deteriorándose con rapidez. Tarod escuchó en silencio y, cuando Karuth terminó de hablar, juntó sus dedos y se los miró.
—Interesante…, muy interesante. Es una pena que Strann no sepa qué decía la carta que Ygorla escribió, pero no puedo culparlo por no atreverse a leerla. De todas maneras, incluso sin esa información, son noticias muy valiosas. —Se levantó, paseó por la habitación y luego se sentó en un destrozado diván—. De manera que desea que Strann le proporcione a su progenitor una cierta cantidad de información falsa, ¿no es así? En ese caso creo que podríamos buscar la manera de añadir nuestro granito de arena a las recetas que Ygorla prepara, de forma que la confianza de Narid-na-Gost se tambalee un poco más. Pero tenemos un problema: cómo hacer que Strann sepa lo que queremos de él.
—Creo —dijo Karuth con cautela— que ya ha tenido eso en cuenta, mi señor. Hoy me han devuelto mi manzón —reprimió con firmeza el asqueroso recuerdo de la cosa que se la había traído—, y creo que Strann ha convencido a la usurpadora de que le trajeran su instrumento desde la Isla de Verano. Sospecho —añadió con una sonrisa que fue una mueca fugaz y sin humor alguno— que Ygorla se verá inducida a pedir más recitales antes de que transcurra mucho tiempo.
—¿Con otros músicos que sumen sus talentos al de Strann? Ya veo. —Tarod le devolvió la sonrisa con sequedad—. Muy inteligente de su parte. Pero este lenguaje de las manos, como lo llamas, ¿no impone un límite a la complejidad de los mensajes que podéis intercambiar?
Karuth se sorprendió, de que hubiera un tema en el que ella pudiera enseñarle algo, y lo agradeció.
—El lenguaje de las manos tiene muy pocas limitaciones, mi señor. A lo largo de los siglos, desde que fue inventado, se ha convertido en algo tan sofisticado y complicado como la palabra hablada.
—Un lenguaje por derecho propio, pero que sólo pueden reconocer unos pocos iniciados. Podría resultar una herramienta muy valiosa —comentó Tarod; entonces su expresión cambió—. Pero ¿podrás enfrentarte a lo que esto exigirá de ti, Karuth? Si surge la oportunidad, ¿tendrás el coraje de aprovecharla?
Karuth sabía que no quería insultarla y supo apreciar que tuviera en cuenta sus sentimientos.
—Oh, sí —repuso y miró a otro lado, porque no quería que viera las emociones íntimas que de pronto afloraron a sus ojos—. Puedo hacerlo, y lo haré de buen grado. Al menos me permitirá sentirme cerca de Strann otra vez.