—No sé cómo daros las gracias. —Karuth se miró las manos entrelazadas, cuyos nudillos estaban blancos por la tensión—. De no haber intervenido cuando lo hicisteis, yo…, yo no sé qué habría ocurrido.
Tarod sabía muy bien qué habría sucedido, pero no consideraba necesario aumentar su sufrimiento diciéndoselo. Unos minutos después del altercado con Ygorla, la había acompañado fuera de la sala, consciente de que incluso bajo su protección no habría podido aguantar mucho más. Ahora se encontraban sentados en la habitación de Karuth con una jarra de vino entre ambos y el fuego, avivado de nuevo, para combatir el frío nocturno.
Karuth no acababa de adaptarse a aquel encuentro en privado, extrañamente íntimo, y sus sentimientos eran aún más confusos por la manera en que Tarod había acudido a rescatarla. Parecía haber querido implicar deliberadamente que había más en la relación entre ambos que lo que los demás habían observado, y, aunque sabía que no era más que una treta, seguía sintiéndose desconcertada. Ahora, al mirarlo, sentado en una silla al otro lado de la chimenea, dándole vueltas en la mano a una copa de vino de largo tallo, tuvo que reprimir un escalofrío cuya naturaleza no comprendía del todo. Sería muy fácil para una mujer mortal, pensó, creer que estaba enamorada de un señor del Caos, o al menos que se sentía profundamente atraída por él. La mezcla de un distanciamiento remoto pero casi omnisciente con una compasión sorprendentemente humana que mostraba Tarod era un cóctel explosivo, y el hecho de que además fuera un dios sumaba especias a un brebaje ya de por sí peligroso. Al salir juntos de la sala, Karuth vio que otros los observaban, y sus miradas de asombro y de consternación le habían provocado un escalofrío intenso e inesperado que casi le resultó placentero. Quizá, pensó, era sencillamente una reacción a la compasión con que la habían abrumado tras la aparente perfidia de Strann, el deseo de recuperar algo de orgullo y convertir la imagen pública de derrota en una de triunfo. Pero ni en sus momentos más negros creía Karuth ser tan mezquina, o al menos eso había creído hasta este momento.
La suave risa de Tarod interrumpió el flujo de sus pensamientos, y lo miró. Le sonreía, y en su sonrisa había más que un atisbo de malicia intrigante.
—Nada tienes que temer de mí, Karuth —dijo—. Y, si puedo atreverme a decirlo, no tienes que temer nada de ti. Las aspiraciones de Strann están seguras.
Ella se ruborizó, sintiéndose avergonzada y estúpida.
—Si hubiera sabido que podéis leer mis pensamientos… —repuso a la defensiva.
—No puedo, como ya te he dicho más de una vez. Pero cualquiera con un poco de inteligencia leería en tu rostro en este momento y añadiría unas cuantas observaciones más. No te preocupes por eso, Karuth. Me tomo la visión que tienes de mí como un cumplido; y, además, nuestros engaños combinados nos han ido muy bien.
—¿Muy bien? —repitió sus palabras, desconcertada.
—Oh, sí. El hecho de que casi perdieras el control y estropearas la preciada belleza de Ygorla me permitió ponerla a prueba. Una prueba pequeña, lo reconozco, pero que de todos modos ha sido útil porque me ha demostrado que no es tan estúpida o imprudente como para ponerse en peligro por una cuestión de principios.
Karuth hizo una mueca de dolor.
—Tendría que ser realmente poco inteligente para hacer eso, mi señor.
—Cierto, pero siempre fue una posibilidad. Y luego, claro está, queda el hecho de que pudimos hacer que la posición de Strann en su estima fuera un poco más segura.
—Sí —contestó Karuth, recordando lo que él había hecho y por qué—. Os lo agradezco.
—Ha sido por el bien del Caos tanto como por el vuestro, te lo aseguro. —Pero la mirada que le dirigió parecía poner en duda la verdad de la despreocupada afirmación. Se impuso el silencio durante un momento. Luego Tarod preguntó—. ¿Te contó algo Strann?
El cambio de tema trajo a Karuth de vuelta a la realidad y frunció el entrecejo.
—Sí. Sí que lo hizo. Era acerca de Calvi…
—Ah. —El tono de Tarod cambió—. ¿Qué dijo?
—Que era esencial que lo apartáramos de la influencia de la usurpadora —respondió; entonces recordó el estado en que había visto a Calvi, cómo se había reído de sus apuros, como si hubiera bebido hasta perder la razón…
Su mirada se encontró con la de Tarod, y sus propios ojos se volvieron de pronto severos.
—Strann no pudo explicarme qué quería decir. Pero la advertencia llegó demasiado tarde, ¿verdad? Fuera lo que fuese lo que sospechaba, ya había ocurrido.
Era la confirmación que Tarod buscaba.
—Sí —dijo—. Era demasiado tarde. —Soltó un suspiro exasperado y añadió—: Debí haber previsto algo así. Calvi era un blanco demasiado evidente, sobre todo después de la total estupidez de Ailind con él hace unas cuantas noches.
Al igual que la Matriarca un poco antes, a Karuth la sorprendió comprobar que el incidente tampoco le había pasado inadvertido al dios. Aquello le trajo otro recuerdo.
—Mi señor, Strann me hizo una extraña observación sobre ese asunto. Dijo, y no quiso o no pudo explicarse con más detalle, que parecía como si Ailind quisiera indisponerse con Calvi a propósito.
—¿De veras dijo eso? —replicó Tarod, entrecerrando los ojos—. Me pregunto por qué pensaría eso.
Karuth no pudo responder.
—Esto puede necesitar de más investigaciones —declaró el señor del Caos—. Veré qué consigo descubrir.
—Si puedo ayudar en algo…
—Por el momento, no. —Entonces la mirada pensativa y tenebrosa se desvaneció y su expresión se suavizó al ponerse en pie—. Creo que lo que necesitas ahora por encima de todo es una buena noche de sueño, así que te dejaré para que te acuestes. Oh, y no temas que Ygorla vaya a intentar más maldades contigo. Me aseguraré de que no pueda hacerlo.
Karuth le sonrió agradecida, pero le supuso un esfuerzo.
—Aprecio vuestra amabilidad, mi señor. Pero temo por la seguridad de Strann, no por la mía.
—Strann es más que capaz de cuidar de sí mismo, como lo ha demostrado esta noche. Es un elemento demasiado útil en los planes de la usurpadora para que le haga daño. —Al ver que su comentario no la convencía del todo, Tarod alargó el brazo y, tocándole la mejilla ligeramente, le apartó un mechón de cabello oscuro del rostro—. Intenta no tener miedo, Karuth —dijo; luego se inclinó y la besó en la frente.
Ella permaneció inmóvil largo rato una vez que él se hubo ido, con los ojos enfocados en el vacío y los pensamientos en un tumulto. Al fin se levantó, se acercó a la ventana y cerró los postigos interiores. Rara vez hacía eso, porque prefería no cerrar del todo el paso a la luz y al aire incluso en aquella época del año. Pero retazos de la música procedente del comedor seguían llegando con la brisa helada y cortante, y quería dejarlos afuera. Aquella noche quería dejar fuera a todo el mundo y estar sola de verdad.
Ygorla no cumplió del todo su promesa o amenaza de bailar hasta el amanecer, pero fue bien de madrugada cuando, para inmenso alivio de los reunidos, anunció finalmente que ya tenía bastante de frivolidades y que pensaba retirarse. Y cuando salió de la sala, sonriente y satisfecha de sus logros durante la velada, Calvi Alacar iba con ella.
Tirand, que, tras escapar a sus maliciosas atenciones, se había refugiado junto a la Matriarca y un grupo de adeptos superiores, vio a la pareja que se iba, y su mano se cerró con tal fuerza sobre el tallo de la copa de vino que sostenía que casi lo rompió. Soltó una dura y venenosa exclamación, dejó a sus sorprendidos acompañantes y comenzó a dirigirse hacia las puertas, con la intención de cerrarle el paso a la usurpadora. Pero antes de que pudiera acercarse se encontró con que, a su vez, Ailind se interponía en su camino.
—No, Tirand. —La expresión del señor del Orden era de suma frialdad—. Déjalos marcharse.
—Pero, mi señor, ¡no podemos permitirle que haga esto! Calvi necesita ayuda. ¡Hay que apartarlo, antes de que su influencia lo envenene!
Ailind se encogió de hombros con indiferencia.
—Me temo que es un poco tarde. Si el Alto Margrave es tan estúpido que se deja cautivar por semejante criatura, entonces me temo que no podemos hacer nada para impedirlo.
Tirand lo miró desolado.
—Pero… —dijo de nuevo.
En los ojos de Ailind resplandeció una luz ligeramente peligrosa.
—Has escuchado mi orden, Sumo Iniciado. Haz el favor de obedecerla.
Tirand retrocedió lentamente, sin atreverse a seguir discutiendo, y el señor del Orden se volvió para observar de nuevo a Ygorla. Las puertas de doble hoja se abrían ante ella. Tras la usurpadora, llevado por su cadena enjoyada, iba el servil chaquetero de Strann, un gallito que hacía cabriolas sobre un montón de estiércol; y, cogido del brazo de Ygorla, los ojos fijos con un inexorable y peculiar arrobo en el rostro de la usurpadora, iba Calvi, como un hombre que se encontrara en medio de un sueño bienaventurado.
Con gran deliberación, muy en privado, Ailind sonrió.
La puerta interior de los aposentos de Ygorla se cerró de un portazo ante la cara de Strann, quien se derrumbó sobre el suelo de la antecámara, con la espalda contra la pared y los ojos cerrados.
Era estúpido, ¡qué estúpido! Debía haberse dado cuenta, debía haber sido más explícito y apremiante en su advertencia a Karuth. Tal como habían ido las cosas, ni siquiera había tenido tiempo de explicar la mitad de lo que tenía en la mente, antes de que aquella maligna perra los separara con la misma despreocupación y malicia con que los había juntado. Ahora, aunque no creía que lo llamara ante su presencia aquella noche, seguía sin atreverse a abandonar su puesto. Soltando risitas como una colegiala, y con Calvi aturdido y cogido de su brazo, Ygorla le había ordenado permanecer allí como una rata obediente, hasta que lo volviera a llamar, y los dos se habían encerrado en su dormitorio. Strann sabía muy bien el precio de desobedecerla, y era muy probable que enviara a algún grotesco elemental para ver que no incumplía su orden.
No sabía si llorar, reír o gritar. De todos los hombres del Castillo que podía haber escogido como amante, Calvi Alacar había sido el que menos probabilidades tenía, pero ahora, con la ventaja de la visión retrospectiva, resultaba la elección más descaradamente evidente. Atrapar al hermano del hombre que ella había asesinado salvajemente sin duda atraía tanto al perverso sentido del humor de Ygorla como a su colosal ego, y el hecho de que lo hubiera logrado con tanta facilidad era una dura demostración de su poder ante el Círculo.
Risas agudas le llegaban del otro lado de la puerta, amortiguadas por la gruesa pared, y Strann intentó no imaginar qué telaraña podría estar tejiendo Ygorla alrededor de su víctima. Se preguntó si Calvi seguiría en sus cabales cuando amaneciera, o incluso si viviría para ver amanecer. Si se le antojaba, a Ygorla no le importaría lo más mínimo obtener su placer y luego matarlo, con la misma despreocupación con que había matado a tantos otros, y con el mismo acto lanzar un terrible desafío a quienes se le oponían. Pero, pensándolo con más calma, Strann no creía que la cosa llegara a ese extremo. Sospechaba que Ygorla encontraría mucho más divertido mantener al Alto Margrave con vida pero impotente bajo su hechizo. Y, aunque carecía de toda lógica, Strann tenía la intuición igualmente intensa de que la usurpadora no sería la única a quien satisfaría aquella situación.
Tarod había abandonado pronto la sala, con Karuth. Ninguno de los dos sabía todavía el resultado del último juego de Ygorla, y no habían presenciado el breve enfrentamiento de Tirand Lin con Ailind cuando la usurpadora se marchaba. Strann sí. Siguiendo la correa que sostenía Ygorla, no había pasado lo bastante cerca para escuchar lo que el Sumo Iniciado le había dicho a su mentor, pero había visto que Tirand era despedido con sequedad y había advertido la sonrisa privada de Ailind, que a él le pareció una sonrisa de satisfacción. Estaba seguro de que algo se estaba tramando, y debía encontrar el modo de comunicárselo al señor del Caos.
La cámara interior estaba ahora en silencio. Strann intentó convencerse de que eso no tenía por qué ser necesariamente una mala señal y, levantándose con cuidado, fue de puntillas hasta la puerta exterior. Rezó para que los goznes y el pestillo no crujieran, cosa que no hicieron, y entreabrió la puerta y se asomó al pasillo. Nadie a la vista. Sólo una única antorcha que ardía en su soporte a unos cuantos metros de distancia. ¿Cuánto tardaría en llegar a la torre norte? No se atrevía a ir a la habitación de Karuth, porque la tentación de quedarse sería imposible de resistir y eso podía significar el desastre para todos. Tendría que ser la torre; era un grave riesgo, pero no parecía haber otra elección.
Estaba mirando por encima del hombro e intentando decidirse de una vez por todas a salir cuando apareció el gato gris. El animal lo saludó con un rápido y apremiante «prrt» que sobresaltó a Strann, quien bajó la vista y se lo encontró a los pies, mirándole a su vez con intensa concentración.
El gato… ¡claro! Había bromeado con Karuth acerca de él, llamando al animal su ángel de la guarda personal, pero ahora la broma cobró un aspecto completamente distinto. ¿Podía comunicarle lo que quería decir? ¿Lo entendería el gato y le llevaría el mensaje a Tarod? Strann no era telépata, pero tenía la impresión de que eran los gatos, más que sus contactos humanos, quienes determinaban el éxito o fracaso de cualquier comunicación.
Lanzó otra rápida y cautelosa mirada a través de la puerta entreabierta, y luego se agachó y alargó los dedos para que el gato los olisqueara.
—Ve a buscar a Tarod —le susurró y al mismo tiempo intentó visualizar y proyectar una imagen mental del rostro del señor del Caos y de la torre norte.
El gato ronroneó —Strann deseó fervientemente que ésa fuera su manera de decir que había comprendido— y él le comunicó su mensaje, una serie de imágenes que esperaba que transmitieran su significado y que al mismo tiempo eran lo bastante sencillas para que el animalito las asimilara y las recordara. Al final, ya no pudo hacer más y, sintiéndose mentalmente agotado, acarició la cabecita del gato.
—Ahora sólo puedo rezar para que me hayas entendido —le dijo en voz baja—. Vete. Busca a Tarod.
El gato agitó la cola y, silencioso como un fantasma, dio la vuelta y se alejó. Strann lo observó hasta que desapareció al doblar la esquina; luego volvió a entrar en la habitación y cerró la puerta con gran sigilo.
—El mensaje del gato era bastante claro —dijo Tarod—. La usurpadora ha atrapado al Alto Margrave; y Strann está convencido de que a Ailind lo satisface ese acontecimiento.
En la habitación a oscuras de la torre, donde los dos mundos se habían unido por unos momentos, la imagen oscura y perfilada de Yandros se agitó ligeramente al hacer un nervioso gesto con una de las manos.
—Encaja con el esquema que comenzábamos a sospechar, Tarod. El trato que Ailind dio a Calvi en público ya indicaba que al Orden no le importaba si seguía siéndoles fiel o no…
Tarod lo interrumpió.
—Strann parece pensar que es algo más que despreocupación. Cree que podría tratarse de una artimaña premeditada.
—¿Para conseguir la desafección del Alto Margrave? —Yandros se mostró sorprendido—. Veamos, ¿por qué, por todos los reinos de la creación, querría Aeoris provocar semejante cosa? Calvi siempre ha sido uno de sus más firmes aliados —no se molestó en ocultar su desdén al decirlo— y yo pensaba que nuestros amigos estarían ansiosos para que siguiera siéndolo. No tiene sentido.
—No. Pero sigo pensando que podría ser verdad, Yandros. Strann es astuto, y tiene una intuición mucho mayor de lo que gusta mostrar. Si se huele algo, me inclino a hacer caso de lo que su nariz nos diga.
Aunque no estaba dispuesto a admitirlo, ni siquiera a su hermano, Yandros se sentía intranquilo. Hacía ya algún tiempo que Tarod y él estaban convencidos de que algo se tramaba en el reino del Orden, pero aquella primera pista, si es que era una pista y no un rastro totalmente falso, lo desconcertaba, porque era exactamente lo opuesto del tipo de estrategia que hubiera esperado de Aeoris.
Dejó en suspenso el pensar más acerca del tema y dijo:
—¿Y qué hay del alma de nuestro hermano? ¿La has visto?
Tarod asintió sombríamente.
—Sí. La llevaba esta noche; la exhibía con descaro colgada de una cadena alrededor de su cuello, de forma que todos pudieran verla. —Hizo una pausa—. También he adivinado el nexo entre ella y la gema. Ha creado una protección que asegura que, si algo le ocurriera a ella, la gema se haría pedazos instantáneamente, y ni siquiera nosotros tenemos el poder para romper ese nexo a tiempo. —Sus ojos se entrecerraron, hasta parecer meras rendijas—. Podemos despreciar su poca inteligencia sutil, pero no podemos decir nada de su astucia.
—Pero todavía no ha lanzado abiertamente ningún desafío, ¿no es así? —preguntó Yandros.
—No. Por el momento parece que se contenta con dedicarse a hacer gala de su supremacía en todas las oportunidades que se le presentan.
—Espero que no hayas mordido su anzuelo.
Tarod sonrió tenuemente, al recordar su breve y duro diálogo con la usurpadora en la sala.
—No en ningún modo que pudiera poner en peligro la gema del alma.
—Asegúrate de no hacerlo. No importan las tentaciones, asegúrate. ¿Y qué hay de Narid-na-Gost?
Tarod lanzó una mirada especulativa por la ventana, hacia el lugar donde se recortaba la torre meridional, contra la tenue luz de las estrellas.
—Nadie lo ha visto todavía. El Círculo ni siquiera sabe que está aquí. Ha encontrado un agujero en el que esconderse, y parece satisfecho de dejar que sea su hija la que se ensucie las manos.
—¿Está también conectado a la gema?
—Creo que sí, pero no estoy seguro. No es algo que me importe poner a prueba.
Yandros encorvó los hombros, de mal humor.
—Bueno. Aunque resulte frustrante, parece que debemos seguir esperando y vigilando. Ponte en contacto conmigo cuando tengas nuevas informaciones de Strann.
Tarod asintió y se dispuso a disolver el nexo entre sus mundos. Pero, antes de que lo hiciera, Yandros sonrió con un breve resurgir de su acostumbrado humor negro.
—Una última cosa, Tarod. No dejes que Karuth Piadar averigüe demasiadas cosas acerca de tus motivos. ¡Recuerda lo que ocurrió la última vez que te enamoraste de una mujer mortal!
Tarod se rió con suavidad.
—Lo recordaré.
En el mismo instante en que Tarod y Yandros daban por finalizada su discusión y se separaban, Ailind, en su cámara en el ala este, establecía contacto con Aeoris.
—La trampa ha funcionado exactamente según lo planeado —informó Ailind a su hermano mayor—. El Alto Margrave ya está loco por la usurpadora, y supongo que no pasará mucho tiempo antes de que esté completamente dominado por ella. Si a eso le añadimos el hecho de que ya está en contra nuestra, la receta está casi completa.
Aeoris sonrió.
—Sí que lo está. Son excelentes noticias, Ailind.
—Ahora, Calvi entrará en conflicto con el Círculo, naturalmente —dijo Ailind—, y eso echará más leña al fuego de su resentimiento hacia el Orden. Creo que nuestro siguiente paso debe ser explotar eso y hacer que sea para nuestro provecho.
—No preveo dificultades en ello —repuso Aeoris—. El Alto Margrave es esencialmente débil, por lo que resultará sencillo influir en su subconsciente. La siguiente etapa de nuestra estrategia debería resultar fácil. —Hizo una pausa—. ¿Has investigado el asunto de los elementales, como te dije?
—Sí, hermano, lo he hecho. Tal y como te informé, la usurpadora tiene poder sobre ellos, pero abusa constantemente de dicho poder. Parece disfrutar atormentándolos, o usándolos para propósitos triviales, para destruirlos a continuación. —Ailind enarcó sus pálidas cejas en un expresivo gesto—. Están dispuestos a cooperar con nosotros, muy dispuestos, la verdad. Ven en nuestro plan una forma de vengarse de ella, que es lo que desean por encima de todo.
La expresión de Ailind se volvió algo cínica.
—Suponiendo, claro está, que los elementales puedan comprender y respetar la necesidad de secreto total.
—Me he ocupado de que así sea.
—En ese caso, parece que estamos listos para dar el siguiente paso. Estoy muy satisfecho, Ailind, muy satisfecho. ¿Y qué hay del Caos? ¿Han hecho algo?
Ailind negó con la cabeza.
—Nada. Mi opinión es que están completamente atascados y que es muy probable que sigan así. Al fin y al cabo —añadió, riendo—, ¿qué puede hacer Yandros que no ponga en peligro la vida de su hermano?
—Es cierto —coincidió Aeoris, de nuevo sonriente—. Muy bien. Parece que hasta el momento todo se ha desarrollado con la máxima perfección que podíamos esperar. Puedes comenzar tu labor con los elementales esta noche, y ponerte en contacto conmigo cuando tengas más noticias. Espero los siguientes acontecimientos con gran interés.
La luz dorada que se derramaba desde el reino del Orden se desvaneció de la habitación al desaparecer Aeoris. Durante varios segundos, Ailind permaneció inmóvil, con los ojos fijos en el lugar donde había estado su hermano, pero la mente en otro lugar. Luego sus labios se torcieron levemente, casi con cinismo, e hizo un gesto de llamada. Otra luz, más pequeña, débil y fría que la del aura de Aeoris, apareció sobre su cabeza, y dentro de la luz se veía moverse una forma apenas visible, inhumana. Ailind miró la luz y habló en voz baja pero severamente.
—Hijo del aire y del agua, ¿entendéis tú y los tuyos el encargo que os confío? ¿Y entendéis que no debe quedar rastro de lo que hagáis esta noche que pueda llegar a ser conocido por otra entidad viviente?
Una vocecita como un suspiro, parecida al ruido de un lejano mar traído por una suave brisa, le respondió:
—Lo entendemos, mi señor.
Ailind asintió satisfecho.
—Consideremos entonces los sueños que enviaremos a nuestra presa esta noche…
Ygorla se despertó poco después del amanecer. A pesar de sus excesos, no había perdido nunca la costumbre de madrugar, adquirida durante su infancia en Chaun Meridional, y, una vez abiertos los ojos, su ávido interés en lo que pudiera depararle el nuevo día le quitaba cualquier deseo de dormir más.
A su lado, con los cabellos como una clara nube entre las arrugadas almohadas y ropa de cama, Calvi Alacar seguía durmiendo. Durante los últimos minutos se había agitado inquieto, moviendo los párpados y, en una ocasión, había soltado un pequeño suspiro. Pero, fueran cuales fuesen los sueños que lo inquietaban, ahora habían desaparecido y su cuerpo yacente estaba tranquilo otra vez. Ygorla lo miró y esbozó una sonrisa perezosa y satisfecha al recordar los acontecimientos del baile y lo sucedido después. El Alto Margrave había resultado ser un descubrimiento. Al principio, su intención era utilizarlo como cebo de su anzuelo durante un tiempo, embrujándolo hasta ponerlo totalmente bajo su control, sólo por el placer de escandalizar al Círculo, que lo tenía por un aliado tan firme. Conseguirlo había sido sencillo: la personalidad de Calvi era bastante insignificante, lo que lo convertía en una presa fácil. Pero, si era débil de carácter, había descubierto que ciertamente no era débil físicamente. Aunque Ygorla distaba mucho de ser virgen, Calvi era el primer humano con quien se había acostado, y la nueva experiencia la había deleitado. Tenía mucho que ensalzar en él, pensó: juventud, hermosura, vitalidad viril; y por encima de todo el hecho de que, gracias a su hechicería, ahora era su esclavo tanto física como mentalmente.
Bostezó y se estiró lujuriosamente, disfrutando de las sensaciones que la asaltaban. No tenía por qué levantarse todavía. Dentro de un rato pediría el desayuno para los dos, y después pensaría en cómo sacar más ventajas de aquella nueva y agradable situación. Giró en la cama para sacudir a Calvi por los hombros y despertarlo…
Se quedó helada al ver a Narid-na-Gost agachado a los pies de la cama y dirigiéndole una impúdica sonrisa. El rostro de Ygorla se retorció en una mueca.
—¡Padre! —La furia y la indignación chisporrotearon en ella como un aura visible—. ¿Cómo te atreves a espiarme?
Calvi musitó algo y comenzó a agitarse. Rápidamente, Ygorla pasó una mano sobre su rostro, y él se sumió instantáneamente en un sueño antinatural del que nada lo sacaría hasta que ella se lo ordenase. Entonces Ygorla se volvió de nuevo hacia los pies de la cama. Su padre seguía allí agachado, sonriendo. La boca de Ygorla se torció en un gesto duro y feroz.
—¡Sal de esta habitación! ¡Fuera!
El demonio soltó una risotada impúdica.
—¿Qué sucede, hija mía? No es la primera vez que te veo entregada a tus placeres carnales. ¿Por qué te muestras tan pudorosa de pronto? ¿Tienes miedo de que tu amante descubra la naturaleza de tu linaje?
En un arrebato de furia, Ygorla cogió una almohada y se la arrojó. El demonio se echó a un lado, cogió la almohada en plena trayectoria y sopló sobre ella. Se desintegró en una fugaz pero espectacular explosión de llamas. Narid-na-Gost clavó sus rojos ojos en su hija.
—¡Tus juegos infantiles no me impresionan! —La simulación de lascivia desapareció en un instante, y su voz sonó furiosa—. ¡Sabes perfectamente que no me interesa en absoluto cómo decidas malgastar tu tiempo o con quién decidas hacerlo! Y también sabes perfectamente por qué estoy aquí. Esto ya dura demasiado, Ygorla. ¡Estoy harto de esperar!
Se produjo un silencio tenso. Ygorla permaneció sentada en la cama, inmóvil, mirando a su padre con expresión pensativa.
—Estás harto de esperar, ya veo —dijo al cabo con voz clara y pausada—. ¿Y desde cuándo ha sido primordial tu voluntad, padre?
Narid-na-Gost vaciló, porque algo en el tono de voz de Ygorla le dijo que aquélla no iba a ser otra de sus frecuentes peleas. Ella parecía demasiado tranquila, demasiado razonable, como si hubiera esperado aquello y se hubiera preparado para afrontarlo. Y como si tuviera algo en la mente que a él se le había pasado por alto.
—No olvido los términos de nuestro acuerdo, hija —replicó con brusquedad, poniendo un ligero pero perceptible énfasis en la palabra «hija» que confiaba en que fuera un oportuno recordatorio de lo que ella le debía—. Pero ya es hora de que cumplas con la parte del trato que te corresponde. Es hora de dejar de jugar con estos humanos y de plantear tus exigencias, ¡de manera que yo también pueda plantear las mías!
—Eres tan impaciente, padre… Ya te lo he dicho: cuando esté lista, y sólo cuando esté lista, daré el paso. Hasta entonces, me temo que deberás aprender a frenar tus prisas.
—¡Ya las he reprimido bastante tiempo! —respondió irritado el demonio—. ¡Pareces olvidar, hija, que me debes todo lo que eres y todo lo que has conseguido! Mis poderes te han llevado hasta aquí. ¡Te elevé de la nada y harías bien en recordar que podría devolverte a la nada con la misma facilidad!
Ygorla sonrió.
—Oh, no creo que pudieras hacerlo —dijo con dulzura. Con un gesto deliberado cogió entre su dedo índice y pulgar la cadena de la gema del alma y, apartándola de sus pechos desnudos, la hizo girar suavemente para que resplandeciera a la temprana luz de la mañana.
Algo en el interior de Narid-na-Gost se enfrió, y, cuando habló, su voz traicionó esa sensación.
—¿Te atreves a amenazarme…?
Ella sonrió, y en sus ojos apareció una seguridad implacable y arrogante.
—No te amenazo, querido padre; me limito a exponer los hechos. Esta joya es la clave de todo: de mi poder en los dominios mortales y del poder que deseas esgrimir en el reino del Caos. Tú la habrás robado, pero ahora la tengo yo, y la protección que impide a Yandros y a sus hermanos intentar recobrarla es mi protección.
—¡Ese encantamiento nos protege a los dos! —gruñó Narid-na-Gost—. ¡No tienes poder para cambiarlo!
Ella hizo una coqueta mueca.
—Tal vez tengas razón; pero también puedes estar equivocado. ¿Te importaría poner eso a prueba?
La sensación de fría turbación que se había apoderado del demonio cristalizó de repente en una aterradora comprensión. Sus miradas se encontraron y, aunque ninguno de los dos traicionó sus sentimientos, ambos supieron la verdad: Narid-na-Gost estaba atrapado. No se atrevió a recoger el guante que Ygorla había arrojado con tanta despreocupación; porque, si lo hacía, quizá descubriera demasiado tarde que había cometido un terrible error de cálculo. Con una certeza que hizo que su mente vacilara, comprendió que había subestimado a su hija. Había subestimado su voluntad, su ambición… y, sobre todo, la absoluta sinuosidad humana merced a la cual lo había convencido para que le concediera mucho más poder del que resultaba conveniente.
Hacía unos días, justo antes de su partida de la Isla de Verano, Narid-na-Gost se preguntaba cuánto tiempo transcurriría antes de que Ygorla se diera cuenta de que la balanza se había alterado entre los dos y que él había perdido su antigua supremacía. Ahora tenía ante sí la respuesta con la misma claridad que si Ygorla se lo hubiera gritado a la cara. Ella lo sabía. Había aprendido todo lo que él podía enseñarle, había cogido todo lo que podía darle, y luego había fortalecido sus capacidades y su conocimiento aún más, añadiendo la dimensión humana que Narid-na-Gost nunca podría conseguir. Ahora estaba fuera de su alcance, fuera de su control. Y su mayor error había sido permitirle hacerse cargo de la gema del Caos.
—Todavía me necesitas, Ygorla —dijo con una voz que sonaba como cristales rotos—. Sin mí, puedes gobernar en este mundo, pero el reino del Caos es otro asunto.
¿Lo creía ella todavía? Era imposible decirlo a juzgar por su enigmática sonrisa y sus fríos ojos calculadores; e, incluso cuando encogió los hombros desnudos en aparente reconocimiento, el demonio siguió sintiendo el frío presagio de la incertidumbre. Hasta aquel momento nunca había pensado en cuestionar su suposición de que reinar como emperatriz del mundo de los mortales le bastaría para satisfacer sus ansias de supremacía. Pero ahora comenzó a preguntarse si no habría sido eso un error más.
Ygorla esbozó una sonrisa pequeña, cruel, sin encanto, como si supiera qué estaba pensando.
—Creo —dijo, y la gema del Caos lanzó un resplandor azul cuando la hizo girar nuevamente— que debe haber ciertos cambios entre nosotros, querido padre. Tenemos que alcanzar un nuevo y más adecuado entendimiento.
Los ojos del demonio se convirtieron en estrechas rendijas.
—¿Entendimiento?
—Sí. —La palabra sonó sibilante en el silencioso cuarto, como el siseo de una serpiente—. Es bastante sencillo. Uno de los dos, y sólo uno, tiene el poder aquí, es decir, el poder para hacer que tanto el Círculo como los señores del Caos se dobleguen ante nuestra voluntad. Yo soy ese uno, de manera que yo decidiré cuándo debemos actuar. Y tú —toda apariencia de dulzura desapareció súbitamente de su voz— ¡no osarás interferir en mi decisión!
Se hizo el silencio. Se miraron, él acorralado, ella con una altiva seguridad en sí misma. Narid-na-Gost pensó en todas las precauciones que podría y debería haber tomado desde el principio, cuando no era más que una niña fácilmente manejable, pero era demasiado tarde para lamentar ahora su ausencia. Siete años tarde. No tenía otra elección que ceder ante ella y retirarse de la discusión con toda la dignidad de que fuera capaz.
Con un movimiento suave y de reptil se bajó de la cama. Un aura oscura y tenue pulsaba a su alrededor, y su expresión era distante y amargada.
—Me decepcionas, hija —dijo—. Creí que habías adquirido sabiduría, pero está claro que me equivoqué. Muy bien. Te dejaré con tus juegos y regresaré a la torre hasta que decidas que me necesitas. —Hizo una pausa, y, por primera vez desde el inicio de su alianza, sus ojos mostraron odio sin disimulos—. Y no importa lo que te agrade creer ahora: me necesitarás, Ygorla. En medio de toda tu arrogancia y vanidad, ¡no seas nunca tan imprudente como para olvidar eso!