El Sumo Iniciado se dirigió hacia su dormitorio en el piso superior del Castillo; cualquier adepto con capacidad extrasensorial se habría apartado apresuradamente de su camino como si huyera de un Warp. Aparentemente, Tirand mantenía una pétrea inmovilidad en su rostro, pero en los ojos llameaban las emociones que se agitaban en sus entrañas hasta el punto de sentir que la única esperanza de alivio sería explotar físicamente.
Pero no deseaba el alivio. Deseaba vengarse. Vengarse de Karuth por su descarado desafío tanto a él como a Ailind; vengarse por hacerle perder los estribos y obligarlo a sufrir acto seguido la humillación de la reprimenda de Shaill. Y, sobre todo, vengarse del Caos, arquitecto de todo aquel horrible desastre. Unos minutos antes, cuando la reunión se disolvió y, en una atmósfera de extrema tensión, cada uno se marchó por su lado, intentó hablar con Ailind. Pero el dios no se mostró dispuesto a escuchar; observaba a la criatura del Caos como un gato observa a una serpiente, y despidió a Tirand con un seco «Por la mañana, Sumo Iniciado» antes de alejarse. Tirand nunca había tenido facilidad para odiar, pero en aquel momento odiaba al Caos con cada partícula de sentimiento que su alma era capaz de arrancar de sus profundidades. Y su hermana, aquella perra mentirosa, descreída y traicionera que era su hermana, que había conspirado con ellos, se había asociado con ellos, y se había dispuesto a echarlo todo a perder…
Aquella parte de sí mismo que todavía se aferraba mínimamente a la racionalidad sabía que estaba exagerando su reacción, pero a Tirand no le importaba. Nunca en toda su vida se había sentido tan furioso como para sentir el impulso de matar, pero en aquel momento habría asesinado a Karuth sin ningún remordimiento.
Su dormitorio se encontraba en el siguiente pasillo. Se acercaba a la intersección, sin importarle si el ruido de sus pasos molestaba, cuando una de las puertas que daban al pasillo se abrió con un chirrido de sus goznes. Tirand no le habría hecho caso —en su actual estado de ánimo no creía poder hablar educadamente con nadie— pero una voz, ansiosa y no del todo firme, pronunció su nombre.
—¡Tirand! —Era Calvi Alacar, el Alto Margrave. Tirand se detuvo, reprimió la tenebrosa necesidad de contestar de mala manera y se volvió.
Calvi estaba en la puerta de su dormitorio. Todavía iba vestido, pero había cogido una manta de su cama y se la había echado por encima. Su juvenil rostro mostraba un color enfermizo, tenía el pelo rubio húmedo de sudor y parecía estar temblando.
—Tirand… —Tras echar un rápido vistazo al pasillo para asegurarse de que no había nadie más, Calvi se acercó con pasos presurosos al Sumo Iniciado, y casi tropezó con el borde de la manta que rozaba el suelo—. Tirand, ¡tengo que hablar contigo! Es acerca de Karuth… Ella… Oh, dioses, no sé por dónde empezar. ¡Estaba tan asustado! No me atreví a bajar; he estado en mi cuarto, intentando pensar, intentando…
La voz de Tirand lo interrumpió bruscamente en mitad de la frase.
—¿Karuth? ¿Qué le pasa?
—Ella… Ocurrió en el Salón de Mármol; ya sé que no debería haber entrado allí, pero sabía que algo andaba mal, de manera que… —Sus palabras se perdieron cuando vio la expresión del Sumo Iniciado.
—¿Sabes lo que ha hecho? —inquirió Tirand con aspereza.
El rostro de Calvi se volvió todavía más pálido.
—Entonces el emisario del Caos…
—Está en el Castillo y se ha dado a conocer ante mí, sí —contestó el Sumo Iniciado, frunciendo el entrecejo—. ¿Cómo lo descubriste?
El joven cerró un instante los ojos, como si intentara borrar un recuerdo desagradable.
—Yo estaba allí. Intenté detenerla pero no me hizo caso. La vi realizar el ritual; lo vi aparecer a él… —Se llevó un puño a la boca—. Dioses, Tirand, ¡nunca en toda mi vida había pasado tanto miedo!
El pozo de razón de Tirand casi se había secado pero le quedaba la suficiente racionalidad para salir a la superficie y frenar el impulso de maldecir a Calvi por estúpido y pusilánime. No habría podido impedir que Karuth llevara a cabo sus propósitos. Conociendo a su hermana, Tirand dudaba que nada la hubiera detenido, a excepción de recurrir a la fuerza bruta, y Calvi no tenía ni el temperamento ni la capacidad física para eso. Imaginaba cuál había sido el planteamiento de Calvi: una dulce llamada a la razón. E imaginaba la respuesta de Karuth.
Calvi dijo en tono vacilante:
—¿Qué vamos a hacer?
—¿Hacer? —La risa seca y sin ningún humor de Tirand hizo temblar brevemente una antorcha cercana—. Por lo visto, no podemos hacer nada. Ni el Sumo Iniciado, ni el Alto Margrave ni la Matriarca ni el poder combinado del Círculo pueden influir en la situación lo más mínimo.
—Pero nuestro señor Ailind…
—Ni siquiera nuestro señor Ailind tiene control sobre el Caos en este mundo. El hermano de Yandros está aquí, y nadie puede hacerlo volver al lugar de donde ha venido. Argumenta —la boca de Tirand se torció en un gesto furioso— que Karuth tenía tanto derecho a invocarlo como yo y el Concilio de Adeptos a invocar a los señores del Orden.
—¡No puedo creerlo! —exclamó Calvi impetuosamente.
—Claro que no; es una ruptura descarada de todas las leyes del Círculo. Pero, como parece que Karuth Piadar se considera exenta de su juramento de obediencia, ha despreciado la ley y, claro, el Caos está más que contento de encubrirla. —Se estremeció—. Me da miedo pensar en la catástrofe que su emisario pueda provocar. No cabe duda de que querrá sabotear los planes de nuestro señor Ailind para combatir a la usurpadora y que instigará alguna oscura trama inventada por el Caos. Y no tenemos el poder para impedir que haga lo que quiera.
Calvi sacudió la cabeza.
—¡Me cuesta creer que Karuth pudiera cometer semejante acto de traición! Desobedecer al Círculo es una cosa, pero atreverse a desafiar a nuestro señor Ailind…
—No pretendo comprender sus motivos —lo interrumpió Tirand sombríamente—, y ya no me interesan. En lo que a mí concierne, Karuth ya no es un adepto del Círculo y tampoco es mi hermana.
Calvi abrió mucho los ojos, asombrado.
—¿La has expulsado? —preguntó desolado.
Tirand no quería discutir aquel tema; sus sentimientos acerca de la pelea en público seguían demasiado encrespados y demasiado ambiguos para sentirse cómodo.
—Su futuro aquí es asunto del Consejo de Adeptos —repuso con rigidez, evadiendo dar una respuesta directa.
Calvi estudió un momento su rostro, y pensó mejor lo que iba a decir. Bajó la mirada.
—Dioses —dijo con aire infeliz—, qué tremendo desastre.
Tirand lo miró con amargura.
—Dudo que alguna vez hayas dado tanto en el clavo, amigo mío. Pero, nos guste o no, lo hecho, hecho está y debemos aceptarlo lo mejor que podamos. —Hizo una pausa—. Tengo la intención de convocar un pleno del Consejo mañana por la mañana. Ocurra lo que ocurra, ahora es esencial que presentemos un frente unido de lealtad al señor del Orden y contra las maquinaciones del Caos, y necesitaré el apoyo del triunvirato. ¿Puedo contar contigo, Calvi?
El joven se ruborizó.
—¡Pues claro!
—¿Incluso si Karuth y yo nos enfrentamos en todos los aspectos? No es mi intención ofenderte, pero sé que siempre la has admirado, y no quiero que te encuentres en una posición comprometida.
—No. —El rubor de Calvi se hizo más intenso y se extendió a su cuello—. No, Tirand, no hay posibilidad de ambigüedad —contestó, sosteniendo la mirada del Sumo Iniciado, aunque con cierto esfuerzo—. No puedo dejar de querer a Karuth; el afecto no se extingue así como así, como quien apaga una vela. Pero la admiración y el respeto… bueno, eso es otra cuestión, ¿no crees? Cuenta con mi apoyo. —Hizo una mueca—. Por poco que valga.
—Vale mucho —aseguró Tirand.
—En cuanto a eso… —Calvi intentó reír, pero no lo consiguió—. Bueno, ya veremos, ¿no crees? —Encogió los hombros, tapados por la manta—. Será mejor que te deje dormir un poco.
Tirand asintió.
—Te veré a la hora del desayuno —repuso. Sabía que no le apetecería desayunar, pero debían mantenerse las apariencias.
—Yo… ah… creo que quizá no pueda… —Calvi trató de expresar con un gesto lo que quería decir; luego miró a Tirand con una mezcla de vergüenza y sentimiento de culpa—. Creo que preferiré quedarme en mi habitación hasta la hora de la reunión.
Tirand se preguntó sombríamente a qué habría sido sometido Calvi en el Salón de Mármol para que su valor hubiera disminuido hasta aquel nivel. Pero no hizo comentario alguno.
—Como quieras —se limitó a decir—. Buenas noches, entonces.
—Sí. O, si no es una buena noche, rezaré para que al menos sea una noche tranquila.
Mientras se alejaba por el pasillo, Tirand reflexionó acerca del rubor que había marcado el rostro de Calvi cuando se planteó la cuestión de la lealtad. ¿Calvi y Karuth? No, imposible. Se habría dado cuenta de haber existido algo entre ellos; habría escuchado algún rumor, por pequeño que fuera. Además, Calvi era diez años más joven que Karuth y ella…, ni siquiera ella sería tan estúpida para meterse en semejante lío.
Calvi, sin embargo… El Sumo Iniciado frunció el entrecejo. La línea divisoria entre la admiración y el enamoramiento podía ser precariamente fina, y Calvi siempre había sido impresionable. Si albergaba esperanzas, deseos no cumplidos, aquello podría representar una complicación añadida, algo que Tirand no deseaba en absoluto.
Se paró y miró hacia atrás. Calvi había desaparecido y su puerta estaba cerrada. De pronto, la ira de Tirand, que se había aplacado un tanto mientras hablaban, regresó. Pero esta vez tenía el suficiente dominio de sí mismo para mantenerla a un nivel manejable y desechar la idea de regresar a la habitación de Calvi para abordarlo con el problema. Ya tenía bastante de que preocuparse. Más que suficiente.
Un portazo un minuto más tarde fue la única exteriorización de cómo se sentía el Sumo Iniciado, cuando llegó al refugio de su dormitorio.
Iluminado sólo por el mortecino resplandor del fuego, el comedor, enorme y vacío, producía una sensación débilmente hostil. A medida que el fuego se iba extinguiendo, la temperatura descendía con rapidez. Karuth se estremeció y se ciñó el chal en torno a los hombros mientras esperaba respetuosamente a que Tarod saliera antes que ella.
El señor del Caos no parecía tener ninguna prisa por salir. Estaba cerca de la chimenea, contemplando las altas ventanas, el entablado de la pared, las largas hileras de mesas y bancos, la galería con cortinas por encima de la chimenea. No veía su expresión, pero tenía el aspecto de alguien que, al regresar a casa tras una prolongada ausencia, se toma su tiempo para contemplar de nuevo el entorno conocido y disfrutar de él. Karuth sabía que, cien años antes, Tarod se había encarnado en forma humana y había crecido en el Castillo como iniciado del Círculo. La narración de cómo aquel joven adepto había revelado al fin su verdadera naturaleza y había empleado sus asombrosos poderes para hacer regresar del exilio al Caos y establecer la nueva era del Equilibrio pertenecía ya a la historia, y a Karuth le producía un extraño escalofrío pensar que aquella figura del lejano pasado y el dios a quien había invocado esta noche eran uno solo. Intentó imaginar a Tarod en aquellos días lejanos, de niño, de adolescente, de joven, estableciendo amistades y rivalidades, sobresaliendo en ciertas asignaturas, pero fracasando en otras; viviendo, de hecho, una vida que tenía muchos paralelismos con su propia experiencia juvenil. Pero le falló la imaginación, y dejó de lado aquellos pensamientos con un estremecimiento.
Él parecía perdido todavía en sus ensoñaciones, sin advertir la presencia de Karuth. Se preguntó si no estaría entrometiéndose, pero, aunque la prudencia le decía que debería marcharse, otro impulso más fuerte la obligaba a quedarse. Paradójicamente, se sentía más segura en su presencia que a solas, a pesar de todo lo ocurrido. O quizá, pensó, si era sincera consigo misma, precisamente por todo lo que había ocurrido; porque, pasara lo que pasara, después de los acontecimientos de aquella noche, sabía que sería una paria a los ojos del Círculo, y por lo tanto una paria a los ojos de todos los habitantes del Castillo. No esperaba menos; de hecho, antes de realizar el ritual que había abierto la Puerta del Caos, una parte de su ser había encontrado un perverso placer ante aquella perspectiva. Pero, mientras que la expectativa dramática y llena de orgullo de verse sometida a ese papel había encerrado cierto atractivo, la dura realidad estaba resultando un asunto completamente distinto. No había contado con la terrible sensación de pérdida e inseguridad ocasionada al encontrarse de pronto expulsada de la única sociedad que conocía. Tampoco había contado con el miedo que venía justo detrás del aislamiento. No era un miedo lógico; no se trataba, por ejemplo, del miedo a la hoja de un cuchillo en un pasillo a oscuras de noche, o al veneno en una copa de vino, pues aquélla era una época civilizada. Era el miedo informe pero devastador de saber que no tenía ningún amigo.
O casi ninguno. Tarod había conocido en tiempos el amargo aguijón de ser un exiliado, y Karuth se atrevía a creer que los recuerdos de su experiencia despertaban en él compasión y afinidad por sus apuros. Pero eso, aun si fuera verdad, nada garantizaba.
¿Se aventuraría a comprobarlo? Aquél era otro motivo para permanecer en la sala, aunque estaba inextricablemente ligado a otros, y a la sencilla necesidad de no quedarse sola. Pero ahora no estaba segura de tener el valor para abordar el tema con Tarod.
Estaba tan preocupada por sus pensamientos que no se dio cuenta de que él la observaba, por lo que dio un respingo cuando pronunció de pronto su nombre.
—Karuth. —Sus verdes ojos parecían la mirada de un gato en la semipenumbra—. Creí que te habías marchado con los demás.
Parpadeó rápidamente, intentando recuperar la compostura.
—No, mi señor. Yo… —El gusano de la autocompasión se agitó—. Sospecho que los demás no recibirían mi compañía con agrado.
Tarod no hizo ningún comentario, pero ella sintió que su pequeña demostración de amargura ni lo impresionaba ni lo emocionaba. Él se acercó y le tocó la mejilla con la palma de la mano.
—Tienes frío.
—No; de verdad, estoy bien. —Se apartó, agradecida por el contacto, pero al mismo tiempo recelosa—. Gracias… —Tragó saliva, con la sensación de que algo quería atascarse en su garganta.
—De todas formas, deberías acostarte. Nada más hay que hacer esta noche.
Karuth asintió sin mucho convencimiento; luego lo miró.
—¿Y vos, mi señor? No hemos preparado habitaciones para vos… Si me decís qué necesitáis, yo…
La hizo callar con un movimiento de la cabeza.
—No hace falta. Yo me acomodaré. —Esbozó una sonrisa ligeramente malévola—. No soy Ailind; no requeriré alojamiento espléndido ni doce criados corriendo detrás de mí para recordar a todo el mundo que estoy aquí. —Le cogió el brazo en un gesto ceremonioso pero amigable y la condujo hacia las puertas de doble hoja—. Vete a la cama, Karuth, e intenta dormir. Aunque ahora te parezca improbable, con la luz del día verás tus dudas con otra perspectiva.
Estuvo a punto de decir «No tengo dudas», pero se contuvo, al comprender que él había juzgado sus sentimientos mejor de lo que podría hacerlo ella. Sabía que se la estaba quitando de encima de forma amable y no quería discutir con él, pero sabía también que aquella noche le costaría conciliar el sueño, si es que conseguía dormir. Y había otra cuestión, todavía sin resolver…
Llegaron ante la puerta. Tarod la abrió; luego se detuvo y soltó una risa divertida y suave.
Ante la puerta del comedor, silenciosos en el suelo, esperando, estaban los gatos. Debían de ser entre quince y veinte de todos los colores, tamaños y edades, y todos y cada uno miraban alertas, casi extáticos, a la cara del señor del Caos. Uno, el gato gris que en el pasado se había pegado a Karuth tan a menudo, abrió la boca y emitió un maullido que sonó como una bienvenida.
—Vaya, vaya —dijo Tarod, y su voz mostraba auténtico placer—. Había olvidado que el Caos tiene estos buenos amigos entre los habitantes del Castillo.
Los gatos se acercaron, ronroneando, y se frotaron contra sus piernas y contra la falda de Karuth. Tarod se agachó y los acarició uno por uno; luego miró sonriendo a Karuth.
—Hubo una ocasión en la que tuve buenos motivos para sentirme agradecido a uno de sus antepasados —comentó—. Una criatura muy parecida a este pequeño animal gris, ahora que lo pienso.
Karuth sintió, aunque débilmente, un aura de calor y placer que emanaba de las mentes telepáticas de los gatos. Su estado de ánimo le dio confianza, al igual que su inesperado efecto sobre Tarod, quien con aquella muestra de afecto parecía de repente más asequible.
Karuth habló antes de que la abandonara el valor.
—Mi señor, quería pediros algo.
Los ojos verdes brillaron con despreocupado interés.
—Ah, ya me parecía. ¿Qué te inquieta?
Se sintió estúpida; de nuevo él había adivinado sus pensamientos, y no debía haber esperado menos. Cogió aliento y entrelazó con fuerza las manos.
—Se trata de Strann, mi señor.
—¿Strann? —El tono de voz y la expresión de Tarod no permitían el menor atisbo de su reacción interior—. ¿Qué le ocurre?
—Yo… —Y pensó: No des rodeos; di la verdad—. Temo por él. —Se pasó la lengua por los labios, que de repente sentía incómodamente secos—. Sé que cometió una equivocación, y que en cierto sentido fracasó en la misión que Yan…, que vuestro her…, que nuestro señor Yandros le impuso; pero creo que es un aliado sincero, y sin la protección del Caos puede estar en peligro si el Sumo Iniciado o… o cualquier otro fuera a… —Se dio cuenta de que estaba balbuceando, poniéndose en ridículo, y dejó la frase a medio acabar.
Tarod acarició una última vez al gato gris con la yema de un dedo y se enderezó.
—¿Crees que Ailind puede desquitarse con Strann ya que no puede hacerlo contigo?
Había expresado sus sentimientos con tal exactitud que sus mejillas se encendieron.
—Sí —dijo.
—¿Dónde está Strann?
—En una habitación del ala principal. Sigue prisionero, por mucho que las apariencias sugieran otra cosa. Y hay otra cuestión…
Tarod le lanzó una inquisitiva mirada, y, aunque no tenía intención de decir nada más en principio, Karuth se encontró contándole la historia de la mano derecha destrozada de Strann: la broma particular de Ygorla para asegurarse de que su enviado le permanecía fiel.
—Sin la música no tiene nada —terminó de decir con aire desgraciado—. Y ella le dijo que era la única capaz de deshacer la brujería y devolverle la mano entera.
Tarod la miró con expresión extraña.
—Eres un médico muy cualificado, Karuth. ¿Qué tienes que decir de eso?
Ella clavó la vista en el suelo.
—No hay capacidad humana que pueda reparar el daño que le ha hecho, mi señor. Es… monstruoso.
Él permaneció callado tanto tiempo que Karuth comenzó a sentirse incómoda y, cuando se atrevió a mirar otra vez, vio que su expresión era sombría y que en sus ojos había un brillo peligroso y pensativo. Insegura del terreno que pisaba, intentó encontrar una forma de romper el silencio, pero él se le adelantó.
—Llévame a la habitación de Strann —le dijo.
El tono de voz era brusco y no admitía preguntas. Karuth hizo una leve reverencia, sin animarse a decir nada, sin animarse a creer que él estuviera dispuesto a atender su súplica. Miró el pasillo, no vio a nadie, y sin decir palabra se volvió para guiarlo hacia la escalera principal. Detrás de ellos, como una corriente de agua o un hilo de humo bajo, los gatos los seguían en silenciosa procesión.
En las horas transcurridas desde que Karuth había abandonado su habitación, a Strann no le había resultado fácil encontrar formas de distraerse. Le habían dado de comer, lo que al menos era algo que agradecer, y había intentado ocupar su tiempo prolongando al máximo la comida; pero al final, habiendo comido sólo la mitad de los platos y con el resto de los alimentos fríos y nada apetecibles aunque hubiera tenido hambre, abandonó el esfuerzo.
En cierto modo, reflexionó, su falta de apetito era probablemente una bendición, puesto que, de ese modo, el papel que Karuth le había indicado que interpretara resultaba mucho más convincente: un hombre que se recuperaba de la fiebre, ya fuera de peligro pero todavía convaleciente y débil. Ambos sabían que la breve enfermedad que había padecido no había sido una afección natural sino un complot por parte del Caos, una manera de llegar a Karuth a través de él, pero era esencial que nadie sospechara algo extraño. Para ello, Strann había soportado con paciencia y en silencio un detenido examen por parte de Sanquar, el segundo médico del Castillo, ayudante de Karuth, y esperaba haber resultado convincente en su fingimiento; desde luego había resultado lo bastante convincente para evitar que le formulara preguntas potencialmente peligrosas. Sanquar se marchó por fin, y poco después oyó que sus dos guardianes también se alejaban por el pasillo, seguramente pensando que estaba bastante seguro como para dejarlo solo durante la noche. En cuanto dejó de oír sus pasos, intentó abrir la puerta, pero, naturalmente, estaba cerrada con llave. Ahora, sin nada más que distrajera su atención, era presa de todos los pensamientos y preocupaciones que había intentado mantener a raya.
Sabía que Karuth tenía una misión que cumplir, y sospechaba que era una tarea impuesta por Yandros, el principal señor del Caos, aunque Karuth no había querido confirmárselo. Estaría más seguro si no sabía nada, había dicho ella, y, aunque pudiera ser verdad, a Strann no le gustaba eso, y menos aún cuando su mente daba vueltas a lo poco que ella le había contado. Un emisario del Orden en el Castillo… Y los dioses del Orden sabían el propósito que lo había llevado allí y conocían los detalles del mensaje que portaba. Por los Siete Infiernos, pensó Strann con amargura, había caído en la trampa con todo el equipo. Revelar la naturaleza de los apuros de Yandros y anunciar con total descuido el hecho de que la gema del alma de un dios del Caos había sido robada, con uno de los señores del Orden sentado a menos de tres pasos, escuchando cada una de sus palabras… Un perro descerebrado no lo habría hecho peor. Ahora, en una apuesta de última hora para reparar el mal que él había causado, Karuth se exponía a un peligro mortal. Ella había intentado quitarle importancia, pero Strann no era tonto; sabía la naturaleza del riesgo al que se enfrentaba ella, aunque sólo pudiera suponer los detalles. Y si algo le ocurría por culpa de su estupidez…
Con un gesto furioso, Strann apartó la ropa de cama, se levantó y comenzó a pasear por la habitación como un león enjaulado. Al diablo con aparentar que no podía levantarse de la cama; si permanecía en ella un instante más, comenzaría a desgarrar las colgaduras o cogería los potes y las pociones que el maldito médico había dejado en la mesa y los tiraría por la habitación, o gritaría para conseguir que los guardianes regresaran corriendo del cómodo refugio que se hubieran buscado. Se acercó a la ventana, descorrió las cortinas y se asomó. Nada; el patio estaba desierto, coloreado en tonos plateados y negros con la nieve y los contornos de las antiguas murallas de piedra. Aquél era un lugar estremecedor y opresivo, pensó. Era difícil pensar que alguien con algo de calor en el alma pudiera considerarlo su hogar, y menos una mujer como Karuth. Entonces, al pensar en Karuth, volvió a aflorar a la superficie el miedo enfermizo; dejó caer la cortina y volvió tenso al centro de la habitación.
Habían dejado dos velas encendidas, sujetas en candelabros de pared, que proporcionaban la luz justa para ver. Con su mano intacta, Strann buscó en los grandes bolsillos de su chaqueta y sacó los diversos objetos que allí encontró. Un puñado de monedas. Dos puntas de plumilla rotas. Un trozo de pergamino; tenía algo escrito pero la tinta se había corrido y era ilegible. Una piedrecilla de cuarzo, de cantos afilados; una especie de amuleto, aunque últimamente poca suerte le había traído. Dos cuerdas de repuesto para su manzón… Las guardó de nuevo con rapidez, reprimiendo la ansiedad que le provocaban. Una baraja de cartas vieja, manchada, y un dado con un canto tan gastado que ya no podía rodar imparcialmente. Sopesó el dado y acabó por desecharlo en favor de las cartas. La baraja no estaba completa, pero podía jugar uno de los juegos más sencillos, el Azar de la Cosecha por ejemplo, apostando contra sí mismo y haciendo una apuesta adicional sobre qué bando ganaría. Cualquier cosa, cualquiera, con tal de que las horas pasaran y que no pensara más que en asuntos triviales.
Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, dividió su pequeña reserva de monedas en dos montones y, torpemente, con una mano comenzó a barajar y repartir las cartas.
Cuando empezaba a jugar la tercera mano, advirtió que le era prácticamente imposible concentrarse en el juego. A pesar de sus esfuerzos por dejarlo de lado, el miedo estaba apoderándose de él. Tenía miedo por su persona y su precario futuro, pero el miedo mayor —y, siendo poco dado a engañarse sobre sí mismo, fue lo suficientemente sincero para reconocer que era una sorpresa— era por Karuth.
¿Dónde estaría ahora? ¿Qué estaría haciendo? Y, lo que era más importante, ¿estaba a salvo? Lo peor era no saber nada, y no poder hacer nada para ayudarla, sobre todo porque, de no haber sido por él, todo aquel feo asunto jamás habría ocurrido. Si al menos pudiera salir de aquella habitación. Si al menos…
La cerradura de su puerta emitió un chasquido, y la mente de Strann se quedó helada. El corazón le dio un doloroso vuelco y alzó la mirada a tiempo para ver cómo se abría la puerta. Alguien, poco más que una silueta a la luz de las velas y de la iluminación igualmente tenue del pasillo, apareció en el umbral. Una voz conocida dijo:
—¿Strann?
—¡Karuth! —Strann soltó las cartas y se puso en pie de un salto—. ¿Va todo bien? ¿Qué has estado…? —Entonces se tragó el resto de la frase, al ver al hombre alto que había entrado en la habitación tras ella.
A la escasa luz, Tarod no era claramente visible, pero el instinto hizo sonar la alarma en la psique de Strann y permaneció inmóvil, con una mirada intensa y recelosa en los ojos garzos. El señor del Caos no dijo nada, pero hizo un ligero gesto en dirección a los candelabros de la pared, y la docena de velas que no estaban encendidas cobraron vida. La habitación se iluminó y Strann vio su rostro por vez primera.
—Uhhh… —Strann no necesitó mirar a Karuth en busca de una confirmación; el parecido con Yandros bastaba para revelarle la verdad y retrocedió un paso, vacilante—. Mi… —A duras penas consiguió que la lengua le obedeciera—. Mi señor…
—Siéntate, Strann. —Tarod cerró la puerta—. Y no salgas corriendo por miedo a que haya venido para castigarte por tu estupidez. Tu nexo con mi hermano nos dio el medio de llegar a Karuth, de manera que al final fuiste de alguna utilidad. Digamos que un hecho anuló al otro y que puedes considerarte absuelto.
Strann lo miró como hipnotizado, se abrió paso hasta la cama y se dejó caer sobre ella. Intentó hacer una pregunta, pero la coherencia estaba fuera de su alcance.
—¿Qué…? Es decir, no entiendo cómo…
—Realicé un rito, Strann —explicó Karuth en voz baja—, que abrió el camino entre nuestro mundo y el dominio del Caos. Ésa fue la misión que nuestro señor Yandros me pidió que realizara cuando me habló a través de ti. —Hizo una pausa—. Me pareció mejor no decírtelo hasta que lo hubiera hecho.
Al darse cuenta, aunque fuera sólo un atisbo, del peligro que debía de haber corrido Karuth, Strann sintió que el rostro se le perlaba de sudor frío. Por un breve instante, se preguntó si no estaba volviendo a tener alucinaciones, pero desechó rápidamente la idea. Aquél no era un sueño febril; era tan real como su encuentro con Yandros en la Isla de Verano.
Todavía estaba intentando dominar su mente y su voz cuando Karuth atravesó la habitación y le cogió la mano.
—Strann, esta noche se han producido grandes cambios en el Castillo. Mi hermano sabe que nuestro señor del Caos está aquí, y sabe también que fui yo quien abrió la puerta al Caos.
Tarod intervino.
—Para ser más exactos, Ailind del Orden también lo sabe. No puede vengarse de Karuth porque está bajo mi protección y no tiene poder sobre mí. Pero tú podrías ser un asunto totalmente distinto.
Strann miró asustado al señor del Caos.
—¿Como blanco de su ira? Pero si…
—Nunca cometas el error de subestimar a una criatura como Ailind —dijo Tarod con brusquedad—. No hay mortal que pueda compararse a los señores del Orden en lo que se refiere a rencor y mezquindad, y, si Ailind cree que puede hacer daño a Karuth atacándote a ti, lo hará. Por lo tanto, creo que será lo mejor que extienda mi protección para que te incluya a ti además de a ella.
Strann sintió que el sudor frío desaparecía, reemplazado por una oleada de calor y alivio. Karuth sostenía todavía su mano; le apretó los dedos, y él le devolvió el apretón con todas sus fuerzas.
—Gracias, mi señor —consiguió decir al fin—. No puedo expresar con palabras mi agradecimiento.
—No es una cuestión de gratitud, Strann. Sencillamente, al Caos no le interesa poner en peligro a uno de los pocos aliados que tiene. Si te consideras en deuda con alguien, que sea con Karuth, que defendió tu causa. —Entonces miró a Karuth—. Es tarde. Saca a Strann de esta habitación y encuéntrale otro alojamiento para el resto de la noche.
Ella asintió, demasiado agradecida para poder hablar. Strann se levantó de la cama, mientras se preguntaba si sus piernas podrían sostenerlo o si se derrumbaría; pero, cuando Karuth comenzaba a acompañarlo hacia la puerta, Tarod dijo de pronto:
—Esperad… sólo un momento.
Se detuvieron. Tarod cruzó la habitación y Karuth se apartó respetuosamente cuando se paró ante Strann.
—Tu mano. —Tarod miró el guantelete que ocultaba el muñón destrozado de Strann, y de pronto su voz adquirió un tono extrañamente amable—. Quítate el guante, Strann. Déjame verla.
Strann se puso tenso y su mirada escrutó el rostro del señor del Caos, como si estuviera casi convencido de que aquello era el preludio de algo desagradable. Los verdes ojos de Tarod no se movieron, y, tras un instante, Strann bajó la mirada y se quitó el guante muy despacio. Incluso a aquellas alturas, todavía tenía que hacer un esfuerzo para no espantarse al ver lo que quedaba al descubierto.
Tarod tocó el muñón con un largo dedo índice. Su mirada volvió a adquirir una expresión pensativa, como le había ocurrido minutos antes en el comedor, y el dios sintió un rápido centelleo de ira. La mano de Strann le traía viejos recuerdos de sus apuros en aquel mundo, y de un momento en que él había sufrido un tormento similar. Ahora carecía de sentido, pero, si quería, podía recordar aún la agonía producida por los huesos al romperse y la rabia y el desconcierto ante una traición monstruosa.
Reprimió aquellos pensamientos y habló, sin que su tono de voz revelara nada.
—¿Fue la hechicera quien te hizo esto?
Strann hizo un gesto afirmativo, sin atreverse a confiar en su voz.
—¿Como garantía de tu fidelidad?
Strann se humedeció los labios.
—Eso fue lo que dijo.
—Entiendo.
Tarod extendió los dedos y cubrió el muñón. Strann sintió algo —no era dolor, aunque se le parecía: calor y frío y algo más que no conseguía identificar— que sacudía los nervios que deberían estar muertos. Luego Tarod retiró los dedos.
Strann miró… y la impresión fue como un puñetazo, como si el cuarto, el Castillo, el macizo, el mundo entero, se hubieran vuelto del revés.
Su mano volvía a estar entera.
Tarod sonrió amablemente a Karuth; casi con tristeza, pensó ella.
—Os deseo una buena noche —dijo, y salió de la habitación.
Aturdida y en silencio, Karuth contempló la puerta que se cerraba tras él. No podía expresar lo que sentía; no encontraba palabras, ni siquiera conseguía ordenar sus confusos pensamientos. De pronto, su parálisis cedió; se volvió a Strann, con el rostro radiante…, y se paró en seco.
Strann se cubría los ojos con la mano, la mano restaurada, y los mechones enredados de su cabello castaño claro ocultaban el resto de su cara. No emitía sonido alguno, pero sus hombros temblaban, y Karuth volvió a desviar la mirada, dándose cuenta de que él no quería que lo viera así, aunque no pudiera evitar saber lo que ocurría.
No estaba acostumbrada a aquello, se dijo; se apretó los ojos con un pulgar y un índice, y parpadeó con rapidez. Había visto a Tirand, sí, muchas veces, cuando era un crío, y más recientemente, cuando murió su padre… pero fue distinto. Era su hermano y era más joven que ella, por lo que no sintió vergüenza y supo qué hacer. Pero ahora se sentía perdida. Era extraño. A lo largo de sus años practicando la medicina había presenciado decenas de nacimientos y muertes, había tratado el dolor, el miedo y la pena; había visto casi todos los aspectos imaginables de la condición humana, desde los más amables a los más crueles. Pero en todos aquellos años, creía que nunca se había sentido tan impotente como en aquel instante, o tan emocionada por algo tan sencillo como la visión de un hombre llorando.