Era tarde, pero la veintena de personas que todavía permanecían en el comedor no tenían ganas de abandonarlo. El fuego que ardía en la gran chimenea había sido avivado de nuevo, las cortinas estaban echadas para protegerse del duro clima invernal y era mucho más agradable seguir allí sentados, pasando el tiempo en buena compañía y con unas cuantas botellas de vino, que afrontar los pasillos helados y poco iluminados del Castillo para irse a dormir.
La mayoría de los presentes eran adeptos superiores del Círculo, entre ellos el Sumo Iniciado Tirand Lin, pero cuando se formó un amplio semicírculo de sillas en torno a la chimenea, a una distancia respetuosa del enorme calor del fuego, también se unieron al grupo dos no iniciados. Shaill Falada, Matriarca de la Hermandad, estaba cómodamente amodorrada. La luz del fuego suavizaba las arrugas de preocupación que le surcaban el rostro, y su piel, cuyo moreno meridional contrastaba con la tez más pálida de los moradores del Castillo, mostraba una viveza cálida y rubicunda. Frente a la Matriarca, y al lado del Sumo Iniciado, se hallaba sentado un hombre alto, de rostro serio y austero, bastante más joven de lo que a primera vista podría desprenderse de su blanca cabellera. A todos los efectos, no era más que un marinero naufragado en la Península de la Estrella durante una galerna y que ahora se encontraba en el Castillo recuperándose; sólo tres personas del grupo conocían su verdadera identidad, y habían prometido obedecer su orden de no revelar la verdad a sus colegas. Ailind, señor del Orden y hermano de Aeoris, tenía sus motivos para querer mantener en secreto su presencia en el mundo de los mortales, y, aunque había cultivado la amistad de los adeptos, también se había cuidado de no ejercer su influencia, al menos en público.
Los criados se habían llevado los restos de la cena, y la charla del grupo había ido tocando una serie de tópicos sin importancia. En los últimos días, habían tenido poco tiempo, y menos ganas, para el ocio, y aquellas reuniones nocturnas se habían convertido en un pequeño y precioso oasis de relativa paz. Ello no quería decir que la crisis que amenazaba al mundo pudiera ser olvidada o dejada de lado ni siquiera durante aquel breve lapso, ni mucho menos, porque poca duda quedaba de que Ygorla, la usurpadora y autoproclamada emperatriz, mantenía un dominio sobre la tierra que ningún poder mortal podía quebrar. Pero el Castillo de la Península de la Estrella era el único bastión que Ygorla y su demoníaco padre no podían invadir a voluntad. Aquí, el Círculo, y quienes con él se habían refugiado, estaba seguro, y hasta el momento su labor había consistido en mantener esa seguridad y en proteger de los ataques de Ygorla a los principales protagonistas de la lucha contra ésta. La forzosa inactividad no agradaba a la mayoría de los adeptos; los más impetuosos habrían preferido entablar combate, físico o mágico, con la hechicera, mientras que aun aquellos más prudentes se mostraban inquietos por el hecho de que hasta el momento su estrategia parecía consistir en poco más que un intercambio de cartas cuidadosamente redactadas entre el Círculo y la usurpadora. Sólo durante aquellos breves interludios, como el ojo en calma en el corazón de una tormenta, hacían un esfuerzo para sacudir sus frustraciones y sus dudas, y aparentar durante un rato que la vida volvía a la normalidad.
Sin embargo, el interludio no podía durar. Incluso en aquellas reuniones, siempre había alguien que, deliberadamente o no, introducía la nota amarga, el súbito recordatorio de que la fría realidad se encontraba detrás de una palabra dicha al tuntún. El culpable en esta ocasión fue Sen Briaray Olvit, un adepto superior que tenía reputación de hablar primero y pensar después y que era uno de los tres presentes que compartía el secreto de Ailind. Hablaban de vinos, discutiendo los méritos de las viñas de Han y Perspectiva, cuando Sen, con una mueca, dijo:
—Estamos suponiendo, por supuesto, que el asunto de nuestras preferencias no se va a convertir en algo puramente teórico antes de la próxima vendimia. Quizá, cuando todo esto haya terminado, ni en Han ni en Perspectiva, ni en ningún otro lugar, quede un viñedo en pie.
Tirand miró a Sen con amargura. Sabía que el recordatorio de su difícil situación debía aflorar, pero había abrigado la esperanza de que, al menos aquella noche, tendrían un respiro más prolongado. Pensó en intentar reconducir la conversación hacia un tema más agradable, pero, antes de que dijera nada, alguien más siguió el hilo de lo dicho por Sen.
—Tienes algo de razón en eso, Sen, y tiene consecuencias mucho mayores. El vino es un lujo sin el cual es fácil sobrevivir; pero ¿qué ocurre con las necesidades más fundamentales, los alimentos básicos? ¿Alguien ha calculado cuánto tiempo podremos seguir sin recibir suministros?
Todos miraron a Tirand. El Sumo Iniciado suspiró para sus adentros. No quería centrar su atención en asuntos tan tristes, pero el deber era lo primero. Y la pregunta era válida y debían habérsela planteado anteriormente.
—Todo depende de cuánto se alargue esta crisis —repuso—. Afortunadamente, todas las caravanas con los diezmos de las provincias llegaron antes de que fuéramos asediados, por lo que nuestros suministros de invierno están al nivel acostumbrado. Claro que, en una situación normal, recibiríamos los nuevos diezmos en la primavera, tan pronto como el tiempo mejore lo suficiente para que los desfiladeros sean transitables. Pero este año…, como dices, no podemos estar seguros de nada. Tal vez no haya caravanas; tal vez no haya provisiones para las provincias, mucho menos para nosotros. Tienes razón; es algo que no habíamos tenido en cuenta previamente, y es una seria omisión.
—¿Crees que deberíamos establecer un racionamiento, Tirand? —intervino una mujer mayor.
—No puedo decirlo con seguridad hasta que no conozcamos el estado preciso de nuestros almacenes. Pero creo que, como mínimo, haríamos bien en considerar la posibilidad.
En el extremo más alejado de la chimenea, la Matriarca dejó su copa de vino.
—En eso podemos ayudaros mis hermanas y yo, Tirand —dijo—. Hace años, cuando estaba en Wishet, tuvimos una estación de inundaciones desastrosas que tú no recordarás porque eres demasiado joven, y hubo racionamiento en la provincia durante casi medio año después de la catástrofe. Lo que entonces aprendí puede resultar útil ahora, y será una pequeña compensación por haberos cargado con bocas extra que alimentar.
Tirand le sonrió.
—No nos has cargado, Shaill, ¡y espero que lo sepas tan bien como nosotros!
—Eres muy caballeroso, querido, pero no acallarás mi conciencia, ni mis pesadillas. Sufro por haber venido a refugiarme aquí, mientras que la hermana Fiora y las otras superioras se quedaron en Chaun Meridional. Si me confías la tarea de hacer inventario de los suministros del Castillo y de preparar un plan de emergencia, por fin tendré la sensación de que al menos estoy contribuyendo con algo práctico y útil. —Hizo una pausa un instante, reflexionando, y luego añadió—: Podría pedir la ayuda de Calvi. Creo que le iría bien tener que hacer algo positivo, por muy rutinaria que sea la labor.
—Eso me recuerda algo —acotó Sen—. ¿Dónde está nuestro Alto Margrave esta noche? No lo vi durante la cena, y no es de los que se saltan una comida.
Tirand contempló la sala. Sen tenía razón: Calvi Alacar, hermano y sucesor a su pesar del asesinado Blis, no se encontraba con los allí reunidos; de hecho, Tirand no recordaba haberlo visto desde primera hora de la tarde.
—Espero que no haya sido víctima de la epidemia de resfriados invernales que azota el Castillo —dijo la Matriarca—. Esta mañana me pareció que no tenía buen aspecto. Quería mencionárselo a Sanquar, pero se me…
Se paró en mitad de la frase cuando, de manera tan súbita que todos se sobresaltaron, las puertas al otro extremo de la sala se abrieron de par en par. Tirand se volvió en su silla, con expresión sorprendida y furiosa.
—¿Qué ocurre en el nombre de…?
Pero, al ver las dos figuras que habían entrado en la sala, tampoco él acabó la frase. A una la conocía demasiado bien: su hermana, Karuth Piadar, con quien en aquellos momentos apenas se hablaba. La otra… Los ojos del Sumo Iniciado se fijaron en el hombre alto y de cabellos negros que acompañaba a Karuth, y sintió un frío estremecimiento. No podía explicarlo —aquel hombre era un completo desconocido, por lo que no había motivos para alarmarse— pero había algo en él, algo en aquel rostro aquilino, tranquilo, algo en la intensidad de la mirada de los verdes ojos de felino, que llenó de miedo el corazón de Tirand. Y Karuth… Sus mejillas, normalmente pálidas, estaban arreboladas, y tenía un aspecto desafiante, casi triunfante…
Entonces, a su espalda, Ailind del Orden lanzó un duro juramento, que rápidamente reprimió.
El hombre del pelo negro sonrió.
—Ah, veo que me reconoces, viejo amigo, a pesar del tiempo que ha transcurrido —Habló en voz baja, pero su voz llegó perfectamente al otro lado de la sala. Después avanzó con la gracia de un felino, dirigiéndose hacia ellos. Tirand vio que el rostro de Ailind enrojecía de ira. Sorprendido, miró al señor del Orden en silenciosa súplica, pero Ailind no le hizo el menor caso y mantuvo la mirada clavada en la figura que se aproximaba. Confuso y de pronto inseguro de sí mismo, Tirand se puso en pie lentamente. El desconocido se detuvo a tres pasos de él, hizo una inclinación de cabeza y dijo:
—Buenas noches, Sumo Iniciado. Mis saludos a ti y al Círculo. —Los rápidos ojos verdes se fijaron en la Matriarca, y el recién llegado hizo una reverencia más cortés—. Señora.
—Señor… —Los ojos de la Matriarca mostraban curiosidad—. Me temo que tenéis una ventaja sobre mí. ¿Os conozco?
Él sonrió apenas.
—Creo que sabéis de mí, señora, aunque nunca nos hayamos encontrado.
Si Tirand hubiera estado observando a Ailind, habría visto que el dios permanecía inmóvil, rígido, con expresión desencajada y tensa. Pero Tirand estaba demasiado absorto en las reacciones gemelas que surgían en su mente. Tenía miedo de aquel desconocido; y al mismo tiempo tenía la impresión de que, sutilmente, aquel hombre se burlaba de él.
Antes de que Shaill volviera a hablar, su voz se escuchó con dureza.
—¿Quién sois? —inquirió en tono agresivo—. ¿Qué os trae por aquí?
De nuevo aquella gélida sonrisa; una sonrisa, observó Tirand, de completa seguridad. El hombre del pelo negro hizo un gesto descuidado en dirección a Ailind.
—Pregúntaselo a tu amigo y mentor, que se esconde detrás de ti como una serpiente detrás de un matojo —replicó tajantemente—. Me conoce muy bien.
El rostro de Tirand enrojeció.
—¿Sabéis quién…? —Entonces, de repente, se dio cuenta de lo que estaba a punto de decir, y reprimió las furiosas palabras. Pero el desconocido terminó la frase por él.
—¿Que si sé quién es esa criatura? Sí, Sumo Iniciado, lo sé. Aunque no creo que puedan decir lo mismo la mayoría de los aquí presentes. ¿Me equivoco?
El rubor de Tirand se hizo todavía más intenso.
—¡Maldita sea vuestra insolencia! ¿Quién sois para entrar en esta sala sin permiso, para…?
Los ojos del desconocido cambiaron. Tan sólo Tirand percibió el impacto completo del cambio, puesto que la mirada verde estaba fija en él, y lo hizo callar cuando se dio cuenta de que, fuera quien fuese, aquel ser no era humano.
—Soy Tarod —repuso con suavidad el extraño de cabellos negros—, hermano de Yandros del Caos. Y no me hace falta la invitación de un pelele del Orden para entrar en la sala que nuestros siervos construyeron hace un eón.
Del grupo surgieron murmullos, exclamaciones de asombro, suspiros. Sen y otros dos se pusieron de pie; la Matriarca se aferró a los brazos de su silla hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Tirand comenzó a temblar.
—Eso… —dijo con voz tensa— es imposible…
La mirada de Tarod se tornó maliciosa.
—¿Imposible, Sumo Iniciado?
—¡Sois…, sois un fraude, un farsante!
Tarod suspiró.
—Como quieras. —Chasqueó los dedos en dirección al otro extremo de la sala, y, a todo lo largo de ésta, las antorchas, una por una, se fueron apagando en sus soportes. Sólo quedó la luz del fuego, y, ante su rojizo resplandor, Tarod recorrió con la mirada el semicírculo de rostros asombrados que lo rodeaba.
—Nada más que un pequeño truco de farsante, Sumo Iniciado —declaró con ironía—. Supongo que cualquier novicio de primer grado podría hacerlo en un abrir y cerrar de ojos. —Tirand no contestó, y Tarod volvió a chasquear los dedos, esta vez en dirección a la chimenea. El fuego se apagó, y la sala se sumió en una total oscuridad, a excepción de una fina franja de luz que se colaba por debajo de las puertas, procedente del pasillo. Alguien apenas reprimió un grito, y una silla cayó con ruido estrepitoso. Entonces Tarod miró las vigas del techo, envueltas en sombras, y al hacerlo pareció que el techo se desvaneciera y la sala quedó descubierta bajo el cielo.
Esta vez el grito fue de verdad, y otra voz exclamó aterrorizada:
—¡Dioses, no, no! —El Warp que Tarod había invocado y hecho venir desde el norte aullaba directamente sobre sus cabezas. Protegidos por la brillante y cálida seguridad de la sala, por sus gruesos muros y cortinas echadas, los adeptos no habían percibido la proximidad de la tormenta, y, cuando el sonido y la visión de ésta cayeron sobre ellos, fueron presas del pánico. La terrible voz del Warp, como el griterío de un millar de almas en pena, golpeó sus sentidos; el chillido agudo y ululante del huracán que se escuchaba con la tormenta y por encima de ésta hacía temblar los cimientos del Castillo. El cielo se veía surcado por relámpagos de color carmesí, esmeralda y plata, y su resplandor convertía la sala, y a sus acobardados y agazapados ocupantes, en un torbellino de escenas fantasmagóricas. Y, en lo más alto de los atormentados cielos, las grandes bandas de color oscuro giraban despacio, inexorablemente a través del mundo.
De pronto, desde algún lugar cerca de la chimenea vacía, una voz surgió atronadora:
—¡Detén esto!
Ailind se había puesto en pie; los ojos eran de un color oro ardiente y brillaban de odio. Tarod lo miró por encima de una docena de formas agachadas, y sus ojos también se entrecerraron. Luego alzó la mirada… y el Warp dejó de existir. Los relámpagos y la mortecina rueda de color desaparecieron; las voces ululantes quedaron en nada. Las estrellas brillaban frías en un cielo despejado, y, en el extremo oriental de la sala, el débil resplandor de la primera luna al surgir tiñó la parte superior de la pared sin techo.
Poco a poco se fueron apagando los lamentos y las oraciones, cuando los miembros del grupo se fueron dando cuenta de que la tormenta sobrenatural había desaparecido. El fuego volvió a cobrar vida, y luego lo hicieron las antorchas; y, cuando Tirand y unos pocos más se atrevieron a alzar las cabezas, vieron que el techo de la estancia estaba intacto y que la escena volvía a ser normal.
Muy despacio, Tirand se levantó. Miró a Tarod una vez, con una mirada cargada de asombro, miedo y odio; luego se volvió para ayudar a la Matriarca, cuya amplia túnica entorpecía sus intentos por levantarse. Los demás también iban recuperando la compostura; Sen, ayudado por dos más, enderezaba las sillas esparcidas y tumbadas, mientras que otros, al descubrir que sus piernas todavía no eran capaces de sostenerlos, permanecían sentados, temblorosos y callados, intentando recuperar un cierto aire digno.
Detrás de Tarod se movió otra persona, y Karuth, que había permanecido agazapada junto a una de las largas mesas, tapada la cara con las manos, se levantó. Había esperado algo como aquello, pero lo repentino y violento de la demostración del señor del Caos la había cogido desprevenida. Tarod le dirigió una mirada y sonrió. Ella vaciló apenas un instante, y enseguida le devolvió la sonrisa, al tiempo que se apartaba de los ojos la larga y oscura cabellera y parpadeaba ante la luz renovada. Tirand estaba demasiado preocupado para observar la mirada que ella y Tarod intercambiaron, pero no así Ailind. El rostro del señor del Orden se iluminó al comprender y, apartando a un lado a un adepto que sin darse cuenta le cerraba el camino, dio un paso hacia ella.
—Tú —dijo. Tirand, al escucharlo, se giró con rapidez; pero, antes de que Ailind pudiera decir nada más, Tarod se interpuso en su camino.
—Sumo Iniciado… —Sus ojos eran fríos como las profundidades del mar y dio la espalda a Ailind para centrar la atención en Tirand—. ¿He demostrado quién soy de manera satisfactoria?
La Matriarca, que había vuelto a sentarse, emitió un sonido ahogado que igual podía haber sido un sollozo que una risa casi histérica.
—¿Demostrado? —repitió—. Dioses, ¡oh, dioses!
Tarod miró en su dirección y su actitud cambió.
—Señora —dijo—, debo pediros perdón por haberme manifestado de manera tan enfática. No deseo mal a ninguno de los mortales aquí presentes —puso el más débil de los énfasis en la palabra «mortal»—, pero es esencial que ninguno dude de mi verdadera naturaleza. Lamento haberos inquietado.
Shaill tragó saliva.
—Yo… acepto vuestras disculpas, mi señor —contestó con cuidadosa pero insegura formalidad—. Y confío en que, a cambio, vos… comprenderéis por qué en este momento no me levanto y me inclino ante vos, como dictaría el protocolo.
Tarod sonrió. Le gustaba Shaill, y admiraba su resistencia a dejarse intimidar.
—No necesito muestras de respeto, señora. Cortesía y franqueza —lanzó una dura mirada en dirección a Tirand— son suficientes. —Alzó la cabeza y los contempló a todos—. Ahora que vuestras dudas sobre mí han sido satisfechas, quizá podríamos centrarnos en el asunto de la franqueza de alguien más, o, más bien, de su falta de franqueza. —Se volvió de repente y, cuando sus ojos verdes se encontraron con los de Ailind, su voz adquirió un tono de envenenado desafío—. Es hora de que acabe tu charada. O bien cuentas a nuestros amigos mortales la verdad sobre ti y tu propósito en este lugar o lo haré yo. Tú eliges.
Ailind le devolvió la mirada. Tirand, que observaba a ambos, abrió la boca para hablar, pero lo pensó mejor. Su rostro estaba pálido. En silencio, Sen Briaray Olvit se colocó a su lado y le puso una mano en el hombro, aunque tampoco él dijo nada.
—¿Bien? —urgió Tarod con aspereza—. Estamos esperando.
Ailind se estremeció, y los que estaban más cerca de él sintieron la onda psíquica de su furia. Aunque estaban desconcertados por el repentino desafío, aparentemente sin razón, del señor del Caos al marinero de cabellos blancos, el repentino cambio fue una advertencia, un primer atisbo de que Ailind podía no ser lo que parecía, y un adepto, intuyendo algo parecido a la verdad, jadeó, reprimió un grito y cogió del brazo a su vecino más cercano. Tarod y Ailind seguían frente a frente, y los miembros del grupo retrocedieron un tanto al darse cuenta todos de la carga de poder descarnado que se estaba acumulando entre las dos figuras inmóviles. Aquel poder, asfixiante, salvaje, letal, era tan extraño, tan inhumano, que ni siquiera reconocía la existencia de los presentes. Las mentes de ambos adversarios habían saltado del mundo de los mortales a otra dimensión inimaginable, y cualquier mortal lo bastante estúpido como para interponerse entre ellos sería barrido y convertido en polvo.
Más tarde, nadie sabría decir con exactitud cuánto tiempo se prolongó el silencioso desafío. A algunos les pareció cuestión de segundos; para otros fue como si hubiera transcurrido una vida humana entera mientras los dos enemigos se enfrentaban en un conflicto sin palabras, sin movimientos, pero de todos modos aterrador. A pesar de que la luz de las antorchas y del fuego no estaba atenuada, parecía no tener fuerza; enormes sombras se cernían sobre la estancia, adquiriendo formas que recordaban a las más terribles pesadillas, y las imaginaciones febriles captaron los horribles ecos de risas inhumanas y monstruosos susurros. Hubo un momento en que un viento intenso recorrió la sala, agitando los rizos de cabello negro de Tarod y la lisa cabellera blanca de Ailind, haciendo que los humanos presentes se helaran hasta los tuétanos, para luego desaparecer de golpe. El silencio, como una mano de acero, se había adueñado de la estancia. Entonces, de manera tan gradual que al principio pareció a los observadores humanos que se trataba de un sueño, una luz comenzó a cobrar vida por encima del corazón de Tarod. Fría, blanca, aturdidora, se convirtió en un resplandor y cuajó en siete rayos de cegadora brillantez que comenzaron a latir con ritmo lento pero perfecto. Ailind sonrió. Era el primer cambio de expresión que se advertía en su rostro, y su sonrisa parecía una mezcla de desprecio, orgullo y resignación. Entonces una segunda luz comenzó a brillar sobre su corazón. Firme y completamente simétrica, brillaba con el insoportable color dorado de un sol desconocido y trazó el perfil de un relámpago, helado, tranquilo y eterno: el antiquísimo símbolo del Orden encarnado. Sin saber lo que hacía, sin advertir siquiera que su mano se movía, Tirand tocó la insignia que llevaba en el hombro, la antigua insignia que en tiempos había ostentado su predecesor, muerto hacía mucho tiempo, Keridil Toln, en los días en que el Orden gobernaba el mundo mortal sin oposición, y su garganta se cerró hasta que apenas pudo respirar. De pronto, todo acabó. Los límites de ese instante no fueron muy precisos, pero en el transcurso de tres latidos de corazón humano la batalla psíquica terminó y el retorno a la normalidad fue completo. Un leño se movió en el fuego, con un fuerte crujido, y lanzó brillantes chispas; quebró el silencio, y los observadores sacudieron la cabeza como gente que saliera de un sueño inducido por drogas. Las antorchas ardían en todo el salón, con su brillo recuperado; no había sombras monstruosas arrastrándose por las paredes. Y Tarod y Ailind no parecían nada más que dos hombres mortales, uno frente a otro, con la luz del fuego danzando sobre sus inmóviles siluetas.
Tarod fue el primero en hablar. Hizo una seca inclinación de cabeza ante Ailind y, con un aire de indiferencia que no consiguió ocultar del todo la ira que sentía, dijo:
—Te saludo, primo. Parece ser que estamos igualados.
Los ojos de color oro leonado de Ailind mostraron disgusto sin ningún disimulo.
—Tal y como dices, Caos. Quizá no podíamos esperar otra cosa.
Nadie más se atrevió a decir palabra. Tirand respiraba con dificultad; Sen, que seguía junto a él, estaba lívido. La Matriarca tenía la cabeza inclinada, como si rezara, y Karuth, sola y distanciada del grupo reunido junto al fuego, contemplaba la escena en silencio, con el rostro inexpresivo.
—De manera que —dijo Tarod—, si es que no lo han adivinado ya, cosa que parece probable, creo que ha llegado el momento de que uno de nosotros revele a nuestros amigos mortales unos cuantos hechos fríos. ¿Saldrán de tus labios o de los míos?
Ailind se encogió de hombros, mostrando desinterés, y el señor del Caos miró los tensos rostros de los habitantes del Castillo. Su mirada se posó por último en Tirand y allí la dejó.
—¿O quizás el Sumo Iniciado desearía contar la historia con sus propias palabras? —añadió Tarod en voz baja—. Sabes lo que quiero decir, ¿verdad, Tirand? Tú y dos más de los presentes en esta sala sabéis qué clase de ser acogéis bajo vuestro techo. No se trata de un pobre marinero náufrago, rescatado de una tormenta invernal, sino un señor del Orden, un hermano de Aeoris, quien te obligó a jurar que mantendrías el secreto so pena de caer en desgracia ante él, y quien te sedujo con promesas de un regreso a las viejas costumbres por las que tu corazón suspira en privado. ¿No es así?
Tirand se ruborizó intensamente.
—Deformáis la verdad…
—No; digo la verdad. Es una costumbre desagradable, pero el Caos a menudo decide permitírsela, en contra de las expectativas humanas. Así es nuestra naturaleza, Sumo Iniciado, como sabrías si hubieras estudiado el catecismo con un poco más de imparcialidad. Ahora, vuelvo a preguntarte, como también le pregunto a la Matriarca y al adepto que se encuentra a tu lado y que te ofrece su apoyo moral: ¿reconocéis que es verdad lo que digo?
Todas las miradas del grupo se clavaron en Tirand, que de pronto se sintió como un joven estudiante llevado a comparecer ante su maestro por algún acto vergonzoso. Entonces, inmediatamente a continuación de aquella sensación, llegó la ira; la ira justificada, no sólo por él, sino en nombre de todo el Círculo. ¡Era el Sumo Iniciado! Había renunciado a toda lealtad que hubiera podido profesar antes al Caos, y en aquella renuncia había sido apoyado por el Consejo de Adeptos y por los otros dos miembros del triunvirato gobernante. Y ahora tenía delante a un señor del Caos que lo acusaba de engañar a sus compañeros adeptos… pero ¿con qué derecho? Había cumplido con su deber para con el Círculo y para con su conciencia. Su lealtad era hacia Ailind y los señores del Orden. Ellos eran sus dioses, sus únicos dioses.
Ailind habló, con tranquilidad, pero enfáticamente.
—Nada tienes que temer del Caos, Tirand. No importa qué quiera hacerte creer Tarod: no tiene poder sobre ti. Estás bajo mi protección. —Hizo un gesto descuidado, casi despectivo hacia los adeptos que observaban—. Responde a su pregunta. Para mí carece de importancia.
El señor del Orden sonreía, y Tirand se enfrentó a la fría mirada de Tarod con una repentina seguridad que no surgía totalmente de él.
—Sí —dijo con claridad—. Es verdad. Y eso no cambia nada.
Se levantó una ola de susurros cuando sus compañeros lo escucharon. Entonces la anciana se levantó bruscamente de la silla. Su rostro estaba pálido.
—Tirand…, ¿nos estás diciendo que…, que todo este tiempo hemos tenido entre nosotros a un señor del Orden, y que has mantenido su presencia en secreto?
Tarod la miró.
—Eso es precisamente lo que os está diciendo el Sumo Iniciado, señora. Siguiendo órdenes de este ser en quien el Círculo fue lo bastante estúpido como para depositar su confianza, él, y unos cuantos más, os han engañado.
Un hombre moreno y fornido tomó la palabra. Miró al Sumo Iniciado, luego a Tarod y finalmente a Ailind y, con un esfuerzo, se dirigió directamente al señor del Orden.
—¿Es verdad, señor? ¿Sois…? —Tragó saliva—. ¿Sois uno de nuestros siete dioses?
Al inclinar la cabeza, la expresión de Ailind resultó indescifrable.
—Lo soy.
—¡Dioses! —Entonces, al darse cuenta de lo que acababa de decir, el adepto se puso colorado—. Perdonadme, no quería ser irrespetuoso, No…
Tarod interrumpió sus titubeos con una seca sonrisa.
—Ahorraos vuestra vergüenza, adepto. Vuestro juramento es un cumplido.
El hombre recuperó el dominio de sí mismo y asintió. Luego, todavía no del todo seguro en su actitud, se volvió hacia el Sumo Iniciado.
—¿Por qué mantuviste esto en secreto, Tirand? ¿Por qué no nos lo dijiste? Todo el tiempo, sin saberlo…
Desde algo más lejos, una nueva voz dijo:
—No tenía elección. Ninguno de nosotros la tenía.
Se habían olvidado de Karuth. Se acercó al fuego, y la postura de Tirand se hizo de pronto más rígida al ver el brillo acerado de su mirada. Karuth no le hizo caso y miró directamente al desconcertado adepto.
—No voy a negar mi participación —declaró—. Yo también guardé el secreto. —Lanzó una rápida mirada en dirección a Ailind, que podría haber contenido un cierto desprecio, aunque bajo la incierta luz era imposible asegurarlo—. Mi hermano no es más culpable que cualquiera de nosotros. Como he dicho, no podíamos elegir.
La anciana habló de nuevo.
—¿Cuántos más había, Karuth? ¿Quién más lo sabe?
Karuth vaciló, y Tarod habló en su lugar.
—Otros cuatro, señora. La Matriarca, aunque me apene decirlo; vuestro Alto Margrave, este buen adepto —señaló a Sen, quien no pudo sostener su mirada— y otro miembro superior de vuestro Consejo que no está presente en esta reunión. Por razones que sólo él sabe, vuestro dios decidió ocultar su presencia al resto de sus fieles. —Sus felinos ojos se endurecieron repentinamente—. Debéis dar las gracias al adepto médico Karuth Piadar por el hecho de que haya sido desenmascarado. Sólo ella tuvo el valor necesario para desafiar las prohibiciones que a todos os fueron impuestas e invocar al Caos para… digamos que para recuperar el equilibrio.
Tirand apretó las mandíbulas y miró a Tarod. Por un instante, su mirada pareció perdida, como si fuera víctima de una conmoción. Luego, como si no existieran ni el señor del Caos, ni Ailind ni ninguno de los adeptos presentes, se encaró lentamente con su hermana.
—¡Desde este momento ya no eres un adepto! —exclamó, con voz temblorosa de furia—. Declaro sobre ti el anatema. Te expulso del Círculo… ¡y ojalá las presentes circunstancias no me impidieran desterrarte de este Castillo para que te pudrieras en la oscuridad!
Las palabras de Tirand hicieron aflorar de nuevo todas las quejas, los resentimientos y la amargura de la vieja pelea entre los dos, y las mejillas de Karuth se encendieron. No pudo controlar su lengua y ni siquiera lo intentó, sino que replicó con un veneno equiparable al de Tirand.
—Puedes ser el pelele de Ailind, ¡pero Ailind ya no goza de total libertad aquí! —contestó con furia—. Y te recuerdo que el Círculo no consiste únicamente en su Sumo Iniciado. Tu palabra no es ley inmutable, hermano, ¡y tu anatema no me impresiona!
—¡No te atrevas a llamarme hermano! —explotó Tirand—. ¡No tengo hermana! ¿Me entiendes? ¡La furcia mentirosa que tengo ante mis ojos no es de mi sangre!
Se produjo un silencio momentáneo y tenso. Como dos gatos enzarzados en una pelea, Tirand y Karuth estaban frente a frente, sin hacer caso de quienes los contemplaban asombrados. Nadie más habló, ninguno hizo el menor gesto para intervenir. Aquello se había convertido de repente en una feroz pelea personal, y, aunque todo el Círculo pudiera saber de la desavenencia entre el Sumo Iniciado y su hermana, ver un alarde público tan vergonzoso era algo muy distinto. Entonces, con gesto violento, Karuth se llevó la mano al hombro. Se escuchó el ruido de la tela al desgarrarse cuando se arrancó del vestido la insignia de oro de adepto. La apretó en el puño y su voz cortó la atmósfera como si fuera una daga afilada.
—Nos entendemos, Tirand Lin. Escupo sobre el Círculo… ¡Y escupo al cobarde servil que se hace llamar su líder!
Arrojó la insignia contra Tirand, y lo alcanzó por encima del ojo derecho; Tirand se llevó una mano al rostro a la vez que lanzaba un grito de indignación, y tanto Tarod como Ailind se adelantaron al mismo tiempo…
—¡Karuth! ¡Tirand! —La Matriarca Shaill empujó hacia atrás su silla y se puso en pie. Se adelantó, sin hacer caso de los dos dioses, y se interpuso entre hermano y hermana.
—¡Esto es vergonzoso! —Shaill mostraba verdadera ira en tan raras ocasiones que su furia resultó por ello mucho más sorprendente, y dejó a todos parados en seco. La Matriarca lanzó a Tirand y a Karuth una dura mirada—. ¡Incluso un par de mocosos se portarían mejor! ¡Esto no puede tolerarse!
Hubo una larga pausa. Por fin, Tirand bajó la vista y musitó algo que podía ser una disculpa. Karuth intentó aguantar la mirada de Shaill pero no fue capaz, y acabó clavando la vista en el suelo. Shaill siguió mirándolos con fijeza hasta estar segura de que ninguno de los dos iba a lanzarse a un nuevo ataque, y entonces se permitió relajar su postura un tanto.
—Creo que todos hemos tenido bastante por esta noche —declaró. Su voz no era del todo firme, pero su mirada seguía conservando la misma dureza cuando recorrió el grupo de personas reunidas, esperando a ver si alguien se atrevía a llevarle la contraria. Nadie lo hizo—. Sugiero de todo corazón, con el mayor respeto para ambos, mis señores —hizo una rígida reverencia, primero a Ailind y luego a Tarod—, que sería lo más prudente retirarse ahora a descansar, con la poca elegancia que nos quede, antes de que este asunto se nos escape totalmente de las manos. —Aspiró el aire con los dientes apretados—. Nada más diremos de esta desgraciada escena, sino que disculparemos a la médico adepto Karuth y al Sumo Iniciado, confiando en que una noche de sueño les dará motivos para sentirse justamente avergonzados. —Hizo otra pausa antes de proseguir—: De hecho, a todos nos iría bien una buena noche de sueño. Asuntos muy graves han salido a la luz durante esta velada. Estaremos mucho mejor preparados para afrontarlos, cosa que desgraciadamente parece que debemos hacer, con las cabezas descansadas y despejadas.
Dirigió a todos una última mirada, cediendo un poco solamente al encontrarse con las miradas de Tarod y de Ailind; luego se dio la vuelta y, con gran dignidad, echó a andar hacia las puertas. A medio camino, se detuvo y miró hacia atrás.
—Si en medio de esta crisis mortal no sabemos hacer nada más que hundirnos al nivel de pendencias y rabietas —dijo—, entonces, no importa cuáles sean nuestras lealtades, me temo que poca esperanza nos queda.