Al salir por la puerta principal, Tarod se dio cuenta de que era el centro de atención, tanto abierta como disimulada; descendió los escalones y cruzó el patio cubierto de nieve en dirección a la biblioteca. El día era tan gris que en muchas de las ventanas del Castillo ya brillaban luces, y a la visión sobrenatural del señor del Caos no se le escaparon las sombras reveladoras de figuras que observaban desde varias troneras. Había también varias personas en el patio, la mayoría criados realizando faenas o estudiantes que afrontaban el frío para estirar las piernas; al pasar él se paraban, y sus miradas lo seguían en silencio, aunque ésa era la única señal de reconocimiento. Tarod no hizo caso del escrutinio, pero tampoco fue del todo indiferente a él. De hecho, lo divertía en más de un sentido porque le traía recuerdos de otra época —otra era para los baremos de aquel mundo— cuando también había sido el centro de atención del Castillo. Además, existían paralelismos en el motivo de la curiosidad. De nuevo, el Caos era motivo de miedo y desconfianza para el Círculo, como lo había sido antes del Equilibrio, durante los siglos en que los dioses del Orden gobernaban sin oposición. De nuevo era el único avatar del Caos en el mundo de los mortales y de nuevo se enfrentaba al Sumo Iniciado. Resultaba irónico cómo se repetía la historia; aunque Tarod se recordó que cualquier comparación entre Tirand y el antiguo enemigo del Caos, Keridil Toln, era injusta. Prácticamente, lo único que tenían en común, pensó, era que ambos poseían una inflexible tozudez. Sin embargo, Keridil podía templar su tozudez con una pizca de sabiduría, o al menos de pragmatismo, y también poseía la suficiente seguridad en sí mismo como para saber y admitir que su juicio no era infalible; una cualidad que, desde luego, Tirand no parecía compartir.
Bueno, pensó Tarod, que así fuera. Esta vez no existían los viejos lazos de la amistad que había forjado con Keridil y que habían complicado el asunto, por lo que podía prescindir de consideraciones acerca de la seguridad o el futuro de Tirand Lin. Si el Sumo Iniciado había decidido enfrentarse al Caos, el Caos reaccionaría de manera adecuada, y Tirand no podía esperar cuartel si el asunto llegaba a un enfrentamiento abierto. Yandros se había burlado a menudo de Tarod diciendo que, al probar la vida de los mortales un siglo antes, se había llenado de comprensión de la naturaleza humana y compasión por ella. Verdad o no —y Tarod no creía ni por un instante que lo fuera— no iba a permitir que ese tipo de consideraciones entorpecieran ahora su camino.
Llegó a la pequeña puerta que conducía a los sótanos de la biblioteca y comenzó a bajar por la escalera de caracol. Cada piedra del Castillo le resultaba familiar, y cada pequeño detalle le servía para agudizar aún más los recuerdos: un escalón traicioneramente gastado y mellado que cien años después todavía no había sido reparado; una sección de la pared por donde siempre se colaba la humedad, desprendiendo un olor a moho; otro lugar (sus dedos pasaron por encima del contorno) donde un estudiante muerto hacía mucho tiempo grabó sus iniciales en un gesto de desafío. Cosas triviales, ecos de antiguas vidas, tiempos pasados… Una sonrisa rápida e irónica apareció en la boca de Tarod al darse cuenta de que corría peligro de caer víctima del sentimentalismo. Yandros lo habría encontrado divertido. Su sonrisa cesó bruscamente al acercarse al final de la escalera y aparecer ante su vista la puerta de la biblioteca. Los recuerdos eran un lujo que podría permitirse en otra ocasión; tenía una labor mucho más inmediata de la que ocuparse.
En su franco discurso a los adeptos reunidos en la sala del Consejo, Tarod había omitido de forma deliberada un hecho importante. Le había contado al Círculo los planes que la usurpadora y su progenitor habían pergeñado para dominar su mundo, pero el Caos sabía que Narid-na-Gost no se contentaría con controlar únicamente el mundo de los mortales. Tenía mayores ambiciones; y la llave más poderosa para alcanzar dichas ambiciones se encontraba aquí, en los cimientos del Castillo.
Tarod y sus hermanos se daban perfecta cuenta de que muchas de las peculiares propiedades del Castillo eran un libro cerrado para los hombres y mujeres del Círculo. Algunas, como el Laberinto, no habían caído en desuso hasta años recientes, pero, incluso así, el lapso de tiempo había sido lo suficientemente largo para que se degradaran o fueran olvidadas. Otras llevaban inactivas mucho más tiempo, desde una época muy anterior a la formación del Círculo, de la Hermandad o de los Margraviatos, cuando el Caos había reinado sin trabas en el mundo mortal y otra raza de magos, con poderes inimaginables para el Círculo, habían hecho de la Península de la Estrella su fortaleza. Aquellos antiguos adeptos habían muerto hacía mucho tiempo, y su tipo de magia había desaparecido con el regreso de los seguidores del Orden al mundo; sus conocimientos y capacidades habían sido borrados de los anales de la historia, y con ellos se enterraron muchos secretos del Castillo. Pero ayer, por vez primera en muchos siglos, uno de los más importantes de dichos secretos había sido despertado de su largo letargo: la Puerta del Caos funcionaba de nuevo, y aquélla era el arma definitiva que Narid-na-Gost ansiaba controlar.
A Tarod no le cabía duda de que el demonio conocía la Puerta y sus propiedades. Narid-na-Gost era del Caos, y, aunque la Puerta había permanecido cerrada durante edades incontables, su existencia y su funcionamiento no habían sido olvidados en el dominio de los dioses. Sus poderes eran mucho más complejos e importantes de lo que Tarod le había dicho a Karuth, por lo que, si el control de dichos poderes cayera en manos de Narid-na-Gost, significaría el desastre, no sólo para el mundo de los mortales sino también para los señores del Caos. Pero ahora Narid-na-Gost no era la única amenaza potencial. Aunque el principal propósito de la Puerta era proporcionar un portal entre el mundo del Caos y el mundo de los hombres, también podía utilizarse para llegar a otros dominios; y, ahora que de nuevo estaba en funcionamiento tras siglos de letargo, existían muchas probabilidades de que el Círculo, con la activa connivencia de Ailind, intentara utilizarla para sus propios fines. Tarod tenía el propósito de impedir que sucediera semejante cosa.
La biblioteca se encontraba desierta, como ya sabía. Las antorchas estaban apagadas en sus soportes y el techo abovedado mostraba una negrura total, pero Tarod no necesitaba luz y se abrió paso hasta la puerta baja, casi escondida entre las estanterías, que llevaba al Salón de Mármol. De nuevo la sensación de familiaridad se apoderó de él cuando echó a andar por el estrecho pasillo que descendía, y por fin el suave resplandor gris plateado de la puerta del Salón comenzó a filtrarse por el pasillo. Pero entonces, de pronto, algo se interpuso, interrumpiendo su ensoñación y poniéndolo alerta.
Alguien había llegado al Salón antes que él. No era Ailind, pues habría notado la presencia del señor del Orden mucho antes. Pero había alguien… Al acercarse a la puerta de plata, Tarod aminoró el paso y concentró su atención hasta reconocer al intruso. Sonrió. Claro, era lógico. Hasta podía creer que el Sumo Iniciado había actuado por propia voluntad y no siguiendo los deseos de su amo…
La puerta se abrió ante Tarod sin hacer ruido, y entró en el Salón de Mármol. Incluso a través de las neblinas cambiantes de colores pastel, vio a Tirand enseguida. El Sumo Iniciado se encontraba al borde del círculo negro, en el centro del suelo de mosaico, contemplándolo, como si quisiera arrancarle sus secretos. Su figura, encorvada y tensa, era la imagen de una sombría y casi desesperada concentración, y Tarod, por un instante, estuvo a punto de compadecerse de él, porque, desde luego, no podía culpar a Tirand por su diligencia y devoción por lo que creía era su deber. Sin embargo, el sentimiento se fue tan rápido como había venido, y el señor del Caos dejó que sus pasos se hicieran audibles mientras atravesaba el mosaico en dirección al joven.
Tirand alzó la cabeza con rapidez y se dio la vuelta. Su boca se abrió para lanzar una reprimenda a quienquiera que hubiera cometido la temeridad de interrumpirlo; entonces vio quién era el intruso.
Tarod hizo un gesto de saludo.
—Sumo Iniciado, veo que perder el tiempo no es lo tuyo.
El miedo, el resentimiento y la inseguridad se mezclaron en la expresión de Tirand, pero uniéndolo todo había un algo de desafío.
—Creo, mi señor Tarod, que sería indigno de mi cargo si siguiera otro curso —respondió con rígida formalidad. Su mirada se posó un instante en la puerta; Tarod sabía lo que estaba pensando e hizo un gesto de indiferencia.
—Puedes quedarte o marcharte, Tirand, como quieras. Tienes perfecto derecho a estar aquí, y tu presencia no afecta en modo alguno lo que tengo que hacer. —Se acercó también al borde del círculo negro, y sus ojos lanzaron un destello de malicioso humor—. Aunque debo confesar que no alcanzo a ver qué esperas aprender si te limitas únicamente a contemplar la Puerta. ¿O tenías pensada otra cosa?
Tirand se ruborizó y no respondió. Tarod paseó lentamente alrededor del perímetro del círculo.
—Si tú y Ailind albergáis esperanzas de usar la Puerta para ventaja del Orden, os aconsejo fervientemente que lo olvidéis —le advirtió—. Imagino que no tengo que recordarte que ésta es una fuerza poderosa, y que entrometerse sin entender sus propiedades podría tener desgraciadas consecuencias.
El Sumo Iniciado se puso todavía más colorado.
—El Círculo no necesita ninguno de los artefactos del Caos —dijo a la defensiva.
—Me alegra saberlo —repuso Tarod con tono sarcástico—. Y doy por supuesto que el desagrado que te producimos te impedirá dar rienda suelta a tu curiosidad en el futuro. —Hizo una pausa—. No tengo nada personal contra ti, Tirand, por mucho que tus amos quieran hacerte creer otra cosa. Para ser franco, me eres indiferente, y probablemente eso está bien. Pero te advierto, por tu propio interés, que no intentes vencerme y no intentes imponer tu voluntad y tus prejuicios a aquellos que no compartan tu distorsionada visión del Caos.
Tirand lo miró.
—Haré lo que considere mi deber, mi señor Tarod. Ni más ni menos.
De nuevo aquella vena tozuda, pensó Tarod.
—Estoy seguro de que así será —dijo en voz alta—. Sólo pon cuidado en saber hasta dónde llega tu jurisdicción. Y no olvides que, al menos en un aspecto, luchamos en el mismo bando, te guste o no. Creo que eres lo bastante inteligente para tener eso en cuenta en los días venideros. No me falles.
Tirand siguió mirándolo durante unos segundos. Luego hizo una brusca reverencia, giró sobre los talones y salió del Salón.
Tarod lo observó hasta que la puerta de plata se cerró en silencio tras el Sumo Iniciado; luego suspiró y volvió a fijar su atención en el círculo negro. Las comparaciones eran injustas, pero de nuevo no podía evitar trazar paralelismos entre Tirand y Keridil Toln y encontraba que Tirand, tristemente, no estaba a la altura. Keridil nunca había sido amigo del Caos pero, cuando se estableció el Equilibrio, juró defender el derecho de sus semejantes a elegir sus lealtades siguiendo los dictados de sus conciencias. Había mantenido aquel juramento durante sesenta años, y su sucesor, Chiro Piadar Lin, había seguido fielmente su ejemplo. Pero Tirand… ¿Era necedad, se preguntó Tarod, o ciega arrogancia lo que lo hacía ir en contra de precedentes establecidos por hombres mejores e intentar que el mundo diera un vuelco? Tirand no era un idealista en el sentido clásico de la palabra. No tenía una misión, ni una meta brillante, ni la chispa ardiente del verdadero reformista. De hecho, si hubiera poseído esas cualidades, el Caos habría estado mucho mejor dispuesto hacia él. Era, sencillamente, un hombre parcial, y los acontecimientos recientes habían alimentado su parcialidad hasta el punto de que se había engañado creyendo que la suya era la única sabiduría y que dicha sabiduría debía ser impuesta al mundo, tanto si el mundo lo quería como si no.
Y, detrás de los prejuicios de Tirand, se encontraba la mano exangüe y opresiva de Aeoris del Orden…
Tarod se sintió inundado por una ola de desprecio, y por un instante un aura oscura cobró vida alrededor de su cuerpo, antes de que la controlara.
Aeoris, siempre Aeoris. Nunca había aceptado la derrota del Orden durante los turbulentos tiempos del siglo pasado, y, desde el día de la gran batalla entre los dioses, había esperado, como una serpiente aletargada pero vigilante, una oportunidad para atacar al Caos y recuperar su antigua ascendencia sobre el mundo de los mortales. Aeoris quería todo o nada; para él no podía haber medias tintas, y a sus ojos la guerra no había terminado, ni mucho menos, y no terminaría hasta que uno u otro bando fuera totalmente aplastado. Ahora que el Caos se veía comprometido por la traición de una de sus propias creaciones, había aprovechado la oportunidad para influir en el Círculo mediante su débil e inexperto líder y sembrar las semillas de una estrategia destinada a terminar con el Equilibrio sin remedio. No podía culparse a Tirand. Sus únicos defectos verdaderos eran su credulidad y la falta de seguridad en sí mismo, que lo hacían estar demasiado dispuesto a capitular ante un poder mayor. Si el Sumo Iniciado supiera la verdad, pensó con malignidad Tarod, su punto de vista podría cambiar. A los señores del Orden no les importaban los estragos que Ygorla y su progenitor causaran en el mundo de los mortales; sólo querían utilizar la situación contra su antiguo enemigo, el Caos. Pero intentar convencer de eso a Tirand sería inútil. Ailind, y a través de él Aeoris, ya se había ganado la inquebrantable confianza del Sumo Iniciado, y, dadas las restricciones del pacto creado por el Caos, Tarod nada podía hacer para cambiar las cosas.
Miró de nuevo en dirección a la puerta de plata, y su mente registró el hecho de que Tirand había dejado la biblioteca y se encaminaba a sus aposentos. Volvió su atención al círculo, concentró su voluntad y alzó la mano izquierda, con la palma hacia afuera. Las pálidas neblinas del Salón se estremecieron. Una columna de oscuridad se materializó sobre el círculo, y dentro de la oscuridad, apenas visible, apareció el contorno espectral de una gran puerta negra. El portal continuaba abierto, desde que Karuth había realizado el Parlamento de la Vía que lo había arrancado del letargo; y, más allá de su masa oscura, colores y formas innombrables se movían en el vacío interdimensional. De nuevo, Tarod hizo un gesto con la mano izquierda, describiendo un arco en el aire. Un halo gélido y verduzco comenzó a brillar en torno a la puerta, con diminutos puntos de luz chispeante semejantes a fragmentos de mica en la roca. Se produjo una distorsión de la perspectiva, como si un reflejo en aguas tranquilas se hubiera agitado de pronto, y el aire cercano a la columna se estremeció brevemente, sugiriendo que algo había emitido una nota muy por debajo del espectro audible. Cuando cesó el estremecimiento, la perspectiva volvió a estabilizarse y, en el interior de la columna, la puerta estaba cerrada.
La imagen se fue desvaneciendo lentamente hasta que tanto ella como el halo pálido ya no fueron visibles. Satisfecho, Tarod bajó la mano, y la columna de oscuridad desapareció también, dejando sólo el círculo, ahora inactivo, en el mosaico del suelo circundante. La verdad era, como sabía Tarod, que cerrar la Puerta del Caos tenía poco valor práctico como medida de precaución, porque cualquiera que quisiera tantear los secretos de la Puerta no tenía más que repetir el ritual de Karuth del día anterior para volver a activarla. Sin embargo, a pesar de la incursión de Tirand al Salón, Tarod creía que no se realizaría ningún intento serio de usar la Puerta, y el nexo que ahora había establecido con ella le garantizaba que advertiría inmediatamente cualquier intento de manipularla. Por ahora, al menos hasta la llegada de la usurpadora y su progenitor, eso sería suficiente.
Miró pensativo durante largo rato el Salón, viendo en sus dimensiones más de lo que cualquier ojo mortal podría ver. Luego dio la espalda al círculo negro en el suelo de mosaico y a las siete estatuas de los dioses, que se alzaban en las pálidas neblinas en movimiento, y se dirigió hacia la puerta de plata.
—Lo siento, Karuth. —Sanquar, su ayudante y segundo médico del Castillo, vio la expresión de rígido control de Karuth, y su tono sonó desesperado—. Ojalá no hubiera tenido que decírtelo. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? —Se mordió el labio inferior con una mezcla de vergüenza y compasión—. Fueron sólo algunos. No todos. No todos, ni mucho menos.
Karuth supo que probablemente mentía o como mínimo exageraba, en un esfuerzo por hacer más llevadera la noticia, y sacudió la cabeza.
—Está bien, Sanquar; no hace falta que me lo digas con amabilidad o que finjas que sólo se trata de unos cuantos casos aislados. Enseguida me habría enterado por las malas; es mejor que tú me lo digas a que quede yo como una estúpida. —Dejó con cuidado su bolsa de médico sobre la mesa, y resistió el impulso de mandar al diablo el dominio de sí misma y arrojarla al otro lado de la habitación—. No estaría bien, ¿verdad?, que preguntara quiénes fueron los que más se opusieron.
Las mejillas de Sanquar enrojecieron y no fue capaz de mirarla a los ojos. Para no herir sus sentimientos, Karuth cambió de tema.
—Sólo siento que eso signifique más trabajo para ti.
—Me las apañaré —aseguró Sanquar, esbozando una sonrisa poco convincente—. Hay una sanadora superior en el grupo de la Hermandad, la hermana Alyssi. Estoy seguro de que podré contar con su ayuda si llega el caso.
—Sí. Sí, hazlo si lo necesitas —repuso Karuth; echó un vistazo a la enfermería—. No me cabe duda de que encontraré cosas de sobra que hacer aquí; y, si alguien decide de pronto que su necesidad de atención médica es más urgente que su desagrado hacia mí, estaré disponible.
Sanquar hizo una dolorida mueca al escuchar su tono de voz iracundo.
—No es tan malo, Karuth.
—¿No? —Karuth se miró el chal y advirtió, sorprendida y con disgusto, que sin darse cuenta había estado deshilachando la orla; a sus pies se veían esparcidos los hilillos—. No —añadió con tensión—. Bueno tal vez lo sea y tal vez no. No lo sé, y de todos modos la culpa es sólo mía, ¿no es así?
Sanquar no había estado en el Consejo aquella mañana, pero los detalles de la reunión eran ya conocidos por todos, y sabía lo que había sido revelado.
—No estoy de acuerdo —dijo—. Conociéndote, no me cabe duda de que hiciste lo que hiciste por una buena razón. Además… —Vaciló, y su voz se tornó nerviosa—. Cuando pase la primera impresión y la gente tenga tiempo para pensar con más claridad, quizá descubras que hay más simpatía hacia tu punto de vista de lo que supones.
Ella frunció el entrecejo.
—¿Qué quieres decir?
Sanquar pareció ponerse a la defensiva.
—No soy un adepto del Círculo, por lo que no me corresponde predecir o suponer nada. Pero hay algunos individuos que no deben de sentirse nada felices por el secreto que parece haber rodeado todo lo que ha hecho el señor del Orden desde su llegada aquí, incluyendo el hecho de que ni siquiera estaba dispuesto a revelar su identidad más que a unos pocos elegidos.
Karuth se sintió sorprendida. Sanquar rara vez expresaba una opinión con vehemencia, y menos una opinión controvertida, y oírlo hablar de aquella manera la cogió por sorpresa. Él vio su expresión, y una pequeña sonrisa le surcó el rostro.
—No te sorprendas tanto, Karuth. Puedes acusarme de parcialidad, y no lo discutiría; pero sigo creyendo que encontrarás que no soy el único que piensa así.
—Yo… —Titubeó—. No sabía que fueras parcial, Sanquar. No sabía que sintieras afinidad con el Caos.
—¿Con el Caos? —Ahora fue Sanquar quien se sorprendió; luego volvió a sonreír, esta vez casi burlándose de sí mismo—. No quería decir eso. Nunca he tenido afinidades específicas en lo que se refiere a los dioses, ni he pensado detenidamente en ello. Mi parcialidad es a tu favor. Pero, vamos, hace tiempo que lo sabes. —Bajó la mirada, se giró para coger su bolsa de médico y añadió, en tono ligero y sin darle importancia—: Será mejor que comience mi ronda, o no habré acabado antes de que oscurezca. Te veré más tarde.
Salió, y Karuth se puso a ordenar la enfermería. La última observación de Sanquar la había emocionado, y al mismo tiempo la había hecho sentirse culpable porque, como él había confesado, ella sabía desde hacía muchos años que él la amaba. Siempre había reprimido sus sentimientos, consciente de que no eran correspondidos, pero esos sentimientos, y la fidelidad que originaban, seguían siendo tan fuertes como siempre. La conciencia de Karuth nunca había estado totalmente tranquila con respecto al amor no correspondido de Sanquar, pero se recordó, como había hecho muchas veces antes, que no podía sentirse responsable de los problemas de Sanquar; y menos ahora, cuando, para sumar a todos los conflictos que la asediaban, tenía una nueva complicación que afrontar en la persona de Strann.
En la fría luz del nuevo día, y con la perspectiva de la reunión del Consejo amenazándola, no había tenido tiempo para reflexionar acerca de las posibles consecuencias de la reaparición de Strann en su vida. Lo había dejado durmiendo en su improvisada cama en el suelo de la habitación, y acontecimientos más urgentes habían eclipsado los pensamientos de las horas que habían pasado juntos y de adonde podía llegar su creciente amistad. Pero ahora los pensamientos volvieron y se dio cuenta de que —quizás a sabiendas, quizá no; no lo conocía lo suficiente para estar segura— Strann la había cogido por sorpresa y había ocupado un lugar en sus afectos. En la boda del difunto Alto Margrave, que parecía un acontecimiento muy lejano, aunque habían transcurrido menos de dos años, Strann había roto flagrantemente todas las reglas del protocolo para presentarse ante ella y convencerla de que tocara un dúo con él. Y, a pesar de la desaprobación de su hermano, le había gustado enseguida. Podía ser un oportunista descarado, podía haberla utilizado como medio de llamar la atención de un potencial mecenas, pero sus maquinaciones la habían hecho disfrutar tanto como a él, y Strann había sido lo bastante sincero para no disimular sus motivos con halagos o con lisonjas, como habrían hecho otros. Entonces, Karuth sospechó que podían tener en común algo más que la música. Ahora, después de unas horas tranquilas en las que habían llegado a conocerse un poco mejor, estaba segura de ello, y eso era lo que la había cogido desprevenida.
Habían transcurrido varios años durante los cuales Karuth sólo se había permitido tener aventuras muy ocasionales. Tras la repentina e inesperada muerte de su padre, creyó que lo primero debía ser ayudar a que Tirand afrontara la carga de sus responsabilidades; y, aunque Tirand ya no necesitaba ni deseaba su apoyo, se había acostumbrado a evitar las relaciones serias. Pero ahora tenía la sospecha de que sus sentimientos estaban cambiando. No sabía qué sentía Strann o qué pensaba de ella, y por nada en el mundo se lo preguntaría. Pero lo que había comenzado como una sensación de camaradería frente a la adversidad, y el deseo de ayudar a un viejo amigo en apuros, se estaba convirtiendo, al menos por su parte, en algo más fuerte.
Su mente dio vueltas y más vueltas a los intranquilos pensamientos mientras sus manos trabajaban mecánicamente para reordenar algunos suministros que no estaban en donde ella quería que se guardaran. Cuando llamaron suavemente a la puerta, pasaron unos instantes antes de que reaccionara y, recogiéndose con premura el pelo, contestara:
—Adelante.
Se abrió la puerta y entró Strann. Karuth sintió que sus mejillas enrojecían, convencida irracionalmente por un instante de que sus íntimos pensamientos estaban escritos con letras de fuego en su rostro y que él los leería. El momento pasó con bastante rapidez, pero debió de parecer preocupada, porque Strann vaciló.
—Lo siento. No quería molestarte.
—No. No, está bien —repuso ella, obligándose a relajarse—. Entra, por favor. La verdad, me alegro de verte. Me alegra ver a alguien dispuesto a hablar conmigo.
Él cerró la puerta, y una breve mirada calculadora de sus ojos garzos le dijo mucho más de lo que Karuth hubiera deseado.
—¿Qué es lo que va mal? —preguntó en voz baja.
—Oh… —Karuth sacudió la cabeza, intentando parecer despreocupada—. Nada. O nada que importe o que no debiera esperar. —Indicó la enfermería vacía con un gesto expresivo—. Parece ser que mis pacientes, o una gran mayoría de ellos, prefieren recibir los cuidados de mi ayudante, en vez de tener trato alguno con la paria del Círculo.
—Ah. —Strann se encaminó lentamente hacia la chimenea—. Entiendo. ¿Entonces la reunión no fue bien para ti? —Vio la respuesta en su cara y asintió—. No puedo decir que me sorprenda. —Hizo una pausa antes de añadir—: ¿Quieres contármelo?
Para su disgusto, Karuth se dio cuenta de que sí que quería hablar y que Strann era posiblemente la única persona que conocía a quien estaba dispuesta a confiar su infelicidad y su miedo. Aun así, sentía una restricción: tenía la sensación de que, si se descargaba con él, estaría poniendo a prueba una relación que todavía era demasiado insegura. Sin saber qué hacer, vaciló, hasta que Strann dijo:
—No olvides que tengo contigo más de una deuda. Te prometo que esto no será mucho para pagarla.
Lo miró, vio la malicia en sus ojos, y se dio cuenta de que él sabía con exactitud lo que pensaba y que se burlaba. Relajó bruscamente los hombros y soltó una risita que recordó bastante a su vieja personalidad de siempre.
—Strann, deberías haber sido un adepto del Círculo, no un bardo. ¡Podrías enseñar un par de cosas a las videntes de la Hermandad!
—No tengo poderes extrasensoriales. Quizá soy observador; y me gusta pensar que estoy empezando a conocerte mejor de lo que crees. —Buscó una silla que no estuviera ocupada por los restos de su interrumpida reorganización y se sentó—. Vamos. Cuéntaselo todo a tu buen amigo Strann.
Su actitud dio confianza a Karuth, que le obedeció. Sin darse cuenta, empleó el estilo de contar historias de los bardos, tal y como lo inculcaba la Academia del Gremio de Músicos, que le había enseñado a combinar la claridad con la exactitud, economizando palabras. Strann la escuchó sin interrumpirla, mientras ella le narraba todos los detalles importantes de la reunión matutina en la Sala del Consejo y lo que sucedió después. Cuando terminó, él se apoyó en el respaldo de la silla y soltó un largo silbido entre los dientes.
—Por los catorce dioses —dijo—. Sinceramente, no pensaba que el Sumo Iniciado fuera tan estúpido. —Entonces vio su expresión—. Lo siento, Karuth; sé que es tu hermano y tal vez que no te guste que lo diga, pero no voy a mentir, ni siquiera por ti. Es un estúpido. ¿Es que no quiere ver vencida a Ygorla? Porque, si es así, entonces al ponerse tozudamente del lado de Ailind y al negarse a querer escuchar nada de lo que pueda tener que decir el Caos, ¡está siguiendo el juego de ella!
—Tirand no lo ve así —replicó Karuth.
—No, no lo ve, porque Ailind y sus propios prejuicios lo han cegado y le impiden ver la verdad. Lo sabes, pero no estás dispuesta a aceptar la situación; de otro modo, no habrías corrido el riesgo de defender la causa del Caos cuando todo está en tu contra. Admítelo, Karuth. Si no crees que tu hermano se ha dejado llevar por la parcialidad, ¿por qué no te contentaste con mostrarte de acuerdo con él e inclinar la cabeza ante la voluntad del Orden?
—Está bien —dijo Karuth—. Lo admitiré. Pero no significa ninguna diferencia, Strann, ¿o sí? Tirand no me escuchará y, estando de acuerdo con él el Alto Margrave y la Matriarca, no tengo esperanza de cambiar la opinión del Consejo de Adeptos.
—Quizá no por el momento. Pero, cuando la gente haya tenido tiempo de reflexionar acerca de lo que está ocurriendo y, lo que es más importante, acerca de lo que podría ocurrir, eso podría empezar a cambiar.
Karuth frunció el entrecejo al recordar la ácida observación de Sanquar acerca del secreto, la desconfianza y las lealtades inciertas. Pero, antes de que pudiera decir nada, Strann prosiguió:
—Karuth, sientes una afinidad natural con el Caos; igual que yo, aunque sólo ahora comienzo a darme cuenta de ello, y me niego a creer que seas el único adepto en todo el Círculo que tenga esos sentimientos. Es imposible desde un punto de vista lógico, o toda la estructura del Equilibrio se habría derrumbado hace años y nuestros únicos dioses serían los dioses del Orden. Los últimos acontecimientos han hecho tambalearse la fe de la gente en el Caos, pero la llegada de nuestro señor Tarod cambiará eso con toda seguridad. La gente se dará cuenta, si es que no han empezado a hacerlo ya, de que los señores del Caos están con nosotros en su deseo de ver destruida a Ygorla. Tendrán que creerlo; las evidencias son indiscutibles. Y, cuando lo hagan, podrían también empezar a preguntarse qué se esconde detrás de las maquinaciones del Orden, y qué es lo que quiere conseguir realmente.
Oyó que Karuth aspiraba aire involuntariamente y con rapidez, y vio que de repente sus grises ojos se volvían tan cautelosos como los de un animal salvaje. Ella dijo con cuidado:
—Tú… ¿crees que tienen… un plan de mayor alcance?
—No es que lo crea, lo sé. Yandros estuvo tan cerca de mí como tú lo estás ahora y me dijo la verdad. Oh, sí, los señores del Orden quieren ver muerta a Ygorla, pero aun más que eso quieren apoderarse de la gema del alma robada. Y, si lo consiguen, entonces tú, yo y todos los demás en este ignorante mundo deberemos prepararnos para la destrucción del Equilibrio y todo lo que ello implica.
Karuth recordó lo que le había dicho Tarod: un regreso a las viejas costumbres que habían asolado el mundo antes de la época del Cambio; el gobierno supremo del Orden, sin nada que se le opusiera; el Caos paralizado, desterrado, su influencia borrada del mundo…
—Nunca he sido un hombre religioso, Karuth —dijo Strann en voz baja—, pero como bardo he aprendido las viejas historias, y quizá debido a mi profesión he indagado en nuestra historia más que la mayoría. ¿Puedes imaginar lo que sería vivir en un régimen que te prohibiera pronunciar el nombre del Caos por ser blasfemia? ¿Te imaginas en el lugar de los inocentes que eran lapidados en ejecuciones públicas porque se pensaba, sólo «se pensaba», que el color de su pelo los marcaba como marionetas de Yandros? ¿Eres capaz de pensar, eres capaz de concebir, lo que debe de haber sido la vida en un mundo donde las únicas leyes eran aquellas hechas por Ailind y sus hermanos? —Encorvó los hombros—. Yo no puedo. O, mejor, sí que puedo, pero no quiero hacerlo.
Karuth había estudiado lo suficiente la historia reciente del mundo para reconocer y entender a qué se refería Strann, pero meneó la cabeza.
—Strann, ¡no era así! Sólo en los últimos tiempos, antes de la batalla entre los dioses…
—Cuando el Orden tenía el poder supremo pero temía que su supremacía iba a ser desafiada. Sí, lo sé. Pero, si ahora se desequilibra la balanza, ¿crees que Aeoris repetirá el error que cometió hace un siglo? No lo hará. ¡Aplastará a cualquiera que se atreva a pensar en oponérsele y desterrará sus almas a los Siete Infiernos! —La voz de Strann se endureció—. Ya ha empezado, Karuth. Tú misma me lo dijiste: los edictos de Ailind, las órdenes de Ailind, lo que te hizo cuando intentaste desafiarlo, y la advertencia que te dio. Recuerda eso, e imagina lo que te habría ocurrido si hubieras fracasado en tu intento de invocar al Caos.
Tenía razón. Desde la apertura de la Puerta del Caos y la llegada de Tarod al Castillo, Karuth había estado protegida de la influencia de Ailind, y había sido demasiado fácil olvidar la naturaleza del riesgo que había corrido. Otros, sin embargo, podían no tener tanta suerte.
—Pero ¿se dará cuenta la gente de lo que está sucediendo? —replicó—. ¿Verán el peligro… e, incluso si lo ven, estarán dispuestos a defender al Caos contra Ailind y contra el triunvirato? Porque de eso se tratará.
Hubo un silencio. Karuth escuchó pasos corriendo en algún lugar de las entrañas del Castillo: un criado con un encargo urgente, quizás, o un estudiante que llegaba tarde a una conferencia. La normalidad se imponía, a pesar de todo lo que había ocurrido desde la noche anterior. Ni siquiera la presencia de los dioses entre ellos había interrumpido del todo el aspecto cotidiano de la vida. Al menos, todavía no…
—No puedo responder esa pregunta, Karuth —dijo Strann—. Ni creo que pueda hacerlo nadie. Pero, y sólo hablo en mi nombre, si hay algo que pueda hacer, alguna manera de influir en los acontecimientos, aunque sea muy poco, lo intentaré. —Le cogió los dedos, y ella vio que lo hacía con la mano derecha, la mano que Tarod había curado—. Como ya he dicho, no soy un hombre religioso. Pero la idea de vivir en un mundo gobernado únicamente por los dioses del Orden me da escalofríos. No se parece al miedo que me da Ygorla; eso es algo totalmente distinto, algo mil veces peor, que ni siquiera podría comenzar a describir. Pero aun así es miedo. Creo en el Equilibrio y no quiero perderlo por nada del mundo. —Soltó la mano de Karuth y estudió durante unos instantes la suya, curada; luego añadió con una chispa de humor sombrío—: Además, estoy muy en deuda con el Caos, y probablemente no sería inteligente olvidarlo. De forma que, si hemos de llegar a eso, si debe tratarse de elegir entre el Orden y el Caos, entonces mi lealtad está asegurada. —De pronto su sonrisa desapareció y algo parecido al temor asomó en sus ojos—. Cuando pienso en la alternativa, Karuth, sé en lo más hondo de mi ser que es la única opción cuerda.
Las ventanas de los aposentos de Ailind en el ala este del Castillo daban al patio, una vista llamativa de blanco y negro contrastados tras una nueva nevada nocturna. Desde que había regresado de la sala del Consejo, el señor del Orden había observado ociosamente las idas y venidas de los habitantes del Castillo, pero ahora dio un paso atrás y sus ojos se volvieron a centrar en el vidrio de la ventana y no en lo que había detrás.
En voz baja, con respeto, Ailind dijo:
—Hermano mío…
La ventana se volvió de color oro opaco, y la luz fluyó de ella; luego la superficie se vio sacudida por una serie de ondas y una figura con cabellos tan blancos como los de Ailind, y con ojos sin pupilas que eran como esferas doradas en su aristocrático rostro, apareció en la abertura con forma de arco. Aeoris, señor supremo del Orden, miró desde su dimensión, y su voz, ligera y meliflua, creó ecos susurrantes en la habitación.
—Ah, Ailind. ¿Tienes nuevas noticias para mí?
—Nada de importancia inmediata, hermano mío. —Ailind sonrió con reserva—. Nuestro primo del Caos ha sido tan imprudente que le ha contado la verdad al Círculo acerca del dilema del Caos, pero me inclino a pensar que encontrará menos comprensión hacia su causa de lo que espera.
Aeoris asintió.
—Más o menos lo que suponía. ¿Y cómo marchan tus planes?
Esta vez, la sonrisa de Ailind se hizo más amplia.
—El Sumo Iniciado todavía no ha recibido respuesta de la Isla de Verano, pero tengo pocas dudas de que la usurpadora aceptará su invitación. Cuando llegue, creo que he encontrado el bocado ideal para montar nuestra trampa. Uno que su vanidad no podrá resistir.
Los ojos de Aeoris se entrecerraron un tanto mientras leía lo que había en la mente de su hermano. Luego soltó una risa breve y suave.
—Ya veo. Es un plan muy astuto, y lo apruebo plenamente. Harás bien, creo, en provocar a tu víctima un poco antes de que la usurpadora llegue al Castillo, para asegurarte de que el terreno esté preparado y fértil.
—¿Aunque eso signifique correr el riesgo de indisponernos con otros?
—No hay peligro en ello —le aseguró Aeoris—. ¿A quién acudirían? ¿Al Caos? ¡Me cuesta creerlo! No; puedes conseguir tu objetivo sin poner en peligro la fe que los adeptos han depositado en nosotros. Su desconfianza hacia el Caos es demasiado profunda y, aun cuando algunos tengan sus dudas, no será suficiente para que Tarod lo aproveche.
Ailind hizo un gesto de asentimiento.
—Hablando de Tarod otra vez…, está tomando medidas para proteger el portal en el Salón de Mármol.
Aeoris se encogió de hombros.
—Que lo haga si eso lo divierte y le impide entrometerse en nuestros asuntos. Por el momento no nos interesa la Puerta del Caos; nuestras preocupaciones son más inmediatas. Lo que me lleva a un último asunto, Ailind: el Sumo Iniciado. Tras las revelaciones de esta mañana, ¿crees que contará todavía con el apoyo personal de los adeptos?
—Creo que sí, o al menos con el apoyo de la gran mayoría. Habrá algunos resentidos por el hecho de que no les dijera nada de mi presencia hasta que el Caos lo obligó, pero eso no contará nada frente a otras consideraciones. —Ailind frunció el labio—. La perfidia de Karuth Piadar ha generado bastante comprensión hacia Tirand, comprensión que de otro modo no habría tenido. Si alguien más se pone en su contra y se pasa al Caos, es muy posible que sirva para hacer más intensa esa comprensión. Y, en cuanto a Tirand, no tengo dudas: es leal y seguirá siendo leal.
Aeoris pareció satisfecho.
—Entonces es posible que Karuth, sin saberlo, nos haya hecho un favor. Qué ironía tan divertida… Bueno, hasta ahora estoy muy satisfecho. Infórmame en cuanto se produzcan nuevos acontecimientos, Ailind. Yo seguiré vigilando en busca de señales de actividad en el reino del Caos, y ya veremos qué pasa cuando la usurpadora llegue al Castillo.
Ailind hizo una reverencia respetuosa.
—Hermano mío.
Aeoris inclinó la cabeza. Su imagen desapareció de la ventana, y el dorado resplandor se desvaneció dejando sólo la fría y mortecina luz del invierno que inundó la habitación.