Una hora antes del anochecer, cuando el sol se ponía sobre la espectacular línea costera de la Tierra Alta del Oeste, la señal de alarma que todos habían estado esperando sonó desde la torre del homenaje del Castillo. Las notas metálicas del cuerno, al resonar a través del patio, produjeron un cambio instantáneo en la atmósfera pues acabaron con la elevada tensión de la espera, y el miedo y la alarma dieron paso a una febril actividad. En otras circunstancias, muchos de los habitantes del Castillo podrían haber rezado a los dioses en semejante momento, pero, ahora que los dioses ya estaban entre ellos, no podían contar con semejante consuelo.
Desde su aguilera en lo alto de la torre, Tarod vio emerger la comitiva de Ygorla del desfiladero, en dirección al vertiginoso promontorio. El cielo estaba despejado y el sol arrojaba lanzas de luz de color rojo sangre contra los elevados terraplenes de las montañas, convirtiendo las grandes caras rocosas en murallas de fuego rosado. Los diez monstruos alados con el carruaje negro detrás surgieron lentamente de entre los picos, mientras que a su alrededor, como una oscura tormenta de nieve, revoloteaba una horda de elementales chillones y farfullantes.
La espectacular procesión pasó por la explanada en dirección al estrecho puente de piedra que salvaba el abismo entre el continente y el macizo rocoso del Castillo. Formas resplandecientes se separaron del enjambre de elementales, desplegándose en formación, y como heraldos de Ygorla volaron a toda velocidad hacia el Castillo. Tarod esbozó una débil sonrisa, muy particular, y se apartó de la ventana.
Debían de estar esperándolo en la sala de entrada. A Ailind no le había gustado que su adversario se uniera al comité de bienvenida, pero nada pudo hacer para evitarlo. El señor del Orden había pensado en principio ocultar su presencia a Ygorla, pero Tarod había desechado con desprecio aquella idea. ¿Con qué clase de criatura, preguntó, se creía Ailind que estaba tratando? Ygorla era medio demonio; pensar que no lo detectaría con la misma facilidad con que un perro olfatearía un rastro fresco era tan arrogante como estúpido. Ailind se había visto obligado a ceder, aunque con desgana, y tanto él como Tarod acompañarían al triunvirato cuando saliera a recibir a la usurpadora.
Cuando Tarod se dirigió hacia la puerta y la escalera de caracol que había tras ella, se produjo cierta agitación entre los trastos amontonados en el extremo más alejado de la habitación, y tres pequeñas siluetas se alzaron de donde habían estado durmiendo, en un viejo y destrozado diván. Uno de los gatos maulló e hizo ademán de saltar para seguirlo, pero Tarod alzó un dedo en señal de advertencia.
—No. Quedaos aquí, pequeños. A la usurpadora no le gustáis vosotros ni los de vuestra raza. Será mejor que esperéis.
Los animales volvieron a tumbarse, y Tarod abandonó la habitación. Al cerrarse la puerta tras él, hizo un pequeño gesto con una mano, y el oscuro pozo de escalera pareció invertirse por un instante y se encontró al pie de la torre, con la puerta exterior abierta ante sí. Al salir, los heraldos de Ygorla aparecieron por encima de la gran muralla negra exterior. La luz se desparramó sobre el patio, rivalizando con los últimos rayos del sol poniente, y una melodía dulce y cantarina llenó el aire. Tarod sonrió con cinismo al contemplar el ostentoso despliegue de la usurpadora y se dirigió a las puertas principales.
El mecanismo que movía las grandes puertas del Castillo se puso en funcionamiento con profundos chirridos y ruidos sordos que retumbaron en cada piedra. Cuando las puertas comenzaron a abrirse, una luz carmesí inundó el patio, resaltando las figuras que esperaban más allá de la torre del homenaje, y el cuerno que había anunciado la llegada de Ygorla volvió a sonar para anunciar la salida de sus anfitriones.
Tirand iba vestido con todos los ropajes ceremoniales del Sumo Iniciado, con una diadema dorada en la cabeza y una capa dorada de elevado cuello que le caía desde los hombros a los pies. A su lado caminaba la Matriarca, con el brazo apoyado rígida y formalmente en el del Sumo Iniciado, magníficamente vestida de prístino blanco, oculto su rostro y su expresión tras un velo plateado. A continuación venían Tarod y Ailind, cuyas vestimentas sencillas contrastaban severamente con el esplendor de la pareja; detrás de ellos, en el patio, ocupó su lugar en la escalera una falange de adeptos y hermanas escogidos que formarían una guardia de honor. Calvi, sin embargo, no formaba parte de la comitiva. Tarod se había dado cuenta y tenía sus sospechas acerca del motivo, pero una pregunta casual formulada a la Matriarca había encontrado una respuesta evasiva, y el señor del Caos no se sintió inclinado a ahondar más en el asunto.
Las puertas quedaron abiertas de par en par. Bajo el arco los dos dioses se detuvieron y esperaron, observando a Tirand y a Shaill que salían solemnemente a la explanada del macizo. Cuando la pareja hizo su aparición, el canto de los elementales de Ygorla que revoloteaban subió de tono y de excitación, y, en el mismo momento, la usurpadora y sus seguidores alcanzaron el puente.
La comitiva se detuvo, y por un instante la escena completa quedó congelada como capturada en un instante único y atemporal. Entonces la pequeña y solitaria figura en el carruaje flotante se volvió y alzó un blanco brazo en un gesto imperioso.
Su séquito, desde las cosas deformes que se agitaban alrededor del carruaje a los cantarines voladores que flotaban sobre los muros del Castillo, desapareció. La Matriarca dio un violento respingo, que hizo que Tirand la cogiera y la sujetara, e, incluso desde la distancia que los separaba, el grupo del Castillo escuchó la brillante y quebradiza risa de Ygorla. Lo que quedaba de la procesión volvió a ponerse en movimiento. El carruaje negro avanzó por el puente y tras él, balanceándose de forma precaria por el angosto paso, siguieron dos carretas tapadas con cortinas que habían acompañado a la usurpadora en su horrible avance a través de Hannik.
Cruzaron el puente y el carruaje se detuvo. Los dos grupos estaban separados por menos de treinta metros, y Tirand y la Matriarca comenzaron a avanzar por el césped. Los diez monstruos alados se posaron en el suelo, se agacharon y doblaron sus alas como si fueran gigantescos murciélagos, y el carruaje flotó durante unos instantes antes de posarse con suavidad sobre la hierba.
Desde la torre de homenaje del Castillo llegó de nuevo el sonido de los cuernos tocando una fanfarria. Siguiendo lo acordado de antemano, Tirand soltó el brazo de la Matriarca y se dirigió solo hacia el carruaje. Los horrores posados en el suelo le sonrieron, mostrándole largas hileras de dientes amarillos; Tirand se esforzó cuanto pudo en no hacerles caso, se detuvo y realizó una reverencia ceremonial.
—Señora. —Había aprendido el arte de la proyección, y su voz llegó clara y con autoridad mientras pronunciaba las palabras que Ailind le había enseñado con todo cuidado—. Nos concedéis un honor inexpresable al condescender a honrarnos con vuestra presencia aquí. Como Sumo Iniciado del Círculo es para mí un deber y un placer daros la bienvenida a la Península de la Estrella y poner a vuestros pies toda la hospitalidad que somos capaces de ofrecer.
Contemplando la solitaria figura de Tirand desde su carruaje, Ygorla sintió un escalofrío de vertiginosa excitación. Aquél era el momento para el cual su viaje y todos sus triunfos no habían sido más que un mero e irrelevante ensayo. Allí estaba el Sumo Iniciado en persona, humillándose ante ella al tiempo que le abría las puertas de su fortaleza. Y detrás de él, sin atreverse a acercarse más, estaba la Matriarca de la Hermandad, con todas las insignias ceremoniales que Ygorla recordaba tan bien de su propia infancia en Chaun Meridional. Y el Castillo, decorado como para una gran fiesta y todo en su honor. Sí, —pensó—, oh, sí. Mi rata mascota ha hecho bien su trabajo. Si lo han dejado permanecer con vida, será recompensado por esto…
Pero ¿dónde estaba el tercer miembro del triunvirato? Sabía que el hermano de Blis Hanmen Alacar estaba en el Castillo y que sin duda seguía gimiendo por la pérdida de su familia. Era muy probable que no hubiera tenido el valor para mostrarse ante ella y eso, también, le agradaba.
Tirand esperaba a que respondiera a su bienvenida. Ella aguardó unos instantes más, lo justo, pensó, para que él se sintiera incómodo e inquieto. Entonces, con un grácil movimiento se puso en pie y apartó su capa de pieles con un gesto dramático.
—¡Mi querido Sumo Iniciado! —Habló como si se dirigiera a un amigo muy querido pero de inferior condición, y en el más dulce de los tonos—. Me siento abrumada por tu bienvenida. Y la Matriarca en persona… ¡Ello me halaga doblemente! —Fingió un momento de vacilación—. Pero ¿no falta alguien? ¿Dónde está el hermano pequeño de mi predecesor, Calvi Alacar?
El rostro de Tirand se volvió inexpresivo.
—Calvi está… ah… indispuesto, señora. Lamenta profundamente no poder estar con nosotros para daros la bienvenida.
Ygorla sonrió agradablemente.
—Estoy segura de ello. Es una pena. Tenía muchas ganas de conocerlo. Ah, bueno, debo soportar mi decepción y refrenar mi ansiedad un poco más.
Y, desde el arco de las puertas del Castillo, una nueva voz dijo:
—Quizá, señora, nosotros podremos compensar en cierta medida la ausencia del Alto Margrave.
Ygorla alzó la cabeza bruscamente y se quedó helada. Tarod salió de las sombras del arco y se acercó por la explanada con tranquilidad y sin prisas. En el mismo instante, la usurpadora sintió un violento estremecimiento psíquico cuando Narid-na-Gost, escondido en la carreta con cortinas, advirtió la presencia del señor del Caos.
Tarod sonrió.
—Saludos, emperatriz.
A ella no le pasó inadvertida la callada corriente maligna en su tono de voz, y una ligera sonrisa apareció en su rostro.
—Señor —dijo dulcemente—, creo que no tengo el placer de conoceros.
Sabía lo que era, pero desconocía todavía su nombre. Tarod le devolvió la sonrisa mientras le dirigía una fría mirada de evaluación.
—Soy Tarod, hermano de Yandros —anunció el señor de Caos.
—Ah… ése. Pero, perdonadme si me equivoco, pero creí oír «nosotros».
—Es cierto —contestó Tarod, haciendo un gesto en dirección al Castillo—. Permitid que os presente a mi primo y contrario, Ailind del Orden.
Ailind salió del umbral de la puerta. No habló, no respondió a Tarod, sino que barrió la escena que tenía ante sí con una mirada de disgusto nada disimulado. Por unos instantes, Ygorla lo miró con algo parecido al asombro; luego su sonrisa se hizo más amplia y acabó dejando escapar una carcajada de satisfacción.
—¡Oh, pero si es espléndido! ¡No satisfechos con enviarme al Sumo Iniciado y a la Matriarca para rendirme homenaje, incluso los dioses mismos han venido para saludarme! —Echó hacia atrás su cabellera y la risa surgió de nuevo. No había esperado aquello, pero, tras el fugaz susto inicial, vio de pronto lo que significaba aquella nueva perspectiva. Los señores del Orden y del Caos habían enseñado sus cartas, porque el mero hecho de su presencia en el Castillo demostraba el grado de ansiedad y aprensión que había creado en los dominios más elevados. Con un arrebato de embriagadora euforia se dio cuenta de que los dioses la temían, mientras que ella no tenía nada que temer de ellos. Aquella pálida e insulsa criatura del Orden no tenía poder para tocarla, y Tarod, aunque tuviera dicho poder, no se atrevería a usarlo por miedo a poner en peligro la gema del alma de su hermano. Era invulnerable, y el saberlo la divertía enormemente, puesto que le abría un espectro de posibilidades completamente nuevo. El Caos y el Orden; podía hacer que se enfrentasen, burlarse de ellos, jugar con ellos y disfrutar del espectáculo de verlos bailar al son que ella deseara. ¡Oh, aquello sería una distracción nueva y realmente rara!
Su risa se apagó, pero la sonrisa depredadora seguía en sus labios cuando con aire de realeza se alzó de su asiento y, haciendo caso omiso deliberadamente de Tarod y Ailind, extendió un brazo delgado, vestido de terciopelo, al Sumo Iniciado.
—Tirand, ¿puedo llamarte Tirand? Te doy las gracias por tu bienvenida, y me siento realmente halagada de regresar por fin al lugar de mi nacimiento. —Su mano sin guante se curvó y le hizo un gesto, y las valiosísimas gemas de sus brazaletes y anillos resplandecieron en la luz del sol poniente—. Me satisface permitirte que me acompañes al Castillo.
Tirand lanzó una mirada a Ailind, como pidiendo permiso, y el señor del Orden asintió casi imperceptiblemente. El Sumo Iniciado dio un paso adelante, pero luego titubeó al advertir que los diez horrores alados seguían cerrándole el camino. Uno de ellos abrió sus fauces en un perezoso bostezo y sus ojos parecieron reírse de él.
—Señora —dijo Tirand, intentando no retroceder—, no tenemos establos adecuados para vuestras… para los…
Ygorla enarcó sus cejas perfectas.
—Oh, ¿éstos? —repuso en tono despreocupado—. No son nada. Los despediré.
Chasqueó los dedos, y las diez criaturas demoníacas se desvanecieron. Fue como ver un pergamino consumido por el fuego; sencillamente se arrugaron, se consumieron y se retorcieron hasta perder sus formas, y se derrumbaron como pequeños montones de ceniza que se mezclaron con la hierba y desaparecieron. Un olor como a carne muy podrida pasó por la nariz del Sumo Iniciado brevemente antes de esfumarse. Ygorla sonrió delicadamente.
—Ya está. Se han ido y puedes olvidarte de ellos. —Hizo un gesto por encima del hombro en dirección a las dos carretas inmóviles y silenciosas detrás del carruaje—. Mis necesidades, como ves, son bastante modestas y sólo tengo estos dos pequeños vehículos que deberán ser guardados entre vuestras murallas. Uno contiene los pocos efectos personales que pueden resultarme necesarios, y el otro… Bueno, querido Tirand, he de confesar que he traído un pequeño regalo para ti. ¡Y espero que lo aceptarás, como prueba de mi estima y de mi buena voluntad!
Tirand estaba desconcertado. La despreocupada destrucción de las bestias ya lo había confundido, y sospechaba que había alguna razón oculta en aquel nuevo gesto. De nuevo miró hacia atrás, con una silenciosa súplica en los ojos, pero Tarod no le hizo caso y Ailind se limitó a morderse los labios en una sutil mueca que implicaba que no quería meterse en aquel asunto.
Sintiendo que no le quedaba otra opción, Tirand inclinó la cabeza.
—Señora, sois demasiado generosa. —Ya no había forma de retrasar más el momento, y, aunque por dentro lo sobrecogía el mero hecho de tocar la piel de aquella mujer, dio un paso adelante. Ygorla cogió con firmeza su mano alzada con sus dedos fuertes y fríos y bajó con ligereza, casi con descuido, del carruaje. Cuando se paró junto a él, Tirand se quedó sorprendido de lo pequeña que era; la corona de su cabeza apenas si sobrepasaba sus hombros, y él no era demasiado alto. Ella lo miró y sus azules ojos parecieron totalmente candorosos.
—Dime, Sumo Iniciado —dijo en tono de conversación normal, que llegó claramente a los demás presentes—, ¿miras siempre a tus amos del Orden, antes de hacer incluso la cosa más nimia?
Tirand se ruborizó irritado y ella se rió.
—Y yo que tenía la impresión de que eras independiente —añadió antes de que Tirand pudiera recobrarse lo suficiente para hablar—. Ah, bien. Ya veremos, ¿no crees? —Inclinó la cabeza con graciosa altivez, primero ante la Matriarca y luego ante Tarod y Ailind, y, sujetando todavía de manera posesiva el brazo de Tirand, cruzó el césped en dirección a las puertas del Castillo.
Karuth todavía no había ocupado su puesto entre los que esperaban en los escalones de la entrada principal. Para su disgusto, Tarod había insistido en que debía tomar parte en la parodia de los rituales de bienvenida; el señor del Caos quería añadir sus observaciones a las propias, de manera que se vio obligada a ir. Pero, con el conocimiento de que pronto iban a separarse royéndole los pensamientos como un depredador hambriento, deseaba desesperadamente no abandonar a Strann hasta el último momento, de manera que permanecieron juntos asomados a su ventana, observando el patio engalanado y esperando en tensión la aparición de la usurpadora.
Llevaban algún rato sin hablar, porque a ninguno se le ocurría nada que decir que no resultara trivial o fútil. En cuanto Karuth se marchara, Strann se cambiaría de ropa, poniéndose los odiados y chillones ropajes que llevaba a su llegada al Castillo, y esperaría la llamada que estaba seguro no tardaría mucho en producirse. Como mínimo, Ygorla tendría la curiosidad de saber qué había sido de él, y Strann había preparado una historia que confiaba en que engañaría tanto a ella como a los habitantes del Castillo y les haría creer que seguía siendo leal a la usurpadora. Pero no quería pensar en eso por el momento. Tan sólo quería sentir el calor de la mujer que tenía junto a sí y el roce de su oscura cabellera contra su mejilla. Y deseaba, aunque sólo fuera durante unos pocos segundos más, cerrar los ojos y creer que aquel interludio no estaba a punto de terminar.
Karuth había llorado antes, pero las lágrimas habían desaparecido, aunque todavía tenía los ojos algo enrojecidos. Se habían dicho muchas cosas el uno al otro durante las últimas horas, tonterías inconsecuentes de enamorados que a duras penas podía recordar, y deseaba decir más, pero no le salían las palabras. De repente, Strann le apretó la mano con más fuerza y vio que la gente se agitaba abajo, mirando en dirección a las puertas.
—Están llegando —susurró Karuth. Sabiendo que debía dominarse antes de que fallara su resolución, se obligó a apartarse de la ventana, rompiendo el contacto con Strann. Sus ojos expresaban todo lo que no era capaz de decir con palabras—. Debo irme…
Strann asintió. Se miraron, quizá durante cinco segundos; luego Karuth le echó los brazos al cuello.
—Oh, Strann…
Él la besó una última vez, con tanta intensidad y pasión que casi acabó con su resolución y luego, incapaz de mirarlo de nuevo a los ojos, Karuth se dio la vuelta y corrió hacia la puerta. Strann permaneció inmóvil, escuchando el sonido de sus pasos que se perdían por el pasillo. Cuando ya no pudo oírlos, giró y, con un rostro tan blanco e inexpresivo como el de un cadáver, comenzó a desvestirse.
Sen Briaray Olvit se apartó para hacerle sitio a Karuth, quien se colocó en línea entre él y la hermana Alyssi de la residencia de Chaun Meridional. Intentando no pensar en Strann, Karuth miró a su alrededor y pensó con ironía que las túnicas blancas de las hermanas, que se mezclaban con los muchos colores de rango de las capas ceremoniales de los adeptos del Círculo, habrían constituido un espléndido espectáculo en otras circunstancias. Pero ahora resultaban una farsa. Y, cuando una nueva fanfarria procedente de la torre del homenaje anunció la entrada de Ygorla, sintió que el estómago se le encogía con un arrebato de amargo odio.
Tirand entró en el patio, su rostro firme y tenso, con la pequeña pero deslumbrante figura de la usurpadora cogida de su brazo. En lenta y señorial procesión, la condujo a través de las losas negras, mientras Shaill, Tarod y Ailind los seguían a unos pasos de distancia. Al llegar a la altura de la fuente central, el Sumo Iniciado hizo un gesto a uno de los adeptos superiores, que era una señal convenida de antemano. El sonido de una bota al golpear el suelo de piedra rompió el silencio, y, siguiendo las instrucciones que habían ensayado bajo la meticulosa mirada de Ailind, los adeptos se adelantaron como una hilera de milicia bien entrenada.
—¡Ygorla! ¡Ygorla! ¡Ygorla! —A cada grito, alzaban al aire los puños según el antiguo saludo. En el rostro de Ygorla apareció una sonrisa de satisfacción. Cuando se apagaron los últimos ecos del saludo, una hermana pequeña y regordeta se adelantó, hizo una rígida reverencia y se volvió de cara a la línea de mujeres vestidas con túnicas blancas.
Los coros de la Hermandad tenían una fama de antiguo por la belleza de su canto, y la hermana Amobrel Iva de la Tierra Alta del Oeste era reconocida como la mejor directora coral de cuatro provincias. Había logrado un pequeño milagro con la mezcolanza de voces que tenía a su disposición, pero ni su habilidad ni los ánimos forzados de Ailind pudieron disimular un aire tenso y amargo en el himno que las hermanas cantaron en honor de Ygorla. Alertada por su propio adiestramiento musical, que le mostraba los fallos de afinación y fraseo, Karuth se imaginó bastante bien el ambiente en que el improvisado coro debía de haber ensayado su pieza de encargo. Sin embargo, los fallos pasaron inadvertidos a Ygorla. Permaneció sonriente, casi pavoneándose visiblemente mientras saboreaba las palabras de adulación, y, cuando la canción terminó, alzó las manos y aplaudió teatralmente.
—Buenas mujeres, ¡os doy las gracias! —Se dio la vuelta y se dirigió a la Matriarca—. Y os felicito a vos, Matriarca. No me había dado cuenta de que mi llorada tía abuela tuviera una sucesora tan digna.
A Shaill se le volvieron blancos los labios, y por un terrible instante Tirand pensó que sería capaz de escupir a la usurpadora a la cara; pero, con un gran esfuerzo, ella se contuvo y se limitó a inclinar la cabeza.
—Ahora… —Ygorla se separó de Tirand y avanzó con ligereza pero deliberación cruzando el patio. Estaba claro que disfrutaba enormemente, y, cuando se volvió, sus ojos brillaron—, Sumo Iniciado, no quiero tenerte más tiempo en suspenso. Si amablemente me concedes los servicios de algunos de tus fuertes y masculinos adeptos, te ofreceré mi modesto regalo.
Sin un medio de propulsión visible, las dos carretas habían entrado en el patio detrás del pequeño cortejo y ahora permanecían en las sombras, cerca de la puerta. Tarod ya había advertido la presencia de Narid-na-Gost en uno de los compartimientos cerrados, pero por el momento estaba más interesado en la segunda carreta, a la que ahora se dirigían los cuatro adeptos, según las instrucciones de Ygorla.
Tirand observó con cierto nerviosismo cómo los cuatro llegaban a la carreta. No podía ni imaginarse la forma que tendría el «regalo» de Ygorla, y no estaba muy seguro de querer saberlo. Parecía que Shaill compartía sus dudas, porque se le acercó y susurró:
—Tirand, si se trata de alguna artimaña…
—Reza por que no lo sea —replicó en voz baja Tirand—. Pronto lo… —comenzó pero sus palabras se vieron interrumpidas en mitad de la frase.
Los cuatro adeptos habían llegado junto a la carreta. Parecía haber un embalaje de algún tipo bajo las oscuras lonas, y, cuando se preparaban para bajarlo, uno de los hombres apartó los pliegues de la lona. El silencio que se produjo fue tan devastador como lo hubiera sido un griterío; Tirand, Shaill y los cuatro hombres vieron lo que la lona había dejado al descubierto.
No era un embalaje o caja lo que había en la carreta, sino una tosca jaula. Aplastado contra los barrotes, los contemplaba un rostro. Podía haber sido el rostro de un hombre, pero alguna fuerza horrible lo había deformado, retorcido y golpeado hasta hacerle perder cualquier parecido con la humanidad y convertirlo en una gárgola surgida de las más oscuras profundidades de una pesadilla. Su piel —si realmente había una piel bajo la masa de ronchas, verrugas y escamas que la cubrían— latía con un brillo enfermizo e incoloro, y unos cuantos mechones de pelo blanco que parecían tener vida propia surgían del cráneo calvo. La mandíbula inferior de la criatura estaba partida por la mitad, y dos bocas se movían y babeaban. Las lenguas, carmesíes por la misma sangre que manchaba los dientes destrozados, se agitaban como si intentaran hablar. En un terrible instante, el cerebro de Tirand advirtió las otras formas que abarrotaban los asfixiantes confines de la jaula, los rostros destrozados, los miembros deformes, los cuerpos que se retorcían inconscientes e impotentes buscando espacio para respirar.
Entonces vio los ojos de la cosa. Ojos marrones, ojos humanos, llenos de inteligencia y de comprensión, agonía y desesperación. La terrible mirada se clavó en su rostro, y en el mismo instante en que el Sumo Iniciado abrió la boca, sintiendo un horror que no podía expresar, aquella parodia pronunció su nombre.
—Ti… rand… —Era una lastimosa súplica y también un reconocimiento y un saludo. Y, aunque las dos bocas deformes a duras penas podían expresar la única palabra, Tirand reconoció la voz.
—¿Arcoro…? —No podía creerlo, no podía ser. No podía ser él, aquella cosa, aquella farsa inhumana, horrible, que se arrastraba…— Oh, dioses —musitó el Sumo Iniciado y comenzó a retroceder—. Oh, dioses, no, no. ¡¡No!!
Una risa aguda y entusiasta surgió en el patio y resonó en las altas y negras murallas. Tirand giró sobre sí mismo y vio a Ygorla detrás de él. Tenía las manos entrelazadas en un gesto extasiado y sus azules ojos brillaban con horrible deleite.
—¡Ahí tienes, mi queridísimo Sumo Iniciado! ¡Mi pequeño regalo para ti y para el Círculo! ¿No estás tan contento de recibir esta ofrenda como lo estoy yo de hacerla?
Ahora reconoció a otros. No sólo su viejo amigo Arcoro Raeklen Vir, sino los demás, los adeptos y las hermanas y los guerreros adiestrados que habían partido hacia el sur en los primeros días después de la aparición de la usurpadora, aquellos que se habían arriesgado para ofrecer la fortaleza del Círculo en la lucha contra Ygorla. Tirand no sabía cómo los había descubierto, pero lo había hecho, y había usado su poder para torturarlos más allá de cualquier capacidad de resistencia, hasta retorcer sus cuerpos, fundir su carne y convertirlos de seres humanos en monstruos salidos de los Siete Infiernos. Sólo había dejado intactas sus mentes, y ésa era la tortura más vil, porque sabían en qué se habían convertido y aquel conocimiento era el peor de sus sufrimientos.
El Sumo Iniciado miró a Ygorla sin verla. No podía razonar, no podía recuperar la cordura; a lo único que podía aferrarse era al ardiente sentimiento de rabia y odio que lo inundaba como una ola enorme.
—Tú… —Se adelantó, con la mano crispada a un costado, buscando la espada que no tenía—. Tú…
Ygorla retrocedió, y su voz, repentinamente furiosa, cortó el aire como un puño que atravesara un frágil cristal.
—Tócame una sola vez, Tirand Lin, ¡y quedarás como ellos! —Una luz resplandeció ante ella, y se consolidó en una barra vertical de hiriente brillo. Aturdido, Tirand se tambaleó hacia atrás, e Ygorla alargó el brazo para coger la lanza incandescente y sostenerla con aire indiferente en una mano.
—Un ligero roce, Sumo Iniciado, es lo único que hace falta para deformar tu cuerpo sin remedio. ¿Deseas poner a prueba mi poder?
Tirand no fue capaz. Incluso en el paroxismo de su furia, sabía que no serviría de nada; de pronto, se tapó el rostro con las manos y un sonido ahogado, parecido a un sollozo, surgió de su garganta.
Ygorla miró a Tarod y a Ailind. Ninguno de los dos se había movido; ambos la observaban con cautela, y supo que podrían haber intervenido de haberlo querido. El hecho de que hubieran decidido no hacerlo le proporcionó una gran satisfacción. Bajó la cegadora lanza y torció la mano en un gesto descuidado que hizo desaparecer el arma.
—Me resultas un tanto descortés, Sumo Iniciado —dijo con el tono dulce de la victoria total—. Ya ves, te los he devuelto a todos. Todos tus espías, todos tus enviados, todos los hombres y mujeres que enviaste a las provincias para apoyar a los Margraves; y unos cuantos más que puse por añadidura. Pensé que te alegraría darles la bienvenida de vuelta a casa. Pensé que ellos se alegrarían de volver. Pero —frunció los labios expresivamente y se encogió de hombros— parece que te he juzgado equivocadamente. Ah, bueno, así son las cosas, supongo.
La Matriarca lloraba en silencio, angustiada. Ygorla la miró con desagrado.
—Esto me aburre. Creo que entraré en el Castillo para ver qué entretenimientos habéis dispuesto para mi deleite. Y tú, querido Tirand, me acompañarás.
Las últimas palabras fueron pronunciadas con una maldad que le llegó a Tirand hasta el tuétano. Cuando la usurpadora echó a andar hacia los escalones y las puertas, lo único que fue capaz de hacer fue seguirla con la mirada, paralizado. Ailind se le acercó.
—Debemos seguir interpretando los papeles previstos, Tirand —dijo el señor del Orden en voz baja—. Ve con ella.
—Pero…, pero ellos… —Tirand intentó señalar la jaula, pero no pudo; se sentía impotente.
—Haré lo que pueda hacerse por ellos —contestó Ailind—. Ahora, ve. No me falles o conseguirás que su triunfo sea aún mayor.
Reinaba cierta confusión entre el grupo de bienvenida. Habían presenciado el breve enfrentamiento, pero no estaban suficientemente cerca de la jaula para poder ver su horrible contenido y darse cuenta de qué había provocado la furia del Sumo Iniciado. Pero, mientras Ygorla esperaba y Tirand luchaba por recuperar el dominio de sí mismo, algunos adeptos comenzaron a bajar los escalones, indecisos, y se acercaron lo bastante para ver el horror por sí mismos. Hubo llantos, gritos —Tirand los escuchó como a través de los densos velos de un sueño febril— y entonces alguien, con la voz rota, llamó a Karuth. Ella se acercó, apartando a la gente cada vez más numerosa, y se paró en seco cuando vio la horripilante ofrenda.
—¡Yandros! —Ni siquiera intentó frenar el juramento, y tragó la bilis que amenazaba con subir desde su estómago. Al igual que Tirand, se sintió inundada por la rabia; pero, a diferencia de su hermano, no fue capaz de controlarla. Se volvió, y sus ardientes ojos se encontraron con la fría mirada azul de Ygorla.
—¡Maldita furcia! —Su voz temblaba con una pasión que ni siquiera podía expresar. En toda su vida, jamás había experimentado semejante pena ni semejante ira, y no había palabras adecuadas para reflejar sus emociones—. ¡Larva de los Siete Infiernos, ojalá tu alma se pudra en eterna agonía por lo que has hecho!
La expresión de Ygorla cambió un instante. Su primer instinto fue matar a aquella advenediza instantáneamente, pero, al tiempo que surgía en ella el impulso, sintió que el Caos la protegía. Podría haberse ocupado de eso con facilidad: una mirada a la gema del alma, y Tarod no habría tenido otra opción que retirar el escudo de protección que la rodeaba. Pero ¿qué importaba? Aquella criatura, fuera quien fuese, no era importante. Sería más valiosa como distracción si se le permitía vivir.
Alzó un esbelto brazo y tocó a Karuth en la mejilla. Karuth retrocedió, como si esperara que su piel fuera a arder, y entonces Ygorla, satisfecha de haber dejado las cosas claras, retrocedió.
—Me acordaré de ti —aseguró y, cogiendo a Tirand firmemente por el brazo, lo condujo hacia las puertas.