Epílogo

Seis semanas después está sentada en el pequeño cuarto de baño de su nueva casa. Sólo lleva una camisa color crema. Se ha cortado el pelo, que apenas roza la oreja, llega hasta el cuello de la camisa. Las arrugas que bordean su boca y sus ojos son más pronunciadas. Parece mayor, diferente. Son las ocho de la mañana y no hay ruidos, nada que perturbe sus pensamientos, los pensamientos remolineantes que dan vueltas y vueltas en su mente, como aves primitivas. María se sienta y experimenta una mezcla de emociones físicas, gran fuerza, gran debilidad. Sostiene en la mano un tubo de plástico transparente, el líquido que contiene está cambiando de color, vira del amarillo al azul. Un azul brillante, pavo real, un azul lleno de vida, belleza y esperanza. Un azul que ya ha visto antes, sólo para arrojarlo de su vida.

Se levanta del retrete, deja el tubo sobre el pequeño reborde que hay a un lado del lavabo, se lava las manos, se lava la cara, y después entra en la sala de estar. Es grande y espaciosa, con una gran mesa de teca pulida en el centro, la clase de mesa a la que se sienta gente para comer, beber y charlar hasta altas horas de la madrugada. Se sienta a la mesa y pasa la palma sobre la madera, para sentir el tacto placentero de su suavidad, su calma, su solidez inmarchitable.

Hay un calendario encima de la mesa y lo acerca, un calendario grande, con el nombre de un agente de la propiedad en la parte superior, el típico calendario que regalan a las personas que venden o compran cuando el dinero cambia de manos, cuando los camiones de mudanzas van y vienen. Contempla la cita garabateada para el martes siguiente, hace una nota al lado para que ya no sea provisional, sino en firme. Después, empieza la cuenta, por el lado del calendario, semana a semana, con lentitud, con exactitud, porque es importante. A medida que pasa las páginas, siente algo en su interior, como una leve náusea, y crece, se agiganta a medida que sus dedos avanzan por las semanas. Mira la semana veinticinco y el bolígrafo flota sobre la línea, los recuerdos regresan, los recuerdos de límites establecidos, decisiones y necesidades. Continúa la cuenta. Sólo hay una posible fecha de concepción. Eso facilita la cuenta, y cuando ha terminado traza una raya, grande y osada, alrededor de una ventana de tres semanas, nueve meses en el futuro, y se pregunta cuáles serán las normas en el trabajo.

Son cosas que debe averiguar, en este nuevo lugar, en esta nueva existencia.

María se acerca a la ventana, la gran ventana panorámica de este nuevo y flamante apartamento, en el piso séptimo, sobre el ruido, los humos y la suciedad de la calle. Mira hacia el horizonte, el horizonte ahora familiar, con la catedral, la Torre del Oro que destella a la luz del sol, la vieja plaza, el barrio y, más allá, la lenta y perezosa masa del río que serpentea hasta perderse en la distancia.

Una imagen de la noche anterior vuelve a su cabeza. En el hospital, cuando veía a Torrillo pasear con cautela, un poco vacilante, por la habitación, cuando veía que la sonrisa de su cara se hacía más y más amplia, hasta extenderse de oreja a oreja. Tiene el pelo más largo. Lo lleva apartado de la cara, la coleta cae sobre su hombro, ceñida en el extremo con una goma elástica amarilla. Parece más joven.

—Mañana no —dice, con los ojos aún dilatados de asombro—. Esta semana no, pero pronto. Pronto. Volveré.

Ella le mira, piensa antes de hablar.

—Oso —dice—, ¿te importa que te haga una pregunta?

Él se queda al lado de la cama, con expresión de placidez, apoyado en una cómoda de plástico blanco cargada de flores marchitas, espera.

—Parece una tontería —dice ella—. Sé que lo es. Pero me da igual.

Los ojos de Oso la miran, con una chispa de humor.

—¿Te acuerdas de Woodstock, la película, el festival de rock? ¿La has visto? Sé que es extraño preguntarle eso a un policía…, pero…

Lo imposible sucede. La sonrisa se hace más ancha y Torrillo se inclina hacia adelante, habla en voz baja, como en plan confidencial.

—Es una cosa muy rara, María —dice—. Y te diré la verdad, siempre que me prometas guardar el secreto, porque si ese bocazas de Quemada se entera, arruinará mi vida.

Un leve escalofrío recorre su espina dorsal.

—Te lo prometo —dice, y no existe otra cosa en el mundo que ellos dos, en la habitación luminosa y sofocante.

—No me hizo falta ver la película, María. Estuve allí. ¿Puedes creerlo? Estuve allí, los tres días.

Vigila su expresión.

—¿Te encuentras bien?

Ella asiente. Tiene la garganta seca y un zumbido ensordecedor en los oídos.

—De acuerdo. Continua.

—Tenía un primo en Miami que era el recogepelotas de Santana, suficiente dinero para el billete de avión, el resto fue fácil. Un Oso diferente. Si has visto la película, salgo cuando actúan Country Joe & The Fish. Estoy muy cerca del escenario. Más pelo, menos peso, pero soy yo.

Ella le mira y el aire parece un poco borroso alrededor de su cabeza, la luz del atardecer le juega malas pasadas.

—Lluvia no —dice.

Oso ríe, un sonido lento, agradable, físico.

—Lluvia no, María. Lluvia no.

Las náuseas matutinas se están desvaneciendo. Mira por la ventana, posa la mano sobre su vientre y siente el calor de otra vida.

sep

Fin.