—Todo está dispuesto. —La joven que se paseaba por el estrado, contemplando satisfecha la sala de audiencias vacía, agitó la cabellera negra como el azabache, con destellos de azul acero, que cayó sobre su perfecta figura. La energía, apenas reprimida, emanaba de ella como una ola de poder psíquico, y se volvió para coger su capa favorita de pieles grises plateadas de donde la había arrojado con descuido, sobre el asiento del gran trono—. Sólo cuatro días. Piénsalo: ¡sólo cuatro días y estaré allí!
Desde el lugar que ocupaba a la sombra de una columna de mármol, Narid-na-Gost observó a su hija con intranquilos ojos de color carmesí. No era frecuente que se aventurara hasta las estancias públicas del palacio de la Isla de Verano; prefería evitar todo contacto con la corte de Ygorla y permanecer encerrado en la aguilera que se había creado en la más alta de las torres. Pero, siendo inminente su partida, aunque a regañadientes, había abandonado por fin su refugio para preparar el largo viaje que les esperaba.
Ygorla se echó la capa sobre los hombros. Inmediatamente, dos enormes y lustrosas figuras negras, medio felino y medio sabueso, se pusieron en pie en las sombras detrás del trono, emitiendo roncos sonidos ansiosos. Ella les hizo un elegante gesto con la mano.
—No, mis mascotas, vosotros no. Os quedaréis aquí ¡y os ocuparéis de que nadie piense en rebelarse durante mi ausencia! —Cuando los monstruos se calmaron, giró sobre sus talones; los ojos azules, enmarcados en un rostro exquisito y en forma de corazón, se concentraron penetrantes en la encorvada forma de su progenitor—. Estás muy callado, padre. ¿No tienes nada que decir?
El demonio se encogió de hombros.
—¿Qué queda por decir que tú no hayas repetido ya una docena de veces? —Su voz sonaba enojada—. Tu excitación es suficiente para ambos. ¿Para qué debería afanarme yo?
Sabía el motivo de su malhumor y se echó a reír.
—¿Todavía tienes dudas, querido padre? Verás las cosas de manera muy distinta cuando lleguemos a la Península de la Estrella, te lo aseguro. Además… —bajó del estrado y paseó tranquilamente hacia él— pareces haber olvidado que tienes tanto que ganar como yo de esta aventura nuestra. Más, si cabe.
No era la primera vez que Narid-na-Gost captaba un atisbo de resentimiento en su tono de voz. No, más que un atisbo, porque recientemente ya no disimulaba tanto su actitud hacia él, y se daba cuenta de que su antiguo ascendiente sobre ella estaba desapareciendo rápidamente. Durante siete años había sido su maestro y su único tutor. Ella lo había respetado y admirado, se había sentido impresionada por su poder y había obedecido cada una de sus palabras. Incluso en los primeros días de su reinado en la Isla de Verano le había rendido el respeto debido y, lo más importante, había estado dispuesta a escucharlo y hacerle caso. Pero, a medida que fue saboreando el poder conseguido y que comenzó a disfrutarlo, la seguridad en sí misma sobrepasó rápidamente cualquier noción de respeto. El demonio no había esperado menos; al fin y al cabo era una criatura de creación suya, y tenerla siempre subordinada a su voluntad no habría servido para los planes que tenía para ambos. Sin embargo, al comenzar a desaparecer su deferencia hacia él, también lo había hecho su respeto. La seguridad se había convertido en arrogancia y, ahora que tenía poder propio, ya no temía la censura de Narid-na-Gost; ni siquiera le daba miedo enfrentarse abiertamente con él. Habían discutido larga y duramente acerca de su plan para desfilar triunfalmente hacia el norte atravesando la tierra en dirección a la Península de la Estrella, y a la postre había sido Narid-na-Gost quien había cedido. Para su disgusto, el demonio había acabado por comprender que no tenía otra elección que capitular, puesto que la actitud de Ygorla había sido clara: iría, con él o sin él, pero iría de todas maneras. Y él no tenía poder para detenerla.
Así que, a pesar de las reticencias de Narid-na-Gost, ahora todo estaba dispuesto, y la negra nave de Ygorla con su tripulación de cadáveres animados zarparía con la marea de la mañana. El demonio no ansiaba aquella perspectiva, aunque nada lo hubiera hecho quedarse atrás, porque no importaba qué le dijera a Ygorla: la atracción de la fortaleza y los medios que le ofrecía para alcanzar la codiciada Puerta del Caos eran demasiado fuertes. Pero se había producido una nueva discusión entre padre e hija sobre la forma en que debía realizarse el viaje a través de las provincias. Narid-na-Gost se mostraba favorable a un viaje secreto, rápido y discreto que cubriera la distancia hasta la Península de la Estrella en el menor tiempo posible, pero Ygorla no quería ni oír hablar de eso. ¿Qué sentido tenía, había preguntado con aspereza, ser la emperatriz del mundo entero si no podía hacer gala de su soberanía ante el mundo? Quería que sus súbditos la vieran; lo que es más, quería que se humillaran ante ella, que la adoraran, que sintieran y comprendieran el terrorífico poder que tenía en sus manos. Y no se contentaría con nada menos que con toda la pompa y esplendor. Al anochecer del presente día, tocarían tierra en Shu-Nhadek, capital de la provincia de Shu, y desde allí serían transportados por tierra, utilizando medios creados por Ygorla, y que se había negado a revelar, entre una procesión de esclavos elementales y humanos. Desde Shu hasta la Tierra Alta del Oeste la gente conocería a su emperatriz, decía Ygorla con júbilo, y aprenderían el verdadero significado de la palabra miedo.
Narid-na-Gost sabía que nada de lo que dijera o hiciera haría cambiar de opinión a su hija. Con razón o sin ella, ahora tenía las de ganar, y el demonio empezaba a darse cuenta de que quizás había cometido un grave error. La observó bajar de un salto el estrado, con la capa plateada flotando alrededor de sus hombros; sus felinos sabuesos ronronearon de aprobación al lado del trono. En la garganta de Ygorla brillaba algo, algo que permanecía casi escondido por los pliegues de sus ropajes de pieles pero que mostraba un atisbo de profunda e intensa luz azul: la gema del alma de un señor del Caos, la gema por la cual Narid-na-Gost había arriesgado su propia existencia para robarla, y que era el talismán de la seguridad de ambos y la piedra angular de su poder. Ygorla la había sacado de su cofrecillo protector y ahora la llevaba colgada del cuello con una cadena dorada, una muestra descarada del desprecio que sentía por cualquier otro poder que quisiera oponérsele. Él le había advertido repetidas veces que no lanzara un desafío tan descarado, argumentando que, aunque habían ganado la primera batalla, la guerra seguía sin decidirse, y que subestimar a Yandros podía ser un error mortal. Ygorla se le rió en las barbas y lo llamó cobarde y estúpido, y así terminó el asunto, porque, una vez más, no tenía el poder para discutir con ella. Y en eso, pensó, residía el núcleo de todo. Había ido demasiado lejos; ella estaba fuera de su control y al tener ahora en su poder la gema robada, tenía tanto las llaves de su ambición como de su seguridad. Durante siete años, ella lo había necesitado más que él a ella. Pero ahora se habían cambiado las tornas, y Narid-na-Gost sabía que su futuro estaba en manos de Ygorla. Se preguntó cuánto tiempo transcurriría antes de que ella también se diera cuenta de la verdad.
No dijo nada cuando Ygorla pasó a su lado en dirección a las puertas de doble hoja en el extremo de la sala. Las puertas se abrieron al acercarse ella —los guardianes demonios estaban perfectamente sintonizados con la voluntad de su dueña— y salió al pasillo.
—Mi litera está preparada —dijo con tono cortante, mirando por encima del hombro a su progenitor—. Voy al puerto para asegurarme de que las órdenes para nuestra partida hayan sido cumplidas debidamente. Zarpamos dentro de una hora, padre. No llegues tarde a bordo. —Luego se giró de nuevo, con un remolino de su cabellera y su capa, y los guardianes retrocedieron un paso respetuosamente mientras cruzaba las puertas principales del palacio.
Desde el principio Ygorla había encontrado sumamente irritante la falta de entusiasmo de Narid-na-Gost ante aquella empresa. Esperaba que él compartiera su ávido deleite ante las perspectivas que ofrecía, que se regocijara en ello, que lo aprovechara al máximo, pero en vez de eso se había visto obligada a escuchar sus quejas, sus críticas sin motivo y sus argumentos de que intentaba hacer demasiadas cosas, demasiado pronto. La noche anterior, en otra de sus peleas, Ygorla había perdido definitivamente los estribos y había bajado de la torre para dirigirse a la sala de audiencias y desahogar su rabia en la desprevenida e impotente corte. Once de sus esclavos humanos padecieron muertes horribles antes de que su furia bajara a un nivel de contención al menos menos mortífera e impredecible, y por fin les había gritado al resto de sus acobardados siervos que salieran, que se marcharan, que la dejaran, y se había quedado sentada contemplando cómo sus felinos sabuesos devoraban los cadáveres, mientras ella planeaba la venganza contra su padre.
Pero la venganza no se había materializado. En vez de eso, de manera típicamente caprichosa, Ygorla decidió de repente no hacer caso de las cobardes quejas de Narid-na-Gost y comportarse como si la última pelea, y todas las demás para el caso, no hubiera ocurrido. Su enfado se apaciguó con su muestra de salvajismo y su sentido del humor volvió con las aterrorizadas reacciones de su corte, y no vio razón para permitir que la amargura de su padre le estropeara el placer que sentía ante la perspectiva de su viaje a la Península de la Estrella y lo que ocurriría después.
Por ello, se había levantado de buen humor para recibir el día de su partida, y, al acercarse a la gran entrada flanqueada por columnas, desechó todos los pensamientos sobre Narid-na-Gost y sus quejas y se concentró con ansia en lo que tenía por delante. Un disgusto nublaba su horizonte, pero era un detalle sin importancia y tan sólo la molestaba superficialmente. Había tenido la esperanza de conjurar un Warp para que la acompañara durante su viaje. Habría sido el toque final perfecto ir montada en su carruaje con el coro de sonidos ululantes resonando a su alrededor como almas condenadas de criaturas inhumanas y las grandes franjas de colores surcando el cielo sobre su cabeza para anunciar su llegada a un acobardado populacho. Pero sus intentos de invocar un Warp habían fracasado, y, tras destruir gran número de elementales en su búsqueda del secreto, reconoció por fin que no podía hacerlo. O, al menos, todavía no. Con el tiempo, pensó. Con el tiempo, y con el control de la Puerta del Caos, y con el dominio sobre otros mundos además de éste, sería un asunto muy distinto.
Salió a la fresca mañana, a la luz del sol que parecía metálica y antinatural, debido a la sombría radiación que caía sobre el palacio. Más sirvientes demoníacos permanecían alineados en la terraza, formando su escolta de honor; tras ellos, hileras de paniaguados la adulaban, haciendo reverencias o aguardando, tal y como se les había dicho, aclamándola al pasar. Su litera, lujosamente adornada, a lomos de cuatro horribles caballos blancos mutantes, estaba lista, con las cortinas de terciopelo azul zafiro recogidas. Ygorla aspiró hondo, absorbiendo la atmósfera, sin importarle lo más mínimo que su esplendor fuera un montaje, alimentado por el terror y no por la alegría. Miró a la estrella de siete puntas, el emblema del Caos del cual se había burlado al engañar con él al mundo, que latía sombríamente sobre las torres del palacio como un presagio. Cuatro días, —pensó—. Sólo cuatro días más. Y entonces, Tirand Lin, ¡veremos si tú y tus hombres del Círculo sois hombres con tripas u hombres de paja!
Al entrar Tarod en el comedor, se escuchó un ruido general de bancos arrastrados y pies en movimiento cuando la gente se puso en pie apresuradamente, en los sitios que ocupaban en las largas mesas. El señor del Caos paseó la mirada por los rostros de los adeptos reunidos para la cena; luego anduvo por el pasillo central en dirección a la chimenea, donde se encontraba sentado Tirand con la Matriarca y con Sen Briaray Olvit.
Tirand se puso en pie al darse cuenta de que era el centro de la atención de Tarod. Su rostro tenía una expresión tensa y agotada, y en sus ojos se advertía una precavida hostilidad. La Matriarca había insistido en llenar su plato de comida, pero casi toda permanecía sin tocar y ya fría; sólo su copa de vino había sido vaciada y vuelta a llenar varias veces. Tarod vio la comida intacta, la botella al lado y, para su propia sorpresa, sintió un leve destello de compasión; pero enseguida éste fue borrado por consideraciones más urgentes. Hizo un breve gesto de cortesía en dirección a Sen y Shaill y habló directamente a Tirand.
—Sumo Iniciado, creo que deberías saber que la usurpadora ha abandonado la Isla de Verano y se dirige hacia el norte.
Los nudillos de Tirand, que con las manos cogía el borde de la mesa, se pusieron blancos.
—Hacia el norte… ¿Viene hacia aquí?
—Sí. No hace falta que preguntes cómo lo sé o si estoy seguro; dalo por hecho.
Tirand estuvo a punto de decir «Dioses…» pero se contuvo rápidamente; ahora nadie utilizaba el viejo juramento, si es que lo recordaban a tiempo. Se humedeció los labios y sostuvo con esfuerzo la mirada de Tarod.
—¿Sabéis cuánto puede tardar en llegar?
—Supongo que cuatro días más o menos. Podría viajar más deprisa si así lo quisiera, pero parece ansiosa por aprovechar al máximo su primera salida al continente.
Tirand frunció el entrecejo.
—Pero no hemos recibido ningún mensaje, ninguna declaración…
—Yo no hubiera esperado otra cosa. Para expresarlo con suavidad, diré que es caprichosa. Es probable que algún tipo de mensajero se presente la víspera de su llegada.
—Sí —asintió Tirand. Sus ojos perdieron concentración y por un instante pareció mental y físicamente paralizado. Después, bruscamente, se enderezó con rigidez—. ¡Debo decírselo a nuestro señor Ailind!
Los labios de Tarod se curvaron en una cínica expresión.
—Creo que descubrirás que ya lo sabe, Sumo Iniciado, pero que ha considerado que no valía la pena informarte. —Hizo una pausa y, transcurridos unos instantes, al ver que Tirand no decía nada, añadió—: Te dejo para que hagas lo que creas conveniente. ¡Oh! Si ves que Ailind no se muestra muy dispuesto a tenerte mejor informado a partir de ahora, tu hermana sabrá casi con toda seguridad dónde encontrarme.
Tirand alzó la cabeza con brusquedad ante aquella última observación, pero Tarod ya se estaba alejando. El Sumo Iniciado cogió su copa y la vació de un trago; luego hizo una rápida reverencia a la Matriarca.
—Por favor, perdonad que os deje tan de repente, Shaill. Debo encontrar enseguida a nuestro señor Ailind… Estoy seguro de que lo comprendéis.
Shaill le lanzó una mirada que, de haber estado Tirand menos preocupado, podría haberlo sorprendido.
—Claro, ve, Tirand, si eso quieres. Pero ¿tiene realmente tanto sentido?
—¿Sentido? —Tirand la miró, asombrado. Sen, que había estado girando un tenedor entre su pulgar e índice, intercambió una mirada con Shaill y movió la cabeza de manera casi imperceptible. La Matriarca lo entendió y dijo:
—No, no tiene importancia. Ve, sí. Me interesará saber qué tiene que decirte el señor Ailind.
El Sumo Iniciado se marchó apresuradamente. Cuando estuvo a una distancia en la que no podía oírlos, Shaill lanzó un profundo suspiro.
—Es joven y sin experiencia, Matriarca —dijo Sen en voz baja.
Ella asintió.
—Lo sé, lo sé. Pero no es sólo eso, ¿verdad?
—Dejadlo en paz un poco más. Debe aceptar esta situación a su manera, igual que hemos de hacerlo todos.
Un destello de humor apareció en la expresión de Shaill, que lo miró penetrantemente.
—¿Qué es esto? ¿El fogoso Sen Briaray Olvit aconsejando precaución? ¡Debes de estar haciéndote viejo, amigo mío!
—Es posible. O quizás estoy aprendiendo algunas lecciones que debería haber descubierto en mi perdida juventud —contestó Sen—. Sea como sea, no creo aconsejable fomentar la disensión.
La Matriarca alzó los ojos para contemplar la escena. Tirand ya había salido por las grandes puertas, pero vio que Tarod seguía en la sala. Los comensales lo observaban mientras avanzaba entre las mesas, y, cuando Shaill vio la mezcla de expresiones en sus rostros, sus sospechas y temores se confirmaron. Entonces comprendió adonde iba Tarod. No había advertido antes un pequeño grupo junto a la ventana, y en particular la presencia de cierto individuo la sorprendió. De manera —pensó— que las corrientes cruzadas han comenzado a fluir, y con más fuerza de lo que esperaba…
Se puso en pie.
—Sen, ¿me perdonarás si te abandono durante unos minutos? Quiero hablar con alguien.
Sen sonrió.
—Desde luego. ¡Siempre y cuando, claro está, que no se trate de una excusa para escapar de mi compañía! —Ella no respondió al chiste, y Sen frunció el entrecejo—. Shaill… —Entonces se dio cuenta de pronto de lo que ella estaba pensando—. Shaill, seguid mi consejo y dejadlo estar.
Shaill lo miró con expresión seria.
—Me gustaría mucho hacer eso. Sen, pero no creo que pueda. No todo va bien. Y creo que no puedo dejarlo estar por más tiempo.
—Strann. Me sorprende verte aquí.
Strann alzó la vista al oír su nombre y palideció.
—Mi señor… —Torpemente se levantó y volcó una jarra. El vino se derramó sobre la mesa, cayó por el borde, y empapó la falda de Karuth antes de que ésta pudiera evitarlo. Tarod contempló los cuatro rostros afligidos y, sin hacer caso del charco que se estaba formando en el suelo, se sentó en un extremo del banco. Inmediatamente, los dos compañeros de Strann y de Karuth —una mujer cuya capa marrón indicaba que era una adepto de tercer nivel y un hombre algunos años más joven— comenzaron a apartarse de la mesa. Sus ojos, advirtió Tarod, mostraban asombro y miedo, pero bajo esas dos emociones había una tercera: reverencia. El señor del Caos les sonrió.
—No os marchéis por mí —les dijo—. Como ya sabe Karuth, no tengo tiempo para formalidades.
El hombre tragó saliva.
—Gracias, mi señor —repuso—, pero no deseamos entrometernos. Sencillamente, estábamos pasando el rato. Con vuestro permiso os desearemos a todos buenas noches y nos iremos. —Miró a Strann y a Karuth—. Gracias por vuestra compañía.
Cogió del brazo a la mujer y ambos se alejaron. Tarod los siguió con la mirada durante unos instantes; luego sus oscuras cejas se enarcaron casi imperceptiblemente.
—Resulta un cambio agradable encontrarse con alguien que tiene un cierto grado de serenidad —comentó—. ¿Quién es?
—Se llama Neryon Vargo —contestó Karuth—. Se graduó como maestro hace unos cuantos años y ha permanecido aquí como tutor.
—Y, si no se anda con un poco más de cuidado —intervino de repente Strann—, ¡corre el riesgo de convertirse en el difunto Neryon Vargo dentro de pocos días!
—¡Strann! —siseó Karuth, y Tarod fijó su inquietante mirada de ojos verdes en el músico. Advirtió enseguida que Strann estaba borracho, lo bastante borracho para perder algunas de sus inhibiciones y con ello decir lo que pensaba incluso delante de un dios.
—¿Qué quieres decir con eso, Strann Narrador de Historias? —inquirió.
El uso deliberado de su antiguo título, aunque no fuera oficial, paró en seco a Strann. Miró a Tarod a los ojos, y se sentó de golpe.
—Perdonadme —se disculpó, controlando la voz con cierta dificultad—. He hablado fuera de lugar.
—Eso no es nada nuevo, por lo que sé de ti. Dime qué querías decir, Strann.
Strann se apoyó en la mesa y entonces se dio cuenta de que había puesto los antebrazos justo sobre el vino derramado. Maldijo por lo bajo, pero la metedura de pata sirvió para despejar el atontamiento del alcohol y cuando, después de escurrir el vino de sus mangas, miró de nuevo a Tarod a los ojos, su expresión y su mente eran más claras.
—Posiblemente estoy exagerando la amenaza, mi señor, pero tengo la desagradable sensación de que dentro de poco habrá problemas en el Castillo —dijo.
—Entiendo. —La expresión de Tarod no se alteró—. ¿Y cómo serán esos problemas, según tú?
Strann mostró una expresión desgraciada.
—Es difícil encontrar la mejor manera de decirlo, pero… bueno, quizá Neryon Vargo y su amiga adepto hayan sido los primeros en hablar con nosotros, pero no son los únicos. Tanto Karuth como yo estamos encontrándonos con gestos amigables. Quieren que yo les cante canciones y les cuente historias, y quieren hacerle a Karuth un montón de preguntas. No abiertamente, desde luego; todavía son muy cautelosos. Al fin y al cabo, sólo han transcurrido tres días desde… bueno, desde…
—¿Desde que mi llegada les dio la libertad para escoger a quién adoraban?
—Eso, sí… pero hay más. Ahora que la gente ha tenido algo de tiempo para pensar con claridad, cada vez son más los que empiezan a sentir que fueron engañados por Ailind, y que se resienten por ello. No confían en él, y… ya he dicho esto antes delante de Karuth, por lo que lo diré otra vez… no confían en quienes lo apoyan, incluido el Sumo Iniciado. Creen que el Caos ha actuado de manera más honorable que el Orden, y están dispuestos a decirlo.
Dos jóvenes pasaron junto a su mesa en aquel instante. Tenían el aspecto de haber bebido demasiado vino, y uno se apoyaba pesadamente sobre el hombro del otro, mientras se dirigían hacia las puertas con paso vacilante. Estaban demasiado ocupados con el problema de mantenerse en pie, de forma que ni siquiera advirtieron la presencia de Tarod. Karuth los vio pasar tambaleándose; luego se inclinó hacia adelante y habló ansiosamente, sin abandonar el tono quedo de voz.
—Ha habido peleas entre los estudiantes, mi señor Tarod. Se están formando facciones, y un par de los choques han sido ya lo suficientemente importantes como para hacer necesarias medidas disciplinarias. Hasta el momento sólo han sido palabras duras y algún puñetazo, pero, si los ánimos siguen soliviantándose, pronto podría ser peor.
Tarod asintió. Karuth y Strann no hacían más que confirmar las señales que había advertido durante los dos últimos días. La mayoría del Círculo seguía apoyando a Tirand, y los adeptos más conservadores seguirían haciéndolo, aunque sólo fuera porque creían que el deber los obligaba a tomar partido por su Sumo Iniciado y sostener sus decisiones como un asunto de principio. Pero las voces disidentes crecían en número y en volumen, y, a medida que la gente se iba dando cuenta de que los poderes del Orden y del Caos estaban igualados dentro del Castillo y que ninguno llevaba ventaja, las hostilidades entre ambos bandos comenzaban a mostrarse más públicamente. Tarod había escuchado discusiones entre criados, estudiantes y adeptos, había sentido cómo se iba cargando la atmósfera dentro de los muros del Castillo, haciéndose más tensa con cada hora que transcurría, y no pudo evitar un suspiro ante la estupidez de los mortales. ¿Es que no tenían bastante con la amenaza que representaba la usurpadora? ¿Debían buscar también motivos para pelearse entre ellos, en vez de intentar resolver sus diferencias o al menos aprender a aceptarlas y sobrellevarlas?
—Strann ya predijo esto —dijo Karuth—. Pero nunca imaginamos que ocurriría con tanta rapidez, o que las opiniones y actitudes de la gente se volverían tan enconadas.
—La tensión está en la raíz de todo —añadió sombríamente Strann—. El estar a la espera de alguna palabra del sur, o de noticias de cualquiera de las provincias está atacando los nervios de la gente. Es como un gas peligroso que se estuviera concentrando en una mina; si no encuentra salida por donde escapar, entonces, antes de que pase mucho tiempo, bastará con una chispa para provocar una explosión.
—Lo has expresado con exactitud y sucintamente, Strann —dijo Tarod—. Es una lástima que no puedas usar tu elocuencia para convencer a unos cuantos de los no convertidos.
Desde el otro lado de la mesa, Strann lo miró con ironía.
—Estoy apurando mi suerte ya por el solo hecho de mostrar mi cara en esta sala, mi señor. Únicamente el saber que estoy bajo vuestra protección me permite esta clase de libertad pública; si intentara tomarme alguna libertad más, muy pronto me echarían con cajas destempladas. —Frunció el entrecejo—. Eso es lo que más me irrita. Deberían darse cuenta de que estas disputas los distraen de la verdadera amenaza, ¡y deberían ver el riesgo que corren al permitir que esto siga así!
—No cuentes demasiado con eso —repuso Tarod—. Recuerda que para ellos Ygorla todavía representa poco más que un nombre. Pueden haber sido receptores de unas cuantas pequeñas demostraciones desagradables de su poder, pero todavía no lo han experimentado de primera mano. En eso, Strann, les llevas ventaja, o quizá debería decir desventaja.
A Strann lo sorprendió ver comprensión y compasión en los verdes ojos de Tarod y su rostro enrojeció ligeramente.
—Bueno, sí…, supongo que es cierto… aunque, incluso si lograra convencerlos para que me escucharan, dudo que un relato de mis experiencias los hiciera cambiar. Como decís, para ellos Ygorla es todavía algo demasiado remoto.
—Si al menos… —empezó a decir Karuth, pero se vio interrumpida por un súbito ruido procedente del exterior de la sala, un ruido audible aun por encima del murmullo general de las conversaciones y el entrechocar de platos y cubiertos: un golpe, como si algo o alguien hubiera caído pesadamente, seguido por voces que gritaban. El instinto médico ante los problemas se apoderó de ella, y ya estaba poniéndose en pie cuando un grito en el que se mezclaban la desesperación y la ira justificada llegó a través de las puertas entreabiertas.
—¡Basta ya! ¡Wilden, suelta eso y deja de comportarte como un loco estúpido!
—Oh, no… —Karuth salió de detrás de la mesa, sin hacer caso de Strann, que intentó retenerla. Otros en el comedor también lo habían advertido; varios hombres se dirigían a las puertas, y la Matriarca, a medio camino de la mesa en la que se hallaban Tarod y sus acompañantes, se paró en seco.
De pronto, desde fuera, se escuchó un gemido de dolor, y un rostro con los ojos desorbitados se asomó a la puerta.
—Por todos los dioses, ¿dónde está el Sumo Iniciado? Y un médico, ¡rápido, rápido!
Strann gritó una advertencia:
—¡Karuth!
—¡Espera aquí! —se limitó a contestar ella, y echó a correr. Shaill se unió a ella, y juntas salieron corriendo detrás de los tres hombres.
Al salir del comedor, Karuth se paró y lanzó un juramento de horror. En el suelo del amplio pasillo, un joven estaba de rodillas, tosiendo, con las manos cogidas al estómago mientras la sangre escapaba en un torrente brillante entre sus dedos. Se estaba formando rápidamente una mancha carmesí en el suelo que casi llegaba a los pies de otro joven que con la boca abierta y el pecho subiendo y bajando por la agitada respiración, esgrimía un cuchillo de hoja tremendamente larga en una mano. Ya se había reunido una pequeña multitud, incluyendo a dos mayordomos del Castillo. Uno hizo ademán de acercársele, pero el joven lanzó un tajo salvaje que obligó al mayordomo a retroceder.
—¡No! —La rabia y el alcohol entorpecían el habla del joven—. Dejadlo que muera, ¡dejadlo que se desangre y pierda su asquerosa vida! —Trastabilleó, y otro descontrolado tajo de la hoja por poco alcanzó a dos adeptos desprevenidos—. Es una basura; ¡es un mentiroso, un traidor! —Borracho, dirigió una mirada despreciativa al gentío que lo rodeaba—. Igual que todos vosotros…, todos adulando y halagando a esa basura que se hace llamar señor del Orden. ¡Yo os enseñaré! Yo os enseñaré… —Hizo un esfuerzo para coger la empuñadura del cuchillo con ambas manos, no lo consiguió y dio unos cuantos pasos vacilantes antes de lograr recuperar el equilibrio. Balanceándose, alzó la hoja por encima de su cabeza—. ¡Caos! ¡Yandros del Caos!
Shaill aferró con fuerza el brazo de Karuth.
—Dulces dioses, Karuth, ¡está tan borracho que está fuera de sí! —Miró con rapidez por encima del hombro, y alzó la voz—. ¡Que alguien vaya corriendo a buscar al Sumo Iniciado! ¡Deprisa!
Karuth pensó que, aunque encontraran a Tirand a tiempo, era poco probable que pudiera hacer algo. Había reconocido ya al joven borracho del cuchillo; era uno de los dos que habían pasado dando tumbos delante de su mesa tan sólo hacía unos minutos. Wilden Kens, así se llamaba; estudiante de segundo curso, un idealista fogoso y arrogante, demasiado joven para haber aprendido a beber. No podía imaginar cómo, en nombre de los Siete Infiernos, se le había permitido ir por ahí con aquel cuchillo. Aunque no supiera esgrimirlo, en su presente estado era un mortífero adversario; hasta los espadachines más expertos del Castillo podrían resultar muertos si intentaban reducirlo. Y había que sacar de allí deprisa a su víctima, o se desangraría hasta morir.
Karuth se soltó de Shaill, se abrió paso entre un mayordomo y un adepto, demasiado sorprendidos para poder detenerla a tiempo, y salió al círculo formado por los espectadores.
—¡Wilden Kens!
El joven parpadeó, vaciló, y luego la reconoció. En su rostro apareció una enorme y tonta sonrisa de orgullo.
—Da… dama Karuth… —Hipó en la segunda sílaba de su nombre—. ¿Veis lo que he hecho? Dijo que éramos demonios. «Todos los seguidores del Caos son demonios, y Karuth Piadar es una prostituta», dijo, y… y… ya veis, yo os defendí, ¡defendí vuestro honor! —Movió el cuchillo, obligándola a retroceder—. ¡Yandros! ¡Yandros!
—Suelta ese cuchillo, Wilden —la voz de Karuth sonaba controlada, pero una negra furia pugnaba por salir a la superficie—. Suéltalo, ahora.
Él sacudió la cabeza tozudamente.
—N… no. Él tiene que morir. Debe hacerlo.
—Wilden, no te lo repetiré. —Lentamente, Karuth se le acercó, con los ojos fijos en la mano que sostenía el cuchillo y un brazo extendido—. Obedéceme, Wilden. Ya te has metido en un buen lío; no empeores las cosas.
Ahora había ya una multitud considerable en el pasillo, a medida que más y más gente salía del comedor para investigar todo aquel barullo. Strann se había abierto paso entre la gente con un juicioso uso de los codos y los tacones; cuando vio a Karuth acercarse a Wilden, sola y sin protección, lo que había comenzado como una sensación de inquietud se desbordó en pánico.
—¡Karuth! —gritó—. ¡Karuth, no intentes agarrarlo! —Comenzó a empujar con todas sus fuerzas, en un intento de pasar entre los apretados cuerpos que se interponían y alcanzarla; pero, antes de que pudiera dar un paso, alguien se acercó por detrás de él. La multitud se apartó como si fueran tallos de maíz ante la guadaña del cosechador, y Tarod entró en el círculo con unos ojos que eran como la muerte y un aura negra ardiendo en torno a su figura. Hizo un único gesto, y el cuchillo que sostenía Wilden se puso al rojo, luego al rojo blanco, antes de desintegrarse en una lluvia de fragmentos fundidos. Mientras Wilden gritaba, cerrando los dedos quemados, Tarod alargó su brazo izquierdo y le propinó un bofetón poderoso pero totalmente físico con el dorso de la mano, que hizo que el joven saliera dando vueltas y fuera a caer al suelo.
—¡Niño estúpido, ignorante y sin cerebro! —La voz del señor del Caos resonó en el pasillo con tal veneno que los que la escucharon se encogieron—. ¿Es que tienes menos inteligencia que un gusano?
Wilden Kens comenzó a llorar; entonces su estómago se encogió y vomitó sobre las losas del suelo los resultados de lo que había bebido aquella velada. Tarod lo miró un instante más mientras el aura negra se desvanecía; luego se apartó con un gesto de desprecio.
Y se encontró de cara con Ailind, Tirand y Sanquar.
Por pura casualidad, todos habían llegado a la vez. En la agitación primera de la urgencia, poca gente advirtió que Karuth se encontraba en el comedor, de forma que, al pedir un médico, un mensajero salió corriendo hacia la enfermería, donde por fortuna Sanquar se hallaba atendiendo a un paciente de última hora. A Tirand lo encontraron en los aposentos de Ailind, en el ala este, y el señor del Orden acompañó al Sumo Iniciado cuando éste se dirigió a toda prisa hacia el comedor. Se encontraron con una multitud que parecía congelada en un retablo, debido a la violenta intervención de Tarod, y al menos para Tirand y Sanquar, la escena tuvo un impacto significativo e inmediato, porque Strann había alcanzado por fin a Karuth y la abrazaba estrechamente, en un gesto al que el alivio añadía una dimensión extra. Sanquar miró a Strann con amarga comprensión. Tirand con odio. Entonces el Sumo Iniciado dijo en tono brusco:
—En nombre de todos los demonios creados, ¿qué ha ocurrido aquí?
La pregunta formulada con violencia rompió el hechizo, y Karuth dejó a Strann para ir corriendo junto al estudiante herido, que se había derrumbado boca abajo.
—¡Sanquar! —Alzó con una mano el cuerpo del joven, mientras pasaba la otra por debajo del torso—. Es una herida de cuchillo en el estómago; ¡se está desangrando! Trae tu bolsa…
Sus palabras se cortaron. No había herida. La sangre seguía formando un pegajoso charco en el suelo, pero sus dedos, al explorar, sólo encontraron el tejido intacto de la camisa del joven, sin el menor rastro de un corte. Confusa y aturdida, alzó la vista. Tarod le sonrió y se encogió de hombros.
—Es una víctima inocente. ¿Por qué habría de sufrir por la estupidez de un loco? Ahora dormirá unas cuantas horas, y mañana estará como nuevo.
Un tumulto de voces comenzó a extenderse cuando varios testigos intentaron que su versión de lo ocurrido se escuchara por encima de las demás. Bajo la dirección de Sanquar, se llevaron al joven dormido para acostarlo, y un mayordomo y dos adeptos se hicieron cargo de Wilden Kens, que, bajo los efectos combinados de su borrachera y el ataque de Tarod, apenas mantenía la conciencia. Mientras los criados se ponían a limpiar el suelo, Tirand gritó pidiendo silencio. Cuando se apagaron las voces, paseó la vista por la multitud, y volvió a pedir que le contaran todo lo sucedido.
La verdad se parecía mucho a lo que Strann y Karuth habían sospechado. Al salir del comedor tras pasar la velada bebiendo, Wilden Kens, llevado a un estado de agresiva fanfarronería, se enzarzó en una pelea con un compañero de estudios al que encontró en el pasillo y de quien sabía que era un creyente del Orden. Lo que comenzó como un duelo verbal se convirtió bien pronto en violencia física, y Wilden sacó el cuchillo y apuñaló a su contrincante, con toda la intención, como corroboraron tres testigos distintos, de matarlo.
Tarod y Ailind se mantenían a distancia de aquel tumulto, y Tirand se vio en apuros para mantener el orden cuando todos quisieron intervenir ofreciendo detalles, observaciones y opiniones. Pronto quedó claro que, aunque todos condenaban el comportamiento de Wilden Kens, algunos comprendían muy bien su actitud. Poco a poco, la discusión se fue volviendo acalorada. Karuth sintió que una mano se cerraba sobre su brazo y, al volverse, vio a Strann a su lado.
—Vámonos —dijo Strann en voz baja—. No podemos hacer nada más, y yo, al menos, no quiero verme envuelto en otra pelea.
Karuth supo que tenía razón; sumar su voz a las que ahora pugnaban por ser escuchadas tan sólo complicaría más las cosas. Dejó que Strann la condujera de vuelta al comedor. Tarod los vio marchar, pero no hizo ningún comentario ni intentó detenerlos.
En el comedor, ahora vacío, regresaron a su mesa, y Strann llenó de nuevo sus copas de vino. Karuth escuchó durante unos instantes la algarabía de voces; luego sus grises ojos se encontraron con los de Strann, que mostraban dolor.
—¿Es que no se dan cuenta, Strann? ¿No se dan cuenta de que no hacen más que seguir allí donde lo dejó Wilden?
Strann no quería volver sobre el tema y, además, le bastaba con mirarla a la cara para saber que la pregunta no necesitaba respuesta. Cogió su copa.
—Voy a emborracharme —dijo llanamente—. Y te sugiero fervientemente que hagas lo mismo.
Karuth titubeó.
—Sí —asintió al fin—. Sí, creo que tienes razón, Strann. Por el momento, es la única opción que parece tener algún sentido.