Strann pasó el resto de la noche en la habitación de Karuth. Sin hacer caso de la vocecita interior que la acusaba de engañarse a sí misma, Karuth se dijo, sencillamente, que era la solución más lógica al problema inmediato de encontrarle un nuevo alojamiento seguro, y Strann, aunque aparentó cierto apocamiento, se dejó convencer con facilidad.
Ninguno de los dos mencionó la reacción de Strann ante la curación de su mano. El colapso había sido breve, pero, cuando Strann recobró la compostura, ambos pusieron cuidado en comportarse como si nada extraño hubiera sucedido. Sin embargo, el incidente sí que sirvió para que se desvaneciera parte de la cautela de ambos, y su recuerdo, compartido aunque no expresado en palabras, los unió de una manera que habría sido imposible en otro caso. Cerrada con llave la puerta de la habitación de Karuth, con las velas encendidas y el fuego reavivado y calentando la habitación, comenzaron a sentirse menos cohibidos y se acomodaron en cauta pero cálida compañía. Karuth puso a calentar vino con especias en el trípode de la chimenea, y, cuando la bebida estuvo lista, la sirvió y se sentaron juntos en la alfombra para calentarse pies y manos con el fuego.
Ambos necesitaban hablar, pero parecía que, por alguna razón, era imposible entablar conversación.
Hablar de temas triviales tras los acontecimientos de aquella noche y todo lo que presagiaban habría sido tremendamente incongruente, pero aquellos sucesos eran demasiado recientes y trascendentales; necesitaban un respiro, una oportunidad para que las tensiones de los últimos días cedieran un tanto y les dejaran espacio para respirar. Pero no encontraban un tópico que estuviera entre ambos extremos y por eso, mientras bebían el vino y contemplaban las llamas, permanecían callados. El silencio continuó y al cabo de un rato se hizo incómodo; a pesar del vino, la tensión entre los dos había comenzado a crecer otra vez y ninguno sabía cómo aliviarla. Strann, por su parte, se enfrentaba a un dilema. No conocía a Karuth lo bastante bien para estar seguro de si su sugerencia de que pasara la noche con ella obedecía sencillamente a la conveniencia o a algo más, y lo preocupaba ofenderla haciendo suposiciones. Nunca antes había tenido aquel problema, porque, entre el tipo de mujeres con las que se había relacionado a lo largo de su despreocupada vida de vagabundo, esa cuestión ni se planteaba. Pero no podía comparar a Karuth con viejos amores como Yya, la ramera de taberna, y ni siquiera con la ansiosa y atolondrada Kiszi, hija de un rico comerciante de Shu-Nhadek, del mismo modo que no podía imaginarse a sí mismo como Sumo Iniciado. Karuth pertenecía a un mundo totalmente distinto; no sólo era de alta cuna, sino que era una dama en todo el sentido de la palabra. Sus sentimientos personales por ella eran algo completamente distinto; por el momento no se atrevía a pensar en ellos, y no sabía muy bien qué hacer o qué decir.
Fue Karuth quien por fin rompió el silencio, al dejar la copa, ponerse en pie y acercarse a donde reposaba su manzón cerca de la cama. Sacó el instrumento de su estuche y lo contempló pensativa durante unos instantes. Luego regresó junto al fuego y ofreció la manzón.
—Toca para mí, Strann —pidió en voz baja.
Él miró el instrumento y luego la miró a ella. Por primera vez desde su llegada al Castillo, Karuth vio un rastro de la antigua sonrisa de Strann, y supo que su intuición había sido acertada. A Strann no se le habría pasado por la cabeza ni siquiera pedir permiso para sostener el preciado instrumento de otro músico, pero la oportunidad de tocar otra vez era lo que más deseaba en el mundo. Era el puente que ambos habían estado buscando, el territorio común que consolidaría su incipiente relación. Él también lo sabía. Ese conocimiento se reflejó en su sonrisa, y estaba agradecido.
—Tocaré para ti gustosamente, señora —aceptó Strann—. Pero con una condición: que tú también toques para mí.
Ella se echó a reír, y su voz sonó ligeramente aflautada.
—No. No me atrevería.
Strann cogió la manzón y la apoyó sobre sus rodillas.
—Creo recordar —dijo, manteniendo el tono de voz deliberadamente ligero, casi despreocupado— cierta ocasión en la Isla de Verano, en tiempos más felices, cuando alguien, no diré nombres, te censuró por tu reticencia. Fue una pura impertinencia, pero tuvo el efecto deseado. Tenía la esperanza de que recordaras la lección —y tocó en el instrumento una frase breve y compleja.
Cuando el sonido se extinguió, Karuth lo miró a la cara.
—El lenguaje de las manos… —dijo—. Strann, si fuera una mujer desconfiada, sospecharía que intentas inducirme a capitular.
Strann sonrió. Había tocado las notas según el código del Gremio de Maestros Músicos. El lenguaje de las manos, como se lo llamaba, era un sofisticado lenguaje musical, pero el mensaje de Strann había sido sencillo y directo al grano: «¿Me negarás el placer que me pides que yo te regale?».
De pronto, Karuth se echó a reír.
—Muy bien —concedió—. No te lo negaré. ¡Aunque te digo ya que obtendré mucho más placer de tu interpretación que tú de la mía!
—Eso es cuestión de opiniones. Y gustos.
Ella lo miró llanamente.
—No intentes embaucarme con halagos. Y afina la quinta cuerda, que está baja. —Entonces los últimos vestigios de tensión se vinieron abajo, y Karuth se sentó en la alfombra a su lado—. Oh… Strann, tonto. Toca para mí.
Las manos de Strann acariciaron la madera pulida, se cerraron sobre las cuerdas. No dijo nada más, sino que comenzó a tocar una lenta y antigua tonada. La luz del fuego brillaba sobre él creando cálidos destellos en su pelo, dejando en la sombra los planos y ángulos de su rostro, mientras que, con los ojos cerrados, se olvidaba de todo y se perdía en la interpretación. Karuth escuchaba, embelesada, y en la habitación iluminada por las velas la magia de la música comenzó a apoderarse de ambos, a unirlos en la calidez, la intimidad y la paz.
Durmieron las últimas horas antes del amanecer. Strann improvisó una cama junto al fuego, con las alfombras y las mantas que Karuth sacó de su baúl de ropa, y se dieron las buenas noches con un apretón de manos y un beso casto, casi infantil. A Strann aquello lo emocionó de manera extraña, al tiempo que se sentía sorprendido por su propia reticencia, que desde luego no encajaba con su temperamento normal. Descubrió que lo preocupaba enormemente no correr el riesgo de ofender a Karuth haciendo suposiciones; fueran cuales fueran sus deseos, la buena disposición de ella —su amistad en el verdadero sentido de la palabra— era demasiado importante, se dio cuenta, para ponerla en peligro. Y, a pesar de todo, se sentía feliz, extraña y particularmente feliz. Quizá, pensó, con una chispa del humor irónico que había permanecido aletargado durante sus recientes pruebas, a medida que pasaban los años se iba haciendo más romántico de lo que en un principio había creído posible.
En la cama, resguardada por las pesadas colgaduras, Karuth contempló el resplandor decreciente del fuego que se reflejaba en la pared opuesta. No podía ver el cuerpo yacente de Strann desde donde se encontraba, pero había escuchado que su respiración se hacía más lenta hasta alcanzar un ritmo ligero y firme, y adivinó que se había dormido.
Karuth también estaba cansada, pero sospechaba que el sueño no le vendría con tanta facilidad. A solas de verdad, y sin necesidad de mantener una máscara pública, sentía unas tremendas ganas de reírse de su comportamiento con Strann aquella noche. Qué chiquilla había sido. Qué chiquilla tan tonta y mojigata; sí, mojigata era la palabra. ¿Qué había sido de la experiencia e independencia de las que tanto se jactaba? Más bien se había comportado como una nerviosa virgen de dieciséis años que como una mujer de mundo ya entrada en la treintena, desgarrada entre la esperanza y el miedo, entre el anhelo y la perturbación, entre el deseo y…
Bueno, se preguntó, entre el deseo ¿y qué? No era su contrario, eso era seguro. Por muy improbable que pareciera como amante, con su apariencia de espantapájaros y su irónico ingenio que lo mismo aplicaba a él mismo que a cualquier otro, sí que encontraba atractivo a Strann; de hecho, más atractivo de lo que estaba dispuesta a reconocer incluso para sus adentros. Y a la vez era lo bastante consciente de sus propias cualidades como para saber que Strann, también, se sentía atraído hacia ella. Pero, aquella noche, ninguno de los dos se había sentido preparado para dar el primer paso crucial que rompiera esa última barrera, y Karuth no entendía por qué. No habría significado ninguna vergüenza, ni motivo para posteriores recriminaciones; ambos eran lo bastante mayores para elegir sus placeres, y las costumbres actuales no miraban con malos ojos semejantes relaciones. Pero, por alguna razón, lo lógico, lo que era de esperar, no había sucedido. De hecho, pensó, era como si ambos se hubieran propuesto evitarlo.
Giró sobre sí misma, tapándose más con la ropa de cama, y reprimió el súbito impulso de soltar una risita como no había experimentado desde que era adolescente. Ella y Strann comportándose como críos en un juego de adultos, precavidos y contenidos, sin atreverse a sobrepasar ni una sola vez las fronteras del decoro. Virginales. Era ridículo. Pero aquella noche se encontraba extrañamente satisfecha de que la cosa hubiera terminado así. A pesar del placer, no habría deseado que fuera de otro modo, al menos no por el momento. No pensaba en Strann como en un amante, sino como algo más; mucho más de lo que podía expresarse o conseguirse con la mera satisfacción física. Y la halagaba saber que él parecía compartir esos sentimientos y corresponder a ellos. Le daba una sensación de seguridad… y eso, pensó Karuth cuando el sueño la venció por fin, era más preciado que el oro, puesto que sellaba una amistad verdadera y duradera.
El Consejo de Adeptos se reunió a la mañana siguiente, una hora después del amanecer. Las circunstancias obligaron a Tirand a admitir que a la reunión pudiera asistir todo el Círculo, ya fueran o no miembros del Consejo, y estaba claro que los rumores habían corrido a toda velocidad en el Castillo durante la noche, porque, cuando el triunvirato, flanqueado por los consejeros más veteranos, ocupó sus asientos en el estrado, la sala estaba llena a rebosar.
Ailind, al parecer, había aceptado el hecho de que su identidad ya no podía mantenerse en secreto, y ocupó el sillón central que le habían reservado entre Tirand y el Alto Margrave. Se había despojado de los aderezos de su papel asumido y ahora iba totalmente vestido con ropajes blancos ribeteados en oro, una capa blanca sobre los hombros y una fina diadema de oro que recogía sus largos cabellos blancos. Sus ojos, cuando contempló la sala, brillaban como topacios.
Tarod, quizás adrede, llegó tarde. Se produjo cierta agitación cuando se abrieron las puertas ante él, pero no se fijó en el mar de caras nerviosas que se volvieron para observarlo mientras se encaminaba hacia el estrado por el pasillo central. En agudo contraste con Ailind, vestía de negro sin adornos, aunque su capa, tal vez como burla, era del color verde que identificaba a un adepto del séptimo rango: el rango que había tenido durante su encarnación como mortal. Sin ningún aderezo, sin diadema que ciñera la maraña de sus negros cabellos, tenía un aspecto desgreñado y peligroso, e incluso a Tirand le falló la determinación cuando se encontró con la verde mirada del señor del Caos, que así lo saludó brevemente antes de tomar asiento en el extremo de la mesa del estrado, a marcada distancia de los adeptos de mayor rango.
Karuth, sentada cerca del fondo de la sala, sintió que la atmósfera se agriaba debido a la tensión. La noticia de la llegada del emisario del Caos había tardado tan sólo unas horas en difundirse, pero, incluso en aquel corto período de tiempo, sabía muy bien que los rumores se habían mezclado con los hechos en medida suficiente para complicar tremendamente la historia e hincharla con medias verdades y exageraciones. Los adeptos sabían qué había hecho Tarod para probar su identidad, y aquella historia ya se había convertido en un relato de terror y confusión. También sabían quién, de entre todos ellos, había realizado el rito que permitió al Caos entrar en el Castillo y echar a perder los planes del Sumo Iniciado; y, si Karuth se había sentido una exiliada después de la diatriba de su hermano la noche anterior, eso no era nada comparado con la atmósfera que la había recibido en la luz gélida de la mañana. Miradas frías, gente que le daba la espalda, una muralla implacable de hostilidad. Hoy era una paria; y eso le hacía reconocer la enormidad de lo que había hecho.
Intentó captar la atención de Tarod cuando éste pasó a su lado, pero él no le prestó atención. Cuando por fin se acabaron los murmullos y los movimientos, Tirand se puso en pie.
—Amigos míos. —Su voz sonaba tensa, con un timbre extraño. Karuth lo miró a la cara y supo que no había dormido—. He convocado esta reunión por razones que creo que ya conoce la mayoría de los presentes en esta sala. —Dirigió una mirada a Ailind—. Anoche, yo y algunos de mis colegas nos vimos… obligados… —titubeó—, obligados a…
La Matriarca le apretó el brazo en un gesto que quería transmitirle apoyo y confianza. Tirand se aclaró la garganta y comenzó de nuevo.
—Anoche se produjeron circunstancias que no habíamos previsto y que nos han planteado un problema…, un nuevo problema.
—Sumo Iniciado. —La voz de Tarod interrumpió secamente los balbuceos de Tirand, y el señor del Caos se inclinó hacia adelante—. Sugiero que nos saltemos estas agudezas y que vayamos al grano sin rodeos tediosos. No me cabe duda de que la mayoría de los adeptos presentes conoce mi identidad y la de nuestro amigo de cabellos blancos que se sienta a tu lado. Pero, para quienes todavía no lo saben, o que no creen en lo que han oído, permíteme que aclare el asunto de una vez por todas. —Barrió con su brillante mirada esmeralda a los presentes—. Soy Tarod del Caos, hermano de Yandros; y éste que se presentó como marinero, y que hasta el momento se ha mostrado reacio a revelar su verdadera identidad, es Ailind, hermano de Aeoris y emisario del Orden. —Miró de nuevo a Tirand, y sus ojos adquirieron un brillo malévolo—. Y eso, Sumo Iniciado, es el núcleo del problema que, al parecer, tanto te cuesta explicar.
La sala permaneció en silencio. Tirand miró con aire mísero a Tarod y luego a Ailind, para después clavar la vista en la mesa.
—Sí —dijo al fin, con voz apenas audible—. Sí, ése es el núcleo del problema.
—Sumo Iniciado, permíteme que tome la palabra. —Ailind se levantó y, poniendo una mano en el hombro de Tirand, hizo que se sentara, con amabilidad pero con firmeza. Lanzó una mirada de desprecio a Tarod, quien también lo miró con irónico interés, y luego se volvió hacia el público.
—Adeptos del Círculo, soy, como ya habéis escuchado, Ailind, hermano de Aeoris; y por lo tanto os hablo con la plena aprobación de los poderes del Orden. —Hizo una pausa para permitir que la importancia de esa afirmación causara su efecto, antes de proseguir—: No hace mucho tiempo, por petición, no sólo del Sumo Iniciado, sino de todos vuestros gobernantes, renunciasteis a vuestra lealtad al Caos para poneros únicamente en manos de quienes durante siglos, hasta que al mundo le fue impuesta la farsa del Equilibrio, habían sido vuestros únicos dioses. Nos llamasteis pidiendo ayuda en tiempo de crisis; respondimos. Pero ahora uno de vosotros, adeptos, ha desafiado al Círculo al que debe obediencia y ha invocado a los demonios del Caos para que se entrometan en los asuntos humanos. No importa lo que los rumores digan: la verdad es sencilla. Un emisario del Caos ha llegado sin invitación y en contradicción directa con la voluntad de vuestros dioses y vuestros gobernantes. Yandros ha roto el pacto que hizo con vuestros antepasados, y al hacerlo os ha traicionado a todos.
Tarod se echó a reír. El sonido fue tan inesperado que hizo callar a Ailind, y todas las miradas se volvieron hacia la figura alta y de cabellos negros sentada al extremo de la mesa.
—Ailind, tú y los de tu clase nunca cambiáis. —Tarod se levantó, y la capa verde se agitó con violencia a su alrededor—. Te pavoneas, fanfarroneas y sueltas sermones; pero, entre todas esas bonitas palabras, pasas por alto el único punto esencial de este asunto: se me invocó, y aquí estoy. Y no tienes el poder de hacer que me marche.
Los ojos de Ailind relampaguearon.
—¿Se te invocó? —replicó con desprecio—. ¿Con el permiso de quién? El Círculo ha dictado anatema sobre ti y tus hermanos demonios y tu presencia en este mundo es un insulto a la ley del Equilibrio.
Tarod sonrió maliciosamente.
—El Caos no necesita el permiso del Círculo, amigo mío. La voluntad de un adepto superior es suficiente para satisfacer la ley que nosotros hicimos.
A Ailind no se le escapó el ligero énfasis en el «nosotros», pero devolvió la sonrisa con un gélido movimiento de sus labios.
—¿Una traidora y una blasfema? Karuth Piadar ya no es adepto superior del Círculo, ¡y vivirá para lamentar el día en que desafió a sus legítimos dioses!
Tarod permaneció inmóvil durante un instante; luego, con tal rapidez que las mentes y ojos mortales no pudieron asimilarlo, su mano izquierda culebreó y, con un gigantesco resplandor luminoso, una espada de doble filo de fuego carmesí, que doblaba en longitud la estatura de un hombre, golpeó la mesa a lo largo. Se oyó el ruido de la madera aplastada y cortada, una consejera soltó un chillido, y Calvi Alacar se echó hacia atrás con tal brusquedad que casi tiró a su vecino.
Tarod se quedó quieto, con la mirada clavada en el rostro de Ailind, la expresión mortífera. La espada latía en su mano, derramando una radiación rojo sangre sobre su muñeca. Toda la hoja se había hundido en la mesa, y, allí donde había golpeado, la madera comenzaba a ennegrecerse y reducirse a cenizas.
—Te lo advertiré una vez, Ailind del Orden —dijo el señor del Caos; habló con suavidad cargada de veneno, pero todos en la sala escucharon sus palabras—. No tolero que se amenace a mis siervos, y no permitiré intentos de venganza. Si tienes una chispa de sabiduría, ¡sabrás y aceptarás, antes de que sea demasiado tarde, que no eres el amo aquí!
Los ojos de Ailind se convirtieron en oro fundido. Alzó su mano derecha, con los dedos encogidos; pero, antes de que pudiera desquitarse, se oyó una voz gritar:
—¡Señores! Señores, ¡os lo suplico, tened piedad de nosotros!
Shaill Falada se había puesto en pie. Su rostro estaba tan blanco como su túnica de la Hermandad; pero no vaciló cuando miró, primero a uno y luego a otro, a ambos antagonistas.
—Señores, ¡de nuevo he de suplicar una pizca de cordura en medio de la confusión! —dijo—. Vuestros conflictos no nos atañen, y se me había hecho creer que el propósito de esta reunión era encontrar una solución a nuestras diferencias, no hacerlas más profundas. —Miró a Calvi, a quien habían ayudado a sentarse de nuevo pero que seguía temblando violentamente—. El Alto Margrave está muy angustiado, y he de confesar que yo no estoy mucho mejor. Por favor, ¿no podemos calmarnos?
Con una débil y seca sonrisa, Ailind bajó la mano. Tarod contempló un instante la espada, y luego aflojó un poco la mano. La espada se desvaneció, y el señor del Caos hizo una reverencia a la Matriarca.
—Por segunda vez, señora, te pido disculpas. Tienes razón; por este camino no encontraremos soluciones. —Se enderezó y su mirada esmeralda se dirigió a Ailind—. Al menos, creo que mi primo del Orden reconocerá que compartimos un propósito común, el propósito que nos trajo aquí a ambos. Aunque —y su tono de voz se hizo furioso— habría sido mejor para todos si los entrometidos siervos del Orden se hubieran dedicado a sus asuntos y hubieran dejado al Caos tratar con su problema a su manera.
Los ojos de Ailind relampaguearon de nuevo peligrosamente, y Shaill dijo en una súplica desesperada:
—Señores…
Tarod alzó ambas manos con las palmas hacia afuera en un gesto de asentimiento.
—De nuevo, Matriarca, te pido perdón. —Sonrió con ironía—. Y te agradezco la intervención.
La sonrisa de respuesta de Shaill fue reservada.
—Espero, señor, que no haréis suposiciones por ello. No soy de ninguna manera la campeona del Caos, y esta situación me gusta tan poco como a los demás. Sin embargo, es evidente que no se puede hacer nada para cambiarla. Para mí está claro que vos y monseñor Ailind estáis igualados; no debería sorprendernos porque, al fin y al cabo, ésa es la base del Equilibrio. Y, como decís, al menos tenéis un propósito en común: destruir a la usurpadora que nos amenaza a todos. —Sus ojos se velaron de repente con un dolor irritado y repentino—. Comparto ese propósito, señores. Mi predecesora, Ria Morys, también era mi querida amiga; y, si el pequeño monstruo de maligno corazón que la asesinó puede ser castigado, no discutiré si es el poder del Caos o el del Orden el más adecuado para conseguirlo. Todo lo que pido… —vaciló, se miró las manos que tenía entrelazadas firmemente, y luego alzó de nuevo la vista—, todo lo que pido, señores, es que nos digáis cómo debe hacerse. Porque me parece que hasta ahora no hemos oído ni una sola palabra por parte de nadie acerca de eso.
Se produjo el silencio cuando la Matriarca se sentó. Tarod y Ailind intercambiaron una prolongada mirada, y fue Tarod quien habló primero.
—Bueno, amigo mío, creo que la Matriarca nos ha puesto en nuestro sitio.
Ailind dirigió a Shaill una mirada que sugería que su temeridad no sería olvidada.
—¿Querrías quizás entonces responder a su pregunta e informarnos a todos acerca de tus intenciones? Creo que debemos saber la verdad, Caos —declaró, con un único destello de sus ambarinos ojos—. Toda la verdad.
Tarod se dijo que no tenía sentido mentir. Los señores del Orden conocían perfectamente los apuros del Caos y, aunque intentara evitar el tema, Ailind se aseguraría de que el Círculo no permaneciera en la ignorancia por mucho más tiempo. Y utilizaría lo que sabía en la medida en que le fuera posible.
Los verdes ojos del Caos recorrieron la sala con rapidez, y se posaron en el rostro de Karuth. Strann no estaba con ella. No era sorprendente, y tal vez en aquel momento era lo mejor para el bardo. Volvió de nuevo a mirar a Ailind y dijo con un tono de estudiada indiferencia:
—Claro. Toda la verdad.
Una multitud silenciosa y pensativa abandonó la gran sala unas dos horas más tarde. Mientras avanzaba con el gentío, lentamente, en dirección a las puertas de doble hoja, Karuth se acordó, sin venir a cuento, de algunos de los Ritos Superiores que había presenciado desde que había alcanzado los niveles superiores del Círculo; había el mismo aire solemne, la misma sensación de acontecimiento asombroso con una cierta decepción ahora que el suceso había pasado, y una reticencia subconsciente a regresar a los asuntos corrientes de la vida cotidiana.
Aunque, se recordó, no podía decirse que la vida en el Castillo fuera a ser cotidiana a partir de aquel momento. Los dos seres que ahora contemplaban la salida de su público desde el estrado habían puesto fin a cualquier esperanza que ella o cualquier otro de los presentes en la sala hubiera podido tener de encontrar una solución rápida y sencilla a sus problemas. Aquella revelación había significado un duro golpe para la autoconfianza de Karuth, quien había supuesto —no, más que eso: había creído con firmeza— que el Caos tendría los medios para derrotar a la hechicera Ygorla y a su padre demonio, allí donde otros poderes habían fracasado. Pero las palabras de Tarod ante la asamblea habían hecho pedazos aquella preciada ilusión.
El señor del Caos había esgrimido una brutal franqueza ante el silencioso auditorio. Para sorpresa y disgusto de Ailind y Tirand, no intentó disfrazar la verdad del dilema que afrontaban él y sus hermanos, ni minimizó su importancia. Contó el complot que el demonio Narid-na-Gost había llevado a cabo para robar la gema del alma de un señor del Caos, y cómo había huido, con la gema en su poder, para unirse a su hija en el mundo de los mortales, donde juntos se habían embarcado en su plan para usurpar el trono del Alto Margrave en la Isla de Verano y a partir de allí llegar a gobernar el mundo. Y, sencilla y llanamente, Tarod le había dicho a la asamblea que el Caos nada podía hacer para detenerlos.
Al escuchar aquello se produjo un tumulto. Cuando por fin se aplacó el furor, Tarod explicó el carácter del engaño de Narid-na-Gost. Efectivamente, el Caos estaba sometido a chantaje. Mientras la gema del alma de su hermano estuviera en manos de la usurpadora, Yandros no podía hacer nada contra Ygorla y su padre, porque, si lo hacía, destruirían la piedra, y con ella a su hermano. Aunque eso significaría el final de sus ambiciones, Yandros no estaba dispuesto a pagar semejante precio por su caída.
Ailind escuchó todo aquello en silencio, aparentando de vez en cuando un bostezo para ocultar una pequeña sonrisa. Sin embargo, la sonrisa desapareció cuando Tarod dijo que el Orden, a su vez, era tan impotente como el Caos para hacer algo contra el enemigo común. Narid-na-Gost, dijo, era un ser puro del Caos, e Ygorla, aunque medio humana, compartía ese linaje. El Orden no tenía poder alguno sobre los habitantes del Caos; eso, les recordó irónicamente Tarod a sus oyentes, ya se había demostrado aquí, en el Castillo. Por mucho que Ailind quisiera hacer creer otra cosa a sus seguidores, ni él ni su gran hermano Aeoris podían influir en los usurpadores o siquiera tocarlos. Y todos podían estar seguros de que Ygorla y Narid-na-Gost lo sabían.
No existía, dijo Tarod, una solución inmediata o clara para el punto muerto en el que todos se hallaban. Pero, ahora que el Caos había sido invocado y había ocupado su lugar en el escenario de aquel drama, se producirían algunos cambios. Sabía que el Orden ya había dado el primer paso de una estrategia propia, al invitar a la usurpadora a visitar el Castillo. El Caos no tenía poder para impedirlo, ni deseos de hacerlo, pero Tarod haría sus propios preparativos para recibir a Ygorla. El Caos y el Orden sí que compartían un objetivo común, como ya había indicado la Matriarca. Pero los métodos para conseguir dicho objetivo serían diferentes, y era decisión de cada adepto seguir los dictados de su conciencia y escoger un camino acorde con ella.
Cuando por fin alcanzó la puerta y disminuyó la presión de los cuerpos al irse dispersando la multitud por el pasillo, Karuth escrutó con disimulo los rostros que tenía a su alrededor, pero no pudo inferir mucho de lo que veía. Los adeptos estaban todavía demasiado impresionados para reaccionar con coherencia ante lo que habían escuchado, y, hasta que se desvaneciera el aturdimiento que seguía a la impresión, habría una tregua. Pero, pasada esa tregua, ¿qué ocurriría? ¿Cómo responderían? ¿Y dónde se encontraría ella, una vez declaradas las lealtades de sus iguales?
Miró por encima del hombro, pero desde aquel ángulo no veía si quedaba alguien en el estrado en el otro extremo de la sala del consejo. El triunvirato estaba saliendo; entrevió los rizados cabellos de Tirand y la blanca túnica de la Matriarca cerca de las puertas, pero ni Tarod ni Ailind habían aparecido todavía. Por un momento, Karuth sintió el impulso de hablar con Shaill, pero desistió enseguida. Tenía que atender a su trabajo, y por el momento era mejor concentrarse en eso que atormentarse con evasivas.
Alguien le dio un empujón e inició una disculpa, pero, cuando vio quién era, se alejó deprisa sin acabar la frase. Karuth se quedó unos instantes viendo la espalda que se alejaba; luego suspiró y se dirigió hacia la enfermería.
Los últimos rezagados alcanzaron las puertas y salieron. Tarod, que había estado pasando el dedo despreocupadamente sobre una mancha de la mesa, se levantó. Cuando bajaba del estrado y comenzaba a alejarse, se oyó la dura voz de Ailind.
—Caos.
Tarod se detuvo y se volvió. Ailind estaba de pie, junto al sillón vacío del Sumo Iniciado. Estaban solos en la sala, pero sus presencias parecían abarrotar la espaciosa estancia.
—Antes de que cada uno se marche por su lado —declaró Ailind con frialdad— quiero advertirte una cosa. Si abrigas la esperanza de hacerte con el mando aquí, te aconsejo fervientemente que lo olvides. No tengo intención de permanecer impasible mientras corrompes al Círculo para que apoye tu causa, ni tengo la intención de permitirte interferir de ninguna manera con nuestras estrategias. Quizá no sea capaz de revocar la traición que te trajo aquí, pero, de la misma manera que no tengo poder sobre ti, tú no lo tienes sobre mí. ¿He hablado claro?
Tarod sonrió.
—Muy claro. Y reconozco y acepto que, mientras estemos los dos en el mundo de los mortales, nuestras fuerzas están igualadas, por lo que tiene poco sentido que perdamos el tiempo rivalizando por ser el primero. —Hizo una pausa, y la sonrisa se tornó más desagradable—. Sin embargo, también sé muy bien que tú y Aeoris querríais más que nada en el mundo ver destruida la gema del alma de mi hermano y con ello que el Equilibrio se inclinara a vuestro favor, y te aseguro que utilizaré todos los medios a mi disposición para que vuestro deseo no se haga realidad.
Ailind lo miró pensativo.
—Muy bien —repuso al fin—, creo que nos entendemos.
Los ojos de Tarod lanzaron un malicioso destello.
—Oh, sí, amigo mío, creo que siempre lo hemos hecho.
Se dirigió hacia las puertas, mientras el señor del Orden lo contemplaba con un rostro que era tan inescrutable como las estatuas sagradas del Salón de Mármol.