La gente de Hannik había sido advertida de su llegada. Al caer la noche, una bandada de heraldos demoníacos llegó volando desde el sur y, mientras sobrevolaban la ciudad, un rostro enorme, membranoso e informe cobró vida en medio de ellos y anunció la inminente llegada de la Margravina de los Dominios Mortales. Minutos después, una horda de diminutos elementales con voces chillonas, garras como alfileres y colas con púas que producían un doloroso picotazo, cayó en enjambre sobre todos y cada uno de los edificios, y sacó a sus habitantes a las calles para que dieran la bienvenida a Ygorla.
El Margrave de Han fue tan estúpido que agrupó a su milicia e intentó ofrecer resistencia. Su casa fue la primera en ser incendiada y ahora la enorme hoguera, alimentada por chillones elementales de fuego, despedía un atroz resplandor en el límite oriental de la ciudad, como un sangriento amanecer artificial. La hueste de Ygorla tardó menos de cinco minutos en acabar con la resistencia de la milicia, breve y valerosa, pero inútil. Ahora, bestias negras con dientes afilados como cuchillas, primos gigantescos de las «mascotas» que merodeaban por el palacio de la Isla de Verano, babeaban y gruñían sobre los restos de los guerreros, mientras que el Margrave, cargado de cadenas con pinchos, era mostrado por las calles, montado sobre un horror jorobado de ocho piernas que no cesaba de soltar risitas, para demostrar a los ciudadanos el precio de su osadía. Tras él avanzaba a trompicones toda su casa; la Margravina, sus tres hijas y un hijo que no tendría más de cinco o seis años, y toda la servidumbre. Algunos lloraban desconsolados, otros guardaban un glacial silencio. A todos les habían arrancado los ojos.
Tras aquellas lastimosas víctimas, moviéndose bajo las sombras de las alas de las bestias voladoras, como polluelos bajo la protección de una gallina monstruosa, avanzaban más ciudadanos. Parecían haber sido arrancados de entre la multitud para aumentar el séquito de Ygorla, y, a medida que avanzaba la procesión, Karuth vio siluetas inhumanas que aparecían aquí y allá entre los espectadores, cogían hombres, mujeres y niños, al parecer al azar, y los obligaban a unirse al grotesco desfile. Mientras avanzaban por la calle principal, como una marea lenta y devastadora, alguien cogió a Karuth del brazo, y ella alzó la vista, con el rostro rígido, para encontrarse con la mirada de Tarod.
—Retrocede —le dijo en voz baja—. Sube los escalones del edificio que tienes a tu espalda. Verás mejor.
Era imposible decir si el señor del Caos se sentía conmovido o indiferente ante lo que veía. La expresión de Ailind era igualmente inescrutable, mientras conducía a sus seguidores por los amplios escalones de una casa imponente cuya fachada daba a la plaza, seguramente el hogar de uno de los muchos ricos vinateros de Hannik. Bajo el pórtico de la casa se vieron a resguardo de la llovizna, y la altura de los escalones los apartó del tumulto en el pavimento. Ahora que su visión no se veía entorpecida por cabezas que se movían o por el ondear de las antorchas, la horrible enormidad de la escena sacudió a Karuth como si se tratara de un golpe físico. Sus compañeros también reaccionaron; oyó a Sen Briaray Olvit blasfemar con violencia y repetidamente en voz baja, mientras que Calvi se tapaba los ojos y la Matriarca no cesaba de repetir: «Oh, pobres almas…, pobres almas indefensas…». Cuando Karuth miró de reojo a Strann, le pareció como si su rostro estuviera tallado en madera blanca; tan sólo sus ojos, centrados con terrible intensidad en la calle, se veían vivos, ardiendo con emoción reprimida.
De pronto, Tirand giró sobre sí mismo. Su rostro mostraba una palidez mortal, y le tembló la voz al musitar con desesperación:
—¡Tenemos que hacer algo! ¡No podemos quedarnos aquí y dejar que esto continúe!
Tarod meneó la cabeza y Ailind sujetó al Sumo Iniciado, que parecía a punto de alejarse del grupo para perderse entre la multitud.
—¡No, Tirand! —dijo con aspereza el señor del Orden—. No podemos hacer nada. Quédate aquí.
Tarod miró a Tirand con un atisbo de compasión.
—Por una vez estoy de acuerdo con mi primo, Sumo Iniciado. Cualquier gesto heroico sería completamente inútil. Además, estas gentes ni siquiera advierten nuestra presencia. Recuerda: nuestra realidad está ligeramente desfasada con respecto a la suya. Estamos aquí para observar, nada más.
Tirand miró a uno, luego a otro, con el rostro desencajado. Durante unos instantes pareció que no haría caso de sus advertencias y que seguiría sus impulsos, pero bruscamente la rebeldía cedió al darse cuenta de que tenían razón. Karuth no pudo menos que compadecerlo. Ella también se veía asaltada por la frustración y la ira, con el añadido del sentimiento de culpa ante su propia pasividad. Pero ella, como los demás, nada dijo, y todos siguieron mirando mientras Ygorla y su séquito se acercaban cada vez más.
Los vítores de la multitud alcanzaron el paroxismo cuando la procesión entró en la plaza. Todos parecían querer sobrepasar a su vecino gritando elogios a la emperatriz, y hasta los niños que eran demasiado pequeños para comprender lo que pasaba eran exortados por sus padres a unirse al griterío. Ahora se veía muy bien a Ygorla, una figura pequeña, solitaria, pero imponente en el sitial de alto respaldo del carruaje, envuelta en pieles plateadas, y con suficientes joyas para comprar media provincia brillando en su cuello, en sus dedos y en la diadema que ceñía su cabellera de negro acerado. Sus ojos brillaban casi tanto como sus gemas, pero con una ávida codicia y una ferocidad que eran en sí mismas demoníacas, y sus sensuales labios esbozaban una sonrisa de temible triunfo. Al mirarla, Strann sintió que el estómago se le encogía, y tuvo que reprimir el impulso de echar a correr para esconderse en el rincón más oscuro del pórtico. Bastó una sola mirada a aquella criatura que había sido su verdugo personal y cuya sádica crueldad había presenciado tan a menudo para acabar con el poco valor que tenía, y el hecho de que estuviera fuera de su alcance, protegido por dos dioses, no significó diferencia alguna. Odiaba a Ygorla con toda su alma, pero también la temía, y el odio no era suficiente para vencer aquella reacción primaria.
Tarod se daba cuenta del desconcierto de Strann, pero por el momento el señor del Caos tenía otras preocupaciones. No lo sorprendía del todo que Narid-na-Gost no estuviera con Ygorla en su carruaje, pero se preguntó dónde, entre todo aquel espectáculo horrible y llamativo, se escondía el demonio. Seguramente estaba agazapado en una de las carretas negras, entre el equipaje de su hija, algo bastante adecuado si lo que había adivinado acerca de Ygorla era verdad. No cabía duda de que estaba allí —Tarod sentía su presencia igual que un gato sentiría la proximidad de un ratón— pero en medio de aquel tumulto resultaba imposible localizarlo. Pero había otra cosa que sí podía ser localizada con total exactitud, y los verdes ojos de Tarod lanzaron fieros destellos al volver a posarse en Ygorla. Lo que buscaba resultaba invisible al ojo, oculto entre los pliegues de su capa de pieles, pero sabía que estaba allí: la joya robada al Caos, la gema del alma de su hermano. Sentía su presencia, sentía su propio ser responder a aquella presencia, y experimentó una oleada de amarga y tensa furia al saber que quedaba fuera de su alcance.
El convoy siguió avanzando hasta que el primero de los horrores voladores llegó a la altura de la fachada donde se encontraba el grupo del Castillo. Entonces Ygorla chasqueó los dedos. El carruaje se paró instantáneamente con suavidad, y ella se puso en pie. A su alrededor, la multitud guardó silencio, y, al cesar sus gritos, una sensación de tensión sofocante invadió la atmósfera. De alguna parte, invisible tras la gran mole de la Sala de Justicia que dominaba la plaza, llegó el sonido del crepitar de las llamas de otro edificio que ardía. De otra dirección, y a mayor distancia, se escuchó una voz humana que gemía con la monotonía estúpida de la total desesperación.
Ygorla giró la cabeza y sus fosas nasales se dilataron cuando escuchó la voz. Volvió a chasquear los dedos, y algo de un color blanco verdoso, sin cabeza visible, se separó de debajo del carruaje, donde había permanecido enganchado, y se alejó flotando en dirección al distante y fúnebre lamento. Instantes después, el sonido cesó. Ygorla asintió, satisfecha, y se volvió para encararse con la muchedumbre.
—¡Pueblo mío! —Ninguno de los humanos presentes, salvo Strann, había escuchado antes su voz. Era tan exquisita como su rostro, pensó Karuth, como plata líquida; pero poseía una empalagosa dulzura que la hizo estremecerse intuitivamente de asco—. ¡Mis queridas y buenas gentes! ¡Estoy satisfecha con la bienvenida que me habéis dado! ¡Habéis demostrado ser siervos leales y obedientes, y os juzgo merecedores de mi gobierno!
La tensión cedió un tanto, aunque nadie se atrevió todavía a emitir sonido alguno. Entonces Ygorla sonrió. La sonrisa era veneno puro y salvaje.
—Sin embargo, en un aspecto, y sólo en uno, no me siento satisfecha. Esta noche, cuando entré en esta ciudad para ofreceros la bendición de mi presencia, hubo algunos… pocos quizá, pero los suficientes para despertar mi ira… que con arrogancia y estupidez quisieron oponerse a su justa emperatriz. La mayoría ya han sufrido el castigo que corresponde a todos los que se niegan a rendirme el debido homenaje. Pero eso no basta.
—Por todos los mundos que nos rodean —susurró ásperamente Sen—, ¿qué clase de monstruo es éste?
Strann podría haberle dado una respuesta, pero no lo hizo; se limitó a abrigarse más con su chaqueta y apretó con más fuerza la mano de Karuth. Ygorla siguió hablando.
—Quiero algo más que un castigo adecuado para los culpables. ¡Quiero la seguridad, de hecho quiero la prueba, de que ningún hombre, mujer, niño o viejo, que ni siquiera el más pequeño de los insectos de la ciudad de Hannik, albergará nunca ni por un instante un solo pensamiento desleal contra su soberana! —Permitió que aquella advertencia surtiera efecto durante unos instantes, y luego prosiguió—: Pero ¿cómo sabré que eso es así? ¿Cómo puedo estar segura? Debéis demostrármelo. ¡Debéis demostrarme sin sombra de duda que las buenas y gallardas gentes de Hannik mantendrán la promesa de lealtad que esta noche hacen a mis pies!
Un confuso ruido de voces comenzó a llenar la plaza, a medida que los más valientes o los más cobardes de entre los ciudadanos —Karuth no supo decidir en su mente de quiénes se trataba— declaraban su fidelidad imperecedera. Pronto otros se les unieron, e Ygorla ladeó la cabeza como un ave, exagerando el gesto de escuchar y sopesar lo que oía. Por fin alzó un brazo en ademán dominante. Los gritos y exhortaciones disminuyeron y se apagaron; cuando de nuevo reinó el silencio, Ygorla movió la cabeza lentamente, con deliberado énfasis.
—Queridos súbditos, me llegáis al corazón. Pero me temo que no es suficiente. Casi, pero no es suficiente. —Se asomó un poco por el borde del carruaje y se dirigió a alguien o a algo que se ocultaba en las sombras—. Traed a los transgresores.
Tras el carruaje se produjo un breve forcejeo, y después apareció el Margrave de Han, todavía cargado de cadenas y a lomos de la aberrante criatura jorobada de ocho patas, conducido por un grupo de criaturas parlanchinas que soltaban risotadas, con un lejano parecido a ratas deformes. Tras él venían su esposa, hijos y siervos, recibiendo empujones y patadas de otros individuos de aquella pequeña horda de horrores; fueron llevados juntos a la plaza, donde toda la multitud pudiera verlos con claridad.
—Este hombre patético y avergonzado —dijo Ygorla con un tono de voz que parecía jarabe de caramelo y que parodiaba la compasión— fue el cabecilla de aquellos que quisieron oponerse a mí, y con él se encuentran las criaturas de su casa, quienes debido a su lealtad hacia él también son culpables de su crimen. Y, además, ¿no es cierto que en el pasado todos vosotros fuisteis leales a este miserable traidor? ¿No era vuestro Margrave, y no bajabais todos la cabeza ante él?
La multitud se agitó inquieta. Ygorla sonrió de nuevo.
—Sí, claro que lo hicisteis. Por lo tanto, también sois culpables. ¿No es eso cierto? Claro que lo es. Pero soy una emperatriz misericordiosa, y estoy dispuesta a no tener resentimientos sino a perdonar. Os perdono a todos, mi bueno y honrado pueblo. ¡Y como muestra de mi munificencia e indulgencia os permitiré convertiros en los instrumentos por medio de los cuales este patético grupo de traidores encontrará su merecido final!
Junto a Tirand, la Matriarca gritó sin querer.
—¡Por todo lo que es sagrado, no pretenderá que…!
Tirand la sujetó por los antebrazos, y la atrajo hacia sí.
—No, Shaill, no lo digas; ¡ni se te ocurra pensarlo! —Miró a Ailind—. Mi señor, no será capaz de una cosa así, ¿verdad?
Ailind se encogió de hombros, y Tarod dijo en voz baja:
—No la conoces, Sumo Iniciado. Para ella esto es un juego totalmente inocuo.
La multitud también había comenzado a entender qué pretendía Ygorla, y los que no, lo hicieron rápidamente cuando formas oscuras y horribles avanzaron entre ellos, repartiendo piedras a puñados. En un pasado no demasiado lejano, la lapidación había sido el método de ejecución establecido en todas las provincias. Tanto los Margraves más ilustrados, como el Círculo y la Hermandad, la habían condenado como costumbre bárbara y había caído en desuso excepto para los crímenes más terribles, pero no estaba totalmente extinguida, y toda ciudad de cierto tamaño seguía conservando su lugar de lapidación, manchado por la horripilante evidencia de antiguos castigos. Ahora, los brillantes ojos azules de Ygorla recorrieron el mar de rostros espantados en la plaza, y su voz resonó una vez más.
—¡Haced bien vuestro trabajo, y, por cada uno de estos gusanos traicioneros que caiga lapidado, tan sólo elegiré a cinco más de entre vosotros para que los acompañen a los Siete Infiernos! Pero, si no conseguís complacerme, si no me convencéis de vuestro amor y fidelidad, entonces, por cada una de estas almas malditas, ¡serán cincuenta los que alimenten a mis mascotas esta noche! ¿Está claro?
Comprendieron, y, primero con lentitud, pero después con creciente ansiedad a medida que la desesperación se imponía a la conciencia y la humanidad, los ciudadanos de Hannik comenzaron a acercarse al indefenso Margrave y a su familia. Tirand suplicó desesperadamente a Ailind.
—¡No puede hablar en serio! ¡No puede hacerlo! La gente… No es posible, no lo harán…
El rostro de Ailind permaneció impasible.
—Cincuenta habitantes de la ciudad por cada uno de los miembros de la familia del Margrave, Tirand —contestó—. Sólo cinco si queda satisfecha con la lapidación. No hay tercera opción. ¿Qué harías tú si fueras uno de ellos?
—Pero el Margrave… Yo lo conozco; todos lo conocemos, ¡es nuestro amigo! Y su esposa es hermana de uno de nuestros adeptos; ¡nació en el Castillo!
Tarod miró por encima de su hombro.
—¡Y ni tú, ni nosotros ni nadie puede hacer nada para salvarla! ¿No lo entiendes, Tirand? ¡Por fin estás viendo la verdadera naturaleza de Ygorla y la amenaza que representa!
Como si hubiera estado en trance y alguien lo hubiera abofeteado brusca y violentamente, Tirand se dio cuenta por primera vez de la realidad de su difícil situación. Bien por el antiguo lazo entre ella y su hermano o porque las duras palabras de Tarod habían producido el mismo efecto en todos, Karuth sintió también que la comprensión la alcanzaba como una ducha de agua fría. Había creído estar perfectamente enterada de la situación; pero, de hecho, hasta aquel instante se había encontrado a un paso del verdadero entendimiento, apartada de él por su propia ignorancia. Ahora aprendía la lección. El Margrave y su familia… que no eran desconocidos sin rostro, ni meras cifras en un escueto mensaje llegado de lejos, sino personas de carne y hueso, amigos, estaban allí indefensos y a punto de morir…
Las lágrimas la cegaron y no vio la primera piedra que surgió de la multitud, lanzada contra los prisioneros de Ygorla. Pero oyó el ruido sordo cuando impactó en el blanco y escuchó el grito angustiado de la hija pequeña del Margrave que, ciega como estaba, intentó liberarse de sus captores y correr junto a su padre. Karuth sintió en el pecho un dolor ardiente y sofocante, que le quitó el aire de los pulmones, haciéndole imposible aspirar. Se aferró frenéticamente al poco dominio de sí misma que le quedaba, luchando para no gritar, para no lanzar un chillido como el de la hija del Margrave, y se odió a sí misma por su egoísta aflicción cuando eran ellos los que padecían, ellos los que estaban perdidos, ellos los que estaban muriendo…
Entonces, como una tormenta de granizo terrible y mortífera, las piedras comenzaron a volar. Había mujeres que sollozaban entre la multitud, pero, aunque lo hicieran, alzaban los brazos y lanzaban los proyectiles y luego cogían más de las negras formas sombrías que los municionaban. El Margrave estaba atado a su horripilante montura y no podía caer ante los impactos; en vez de eso se agitaba como un pelele, dando sacudidas de aquí para allá, mientras la sangre le corría por el rostro, por los brazos, por el pecho, a medida que las piedras daban en el blanco. La criatura de ocho patas que se encontraba debajo se reía frenéticamente, impasible ante las piedras que rebotaban en su pellejo sin pelo. Entonces cayó la primera mujer. Después el niño pequeño…
—¡No! —La voz de Calvi surgió sin previo aviso, y la impresión atravesó a Karuth como un cuchillo. Se dio la vuelta y vio al joven Alto Margrave que agarraba la capa de Tirand, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas.
»¡No, no! —farfullaba Calvi—. ¡No puedo, no puedo, no puedo! Detenlo, Tirand… ¡En nombre de los dioses, detenlo, por favor! Sácanos de aquí… ¡si queda misericordia en el mundo, que alguien nos saque de aquí!
Tarod y Ailind intercambiaron una mirada, y Tarod hizo un breve gesto. Pronunció una palabra, de nuevo en aquella lengua extraña, y Karuth tuvo la sensación de que un enorme puño surgía de la piedra bajo sus pies y la lanzaba hacia el cielo. Intentó gritar, pero su voz pareció tener alas y alejarse volando, y se encontró girando y girando, atravesando de nuevo el vórtice que la desintegró y la volvió a juntar, para pasar de nuevo por el ruido y el silencio, el color y la negrura, una voz atronadora que reía…
El gélido viento del norte le azotó el rostro y se encontró sin aliento y temblando en la explanada de hierba del macizo del Castillo.
A su lado se encontraban ocho siluetas, perfiladas contra un mar que resplandecía plateado a la luz de la luna que se ponía. Durante un instante todos permanecieron inmóviles; luego, de pronto, la voz de Calvi rompió el silencio como había hecho unos momentos antes en Hannik.
—¡No puede ser verdad! Decidme, que alguien me diga… ¡que no es verdad!
La Matriarca se acercó para consolar al Alto Margrave, que sollozaba, pero Calvi se apartó de ella. En la penumbra, sus ojos buscaron frenéticamente a Karuth, y corrió hacia ella con los brazos extendidos.
—¡Karuth! ¡Oh, Karuth! ¿Qué vamos a hacer?
La rodeó con sus brazos y se agarró a ella. Karuth estaba horrorizada. No se esperaba algo semejante; no había supuesto que la pérdida de control de Calvi lo empujaría a buscar su abrazo, y entrevió la emoción inconsciente que subyacía a aquel gesto.
—¡Calvi!
Ahora no podía hacer frente a aquello. No quería hacerlo en ningún momento, pero ahora… era una locura, algo patético; era un atrevimiento terrible y una imposición, y la irritó profundamente.
—¡Déjame en paz! —Con toda la fuerza de que fue capaz, lo apartó de sí. Calvi se quedó mirándola, y su rostro reflejó una confusión que sólo logró que Karuth se mostrara más hostil. Como un animal acorralado, Karuth miró los rostros que la rodeaban, uno por uno, y de pronto tuvo la sensación de que iba a venirse abajo. Lanzó un pequeño gemido, dio la espalda a los demás, se apartó de ellos, y cruzó corriendo la explanada en dirección a las puertas del Castillo.
Strann la alcanzó en el patio. Era un buen corredor, y los otros todavía estaban a cierta distancia cuando cogió a Karuth por el brazo e hizo que ambos se detuvieran peligrosamente sobre las heladas y resbaladizas losas de piedra. La hizo girar para que lo mirara a la cara, pero no dijo nada. Durante unos segundos, Karuth le sostuvo la mirada, intentando interpretar qué veía en sus ojos. Luego se echó a llorar.
—Está bien. Está bien. —Strann la abrazó como lo hubiera hecho con un niño, apretando su rostro contra la chaqueta, rodeándola con los brazos y dándole palmaditas en la espalda.
—Oh, Strann… —la voz de Karuth sonaba apagada por la chaqueta y rota por el llanto—. ¡No puedo verlos ahora!
—No tienes por qué hacerlo. Se han quedado muy atrás, no nos han seguido. Vamos. —Con suavidad deshizo el abrazo y la condujo hacia las puertas principales—. Voy a llevarte a tu habitación, reavivaré el fuego y te iré a buscar una gran botella de vino.
—No quiero vino…
—Sí que quieres. Vamos —dijo, ahora con un tono persuasivo y con una ternura que habría sorprendido a Karuth si la hubiera advertido—. Te cuidaré, Karuth. Yo te cuidaré.
El resto del grupo entró en el patio a tiempo para ver que Strann y Karuth desaparecían por las puertas. Tirand y Shaill se habían hecho cargo de Calvi, ahora silencioso y sumiso tras su arrebato, y cada uno de ellos sacó sus conclusiones. El rostro de Tirand, que ya tenía un aspecto pétreo y decidido porque luchaba para controlar sus emociones, se volvió más desgraciado y sombrío que nunca, y Shaill no se sorprendió. No se le había pasado por alto el precavido pero rápido desarrollo de la relación entre Strann y la hermana del Sumo Iniciado; pero, aunque tenía serias reservas acerca de su conveniencia, no creía que fuera asunto suyo para entrometerse. Además, todos tenían ahora temas mucho más graves de los que ocuparse. Después de aquella noche, pensó desolada, todo lo demás resultaba tan trivial que carecía de sentido.
Sen Briaray Olvit era el último del grupo de humanos, tras la encorvada figura de Gant Faran Trynn. Sabía que Tarod y Ailind caminaban justo detrás de él y deseaba hablar con ellos, pero no estaba seguro de poder decir lo que tenía en la mente sin que se le rompiera la voz, y era lo bastante orgulloso para querer mantener la compostura. Pero por fin, cuando empezaban a subir los escalones, se paró y se dio la vuelta.
—Mis señores…, quisiera haceros una pregunta.
—Hazla. —Tarod le sonrió, aunque no abiertamente.
Sen asintió.
—Me gusta creer que hablo sin prejuicios. Creo, mi señor Tarod, que es por eso por lo que me elegisteis para formar parte de vuestro grupo, aunque sabéis que siento fidelidad por el Orden.
Tarod sonrió otra vez, pero no dijo nada.
—Es sólo que… —Sen vaciló, luego, de pronto, las palabras surgieron como un torrente, y con ellas la amargura, la rabia y la sensación de insoportable impotencia que habían ido creciendo en su interior como un cáncer desde que habían regresado a través del Laberinto—. Mis señores, ¿qué es lo que impulsa a esa mujer monstruosa? Nos decís que es medio humana, pero no es posible que haya un alma humana que haya caído tan bajo como ella esta noche, ¿no es cierto?
Los dos dioses se miraron. Ninguno necesitaba una intuición especial para saber lo que el otro pensaba, y Tarod era consciente de que Ailind habría podido, si hubiera querido, hacerle reproches aludiendo a la ascendencia caótica de Ygorla. Pero la tregua entre ambos seguía en pie, y Ailind enfocó sus peculiares ojos leonados mirando al otro lado del patio vacío.
—Me apena decirlo, adepto Sen, pero has tocado el quid de todo este terrible asunto —repuso con seriedad—. Es precisamente la humanidad de la usurpadora lo que le proporciona la capacidad para semejantes atrocidades. —Su mirada se posó un instante en el rostro de Tarod—. Mi contrario del Caos sabe perfectamente que, sean cuales sean nuestras diferencias, su esencia y la mía son puras, y no están manchadas por la corrupción que aflige a los mortales. Me temo que debes buscar en tu propio linaje si quieres comprender qué motiva a una criatura como Ygorla.
Sen parecía destrozado, y Tarod se apiadó de él.
—No te desanimes tanto ante el duro juicio de mi primo, Sen. Te diré que nosotros, los del Caos, y los señores del Orden también, aunque no quieran reconocerlo, tenemos la capacidad de hacer cosas mucho peores que las que Ygorla pueda ni siquiera soñar, y el hecho de que no nos veamos entorpecidos por ambiciones tan sucias y pequeñas como las que ella alberga debería hacer que esta afirmación resultara tanto más aterradora para los de tu raza. Pero, como dice Ailind, somos la personificación inalterada del Caos y del Orden, y eso significa inalterada por la codicia y la vanidad humanas. En tu presente estado de ánimo, tal vez no te resulte de demasiado consuelo, pero espero que, cuando hayas tenido algo de tiempo para reflexionar, puedas sacar fuerzas del hecho de que odiamos tanto a la usurpadora como vosotros.
Sen se quedó mirándolos. No podía hablar, no sabía qué decir. Pero lo habían impresionado.
—Sí… —consiguió decir por fin—. Sí, mis señores, yo… creo que comienzo a comprenderos. —Tragó saliva; luego hizo una ceremoniosa reverencia ante cada uno de ellos—. Os doy las gracias por vuestra franqueza. Y, aunque el sentimiento difícilmente resulta apropiado en las presentes circunstancias, os deseo una buena noche.
—Lo siento. —Karuth vació de un trago su copa y sonrió insegura a Strann, quien se encontraba junto a la alfombra de la chimenea con la botella en la mano—. Me he comportado de forma abominable esta noche y debería haber tenido más autodominio. ¿Me perdonarás?
Strann sonrió.
—Bebe un poco más de vino.
—No. —Tapó la copa con la mano cuando él hizo ademán de volverla a llenar—. No, no quiero emborracharme. En los últimos tiempos he hecho eso con demasiada frecuencia. Es un signo de debilidad.
—¿Te da miedo ser débil?
Ella lo pensó.
—No. Para ser franca, no creo que lo sea. Pero esta noche parece… No lo sé; siento que sería un insulto a… a ellos… —Su voz se rompió y se llevó los nudillos a la boca.
Strann dejó la botella y se arrodilló junto a ella. La luz de las llamas le iluminaba cálidamente el rostro, suavizando sus rasgos. Los gases atrapados en uno de los troncos recién echados al fuego silbaron de pronto y lanzaron un hogareño chasquido.
—No tengas miedo a derramar lágrimas por ellos —dijo en voz baja—. Tiene que llegar el momento en que dejes la máscara, Karuth. No puedes ser una torre de fuerza constante ante el mundo.
Karuth sonrió; fue una mueca rápida y dolorosa.
—¿Tan transparente resulto?
—No para el mundo, pero sí para mí.
—No sigas. —Con una mano cogió la suya, intentando hacerlo callar. Pero él no quería callar.
—¿Que no diga la verdad? ¿Por qué no habría de hacerlo? Especialmente a ti.
—Strann… —comenzó, pero no consiguió pronunciar las palabras que quería decir. A pesar de sus protestas, él ya la había convencido para que se tomara tres copas de vino, y, aunque desde luego no estaba bebida, sí que estaba achispada, y los duros y terribles perfiles del recuerdo y la emoción se habían suavizado. Intentó retirar la mano, pero él se la cogió y no la soltó.
—No voy a dejarte esta noche, Karuth. Dormiré en el suelo, a los pies de tu cama, como haría un juglar con su amo, o un perro con su dueña, para protegerte de los malos sueños que acechan en tu mente.
Karuth alzó la vista rápidamente.
—¿Amos y dueñas? ¿Tan baja opinión tienes de ti mismo?
—Sí —repuso él con una débil sonrisa.
—Pues no deberías. No deberías. Eres… —No surgían las palabras. Sacudió la cabeza, impotente—. Eres Strann, y creo que eso ya es motivo suficiente para estar orgulloso. Creo que…
—¿Crees qué?
Lo sabía, pero no se sentía capaz de decirlo. No era que la costumbre hubiera desaparecido en los últimos años; nunca lo había sabido porque nunca antes había sido realmente cierto. Y ahora que sí lo era, no encontraba el valor de prestarle fe, expresándolo con palabras.
Creo que te quiero. Una locura, una insensatez. ¿Qué era el amor? ¿Qué significaba? No esto, pensó, confundida. Desde luego, no la seguridad de que aquel tonto, aquel frívolo, caprichoso y nada fiable juglar —su palabra, juglar—, de que aquel bardo, aquel genio, aquel hombre especial y particular, era el único hombre de todos los que había conocido al que realmente amaba. ¿O sí?
De nuevo se llevó la mano a la boca y se echó a reír. Casi, pensó, casi parecía la de siempre.
—Strann, tonto —dijo—. Quédate conmigo. Por favor, quédate conmigo. Y, si dices una palabra más sobre… sobre dormir en el suelo, sobre ser mi perro…, yo te… —le sobrevino otro ataque de risa, y lo reprimió—. ¡Nunca, nunca te dejaré tocar mi manzón mientras estés entre estas paredes!
No quería dar más explicaciones. Y, cuando Strann alargó el brazo para cogerle la copa de vino y sus manos, ligeras y amables, pero las más sensuales que Karuth había visto jamás, tocaron primero sus hombros, luego sus brazos, luego sus pechos, y sus dedos se cerraron de una forma que provocó una ola de completa y desbordante alegría en ella, Karuth supo que ya no hacía falta decir nada más. Volvió su cara hacia la de Strann, acercó sus labios a los de él y le devolvió el beso con una pasión que jamás supo que podía poseer. Por ahora, sólo por el momento, los horrores de Hannik y la monstruosa amenaza de Ygorla se deslizaron a un abismo y desaparecieron, perdidos, olvidados. Aquello era el presente, aquello era real. Strann era real. Y algo estaba ocurriendo entre ambos que podría curar las heridas y despejar las dudas, y darles a ambos, aunque sólo fuera durante unas breves horas, algo parecido a la plenitud y la paz.
Hubo un momento, un diminuto interludio en aquella dulzura, en que recordó lo que él era y lo que ella era, y el pragmatismo que había gobernado sus vidas durante tanto tiempo.
—No soy una virgen, Strann —dijo—. Ni soy una de esas chicas bonitas de Shu, Wishet o Chaun Meridional que aceptan la vida y el amor tal y como les viene…
—No. —Strann le besó los párpados, y sus dedos le acariciaron suavemente la boca, lo que a Karuth le dio ganas de reír sin saber por qué—. Eres Karuth. Mi Karuth. Siempre, amor. Siempre…