—¡Buscad a Sanquar! ¡En nombre de los dioses, no os quedéis ahí parados; id a buscar a mi ayudante!
El grito de Karuth rompió la parálisis que se había apoderado de todos, y tres personas se dirigieron corriendo a las puertas del Castillo, por donde acababan de desaparecer Ygorla y el Sumo Iniciado. Su acción fue suficiente para provocar una reacción violenta e inmediata de sus compañeros, y un grupo de adeptos se acercó apresuradamente a la jaula. La bajaron y tiraron y forcejearon con los barrotes hasta arrancarlos de sus anclajes de madera; Karuth corrió a unirse a ellos y sumó su fuerza a los intentos de los demás.
Al final consiguieron sacar a los cautivos. Fue entonces cuando la Matriarca se desmayó, derrumbándose de repente y en silencio; un adepto que reaccionó con rapidez pudo sujetarla justo antes de que golpeara contra el suelo. Al contemplar aquellos desechos humanos que con toda suavidad eran sacados de la jaula y tendidos sobre capas apresuradamente extendidas sobre el suelo de piedra, Karuth estuvo también a punto de perder el conocimiento, y sólo la llegada de Sanquar con sus utensilios de médico, y el saber que ahora se necesitaban sus habilidades más que nunca, hicieron que se mantuviera en pie.
La primera víctima a la que atendió, arrodillándose a su lado, fue Arcoro Raeklen Vir. Sabía que era Arcoro, porque sus ojos y la horrible manera en la que intentaba pronunciar su nombre le revelaron la verdad, como le había sucedido a Tirand. Pero todo lo demás, todo, había cambiado de manera tan tremenda que apenas podía convencerse de que en otro tiempo hubiera sido el cuerpo de Arcoro, o el cuerpo de un hombre, y sus pulmones subían y bajaban en el desesperado esfuerzo por mantener el dominio de sí misma mientras intentaba examinarlo. Dioses, ¿dónde estaban sus miembros? ¿Dónde? Y aquel torso, gris, negro y púrpura lleno de lesiones ulcerosas que habían surgido de su interior, y tan agotado, tan marchito como el cadáver de un reptil que hubiera muerto de hambre…
A unos metros de ella, otra de las víctimas gritaba mientras Sanquar intentaba hacer algo por ella. Al carecer de lengua, el sonido resultaba horrible, aunque estaba claro que era una voz de mujer. Karuth hizo ademán de alzar la cabeza, pero desvió la vista enseguida, por miedo a reconocer el torturado rostro de otra amiga. Aun así, atisbó el cuerpo hinchado, abotagado, y los muñones de los brazos que se agitaban como blancos tentáculos leprosos. Entonces, Sanquar dijo, con una voz aguda debido a la impresión y el nerviosismo:
—Dioses, Karuth, oh, dioses. Es la hermana Corelm de Chaun Meridional…
Corelm, una de sus amigas. Corelm, que había sido maestra de Ygorla cuando niña y una de las colegas más íntimas de Ria Morys. Karuth se cubrió el rostro con las manos; de repente, todo el horror se le hizo patente.
—No… Oh, no… Oh, no… —gimió.
—K… Karuthhhh… —Era Arcoro. No tenía brazos para cogerla, ni manos para tocarla, pero la voz seguía siendo la suya, lo mismo que el cerebro en el cráneo deforme. Con un tremendo esfuerzo, Karuth consiguió mirarlo a la cara.
»No p… puedes… —Las bocas gemelas y deformes convertían su dicción en una horrible burla—. No se puede… hacer nada… p… por nosotros… —Hilos de saliva colgaban de su mandíbula partida—. P… ppor ff… ff… —Karuth se dio cuenta, con compasión y asco, de que intentaba decir «por favor», pero que ya no podía articular el sonido de la efe correctamente. Cayó más saliva, teñida de rosa—. Dd… ddeja que muramos… Dd… deja que muramos…
Una sombra ocultó la sangrienta luz del atardecer que todavía inundaba el patio, y Tarod se arrodilló junto a Karuth. Ella lo miró con ansiedad y una expresión trágica y desolada.
—¡No puedo curar lo que ella le ha hecho! No puedo hacer nada por ninguno de ellos. Está más allá de mis capacidades, ¡más allá de cualquier capacidad humana! Por favor, mi señor Tarod, ¡por favor, ayudadlos!
Tarod cerró los ojos. Se sentía tan mal como Karuth, aunque sus motivos no eran exactamente los mismos. No era cuestión de la naturaleza de las torturas que Ygorla había infligido con su hechicería. Los cuerpos deformados hasta convertirse en monstruosidades anormales, los miembros encogidos y atrofiados o completamente inexistentes, eran cosas horribles. Todo eso no era nada que no pudiera encontrarse entre los habitantes inferiores del reino del Caos, donde la forma física conocía pocas limitaciones. Pero la naturaleza de la mente que había concebido semejantes tormentos y que los había aplicado sin otra razón ni motivo que el mero placer de hacer sufrir: aquello era un asunto completamente distinto. Aquélla no era, ni sería nunca, la forma de actuar del Caos. Aquélla era la maligna invención de una mente humana.
Sintió la presencia de Ailind y alzó la vista; el señor del Orden se había acercado y contemplaba la escena de Karuth junto al torturado Arcoro. Los ojos de color bronce y de color esmeralda se encontraron; Tarod supo lo que estaba pensando Ailind, y por segunda vez estuvieron de acuerdo.
—Yo tampoco puedo ayudarlos, Karuth —dijo el señor del Caos en voz baja—. Sólo puedo hacer por ellos una cosa, y es liberarlos de este infierno en vida.
Ella se quedó horrorizada.
—¡No! Tenéis el poder. Curasteis a Strann, ¡hicisteis que su mano volviera a estar intacta! ¡Sois el Caos!
—Pero no soy omnipotente. —Puso una mano sobre el brazo de Karuth, consciente de que nunca lograría que lo entendiera del todo—. Curé a Strann, sí. Pero estas pobres criaturas han estado demasiado cerca de la muerte para que mi poder haga que vuelvan a ser lo que fueron. Podría hacer que sus cuerpos volvieran a estar intactos, pero sus mentes han cruzado la frontera que separa la voluntad de vivir de la voluntad de morir. Desean morir, Karuth; es la única esperanza que tienen de encontrar la paz. Puede que yo sea un señor del Caos, pero no poseo el poder necesario sobre la muerte para borrar ese deseo. No puedo quitarles los recuerdos de lo que han padecido.
A Karuth le temblaba el labio inferior.
—¿Hay…? —Su voz se quebró, y luchó por recuperar su control—. ¿Hay algún poder capaz de lograrlo…?
—Sólo Yandros. Y no lo hará, Karuth. Por nuestro hermano, no correrá el riesgo de intervenir, ni siquiera en esto.
Ella comprendió y supo que debía aceptarlo. Ailind, que hasta entonces no había intervenido, dijo:
—Al igual que Tarod, yo los sanaría si pudiera, médico Karuth. —Parecía haber olvidado, o al menos dejado de lado, la animosidad que sentía hacia ella, y la compasión que denotaba su voz hizo que Karuth lo mirara desconcertada—. Pero esto es obra de la usurpadora, y por tanto escapa a la jurisdicción del Orden. Todo lo que puedo hacer, todo lo que podemos hacer, es ofrecer a sus almas un viaje seguro a nuestros dominios.
Tarod miró abstraído las losas de piedra.
—Los dos tenemos aquí a fieles seguidores, Ailind.
—Sí —asintió el señor del Orden—. Que partan según se lo digan sus lealtades. —Hizo una pausa y miró de nuevo a Arcoro, que parecía haber perdido el conocimiento—. Es un triste día para ambos.
Tarod se puso en pie. Arrastró con él a Karuth, ayudándola a mantenerse firme de forma cortés, pero extrañamente íntima.
—Puedes quedarte si lo deseas, Karuth. Pero quizá sería mejor si te despidieras de ellos ahora.
Las lágrimas surcaron las mejillas de Karuth; las sintió como si fueran ácido.
—No tengo despedidas que hacer, mi señor —replicó, en un tono de voz tan bajo que apenas era audible—. Preferiría recordarlos tal y como…, como…
—Lo entiendo. Ve, entonces. Llévate a los demás y guardad luto a vuestra manera.
Los dos dioses contemplaron al grupo de adeptos mientras éste se alejaba lentamente hacia las puertas principales del Castillo; dos de ellos cargaban con Shaill, que seguía inconsciente. La segunda carreta seguía todavía intacta junto a la primera; la mirada de Tarod se posó en ella brevemente, con un destello de ira, pero lo que detectó en su interior no produjo más que un relámpago de desprecio completo. Las víctimas de Ygorla guardaban silencio, como si supieran qué les esperaba, y en el patio reinaba un incongruente aire de paz que resultaba cruelmente irónico. El señor del Caos miró a su contrario del reino del Orden y dijo:
—Creo que no necesitamos luz para esto —dijo.
Ailind asintió. Despacio, casi con suavidad, las grandes puertas negras se cerraron, dejando fuera la gloria de la puesta de sol, y una penumbra gris descendió como un paño mortuorio. Tarod alzó la mano izquierda, Ailind la derecha. Sus dedos se tocaron y unieron, y un aura oscura resplandeció alrededor de la silueta de Tarod, mientras que una radiación dorada iluminaba la alta silueta de Ailind.
El poder comenzó a elevarse…
La triunfal entrada de Ygorla en el comedor se realizó en completo silencio.
Ninguno de los adeptos de alto rango que la esperaban sabía nada de lo sucedido en el patio, pero la mayoría había captado la corriente psíquica de sufrimiento y horror del Sumo Iniciado, con lo que su recibimiento planeado y ensayado quedó malogrado. La usurpadora, cogida todavía del brazo de Tirand, se detuvo en el umbral, y contempló los adornos, las velas encendidas, las hileras de rostros callados e inquietos. Entonces sonrió.
—¡Bien! —Su voz surgió como el sonido de una cascada en un tranquilo día de verano—. ¡Halagos y más halagos! ¡Tu Círculo está claramente tan asombrado ante mi presencia que les falla la voz!
Los ojos de Tirand eran como brasas infernales que ardían en un rostro completamente falto de expresión. Por un milagro de la voluntad, había recuperado el dominio de sí mismo, pero era un autómata, un muñeco de trapo, incapaz de reaccionar a lo que no fueran los reflejos más esenciales, por miedo a perder el tenue control que tenía sobre sí. Sin embargo, fue rescatado por un miembro superior del Consejo, una adepta de quinto nivel que se encontraba entre la silenciosa multitud. No sabía, ni podía siquiera adivinar, la razón de la parálisis del Sumo Iniciado, pero con gran presencia de ánimo miró a la galería encima de la chimenea e hizo una señal urgente al grupo de músicos allí reunidos, que esperaba su pie. Segundos más tarde, una melodía solemne y grandiosa resonó en toda la sala y, guiando a sus colegas, la consejera se adelantó y se inclinó ceremoniosa ante la usurpadora.
Con la parte de su cerebro que seguía funcionando con racionalidad, Tirand supo que estaría en deuda con la consejera el resto de su vida. Había escuchado el tono peligroso que subyacía en las palabras de Ygorla, por muy aparentemente dulces que hubieran sido, y, aunque ahora sabía de lo que era capaz si decidía sentirse ofendida, no había podido intervenir. Ahora, cuando la música le llegó, pudo conducir a la usurpadora hacia adelante y por fin, realmente por fin, se soltó de ella para dejarla sola en el centro de la sala, recibiendo y disfrutando el homenaje que se le rendía. Los ojos de Ygorla brillaban como gemas, mientras, uno a uno, los adeptos le rendían pleitesía; ella distribuyó halagos como quien arroja pétalos, cogió una mano aquí, tocó una cara allá, radiante en su supremacía mientras los hombres y mujeres del Círculo pronunciaban sus discursos preparados de bienvenida y elogio.
Pero el desfile terminó al cabo y ya no quedó nada más que decir. La música fue desvaneciéndose y terminó; el silencio se impuso una vez más. Entonces Ygorla paseó la vista por la sala y de repente su mirada se volvió tan aguda y avariciosa como la de un ave carroñera.
—Hay un rostro conocido que esperaba ver aquí, pero que extrañamente está ausente —dijo, dirigiéndose directamente a Tirand—. Querido Sumo Iniciado, ¿qué has hecho con mi enviado, Strann el Narrador de Historias? Lamentaría mucho escuchar que él, como el Alto Margrave, está indispuesto.
Tirand fue cogido por sorpresa y no supo cómo responderle. Sabía que Strann estaba bajo la protección de Tarod, e incluso Ailind estaba convencido de que el bardo era tan poco amigo de la usurpadora como ellos. Aunque no le gustaba Strann y desconfiaba de él, la antipatía del Sumo Iniciado no llegaba hasta el punto de estar dispuesto a traicionarlo sin más; Tirand, sencillamente, no era de esa clase de personas. Pero ¿qué podía decir?
Ygorla esperaba, con sus perfectas cejas enarcadas en un gesto inquisitivo y desafiante. Tirand, deseando fervientemente que Ailind estuviera allí, logró recuperar la voz.
—Strann es… ah, es nuestro invitado, señora, naturalmente. —Por los Siete Infiernos, pensó. ¿Y qué pasará con Karuth? Si esta criatura descubre lo que hay entre ellos dos, ¿qué hará?—. Creo que en estos momentos está… quiero decir, creo que podría encontrárselo…
Desde las puertas, llegó una voz conocida.
—¡Mi dulce emperatriz!
Ygorla se volvió, y Tirand giró la cabeza bruscamente.
En silencio, sin que nadie se diera cuenta, Strann había entrado en la sala. Con asombro y disgusto, Tirand observó que iba vestido con los ropajes vulgares y llamativos con los que había llegado al Castillo, acompañados por un sombrero de ala ancha y plumas que le trajo vivos recuerdos de su primer encuentro en la boda del Alto Margrave. Y su expresión presumida, autosatisfecha; todo el aspecto de un intrigante que se había salido con la suya.
Strann avanzó tres pasos en dirección a ellos; luego se quitó el sombrero con una mano e hizo una compleja reverencia que lo llevó a quedar delante de Ygorla, con una rodilla doblada.
—Señora —dijo—, ¡he esperado este momento con una impaciencia que escapa a mis poderes de expresión! Bienvenida. ¡Mil veces bienvenida! —y cogió la mano de Ygorla y la besó con profusión.
Ygorla lo miró durante unos instantes. Luego se rió. Fue una carcajada desenfrenada de regocijo que resonó hasta el techo, y, cuando cedió, Ygorla dio unas palmaditas en la cabeza descubierta de Strann.
—Mi rata, ¡creo que nada logrará jamás que cambies! ¿Qué tal ha sido tu estancia? ¿Te han tratado como corresponde a un enviado de su emperatriz?
Strann ladeó la cabeza. Pugnaba por no fijarse en las caras de asombro que lo rodeaban y por reprimir los recuerdos de otras ocasiones en las que se había comportado de manera semejante en la corte de la Isla de Verano. Era como volver a repetir aquellos horribles días: las miradas de horror, de asco y de traición; el saber que estaba ganándose el odio y el desprecio de quienes deberían haber sido sus amigos y aliados. En su imaginación surgió el rostro de Karuth, pero lo apartó a un lado.
—Tengo pocas quejas, señora —contestó—. Aunque este clima septentrional no acaba de sentarme bien.
Ella soltó una risita.
—Entonces tendrás dulces para entrar en calor y un fuego junto al que sentarte mientras me entretienes con los relatos de tus desgracias. Yo me ocuparé de ello. —Su mirada se clavó con intensidad en Tirand—. Espero, Sumo Iniciado, que mientras me cuenta esas historias no escucharé nada que me desagrade.
Tirand le devolvió la mirada, con el rostro pálido. El comportamiento de Strann lo había desconcertado completamente, y no sabía qué decir. Por fortuna para él, Ygorla estaba perdiendo el interés en aquella escena pública y, antes de que al Sumo Iniciado se le ocurriera algo que decir, le dio la espalda y contempló la sala mientras daba pataditas con un pie.
—Estoy cansada —anunció con altivez—. Veré qué preparativos se han hecho para albergarme y luego descansaré. Rata mía —chasqueó los dedos en dirección a Strann, y su voz se volvió dulce como la miel—, vendrás conmigo, y juntos exploraremos la hospitalidad del Sumo Iniciado. ¿Te gustaría?
—Señora —repuso Strann con tono zalamero, mientras por dentro sentía como si el corazón se le convirtiera en cenizas—, nada me proporcionaría más alegría.
Con rostro inexpresivo, Tarod dejó el patio y entró en el Castillo por las puertas principales. Afuera, Ailind seguía de pie donde tan sólo hacía unos minutos habían yacido los cuerpos de las víctimas de Ygorla. No quedaba nada de ellos, pero era costumbre del Orden mantener vigilia en semejantes circunstancias, y permanecería allí todavía un buen rato.
Al subir los escalones, Tarod sintió la agitación momentánea de algo que cruzaba a toda velocidad el patio, invisible en la creciente oscuridad, y que luego se escurrió como un animal acosado hasta las cercanías de la torre más meridional. Narid-na-Gost, el padre demonio de Ygorla, no sentía ningún deseo de convertirse en blanco de la atención del que otrora fuera su señor, y había aprovechado la primera oportunidad que se le presentó para encontrar un refugio lo más alejado posible de la presencia del señor del Caos. Tarod sintió que la furia hervía en su interior, pero reprimió el deseo de arrancar al demonio de su escondite y aplastar tanto su cuerpo como su esencia en mil pedazos. Sin importar provocaciones ni justificaciones, debía mantener el control sobre aquel impulso, o la causa estaría perdida. Ya llegaría el momento, se dijo, de ajustar cuentas. Y, cuando llegara, Narid-na-Gost lamentaría el día de su creación…
Ygorla y el séquito que obligadamente la acompañaba ya habían hecho su señorial desfile hacia las habitaciones dispuestas para ella, y el salón de entrada estaba desierto. Tras detenerse unos instantes, Tarod se volvió en dirección a la enfermería de Karuth. Cuatro gatos permanecían sentados a la puerta, pero el ramo de tallos que indicaba la presencia del médico no estaba allí. A pesar de ello, Tarod abrió la puerta y entró.
Karuth estaba allí, como él ya sabía, sentada y encorvada en una silla cerca del pequeño fuego, temblando. Ella no alzó la mirada; intuyó quién era su visitante, pero no consiguió mirarlo a la cara.
—Rezo porque hayan encontrado la paz… —dijo con una vocecilla inexpresiva.
—Lo han hecho. Puedo prometerte eso, al menos. —Tarod atravesó la habitación y cogió otra silla—. Comprendo lo duro que te resulta, Karuth —añadió—. Ahora debemos trabajar juntos, para que esto acabe lo más pronto posible.
Esta vez sí que alzó la mirada, y con rapidez, cuando se dio cuenta de que él no se refería a su pena por las víctimas mutiladas, sino a otra cosa. Tenía las mejillas húmedas de lágrimas, y, cuando sus miradas se encontraron, un indicio de culpabilidad apareció en sus ojos.
—No debería estar pensando en mí —dijo, a la defensiva y tristemente—. Pero…
—Pero eres humana, y es natural que te afecten más profundamente los asuntos que resultan más próximos a tu corazón.
Karuth asintió.
—Yo… los vi salir del comedor. Strann estaba… Strann estaba con ella, y ella…, ella lo conducía como si fuera un animal de compañía… —Las manos, que tenía entrelazadas en el regazo, comenzaron a temblar—. Tirand me miró. Fue sólo una mirada, pero sé qué estaba pensando. —Hizo una larga pausa antes de proseguir—. No sé si soy lo bastante fuerte para esto, mi señor Tarod. Cuando vi a Strann de aquella manera, yo sentí deseos…, sentí deseos de matarla, ¡de coger un cuchillo, arrancarle el corazón y bailar sobre su cadáver! ¡Sentí deseos de ver su alma en los infiernos, aunque tuviera que llevarla allí en persona!
Tarod pensó que no se había equivocado al juzgarla; incluso en lo más profundo de su pena, la rabia seguía allí, y eso bastaría para sostenerla. Alargó el brazo y cogió la mano de Karuth.
—Agárrate a eso, Karuth. No lo muestres; nunca lo muestres a nadie más que a mí. Pero, hagas lo que hagas, mantén viva esa llama. Tiene mucho más valor de lo que piensas.
Karuth soltó una breve risa quebrada. Le resultaba extraño, muy extraño, estar sentada en su propia enfermería, mientras un dios le cogía firmemente la mano. No podía ni imaginarse a Ailind rebajándose ni siquiera a tocar a uno de sus seguidores, mucho menos a mostrarles aquella desconcertante mezcla de compasión y afecto, y sintió una respuesta en su interior, una sensación extraña y casi mística, de cálida camaradería que fundía las barreras.
—No creo que pueda apagarla, mi señor —repuso—, aun cuando quisiera hacerlo. Y no quiero hacerlo. No quiero.
Tarod se levantó.
—Entonces te dejaré por ahora. Pronto tendrás otros a tu alrededor. Tranquilízate todo lo que puedas, y prepárate para recibirlos. Pero, si me necesitas, pronuncia mi nombre. Te oiré y te responderé.
—Gracias, mi señor —dijo con agradecimiento; luego, cuando él se dirigía hacia la puerta, añadió—: Mi señor Tarod…
—¿Sí?
—Strann parecía tan…, tan servil. ¿Creéis que estará seguro?
Tarod reflexionó un instante, y sonrió.
—Sí, creo que lo estará. Te diré que, cuanto más servil parezca, más seguro estará. Vale la pena recordarlo.
Karuth consiguió esbozar una tenue sonrisa como respuesta.
—Sí…, sí; conociéndolo, creo que tenéis razón. Lo recordaré.
Mientras Tarod salía de la enfermería de Karuth para regresar a la torre septentrional, Strann caminaba por un alambre que sabía que en cualquier momento podía arrojarlo al abismo. Estaba sentado, con las piernas cruzadas en un cojín de terciopelo a los pies de la gran cama de cuatro postes en la suite de aposentos de Ygorla, y observaba con inquietud a la usurpadora, mientras ésta andaba sobre la alfombra en dirección a la ventana.
—Así que —dijo Ygorla con un tono de voz cortante como un vidrio astillado— permitiste que esa criatura que se hace llamar señor del Caos te restaurara la mano sin un solo murmullo de protesta. Permitiste que deshiciera mi obra y con ello fuiste en contra de mi voluntad. No me gusta, rata, ¡no me gusta nada!
A espaldas de Ygorla, Strann abrió y cerró la mano sanada e intentó no pensar en qué haría si, como parecía tremendamente probable en aquel momento, ella decidía a su vez deshacer la obra de Tarod, y al mismo tiempo arruinaba totalmente la otra mano. Había sido un estúpido al no esperar aquello; creía haber cubierto cualquier eventualidad en la historia que había inventado acerca de su estancia aquí, pero se le había escapado aquel detalle tan evidente. Ahora tenía que pensar, y pensar muy deprisa.
Ygorla llegó junto a la ventana y miró el patio a oscuras.
—Éste es un lugar triste —declaró con desprecio—. No me extraña que los hombres del Círculo resulten tan sosos y sus mujeres tan faltas de espíritu. —Hizo un gesto descuidado con una mano, y un plato con pequeños manjares se elevó de la adornada mesa y flotó por la habitación hasta colocarse a su alcance. Sin mirar qué cogía, tomó uno de ellos y lo masticó—. Hasta su comida sabe como si se hubiera podrido en el lecho marino. ¡Encontraré al cocinero que ha preparado esto y haré que su piel me sirva de cubrecamas esta noche! —Entonces giró sobre sus talones—. ¿Bien? No has respondido a mi pregunta.
Strann esperaba que su momentánea distracción le concedería un respiro, pero había olvidado tanto su tenacidad como su memoria. Sin embargo, aquellos escasos segundos le habían permitido encontrar la respuesta que buscaba. Ciertamente era una estratagema espantosa, y le daba náuseas. Pero, conociendo a Ygorla como la conocía, sospechaba que podía funcionar. Eso, y sólo eso, debía ser el criterio que lo guiara.
Puso su cara más zalamera y miró sus azules ojos ansiosamente.
—Señora, sé que he hecho mal. Lo supe entonces, y lo sé ahora. Pero… —Tempo, Strann, tempo. Bajó la cabeza—. La tentación era demasiado grande. Y, al fin y al cabo, no soy más que un hombre mortal.
Aquello llamó la atención a Ygorla, como él esperaba que sucediera. Ladeó la cabeza y lo miró con dureza.
—Explícate.
Strann soltó un suspiro. Había perfeccionado aquel suspiro durante muchos años; contenía la mezcla justa de resignación y pena para suavizar un corazón duro sin alertar a su dueño de que pudiera encerrar motivos ocultos.
—Dulce emperatriz —dijo con tono lastimero—, tengo dos amores en mi vida, y soy lo bastante osado como para suponer que ya lo sabéis. El primero es… Bueno, no me atrevo a decirlo en voz alta. —La miró de nuevo, directa y abiertamente, mintiendo con los ojos—. No pronunciaré en voz alta mis deseos, como sé que debe ser. Pero el segundo es algo que sí puedo expresar. Amo mi música, señora. Porque mediante mi música me atrevo a creer que podría en una mínima medida alcanzar vuestro corazón. Eso fue lo que me ofreció el señor del Caos: la oportunidad de interpretar mi música, y con ello hacer que el tiempo sin vos fuera soportable, preparándome para el día en que podría volver a tocar para vos.
Con aire pensativo, Ygorla cogió otro dulce y se lo comió, aunque por la atención que le prestó podría muy bien haber sido un puñado de hierba. Su rostro adquirió una extraordinaria expresión, de autosatisfacción y desconfianza al mismo tiempo, con la frente arrugada en un gesto que indicaba una profundidad de pensamiento poco usual en ella.
—Tienes mucha labia, rata —dijo por fin—. No estoy segura de poder confiar en ti totalmente.
Strann pareció horrorizarse.
—Señora…
—¡Silencio! —Atravesó la habitación y, sujetándole la barbilla con una mano blanca y pequeña, le alzó dolorosamente la cabeza—. No…, no. Hay algo más, ¿verdad? Algo que no me has contado. —Lo estudió con atención durante unos segundos, y luego un mínimo esbozo de sonrisa se dibujó en su rostro—. Rata, ¿qué escondes?, ¿qué has hecho?
Strann envió una silenciosa pero ferviente oración de agradecimiento a Yandros. Había funcionado; que los dioses preservaran su alma, pero había funcionado. Ahora venía la parte más difícil.
—Ah, señora —repuso, y también en su rostro comenzaron a aparecer las señales de una sonrisa—, no puedo engañaros.
—Espero por tu bien que jamás lo intentes. —Sus dedos aumentaron la presión en su barbilla, pero su inicio de sonrisa no desapareció—. Dime la verdad.
—Dulce emperatriz, ¿qué otra cosa puedo hacer? —De repente, Strann adquirió su aspecto más travieso—. El Sumo Iniciado, ¿sabéis?, tiene una hermana…
—Ah. Empiezo a entender. Sigue, rata. Creo que esto podría resultarme divertido.
Sintiéndose a punto de vomitar, Strann fingió una expresión hipócrita.
—La verdad, mi reina, poco tiene digno de elogio, porque tiene mi edad y no es ninguna beldad. Además, cuando un hombre ha contemplado vuestro rostro…
Ella lo interrumpió con un gesto de la mano, pero Strann se dio cuenta de que se sentía halagada.
—Sigue con tu historia antes de que se me acabe la paciencia.
—Bien… Aunque es una persona gris y ha elegido la aburrida profesión de la medicina, la hermana del Sumo Iniciado se cree que es una virtuosa de la música. Y posee una manzón muy buena; un instrumento que, en mi humilde opinión, merece mejor uso que el simple deleite de los caprichos de una aficionada. Admiré ese instrumento, señora. Me avergüenza decirlo, pero lo deseé; porque ansiaba tocar con él vuestra música.
La sonrisa de Ygorla floreció y se hizo tan amplia como la de Strann, si no más.
—¿Así que utilizaste tus artimañas para conseguir los favores de esa incauta mujer?
—Mi emperatriz, ¡expresáis el asunto con más delicadeza de la que yo hubiera sido capaz!
El estallido de risa de Ygorla se escuchó en el pasillo y a bastante distancia de sus aposentos, y asustó a dos adeptos que, por órdenes suyas, esperaban afuera a su disposición. Soltó a Strann con un suave empujón que casi lo hizo caer y volvió junto a la ventana, llena de júbilo.
—¡Oh, esto es divertido! Imaginarte a ti, mi cómica y sucia ratita, ¡manejando a la hermana del Sumo Iniciado como si fuera una furcia barata de taberna! ¡Te recompensaré por esto, mascota mía, porque me has proporcionado más entretenimiento con tu historia que todo lo que he tenido durante mi viaje desde la Isla de Verano! —Entonces, de pronto, se quedó muy quieta—. Espera…
Strann se tensó. Era tan caprichosa, tan impredecible, que por un instante temió lo peor. Pero, cuando se volvió de nuevo, su expresión era maliciosa.
—¿Dices que esta criatura es médico?
—Sí, dulce señora.
—Descríbemela. ¿Es rubia o morena? ¿Gorda o delgada?
El corazón de Strann latió fuertemente, pero no se atrevió a contestar con evasivas.
—Es morena, señora, con el pelo recogido en una trenza. Alta, y con escasa delicadeza; no como debería ser una mujer. Un rostro bastante agradable en su tipo, supongo, aunque de ninguna manera…
—La conozco —lo interrumpió Ygorla cuando el recuerdo de la criatura morena y descarada que había encontrado en el patio encajó repentinamente. Claro, claro. Se llamaba Karuth Piadar. Lo había oído en la Isla de Verano: la única hermana de Tirand Lin, la médico jefe del Castillo y una solterona que ya no tenía remedio. Y Strann la había seducido… Oh, pensó, era divertidísimo. ¿Estaría la imbécil enamorada de su rata? Era posible, o al menos eso creería ella; al fin y al cabo, a su edad, seguramente se aferraría a cualquier oportunidad que se le presentara, por muy improbable y de segunda fila que fuera. Y Strann se había aprovechado de su soledad y su credulidad, todo para conseguir un instrumento musical.
De pronto, Ygorla se alegró de no haber cedido al impulso de destruir a Karuth por el insulto que le había lanzado. Sería mucho mejor, mucho más divertido, mantenerla con vida y sujeta a la indignidad del rechazo. ¡Mucho, muchísimo más divertido!
Rozó levemente la falda de su vestido para que girase en torno a su cuerpo, y volvió con ligereza al lugar donde Strann seguía de rodillas en su cojín.
—Llama a los criados, rata —le ordenó—. Tengo un mensaje para la hermana del Sumo Iniciado, ¡y quiero que se lo entreguen enseguida!
Los dos adeptos acudieron a la llamada de Strann. Éste evitó sus miradas, porque no quería ver la repugnancia que sabía que encontraría en sus ojos, e Ygorla les dirigió la palabra con dulzura.
—Llevad un mensaje a Karuth Piadar. Quiero su manzón para que mi mascota pueda tocar para mí esta noche. Traédmela sin dilación; y al mismo tiempo podéis ofrecerle mi agradecimiento por haber mantenido a salvo a mi pequeño músico hasta que yo llegara. Estoy segura de que ella entenderá a qué me refiero.
Los dos salieron y, cuando la puerta se cerró tras ellos, Ygorla se tumbó en la cama y estiró brazos y piernas como un gato que tomara el sol.
—Strann, todo el mundo escuchará tu música dentro de poco. Yo me ocuparé de ello. Pero esta noche pienso concederte el privilegio de que toques sólo para mí. —De pronto se sentó y en su rostro apareció una sonrisa de depredador, casi cómplice—. Has hecho todo lo que te ordené y más. Estoy satisfecha contigo, mascota mía. Y, ahora que vuelves a estar a mis pies, en el lugar que te corresponde, pienso que debes permanecer ahí, de modo que no te volveré a enviar lejos de mí. ¿Satisface eso tu corazón, rata?
Strann pensó en Karuth; imaginó la cara que pondría cuando los adeptos le comunicaran el mensaje, imaginó lo que diría, lo que sentiría…
—Amada emperatriz —repuso con voz apagada mientras inclinaba la cabeza en una aparente reverencia—, la verdad es que escapa a mi capacidad de expresarlo con palabras.