Cayó otra nevada antes de la medianoche, pero tres horas más tarde el cielo volvía a estar despejado y la segunda luna flotaba baja y plomiza en el cielo. En el Castillo reinaba el silencio; las lámparas y antorchas estaban apagadas y todos los habitantes humanos, si no dormían, al menos se encontraban en sus lechos. Al salir por la puerta de la más septentrional de las cuatro enormes torres, donde había escogido tener sus aposentos, Tarod se detuvo un instante para sondear la atmósfera que subyacía a la escena aparentemente tranquila. Como ya esperaba, la tensión era como una presencia física en el aire, algo sofocante, sombrío y ominoso. Si los sueños y deseos humanos pudieran adoptar una forma física, pensó el señor del Caos, entonces aquella noche el Castillo habría estado habitado por una hueste de demonios sin parangón con nada que jamás hubiera creado su reino.
Unos pocos minutos antes, a solas en uno de los helados cuartos de lo más alto de la torre, largo tiempo abandonados, había concentrado su voluntad y su, poder para hablar con Yandros a través de las dimensiones. No necesitaba la aprobación de su hermano para lo que tenía intención de hacer, pero pensó que no estaría de más mantener a Yandros informado de lo que se preparaba. De hecho, Yandros ya había percibido cómo estaban las cosas en el Castillo; pero él a su vez tenía noticias que dar a Tarod, relativas a Ygorla.
—Ya se ha abierto camino como una guadaña a través de la provincia de Perspectiva, y le entró el capricho de dar un rodeo y entrar en Chaun Meridional —le había comunicado el principal de los señores del Caos.
Tarod entrecerró los ojos.
—¿La Residencia de la Matriarca?
—Sí. No hizo demasiado daño, teniendo en cuenta el odio que siente por su antiguo hogar, pero infligió unos cuantos castigos ejemplares y ahora lleva consigo varios rehenes. —Los ojos de Yandros cambiaron de color, pasando del plata al negro—. Dejo a tu discreción que se lo digas o no a Shaill Falada.
Tarod asintió.
—¿Y ahora?
—Se encuentra en la provincia de Chaun, pero avanza en dirección este, hacia Han. Está claro que piensa aprovechar al máximo su desfile real. —Yandros hizo una pausa y luego añadió—. Si llevas a cabo tu plan, sugiero como posibilidad la capital, Hannik. Está densamente poblada, así que imagino que Ygorla no podrá resistir la tentación de hacer una demostración impresionante allí.
—Sí —se mostró de acuerdo Tarod, con una expresión pensativa en sus verdes ojos—. Sí, creo que tienes razón. Gracias, hermano.
No le importó el intenso frío nocturno al cruzar el patio y entrar en el Castillo por la puerta principal. El pestillo y los goznes crujieron de manera abominable, lo que le despertó aún más recuerdos, y, como surgido de la nada, apareció un gato, que corrió hacia él y ronroneó fuertemente mientras se frotaba contra sus piernas. Tarod sonrió y se llevó un dedo a los labios, como si hiciera partícipe al gato de una conspiración privada y secreta. Al recibir una amable orden mental, el animal se alejó de vuelta a la oscuridad y a sus arcanos merodeos, y los pasos de Tarod resonaron cuando cruzó el enorme y desierto salón de la entrada en dirección a la elegante escalera con sus balaustradas talladas. Había muchos fantasmas en aquel antiguo lugar, pensó. Era fácil imaginar que rostros de personas largo tiempo muertas tomaban forma en las sombras, o escuchar las voces de habitantes del pasado, a los que se concedía un breve y susurrante retorno a la vida al atribuirles los ruidos nocturnos de un edificio antiguo que nunca estaba totalmente silencioso. El aire frío que se colaba por debajo de una puerta podía interpretarse como un suspiro o como el suave roce de una falda o una capa. Una ráfaga en un pasillo, que hiciera temblar una antorcha apagada en su soporte, podía imitar el ruido de copas sobre una bandeja o el golpeteo del tacón de una bota sobre la piedra. Tarod sonrió ante sus fantasías y comenzó a subir la escalera; entonces, a medio camino, se detuvo y miró hacia arriba.
Ailind estaba en el gran rellano por encima de él. Sin testigos humanos, había dejado a un lado los pequeños disfraces que usaba para mantener una apariencia de humanidad. Un aura tenue y pálida latía alrededor de su delgado cuerpo, y sus ojos, sin iris ni pupila, brillaban en la oscuridad como oro fundido.
—He estado esperándote —dijo.
Tarod inclinó la cabeza y se permitió un atisbo de sonrisa.
—Eso pensaba. ¿Dónde hablaremos? El comedor me parece un sitio tan bueno como cualquier otro.
—Como quieras. —Ailind se acercó al arranque de la escalera y juntos bajaron y cruzaron el suelo enlosado. En el comedor, el fuego estaba apagado, y las hileras de mesas y bancos proyectaban duras sombras angulares en la penumbra. Se acercaron al hogar, y a un gesto de Tarod una brillante llamarada cobró vida en la chimenea. Ailind la contempló durante unos instantes; luego se volvió para mirar a la cara a su contrario y adversario.
—Sin duda, a ambos nos mortifica reconocerlo —dijo—, pero en esto, si no en nada más, creo que tenemos una causa común que nos obliga a dejar de lado nuestras diferencias.
Tarod acercó un banco al fuego y se sentó.
—Tus pensamientos reflejan los míos, Ailind. —Su mirada de color esmeralda se fijó penetrante en el señor del Orden—. Hay que hacer algo. Y, después de lo que he visto esta noche, estoy convencido de que ninguno de nuestros amigos humanos puede reunir la autoridad para controlar este problema. Debemos ocuparnos de este asunto.
Ailind asintió.
—Me disgusta decirlo de los servidores del Orden, pero están demostrando ser tan estúpidos como los seguidores del Caos. —Tarod no hizo caso de la pulla, y el señor del Orden continuó—: Seré franco contigo. Este comportamiento infantil de los habitantes del Castillo no puede continuar, por dos razones. La primera es que resulta bastante ridículo que los adeptos peleen entre sí en un momento en que como mínimo deberían aparentar unidad ante la amenaza de la usurpadora. Cuanto más divididos parezcan, más débiles serán a ojos de Ygorla; y eso no nos interesa ni a nosotros ni a ellos.
Tarod mostró su aprobación con un gesto, pero no dijo nada.
—Segundo —prosiguió Ailind—, estoy seguro de que sirve tan poco a tus propósitos como a los míos que estas facciones en conflicto nos distraigan constantemente. Ambos tenemos asuntos más urgentes que nos preocupan y no podemos dedicarnos a pacificar o castigar a mortales ciegos y estúpidos. A menos que se haga algo para resolver la situación, los únicos vencedores de este conflicto serán la usurpadora y su demonio progenitor. No deseamos que eso suceda, al igual que vosotros. Nosotros también queremos ver la destrucción de Ygorla, porque a largo plazo su supervivencia sirve tan poco a nuestros intereses como a los vuestros. Pero estas despreciables rivalidades amenazan con ponernos a ambos en peligro. —Alzó la vista—. Necesitan una lección. Una lección breve, dura, pero eficaz que les demuestre cuáles son las verdaderas prioridades.
El rostro de Tarod no mostró ningún cambio, pero las palabras de Ailind confirmaban las sospechas que él y Yandros compartían desde hacía algún tiempo. No era sorprendente que Ailind tuviera pensamientos similares a los suyos, pero el hecho de que hubiera decidido pasar a la acción sólo podía significar una cosa: el Orden tenía una estrategia planeada.
Sin duda, Ailind no lo admitiría, ni siquiera ahora, pero resultaba evidente; porque nada lo hubiera convencido para tragarse su orgullo y proponer una alianza a menos que tuviera un motivo preciso y urgente.
Sonrió, aunque con cierta ironía.
—Te he subestimado, Ailind —dijo—. Parece ser que por una vez estás dispuesto a poner el sentido común por delante de tus amados principios. Me pregunto: ¿qué ha podido hacerte cambiar así de opinión?
Ailind no picó, pero las comisuras de su boca temblaron.
—Ninguno de los dos puede prestar demasiada atención a los principios en las presentes circunstancias. Nos guste o no, por el momento nuestra actitud debe ser puramente pragmática, y el pragmatismo tiene sus necesidades. Tanto vuestros seguidores como los nuestros deben recibir la lección; si una facción se viera implicada sin la otra, eso sólo serviría para que las diferencias se hicieran más profundas y las cosas fueran a peor. Ninguno de los dos puede influir sobre los seguidores del otro, de manera que, por muy lamentable que sea, debemos cooperar.
Y cooperar —pensó Tarod— para servir al retorcido plan que tú y Aeoris habréis pergeñado para conseguir vuestros propios fines. Pero se guardó sus pensamientos. Ailind no era tonto; debía darse cuenta de que Tarod sabía que existía un motivo ulterior, por lo que no tenía sentido decirlo en voz alta. Aquel acto era tanto en beneficio del Caos como del Orden; porque, si no se cortaba de raíz el conflicto entre los adeptos, pronto se producirían más derramamientos de sangre, y eso no le haría bien a nadie.
Se encontró con la inhumana y dorada mirada de Ailind y dijo, casi con aire descuidado:
—Muy bien. Parece que estamos de acuerdo… y tengo una propuesta. —Ailind pareció sorprendido, y Tarod sonrió—. Dejemos de aparentar que ninguno de los dos esperaba esta reunión, Ailind. Le he estado dando vueltas al problema tanto tiempo como tú, y creo que tengo una solución adecuada. La forma más eficaz de hacer que nuestros amigos mortales recuperen la cordura sería mostrarles directamente a qué clase de adversario tendrán que enfrentarse dentro de poco. Y el modo más sencillo y mejor de hacerlo es utilizando el Laberinto.
El Laberinto era uno de los muchos artefactos del Castillo que Yandros llamaba cínicamente «juguetes perdidos del Círculo». Se encontraba fuera de sus murallas, en la extensión de hierba que cubría el macizo de granito sobre el que se alzaba el Castillo. A todas luces, no era más que un rectángulo de hierba de un verdor y frescura inusuales; de hecho, poseía unas propiedades que los adeptos, en los pacíficos años transcurridos desde los días de juventud de Keridil Toln, habían olvidado cómo usar. Aunque el Laberinto era una creación del Caos, los señores del Orden lo conocían bien, y Ailind pareció divertido.
—Ah, sí —dijo—. Fue motivo de muchas especulaciones y esfuerzos hace poco tiempo, ¿no es cierto? Me parece recordar que algunos adeptos intentaron recuperar sus secretos.
—Lo intentaron, y fracasaron. —Los ojos de Tarod lanzaron un destello—. Han pasado menos de cien años desde que se usaba con normalidad, pero en ese tiempo no sólo han perdido la capacidad de hacerlo funcionar, sino que incluso han perdido todos los documentos referentes a sus funciones.
—Quizás aprendan dos lecciones por el precio de una —observó Ailind—. Muy bien, estoy de acuerdo con tu sugerencia, y recomiendo que escojamos un pequeño grupo compuesto por nuestros seguidores de mayor nivel. Si podemos hacer que comprendan la verdadera naturaleza del peligro, serán capaces de reunir suficiente influencia entre todos ellos para acabar con estas disputas destructivas y mezquinas.
Tarad asintió y sonrió con sombrío humor.
—Éste es un día extraño, Ailind. El Caos y el Orden colaborando.
Ailind se encogió de hombros.
—Como ya he señalado, el pragmatismo impone sus necesidades. A largo plazo, claro, no cambia nada.
—Claro. Si lo hiciera, no seríamos lo que somos.
Intercambiaron una mirada en la que incontables siglos de rivalidad que ninguna mente humana podía esperar comprender quedaron momentánea y devastadoramente encerrados. Entonces, bruscamente, Tarod se puso en pie.
—Haremos que se reúnan aquí. Sugiero mañana por la noche, dos horas antes de que se ponga la segunda luna. El resto de los habitantes estará dormido, de forma que no nos molestará ninguna intromisión.
Ailind calculó mentalmente.
—Para esa hora la usurpadora estará atravesando Hannik… Sí, es una buena elección. Muy bien. —Él también se puso en pie y lanzó una mirada al fuego, que despidió una llamarada y se apagó—. Entonces hasta mañana. Y esperemos que esto produzca el efecto deseado.
Tarod salió del comedor antes que Ailind, y éste permaneció durante algunos minutos junto al fuego apagado, reflexionando acerca de los resultados del encuentro. Su rostro era inescrutable, pero estaba ciertamente satisfecho. Ni por un momento se le había ocurrido que Tarod subestimara sus motivos para sugerir aquella inverosímil alianza; pero lo complacía el hecho de que el señor del Caos no hubiera adivinado su tercer motivo, no expresado, para poner fin a la particular guerra de los adeptos.
Que en el Castillo hubiera facciones fuertemente enfrentadas no se adecuaba a la estrategia del Orden, ya que facciones diferenciadas significaban una gama más amplia de opciones para cualquier individuo que se volviera desafecto para con la causa del Orden. Un individuo así sería el cebo de la trampa que Ailind y Aeoris pensaban tender a Ygorla; y Ailind no quería correr el riesgo de empujar el cebo a los acogedores brazos de los seguidores del Caos. Aquella nueva situación, pensó, cuando se combinara con los estímulos adecuados, serviría perfectamente a su plan…
Los dos señores contaban con sus métodos para alcanzar las mentes de sus siervos humanos, de manera que, en mitad de la siguiente noche, siete personas con ojos legañosos se sorprendieron al verse empujadas a abandonar sus lechos y bajar al comedor. La elección del número siete era una coincidencia, aunque resultaba apropiada en cierto modo. Tarod y Ailind habían acordado que los tres miembros del triunvirato debían ser lógicamente incluidos, pero también se mostraron de acuerdo en que la Matriarca, con su enfoque de sentido común y su rechazo cada vez más decidido a tomar partido por un bando u otro, resultaba neutral. Los seguidores del Orden estaban representados por Tirand, Calvi Alacar y Gant Faran Trynn, un miembro superior del Consejo de Adeptos, maestro con una temida reputación de estricto entre los alumnos. Los elegidos por Tarod eran Karuth, Strann y —para sorpresa de Ailind— Sen Briaray Olvit. Sen ciertamente no destacaba como seguidor del Caos, pero era la clase de hombre capaz de reconocer la verdad cuando se encontraba con ella y capaz de reconocer sus errores; y eso, dijo Tarod arrogantemente, serviría a los propósitos del Caos mucho mejor que la ciega obediencia. No había sido un buen día para el grupo allí reunido. La pelea del día anterior había tenido repercusiones que Tirand vio con rapidez que escapaban a su control. Al parecer, nadie era capaz de ponerse de acuerdo sobre el castigo que debía imponerse a Wilden Kens, y las opiniones encontradas que habían llevado a más discusiones tras el incidente se estaban enconando cada vez más. Ciertos elementos jóvenes y estúpidos se habían inspirado en el ataque de Wilden para dedicarse a llevar a cabo venganzas propias, y, aunque ninguna de las escaramuzas resultó seria, Karuth había estado ocupada curando magulladuras, golpes, ojos morados e incluso un brazo roto porque uno de los niños del Castillo había empujado a otro por una escalera. Los otros miembros del grupo habían tratado de hacer valer su influencia de alguna manera, pero los intentos de hacer recuperar la razón tuvieron escaso efecto, y cada vez se hacía menos caso de las órdenes directas. Así que fue un grupo cansado y desanimado el que respondió a la llamada y se encontró con que los dos dioses estaban esperándolos.
De la manera más breve posible, Ailind les explicó lo que él y Tarod se proponían hacer. Iban a ver de cerca los estragos que Ygorla estaba causando en el mundo mientras viajaba en dirección a la Península de la Estrella, y lo iban a hacer mediante una visita a la provincia de Han utilizando el Laberinto.
Tarod no supo si sentir tristeza o diversión ante la mezcla de asombro y disgusto que vio en los rostros de los adeptos, y con un mínimo rastro de ironía en la voz les explicó el secreto perdido que en vano habían intentado poner al descubierto. El Laberinto, dijo, era un portal; a diferencia de la Puerta del Caos, no era una vía de comunicación entre mundos sino un medio de efectuar pequeños ajustes de espacio y tiempo. En el pasado se había utilizado para situar al Castillo ligeramente desfasado con respecto a las dimensiones normales del mundo, de forma que resultara inaccesible para quienes no supieran atravesar las complejidades del Laberinto. Entrando en el Laberinto guiados por él y por Ailind, podrían ser testigos de lo que en aquel momento sucedía en la ciudad de Hannik. Y lo que vieran, y las noticias que trajeran a sus compañeros, pondría fin de una vez por todas a la mezquina locura que en el presente afectaba al Castillo, tal como lo deseaban ferviente y firmemente los dos dioses.
Los siete mortales escucharon la orden en aturdido silencio. Todos habían abrigado secretas esperanzas de que uno u otro de los dioses intervendría para acabar con los crecientes problemas, pero ninguno había esperado algo semejante; y desde luego no habían esperado ver a Tarod y a Ailind unidos en sus intenciones.
Calvi, con los ojos pesados por la falta de sueño, se atrevió a hacer una pregunta. Se la hizo a Ailind, poniendo especial cuidado en evitar la mirada de Tarod.
—Perdonadme, mi señor, pero debo preguntar: ¿correremos algún peligro?
Ailind enarcó sus pálidas cejas, y su expresión se tornó fría.
—¿Eres un cobarde, Alto Margrave?
Calvi enrojeció, y la Matriarca dijo con cierta brusquedad:
—El Alto Margrave tan sólo ha expresado lo que todos pensamos, mi señor Ailind; pero, a diferencia del resto, no le da vergüenza admitir la verdad. Eso, en mi opinión, es lo contrario a la cobardía.
—Y para responder a tu pregunta, Calvi, no, no existe peligro. —Los ojos de color esmeralda de Tarod se centraron en el joven, quien se vio obligado, muy a su pesar, a devolverle la mirada—. Como he explicado, al usar el Laberinto, nos colocaremos ligeramente separados de la realidad de Hannik. Te parecerá que estamos allí, pero estaremos resguardados y por lo tanto a salvo.
Calvi asintió y luego clavó la vista en el suelo. Tenía un aspecto abatido, como si se encontrara atrapado entre dos enemigos igualmente desagradables, y Strann se preguntó, frunciendo el entrecejo, qué había motivado aquella actitud despectiva y arrogante en Ailind, hacia alguien que era, al fin y al cabo, uno de sus más fieles servidores. Nadie más dijo nada, por lo que Tarod sugirió que, sin perder más tiempo, los siete fueran a ponerse ropas más prácticas y que volvieran a reunirse en el patio. Strann tenía ahora habitación propia, un cuarto pequeño pero bastante acogedor en el mismo pasillo donde se encontraban los aposentos de Karuth, y, cuando salieron juntos del comedor, la cogió del brazo y le susurró al oído:
—¿No has encontrado nada extraño en la forma de comportarse de Ailind con el Alto Margrave?
—¿Extraño? —Karuth lo miró—. No. No hubiera esperado otra cosa de él. Los señores del Orden son fríos como pescados, Strann, y no tienen ninguna consideración con las debilidades humanas.
—De todas formas, ¿no te parece que ha sido un poco… exagerado?
Ella se encogió de hombros.
—Para la norma de Ailind, no. Pobre Calvi… Me alegro de que Shaill lo defendiera. Me habría gustado decir algo, pero no creo que hubiera sido bien recibido.
—Desde luego —asintió Strann—. Tarod lo tiene aterrorizado, ¿no es cierto?
—Y con razón, Strann. —Karuth recordó el primer encuentro de Calvi con Tarod, en el Salón de Mármol, la noche en que ella había llevado a cabo el ritual que había traído al Caos al mundo de los mortales. Calvi había querido intervenir, había intentado protestar ante la presencia de Tarod, y Tarod había acabado perdiendo la paciencia. Karuth nunca sabría qué clase de visión había conjurado en la mente de Calvi, pero aquello había desatado el temor del Alto Margrave, y en igual medida su odio.
Strann, que no conocía los detalles del incidente, dijo:
—Quizá la tenga; no lo sé. De todos modos, me parece que Ailind tiene el propósito de indisponerse con él. Y en las presentes circunstancias eso no tiene mucho sentido.
Casi habían llegado al final de la escalera, y Karuth se detuvo, para dirigirle una mirada inquisitiva.
—¿Qué quieres decir, Strann? —inquirió, con el tono de voz repentinamente alerta—. ¿Qué plan estás concibiendo del que no me has dicho nada?
—No estoy planeando nada —repuso Strann. Su voz, advirtió Karuth, sonaba extraña; había una tensión inexistente un momento antes—. Pero comienzo a preguntarme… y no es más que una intuición, nada más concreto que eso… si no habrá alguien que sí lo está haciendo.
La nieve, la escarcha, y la segunda luna ya baja en el cielo habían convertido la noche en plata. Karuth no fue la única que soltó un suspiro involuntario y pasmado cuando, al salir el grupo por las gigantescas puertas del Castillo, la resplandeciente vista del macizo y la península se extendió ante ellos. Muy abajo, el omnipresente sonido de la marea rugiendo contra las grandes masas de tierra sonaba claro como el cristal en la quietud, pero el mar era un espejo enorme, oscuro y resplandeciente bajo la luz de la luna y de las estrellas, mientras que el cielo constituía un telón de fondo de un negro profundo y aterciopelado.
Karuth sintió que una de las manos de Strann, enfundadas en guantes, se cerraba con fuerza sobre las suyas, mientras que la otra se deslizaba por sus hombros para mantenerla caliente; pero los dos estaban demasiado absortos por la vista nocturna para notar las miradas —rápida e iracunda la de Tirand, resentida la de Calvi— o la ligera sonrisa de Tarod al verlos acercarse todavía más. Ailind ya se les había adelantado. Como su contrario del Caos, no le importaba nada el intenso frío y llevaba ropas muy ligeras, y ahora los esperaba en el lugar donde, en medio de la hierba helada y crujiente, se veía con claridad un rectángulo más oscuro recortado en la explanada.
Al acercarse al Laberinto, Karuth sonrió con ironía.
—Cuando pienso en la cantidad de horas que Arcoro Raeklen Vir y yo pasamos investigando entre los archivos antiguos buscando claves para esto —dijo—, me da vergüenza decir que soy una maga.
Strann enarcó una ceja inquisitiva.
—¿Arcoro qué?
A ella la sorprendió darse cuenta de que se sentía halagada ante la idea de que él pudiera sentir celos.
—Un adepto superior a quien se le ocurrió la idea al mismo tiempo que a mí —contestó; luego su rostro se ensombreció—. Fue uno de los que partió hacia el sur para intentar ayudar a los Margraves en la resistencia contra Ygorla. Desde que se fueron no hemos tenido noticias de ninguno de ellos.
Strann le apretó los dedos.
—Ojalá haga Yandros que pronto estén de regreso en casa sanos y salvos.
No se había percatado de que Tarod podía oírlo, y dio un respingo cuando la voz del señor del Caos le llegó con suavidad desde unos cuantos pasos de distancia.
—Yandros lo haría, Strann, si para él fuera posible. —Se aproximó a ellos y posó suavemente una mano en el brazo de Karuth—. Estamos listos. No será una experiencia agradable, y tal vez algunos se encuentren menos preparados de lo que pensaban. Haz lo que puedas para ayudarlos.
Se alejó para unirse a Ailind, y Karuth lo siguió con la vista. El brazo le cosquilleaba allí donde la habían tocado sus dedos, y sintió una peculiar emoción en su interior, algo entre el miedo y el placer, junto al reconocimiento asombrado de que el señor del Caos le había hecho un gran cumplido. ¿Quiénes, se preguntó, serían los eslabones débiles? Calvi, desde luego, y quizá también Shaill; a pesar de toda su sabiduría y fuerza mundanas, la Matriarca poseía una rara compasión que podía hacerla vulnerable. ¿Y Tirand? Lo miró, de pie, tenso y en actitud un poco desafiante junto a Ailind, como si estuviera decidido a demostrar al mundo su inquebrantable fidelidad. Sí, Tirand era vulnerable. Mucho más de lo que quería hacer creer; más, quizá, de lo que él mismo creía. Karuth no sabía qué hacer para ayudarlo. Pero mujer prevenida valía por dos; al menos lo intentaría si surgía la necesidad.
Ailind se hizo a un lado cuando Tarod se acercó al Laberinto. El señor del Caos no hizo ningún aspaviento, sino que dijo una única palabra en un idioma que había desaparecido del mundo de los mortales hacía un milenio y entró en el rectángulo de hierba oscura. Tirand miró a Ailind como pidiendo permiso; el señor del Orden asintió, y el Sumo Iniciado siguió los pasos de Tarod.
Ambos desaparecieron. Alguien —Karuth sospechó que había sido Calvi, aunque no estaba segura— emitió una pequeña exclamación de asombro, reprimida rápidamente. Sen, con un característico encogimiento de hombros, y lanzando una mirada cargada de ironía por encima del hombro, fue el siguiente, y Gant Faran Trynn fue tras él, con la misma tranquilidad con que entraba en su clase. Los otros —Karuth, Strann, Shaill y Calvi— avanzaron tras ellos y, sin detenerse a pensar, sin atreverse a considerar por un momento qué podía estar aguardándolos, entraron juntos en el rectángulo, seguidos a poca distancia por Ailind.
Ni siquiera las habilidades de bardo de Strann habrían bastado para describir la sensación que se apoderó de todos cuando entraron en el Laberinto. A Karuth le pareció que se movía en siete direcciones distintas a la vez, no todas ellas físicas; los rostros de sus compañeros parecían bailar y oscilar al azar a su alrededor, y sus expresiones de asombro casi resultaban cómicas. Luz brillante, oscura negrura, ruido y silencio, y algo que no era nada de eso y todo a la vez se apoderó de sus sentidos y se sintió consciente, viva, de una manera que nunca antes había experimentado. Desde muy, muy lejos, parecía que la voz de Tirand gritaba: «¡Manteneos juntos! ¡Manteneos juntos!», pero las palabras carecían de sentido y sólo le daban ganas de reír. Entonces, repentinamente, llegó la sensación de atravesar un vórtice enorme y al mismo tiempo claustrofóbico. Lo que la rodeaba se invirtió, volvió a invertirse, y el mundo regresó a la normalidad.
Pero no era el mundo del macizo del Castillo; no se trataba de la belleza tranquila, helada, clara e inmóvil de la Península de la Estrella. Lo primero que hizo que los atolondrados sentidos de Karuth regresaran bruscamente a la realidad fue un olor a humo, acre e infame, que mancillaba el aire nocturno. Luego escuchó el ruido. Tenía dos ingredientes principales. El primero era un sonido horriblemente rítmico, extraño y sobrenatural, como el lento chasquido de aire desplazado en el momento en que muchas alas gigantescas batieran en la noche en terrible unísono. Y el segundo era el griterío agudo, desesperado de una gran multitud, que lanzaba vítores, alabanzas y exclamaciones como si les fuera el alma en ello.
Karuth sintió el contacto físico e inconfundible de unas manos que la sostenían y enderezaban cuando estuvo a punto de perder el equilibrio y caer. El cabello de Strann le rozó el rostro y sintió su aliento en la oreja; con un último tirón la transición quedó acabada, y se encontró de pie, apretujada entre sus compañeros sobre el sólido pavimento de una amplia plaza de ciudad. Caía una fina lluvia, pero no era suficiente para apagar las antorchas que formaban una gran avenida llameante que convertía la noche en una horrible parodia del día. Tampoco podía la lluvia tocar las otras luces, el torbellino deslumbrante de salvajes colores que giraba y danzaba y abrasaba y ardía en el cielo, por encima de la procesión que se dirigía hacia la plaza siguiendo la avenida principal de Hannik.
Karuth vio las diez retorcidas monstruosidades, enjaezadas a pares, que volaban lentamente y con terrible elegancia sobre la calle. Vio el enorme carruaje negro y descubierto, sin ruedas, que iba tras ellas, a metro y medio del suelo, rodeado por una hueste enloquecedora de formas y siluetas imposibles, y escuchó sus ululantes gritos que se elevaban como los aullidos de los condenados por encima de los vítores de la multitud. Balanceándose y avanzando tras el carruaje iban dos carretas con pesados cortinajes negros, empujados por criaturas que pertenecían al reino de las pesadillas. Y, alineadas en la plaza y en la avenida, vio a personas, incontables personas, empapadas por la lluvia, temblando, estremeciéndose, horrorizadas, que caían de rodillas y alzaban los brazos en súplicas histéricas, mientras rendían el homenaje del terror total e impotente al poder sobrenatural que las había esclavizado.
Entonces, como si sus sentidos hubieran sido repentina y sorprendentemente agudizados, y la comprensión se hubiera apoderado de ella, los ojos de Karuth enfocaron con terrible claridad. Veintiún años retrocedieron como si nunca hubieran existido, y, con la completa y desoladora certeza del reconocimiento, su desorbitada mirada se centró en el rostro hermoso, mortífero, que reía de la niña que ella había ayudado a traer al mundo: la hija del Caos y terrible emperatriz, Ygorla.