La historia con que volvieron los siete humanos al Castillo bastó para silenciar a las facciones en conflicto. Una hora después de que el frío y húmedo amanecer hubiera alcanzado la Península de la Estrella, el Sumo Iniciado convocó una reunión de todos los habitantes, adeptos, legos y criados por igual, y en el enorme espacio del comedor, lleno a rebosar, se contó la horrible experiencia de los siete en Hannik. Tirand, que no había dormido desde su regreso, había sobrepasado el punto de agotamiento para llegar a un estado de energía febril, casi hipnótica. No duraría, pero, mientras lo hiciera, buscaba desesperadamente que no hubiera nadie a quien le quedaran dudas de la enormidad y la inminencia de la amenaza de Ygorla. Las peleas, las revanchas, las animosidades, dijo con una amarga pasión que asombró a sus oyentes, eran una burda broma cuando se las comparaba con la realidad de lo que debían afrontar, y cualquiera que tuviera la arrogancia de creer que sus asuntos personales tenían algún sentido en aquellos momentos no merecía un destino más amable que el sufrido por el Margrave de Han.
—Siete de nosotros hemos visto con nuestros propios ojos la locura que la usurpadora ha desatado en el mundo —concluyó, mientras recorría la asamblea con sus ojos, obsesionados y ojerosos—. Os suplico a todos, a todos vosotros, que toméis nota de la lección que hemos aprendido, porque si las cosas siguen como están, si continúan las peleas y la desunión, entonces no pasará mucho tiempo antes de que este Castillo caiga, como cayó anoche Hannik. Y, si eso ocurre, no os harán falta historias contadas de segunda mano para que os deis cuenta de los horrores que se padecen bajo el yugo de Ygorla.
Las palabras de Tirand, respaldadas por breves pero tremendamente efectivos discursos de Shaill, Sen y Calvi, tuvieron un inmediato efecto calmante. Cuando los habitantes del Castillo salieron de la sala, Tarod y Ailind los observaron; leyeron sus rostros y el estado de ánimo de sus mentes, y comprobaron psíquicamente la nueva atmósfera. La tensión seguía siendo la emoción predominante, pero la naturaleza de dicha tensión había cambiado. Ya se estaban olvidando las peleas y se suavizaban los rencores al irse desvaneciendo las preocupaciones personales ante aquella nueva e impresionante conciencia del enemigo común del Castillo. Tarod sabía que hacía falta tiempo para que el impacto pleno de la revelación calara en las gentes, y que el cambio de actitud no se conseguiría del todo sin contratiempos. Pero creía —no, se corrigió, sabiendo lo que sabía de la naturaleza humana, esperaba— que en dos días, cuando según sus cálculos Ygorla y su séquito llegaran a la Península de la Estrella, el Castillo estaría unido y por lo tanto preparado.
Su mirada se cruzó con la de Ailind, al otro lado de la estancia, durante un momento. La breve alianza entre los dos ya era cosa del pasado. Surgida de la necesidad, había cumplido su cometido y ahora era redundante, y las relaciones entre ambos señores habían vuelto al estado acostumbrado de distanciamiento y desconfianza cargada de desprecio. Por un momento, Tarod estuvo a punto de lamentarlo, porque no cabía duda de que las fuerzas combinadas del Caos y el Orden resultaban formidables, y que, mientras se mantenían en un estado de pugna constante, se malgastaba una enorme cantidad de energía potencial. Eso resultaba doblemente irónico cuando pensaba en la naturaleza del problema que los había obligado a cooperar, pero el pequeño impulso de compañerismo hacia Ailind no duró. Ailind, se recordó Tarod, estaba sujeto a la voluntad de su gran hermano Aeoris, y el objetivo de Aeoris era acabar con las restricciones que le habían sido impuestas con el Equilibrio y recuperar su antigua supremacía sobre el Caos.
Eso llevó a Tarod a especular acerca de cuál sería el siguiente movimiento de Ailind. No se hacía ilusiones en el sentido de que los acontecimientos de la noche anterior hubieran hecho vacilar la lealtad de Tirand Lin para con sus señores del Orden, y el Sumo Iniciado probablemente sería un conspirador dispuesto, si no totalmente informado, en el intento del Orden de arrancar la gema del Caos a Ygorla y utilizarla para sus propios fines. Habría que vigilar a Tirand, pensó Tarod. Era una lástima que él y Karuth siguieran sin apenas dirigirse la palabra, porque la influencia de ella sobre su hermano podría haber resultado útil. Pero existían otros medios y otros caminos. Y una idea en particular, que se le había ocurrido anoche, al ver entrar juntos en el Castillo a Strann y Karuth, podría resultar muy valiosa…
Aunque los acontecimientos de las últimas horas habían acabado con la amenaza de guerra abierta entre los habitantes del Castillo, no podían borrar las profundas divisiones esenciales que existían entre los seguidores del Caos y del Orden. A medida que avanzaba el día, resultó claro que, aunque se habían dejado de lado las diferencias ante el enemigo común, existía poco acuerdo entre los dos bandos en la cuestión de cómo debían combatir la amenaza que Ygorla representaba. Y, en cuanto a los siete que habían acompañado a los dioses en su viaje a la provincia de Han, existían otras dificultades, más personales, con las que tenían que cargar.
El más afectado de todos ellos era Calvi. Cuando todavía le faltaban varios meses para cumplir los 23 años, era, como le dijo la Matriarca a Tirand en privado, demasiado joven e inexperto para el papel que se le había impuesto desde el asesinato de su hermano. Calvi tenía un alma sensible, se emocionaba y se ofendía con facilidad, y, si bien tenía un carácter alegre innato, eso no bastaba para sobreponerse al efecto que en su espíritu había causado cuanto había ocurrido. Shaill decidió que no sería discreto añadir que las penas de Calvi se habían visto empeoradas por el pequeño incidente con Karuth al regresar por el Laberinto. Sabía muy bien que Calvi estaba enamorado de Karuth, que lo había estado desde hacía años. Dudaba que él hubiera llegado a considerar la posibilidad de que pudieran convertirse en amantes, porque no era ese tipo de devoción, pero llevaba largo tiempo albergando un sentido de la posesión hacia ella que iba más allá de la simple amistad. La fidelidad de Karuth al Caos —y en especial a Tarod, por quien Calvi parecía sentir un intenso odio sin razón aparente— ya había expulsado al joven Alto Margrave de lo que a él le parecía su lugar de preferencia en el círculo de Karuth; ahora se enfrentaba con otro rival, mucho más importante en su afecto, en la persona de Strann. Y Calvi era celoso.
Shaill sospechaba que Tirand también era consciente del sentimiento fuera de lugar de Calvi, pero tuvo buen cuidado de no tocar el tema. El Sumo Iniciado no hacía nada por ocultar su desprecio por Strann, y el cariño que por él sentía su hermana lo irritaba claramente. Pero no podía hacer nada. Habiéndola repudiado, tanto como hermano como Sumo Iniciado, ahora no podía abrigar la esperanza de influir en ella, y no era tan estúpido como para intentarlo.
Karuth sabía que era el centro de atención de muchos escrutinios y especulaciones, pero por el momento se negó a pensar en ello. El súbito cambio en su relación con Strann la había dejado sin aliento, confusa, incluso un tanto traumatizada, y necesitaba una oportunidad para asimilar sus sentimientos y también para ganar confianza en los de Strann. Él le había dicho que la amaba, y ella le creía. Pero aun ahora, aun después de la alegría de la primera noche juntos, aun después de que él se mudara de su habitación a los aposentos de ella y que vivieran como pareja, seguía sintiéndose insegura de él e insegura de sí misma. No podía evitar preguntarse si no eran ambos demasiado mundanos, y el esquema de sus vidas particulares demasiado fijo, para que durara aquella felicidad recién descubierta. Pero, fuera cual fuese la verdad, fuera lo que fuese lo que les reservara el futuro, quería aferrarse a aquello, y conservarlo, mientras pudiera.
Aquella noche, Ailind convocó al triunvirato en sus aposentos. Ya era hora, dijo, de hacer los preparativos finales para el recibimiento que el Círculo daría a la usurpadora, y tenía ciertas instrucciones que quería que los tres líderes comunicaran a sus subordinados.
A Tirand no acababa de gustarle la insistencia del señor del Orden en que, aparentemente, se recibiera a Ygorla en el Castillo con los brazos abiertos, y lo que había visto en Hannik no había hecho sino acrecentar sus dudas. Temía que la supuesta trampa, de cuya naturaleza Ailind no había dicho nada todavía, pudiera volverse con demasiada facilidad en su contra y que la situación se tornara ventajosa para Ygorla. Si eso llegara a ocurrir, entonces el Círculo habría entregado el último bastión contra su poder sin ni siquiera una muestra de resistencia. El Sumo Iniciado no era el único en pensar así; muchos adeptos superiores, incluido Sen, compartían sus temores, y hasta Calvi había expuesto su opinión de que el plan suponía un riesgo demasiado grande. Pero a Ailind no le importaban sus opiniones. Había dado unas instrucciones, dijo, y esperaba que se obedecieran. ¿Tenía el Círculo fe en sus dioses o no la tenía?
Tirand se alarmó ante la ominosa pregunta y se apresuró a garantizar a Ailind que su propia fe no había vacilado ni vacilaría jamás. Como Sumo Iniciado, su palabra seguía siendo ley, y se encargaría de que las instrucciones del dios fueran seguidas al pie de la letra. Ahora, sentado incómodamente en el borde de una silla sin almohadillado, en la habitación de Ailind, junto a Shaill y Calvi, escuchó mientras el señor del Orden exponía el curso de la acción que debía seguirse.
Ygorla, tal y como había dicho Tarod, y como el escrutinio de Ailind había confirmado, llegaría a la Península de la Estrella dentro de dos días. Cuando llegara, les dijo Ailind, quería que los tres miembros del triunvirato le dieran la bienvenida con todo el boato que correspondía al título que ella misma se otorgaba; en otras palabras, como si fuera verdaderamente la Alta Margravina.
Al oír aquello, Calvi volvió la cabeza bruscamente y soltó por lo bajo una blasfemia. Los dorados ojos de Ailind lo miraron con fijeza.
—¿Tienes algo que decir, Calvi?
Encorvado en su silla, con los codos descansando sobre las rodillas, Calvi parecía acosado, triste y enfadado.
—Ella asesinó a mi hermano, quien era el verdadero Alto Margrave, y usurpó su puesto en el trono de la Isla de Verano, ¿y ahora decís que debo doblar mi rodilla ante ella como si fuera su verdadera heredera? —Su voz era grave y dura.
—Sí, eso es lo que digo.
Calvi sacudió la cabeza.
—No lo haré, mi señor. ¡No puedo!
Ailind lo miró ceñudo.
—Entonces, ¿además de débil eres estúpido? —Calvi alzó la cabeza, pero, antes de que pudiera protestar, el dios prosiguió—: ¡No tengo tiempo para los idiotas, Calvi Alacar, ni para los chiquillos arrogantes que se atreven a cuestionar la sabiduría de quienes son mejores que ellos! ¡Estás aquí porque las circunstancias te han colocado en un puesto de responsabilidad, pero esas circunstancias me gustan tan poco como a ti! Ya has demostrado ser una carga más que una ayuda. ¡No pongas más a prueba mi paciencia creyendo ni por un instante que tu rango, totalmente teórico, te concede una autoridad que no estás preparado para ejercer!
Shaill se quedó con la boca abierta ante la completa injusticia de aquella afirmación, y Tirand se mostró visiblemente afectado. Calvi miró al señor del Orden durante unos segundos, el rostro helado. Luego, con un movimiento convulso que hizo resbalar su silla sobre el suelo sin alfombrar, se levantó. Sus mejillas estaban rojas como si la piel se hubiera quemado, pero no dijo nada. Las palabras le fallaron, e, incluso si hubiera sido capaz de expresar sus sentimientos, no se habría atrevido a hacerlo delante de Ailind. Sólo en sus ojos se atisbaba algo de su furia y su humillación; se volvió, caminó a ciegas, con paso inseguro, hacia la puerta y salió de la habitación. Shaill se puso en pie, con intención de ir tras él, pero Ailind intervino secamente.
—Siéntate, Matriarca.
Ella se volvió, con expresión de enfado y asombro.
—Mi señor…
—Señora, siéntate. No conseguirás nada para el chico ni para ti si corres tras él para secarle las lágrimas, y nuestro objetivo se conseguirá más rápidamente y sin dilación sin él que nos estorbe.
La Matriarca lanzó una mirada suplicante a Tirand, pero éste se negó a mirarla a la cara. Con algo más de amabilidad, Ailind añadió:
—Calvi tiene que aprender muchas lecciones y una de ellas es la lección de sus propias limitaciones. No podemos permitirnos un eslabón débil en nuestra cadena, Matriarca. —Sus miradas se encontraron, y el dios sonrió tenuemente—. Mímalo después si tu conciencia así te lo pide, pero por el momento tenemos asuntos más importantes de los que ocuparnos.
Shaill no pudo discutir; no habría sabido por dónde empezar. Volvió a sentarse lentamente y Ailind, que la observaba, sintió cierta satisfacción. No cabía duda de que, terminada aquella reunión, Shaill iría a buscar a Calvi, y sin duda las observaciones que acababa de hacer llegarían a oídos del joven. Eso estaba bien. Parecía que las semillas que había sembrado comenzaban a germinar y a echar raíces…
Calvi no se detuvo hasta que alcanzó el ala norte. Entonces, en un pasillo desierto, iluminado únicamente por dos antorchas, que goteaban en sus soportes debido a una ráfaga de aire perdida, aminoró el paso y se detuvo, se volvió de cara a la pared y apretó el rostro contra la fría piedra. Tenía el pulso desbocado y la rabia era hiel amarga y ardiente que le llenaba el pecho.
¿Por qué lo había tratado el señor Ailind de aquella manera? No era la primera vez que probaba el afilado aguijón de la lengua del dios —de hecho, recordaba ahora que la paciencia de Ailind había ido disminuyendo en los últimos días— pero Calvi nunca hubiera imaginado, nunca, que llegara a aquel extremo.
¿Qué había hecho para merecer tan tremendo desprecio? El resentimiento prendió como si fuera fósforo cuando Calvi dio respuesta a su pregunta. No había hecho nada. Había sido un leal servidor del Orden, había apoyado a Tirand y a Shaill; y, si su fuerza era menor, si le faltaba experiencia, dioses, ¿no había hecho todo lo posible? ¿Qué más podían pedirle sino todo lo que pudiera dar?
¿O era eso?, se preguntó furioso. ¿No era más que un crío a los ojos de Ailind, y por lo tanto inútil, sin valor, alguien de quien era mejor deshacerse? Pero, si era así, ¿por qué toda la charada de contar con él al principio? ¿Por qué no se había limitado el dios, que todo lo sabía y al que nada escapaba, a darle unas palmaditas en la cabeza, darle unos juguetes para distraerse, y enviarlo al parvulario para que se sentara junto a los otros niños?
La reacción, combinada con la furia, lo hizo temblar y sentirse físicamente enfermo. Consciente de que con semejante comportamiento no hacía más que alimentar el fuego que Ailind había iniciado, se apartó de la pared, dio un tirón tremendo a su arrugada túnica de lana y se retiró los cabellos de los ojos.
Y vio los gatos.
Estaban sentados a menos de tres pasos, y lo miraban con aquella intensidad inquietante que sus extraños ojos podían expresar de manera tan única. Eran dos, uno gris y el otro negro azabache con las patas blancas.
Calvi se sintió desconcertado, porque siempre había encontrado que los gatos del Castillo se mostraban indiferentes ante él, y, aparte de algún gesto de afecto ocasional, no solía hacerles caso. Pero ahora no cabía duda de que era él, y sólo él, el objeto de su acusado interés. No poseía los talentos extrasensoriales necesarios para comunicarse con ellos, aunque fuera de manera tosca, como podía hacer cierta gente, pero casi podía creer que aquellos dos le tenían simpatía e intentaban hacérselo saber.
Calvi sorbió por las narices, se limpió las mejillas con el dorso de una mano y se agachó.
—Gatitos, gatitos… —dijo en tono engatusador, a la vez que extendía una mano—. Venid. Venid y hablad conmigo. Los dioses saben que me iría bien tener un amigo en este momento.
El gato negro parpadeó, mientras que el gris sacudió la cabeza como si algo lo hubiera irritado. Entonces, bruscamente, ambos giraron las cabezas como si algo nuevo hubiera captado su atención. Calvi alzó la vista y vio que alguien se acercaba. Por un instante no reconoció al recién llegado, pero después el cabello largo y rubio, el rostro anguloso, con la nariz prominente, y el hecho de que llevara la manzón de Karuth, todo eso se le hizo evidente a la vez.
Calvi se enderezó, sintiendo que en su interior algo se endurecía como la piedra. Strann se detuvo.
—Alto Margrave… —Parecía desconcertado. Calvi decidió no hacer caso del hecho de que también parecía preocupado—. ¿Estáis bien?
—Yo… —La voz se le truncó y Calvi se maldijo en silencio. Se recobró y dijo con frialdad—: Sí, gracias. ¿Por qué no habría de estarlo?
Una ligera arruga apareció en el rostro de Strann, pero no discutió. Asintió, hizo una pequeña reverencia y tomó un pasillo lateral que llevaba a la escalera principal. Cuando desapareció, los dos gatos se pusieron en pie y se marcharon en silencio tras él. Calvi los siguió con la vista durante unos instantes. Luego, en voz muy baja, dijo algo duro y furioso, que no sirvió para aliviar las emociones que se agitaban en su interior, y echó a andar en dirección contraria.
Cuando salió el sol el día de la esperada llegada de Ygorla, el Castillo estaba listo para recibirla.
Las instrucciones de Ailind se habían cumplido hasta el mínimo detalle. Se habían sacado de los almacenes tapices y estandartes ceremoniales, algunos de los cuales llevaban siglos sin usarse, para decorar la gran sala de la entrada, y se colocaron más en las ventanas del piso superior, engalanando el patio. Se preparó una suite de habitaciones para la usurpadora y se las dotó con lo mejor de todo, y en el gran comedor se hicieron preparativos para un baile de celebración como bienvenida a la huésped del Castillo.
Hubo bastante indignación cuando se anunció aquel último designio. Incluso Shaill, con quien se podía contar normalmente para que apoyara a Tirand en público, aunque tuviera sus dudas, se manifestó clamorosamente contra la idea.
—¡Es el insulto supremo! —había dicho—. Ya nos costará bastante aparentar buena disposición, pero que se espere que lo celebremos de esta manera, con bailes, música y frivolidades… ¡eso raya en lo obsceno!
Otras voces se unieron a su protesta, pero al final Tirand —o, para ser más exactos, Ailind— se salió con la suya y comenzaron los preparativos. Se preparó comida procedente de los almacenes del Castillo, medio vacíos por el bloqueo, el comedor se llenó de más estandartes y en la larga galería que recorría la estancia a lo ancho, por encima de la enorme chimenea, se retiraron juiciosamente los retratos de antiguos Sumos Iniciados, Altos Margraves y Matriarcas. Muchos se resintieron ante este gesto en particular, pero de nuevo Ailind se mostró inflexible. Se debía dar la impresión a Ygorla, había dicho, de que el Círculo estaba dispuesto a capitular. La presencia de los retratos hubiera sido demasiado desafiante; debían quitarse.
Tirand supervisó personalmente su retirada y experimentó un ligero escalofrío cuando vio los retratos de su padre, Chiro, y del predecesor de Chiro, Keridil Toln, antes de que fueran envueltos reverentemente en telas engrasadas y sacados del lugar. No pudo dejar de preguntarse qué hubiera dicho Keridil, de haber vivido para presenciar lo que ocurría en su antiguo dominio. Era un alivio saber que había apoyado la causa del Orden con la misma diligencia con que lo estaba haciendo Tirand, pero en algún lugar oculto en la mente de Tirand se agitaba todavía una sombra de duda. Cuando había muerto Keridil, él tenía sólo nueve años, pero recordaba bien al viejo Sumo Iniciado; una personalidad y una influencia tan fuertes no podían dejar de tener su huella en la mente de un niño. Y abrigaba la sensación de que Keridil no habría estado nada satisfecho con la constante negativa de Ailind a explicar todos los detalles de su estrategia.
Lo cierto es que el mismo Tirand estaba lejos de sentirse satisfecho con la reserva del señor del Orden, y doblemente puesto que era consciente de que la insatisfacción crecía entre los adeptos y que incluso alcanzaba a miembros del Consejo. Todavía no habían llegado al punto de la oposición directa, y dudaba que llegaran a eso, al menos no los que eran fieles al Orden. Pero, así como no se les ocurriría ni en sueños cuestionar la sabiduría de su dios, no tendrían la misma actitud hacia el Sumo Iniciado. Su posición corría peligro de convertirse en precaria, y, mientras que Keridil Toln sin duda habría sabido cómo hacer frente a semejante situación, Tirand no lo sabía.
Había un factor, sin embargo, que estaba claro en su mente. Sin importar lo que significara, sin importar qué sacrificios personales pudiera verse obligado a hacer en términos de su posición entre los adeptos, ahora no podía echarse atrás. Había jurado lealtad al Orden, y mantendría ese juramento. Cualquier otra cosa le resultaba impensable. Confiaba en Ailind, tenía la certeza de que su confianza era justificada, y era su deber transmitir eso a sus compañeros de todas las maneras de que fuera capaz.
Ya se habían envuelto las últimas pinturas, y una hilera de criados, estudiantes y jóvenes adeptos se llevaron las últimas cargas camino de los almacenes. Tirand los siguió con la vista durante unos instantes. Luego, lanzando una breve mirada por encima de la balaustrada a los preparativos que se llevaban a cabo de manera eficiente y en silencio en la estancia, abandonó la galería.
El gato gris salió al paso de Karuth y Strann cuando abandonaban el comedor después de desayunar. Corrió hacia Karuth, apretó su dura cabecita contra sus piernas a través de la falda, y luego, con un maullido, centró su atención en Strann y se abrió paso entre sus pies ronroneando ruidosamente.
Strann miró rápidamente a Karuth.
—Quiere que lo sigamos.
Ella abrió mucho los ojos.
—¿Sientes su mente?
—No. No es eso. Lo sé, eso es todo. —Vaciló apenas un instante y enseguida añadió—: Creo que nuestro señor Tarod desea vernos. Y no quiere que nadie más lo sepa.
El gato soltó un peculiar maullido, que con un poco de imaginación podría haber sido interpretado como un enfático acuerdo. Luego trotó unos pasos alejándose de ellos y se sentó mirando hacia la escalera principal. Miró fugazmente al piso superior, estiró una pata trasera y comenzó a lamérsela y asearla con toda atención.
La sospecha cedió paso a la certeza en la mente de Strann.
—Nuestra habitación —dijo y, cogiendo a Karuth de la mano, la guió hacia la escalera.
Ella sonrió al advertir el uso de la palabra «nuestra» y lo siguió.
Al entrar en los aposentos de Karuth, encontraron a Tarod sentado en la cama deshecha. Ambos hicieron una reverencia y Karuth comenzó a disculparse por el estado de desorden de la habitación, pero él desestimó sus disculpas con un gesto y una sonrisa.
—Karuth, ¿tengo que repetirte que no soy Ailind? Sentaos los dos. —Eso hicieron, y él prosiguió—: Es importante que nadie más se entere de esta reunión, porque tengo que pediros algo que por su naturaleza sólo nosotros tres debemos conocer. Como ya sabéis, la usurpadora llegará a la Península de la Estrella hoy, en algún momento antes del anochecer. Cuando llegue, tengo trabajo para ambos… y es una tarea que no os resultará fácil.
—Decidlo, mi señor —repuso Karuth—. Tengo la sensación de haber hecho muy poca cosa en los últimos días; si puedo ser útil ahora…
Los ojos de color esmeralda se fijaron en ella con una súbita intensidad que la hizo callar.
—No te precipites, Karuth. Todavía no has escuchado qué quiero de ti. En cuanto a Strann… —Se volvió hacia el bardo—. Strann, esto no te va a gustar; pero, si estás dispuesto a hacerlo, será un gran servicio al Caos. Quiero que, cuando la usurpadora llegue al Castillo, vuelvas a representar tu antiguo papel de mascota.
El rostro de Strann se quedó muy serio.
—Su mascota…
—Sí. El motivo es claro. Necesito una fuente de información cerca de Ygorla, alguien en quien ella confíe, al menos hasta cierto punto, pero que a la vez sea leal al Caos y que me transmita cualquier información que le llegue y que pueda serme útil. Eres el único mortal que cumple con esas condiciones.
Strann se quedó mirando el suelo.
—Oh, no… —murmuró con una voz ahogada e inquietante—. Oh, no…
Karuth le cogió la mano, pero, antes de que pudiera hablar, Tarod intervino.
—Creo que a estas alturas conoces bastante bien nuestra forma de actuar y que sabes que no te obligaré a hacerlo. Podría —por un instante, sus verdes ojos se volvieron mortíferos—, pero no está en la naturaleza del Caos coaccionar a sus seguidores; eso es algo que queda para Aeoris y sus hermanos. Sin embargo, te recuerdo que, según tus propias palabras, estás en deuda con nosotros. Ahora te pido que pagues esa deuda.
Strann alzó la mirada y se encontró con los fríos ojos del señor del Caos. Y se preguntó como, por todos los mundos de la creación, podía haberse engañado ni por un instante pensando que él, o Karuth, o cualquier otro, podían ser algo más que un peón a los ojos de un ser como Tarod. Había visto la verdad en la Isla de Verano, cuando Yandros había respondido a su inepta pero desesperada invocación, y ahora se lo recordaba otra vez el acero inhumano que veía en los ojos del hermano de Yandros.
Podía negarse, igual que podría haberle dicho que no a Yandros en un principio. Era un hombre libre; podía no hacer caso de la deuda, dar la espalda y decir: «No, no participaré en esto». Pero, si lo hacía, entonces ¿qué? Se ganaría el desprecio de los dioses, aunque eso no debería inquietar a un hombre que no era religioso. El Caos no buscaría venganza. Pero…
No se atrevió a mirar a Karuth. Todavía no la conocía lo suficiente para saber qué estaba pensando, pero lo que pensara era importante para él. La amaba. Era un sentimiento extraño e indescriptible, que chocaba tremendamente con todas las despreocupadas costumbres que se habían convertido en sus señas de identidad con el paso de los años, pero era cierto y eso lo tenía atrapado. Quería ser digno de ella. Pero ¿qué valdría más a sus ojos? ¿Hacer lo que Tarod le pedía o negarse a ello por el bien de Karuth?
Volvió a mirar a Tarod. Aquellos ojos verde esmeralda, tan fríos, tan llenos de conocimiento… De manera inconsciente, Strann cerró la mano derecha, y recordó las palabras que le había dicho a Karuth hacía sólo un día o dos. Aunque no le debía nada, el Caos había borrado la crueldad de Ygorla y le había devuelto el sentido de su vida, y sólo por eso ya estaba en deuda con ellos. Por muy estúpido que fuera, por muy tonto que fuera, no podía encogerse de hombros ante tamaña obligación. La forma de hacer justicia del Caos podía ser dura, pero a su manera era justicia. Y eso era muchísimo mejor que las alternativas a las que ahora se enfrentaba.
Se aclaró la garganta. Contrastando con el silencio, el sonido resultó áspero e incongruente. Tarod sonrió tenuemente, y Strann le devolvió la sonrisa, aunque tuvo que hacer un esfuerzo.
—No creo que haga falta que lo diga, mi señor, ¿o sí? Debo de tener una conciencia mucho más desarrollada de lo que jamás pensé… pero sí, haré lo que me pedís. —Hizo una mueca—. O, mejor, lo intentaré. Aunque sólo los dioses saben si tendré éxito.
Tarod se rió con ironía.
—Si los dioses lo supieran, Strann, entonces no tendría por qué pedirte esto. Pero te doy las gracias, como una persona práctica a otra.
De manera tentativa, Strann apretó la mano de Karuth, pero no se produjo ninguna respuesta. Miraba a Tarod y parecía alelada, pero no dijo nada. Al final, cuando Strann ya no pudo resistir más el silencio, dijo:
—Tiene sentido, Karuth. Debes entenderlo. —Karuth siguió sin decir nada, y él añadió—: No correré ningún peligro cierto si ando con mucho ojo, y en eso soy bastante bueno.
Ella sacudió la cabeza violentamente.
—No es eso. Es la idea de… de lo que significará para ti tener que volver a interpretar semejante papel. Después de lo que ella ya te ha hecho… —Su voz se cortó.
Strann se esforzó en sonreír tenuemente.
—Esta vez habrá una gran diferencia. Estaré trabajando activamente en contra suya. Créeme. Eso me proporcionará bastante alivio.
—Pero… —Karuth volvió a sacudir la cabeza. Lo que realmente quería decir era que no podía soportar, de ningún modo, la idea de perder a Strann tan pronto. Habían pasado juntos tan poco tiempo desde el comienzo de su relación, y ahora las circunstancias iban a separarlos una vez más. Pero no podía pronunciar aquellas palabras delante de Tarod. No quería mostrar sin recato sus sentimientos más íntimos delante del señor del Caos. Eran demasiado íntimos.
Pero a Tarod no le hacían falta palabras que le dijeran lo que pensaba, y su expresión se suavizó repentinamente.
—Entiendo tus sentimientos, Karuth —dijo—. Y te compadezco, aunque puede que te resulte difícil creer eso. Recuerda que una vez supe lo que significa ser un humano.
Ella se ruborizó.
—No quería dar a entender…
—Sé que no era tu intención. Pero tenlo en cuenta. Y, aunque la perspectiva no te haga feliz del todo, hay una manera en la que tus dificultades pueden ayudar a nuestra causa.
—No acabo de comprenderos, mi señor.
Tarod alzó sus oscuras cejas.
—Estoy seguro de que no tengo ni que decirte que tu relación con Strann no ha pasado inadvertida en el Castillo. Cuando parezca que él cambia de bando, aquellos que te rodean creerán que te ha abandonado a cambio de los beneficios que obtendrá regresando al servicio de la usurpadora, y que su afecto no era más que un engaño para distraerse hasta la llegada de su verdadera dueña. Creo que despertarás mucha compasión.
Karuth lo miró, entrecerrando los ojos como si sufriera un súbito dolor.
—¿Queréis decir que con la compasión podría llegar también una recuperación del afecto de mi hermano… y también de su confianza?
—Exactamente.
—Entonces ¿también queréis decir que —vaciló, casi a punto de llorar, pero se recobró con un tremendo esfuerzo—… que no puedo decirle la verdad a nadie?
La mirada de Tarod era compasiva, pero movió la cabeza.
—No. Ni siquiera puede confiarse en la Matriarca, aunque es una mujer excelente y honorable y sé que ambas sois buenas amigas. Es esencial que nadie más se entere, Karuth; el menor atisbo de engaño podría poner en peligro a Strann.
Tenía razón; sabía que tenía razón y no podía discutir. Pero quedarse tan aislada con su secreto, tan sola… Karuth reprimió las lágrimas que, sin desearlas ni llamarlas, pugnaban por anegarle los ojos; entonces el breve ataque de autocompasión cedió paso al enfado. ¡No tenía ningún derecho a quejarse de su situación! Era Strann quien, con mucho, tendría que afrontar lo peor, Strann era quien debería sacrificar todo el honor, toda la dignidad, toda la estima… y sería la vida de Strann la que estaría en constante peligro. Disgustada consigo misma, volvió a parpadear, rápidamente, y enderezó la espalda.
—Os comprendo, mi señor. —Su voz tenía la rigidez del forzado autocontrol—. Cumpliré con mi papel. Si Strann está dispuesto a hacer lo que le pedís, entonces yo no puedo hacer menos.
Tarod sonrió con suavidad.
—Gracias.
Durante unos segundos reinó el silencio. Luego, Strann se aclaró la garganta.
—Mi señor, según lo que acabáis de decir… —Sus garzos ojos pidieron perdón a Karuth por devolver la discusión a un nivel prosaico en semejante momento—. Si es esencial que todos crean que mi deserción es auténtica, entonces nos enfrentamos a un problema. El señor Ailind sabe la verdad; de hecho, cuando llegué aquí, fue él quien convenció al Sumo Iniciado de que mi historia no era un invento concebido por Ygorla para engañar al Círculo. Cuando parezca que regreso a su lado de buena gana, sabrá que algo va mal.
—Ah, sí… —Tarod no pareció inquietarse—. Entiendo tu punto de vista; pero, para ser sincero, no creo que tengamos que preocuparnos de eso. Aunque Ailind haya leído en tu corazón que tus simpatías esenciales están con nosotros y que no eres un verdadero amigo de la usurpadora, también cree que, por encima de todo, lo que pretendes es conservar la piel al precio que sea. Cuando vea tu aparente cambio de bando, pensará que has llegado a la conclusión de que tienes más probabilidades de conservar la vida bajo la protección de Ygorla que bajo la mía.
Strann no pareció muy convencido.
—¿De veras, mi señor? Si puede leer mi mente…
—No puede, Strann, tenlo por seguro. Como ya sabe Karuth, Ailind no es la divinidad que todo lo sabe, cosa que quiere que crean los mortales, y no puede leer tus pensamientos individuales, de la misma forma que yo tampoco puedo hacerlo, ni podía hacerlo Yandros cuando se encontró contigo en la Isla de Verano. —Sonrió con repentino humor negro—. Si nosotros y nuestros primos del Orden fuéramos capaces de algo más que calibrar las inclinaciones básicas de nuestros seguidores humanos, te aseguro que entonces la vida sería tremendamente aburrida para nosotros, ¡y tremendamente peligrosa para vosotros!
Strann tragó saliva, sin conseguir esbozar una sonrisa, y el señor del Caos prosiguió.
—Como he dicho, Ailind creerá que has decidido unirte al bando que parece tener más probabilidades de ganar esta batalla. El Sumo Iniciado pensará lo mismo, y yo me aseguraré de que se vean alentados en esa creencia. No te harán caso… y no dudo que Ailind encontrará un detalle añadido en mi evidente disgusto ante tu deserción.
—Ya veo —asintió Strann, aliviado—. Entonces será mejor que ponga cuidado en evitar vuestra mirada a partir de ahora, ¿no es cierto, mi señor?
Tarod soltó una risa.
—Más te vale, Strann. —Se puso en pie—. Creo que por el momento no hay nada más que decir. Habrá que planear los detalles de esto, pero tenemos un pequeño respiro. Os dejaré ahora; no me cabe duda de que agradeceréis disfrutar de unas cuantas horas en privado, y ya hablaremos cuando el día esté más avanzado. —Hizo ademán de dirigirse hacia la puerta, pero se detuvo y los miró. En unos instantes, su estado de ánimo se había ensombrecido, dejando atrás toda ligereza, y, cuando habló, su expresión era seria y un tanto triste—. Lamento que esto sea necesario, y disfruto con ello tan poco como vosotros. Pero puede ser la única esperanza del Caos.
Karuth miró a otro lado, pero Strann sostuvo firmemente la mirada del señor del Caos.
—No estoy en posición de juzgar eso, mi señor Tarod —repuso—. Pero tengo muchas cuentas personales que ajustar con Ygorla. No pretendo ser valiente, ni estar motivado por algo que no sean mis preocupaciones egoístas; pero, si puedo hacer cualquier cosa que ayude a destruirla, ¡entonces, eso será compensación suficiente por todas las humillaciones que me ha infligido!