Surcaban la noche en el baqueteado Renault 5 de Magda Bartolomé. María se volvió hacia el agente.
—Quemada.
—¿Sí?
—¿Tú recibiste la llamada de Melilla, la que nos hizo pensar que Teresa Romero era su hija?
Quemada la escudriñó, intentó decidir si aún albergaba dudas, y luego negó con la cabeza.
—Eres una tía muy lista, ¿eh? Quizá deberías ingresar en el cuerpo. No, María, yo no recibí la llamada, pero esta noche he llamado a Melilla para averiguar quién lo hizo. No sabían de qué coño estaba hablando. Nunca nos telefonearon. Quien hizo la llamada, lo hizo obedeciendo órdenes del inspector jefe.
—¿Y no has hecho nada al respecto?
Quemada hizo una mueca, como si le dolieran las muelas.
—María, este hombre es inteligente. Hacemos lo que podemos, pero conoce su oficio. Nos enseñó a la mayoría. De momento, sólo podemos acusarle de haber jodido la función cuando Menéndez fue asesinado. No existen indicios de criminalidad. Aún no. Puede que nunca. Tendrías que irte acostumbrando a esa posibilidad.
María apartó los ojos de él, pero Quemada no se dio cuenta. Una idea daba vueltas en su cabeza, buscaba algún sitio donde acomodarse.
—¿Sabes lo que de verdad me gustaría? —dijo al fin.
Ella no contestó.
—Me gustaría que el viejo se enterara de que estás bien. Se enterara de que está empezando a perder la partida.
Sacó una mano del volante, hundió la mano en el bolsillo de la chaqueta y extrajo el teléfono, utilizó la mano libre para buscar los números en memoria, encontró el de Rodríguez, enmarcado en la pequeña pantalla. Pulsó el botón verde, se llevó el aparato al oído, el teléfono sonó tres veces.
—Diga —contestó una voz conocida.
Quemada tosió, trató de reconocer algún ruido de fondo, y después se identificó. La voz al otro extremo de la línea guardó silencio.
—¿Sigue ahí, inspector? —preguntó Quemada—. Hemos de hablar.
Escuchó el siseo del canal de transmisión.
—Lo dudo —ladró Rodríguez por fin.
—Verá, inspector, estoy con María. Está un poco conmocionada, pero se encuentra bien. Pensé que le gustaría saberlo. Parece que nuestro hombre, el que creímos que había muerto en el toril, no pudo resistir la tentación de cometer una última travesura. Parece que ni siquiera estuvo en el toril. Ha desaparecido un pobre tipo, gerente de un establecimiento de alimentación. Un buen padre de familia. Parece que Antonio y su… —Quemada hizo una pausa para enfatizar la palabra—, su cómplice mataron a ese tipo, pusieron el cadáver en el toril, mientras Antonio se escurría de alguna manera, ya sabe, esa parte de la plaza es como un laberinto, y nos engañaríamos si pensáramos que sólo se puede salir por las puertas. Después, Antonio fue a por María. Qué mala suerte. Tengo un equipo allí examinando el cadáver. También hemos perdido a la agente. Era una buena mujer. Dos buenos policías en un día. Una auténtica pérdida, una pena. Supongo que estará de acuerdo conmigo.
Sólo se oía estática, pero la línea no se había cortado.
María arrebató el teléfono a Quemada. El odio y el resentimiento zumbaban como una masa rudimentaria en su cabeza.
—Estoy viva, bastardo —dijo—. Antonio mató a su agente. A su agente. Como casi mató a Torrillo. ¿Quién coño se cree que es para decidir sobre la vida de estas personas, para tratarlas como cosas de las que se puede deshacer cuando le da la gana?
Oyó una carcajada en la noche. La voz que se filtraba por el teléfono sonaba lejana, anciana. Y se burlaba de ella.
—Ah, nuestra inteligente profesora de la universidad, experta en hechos, teoremas y certidumbres. La gente como usted crece con estas certidumbres. Debe de ser bonito. Cuando yo era joven, esta era una ciudad segura. Las calles eran seguras. Los ladrones, las putas, la basura, sabían cuál era su lugar. Fíjese ahora. Fíjese en el desastre. ¿Tiene alguna teoría estéril para explicar todo esto, profesora?
Las palabras la hirieron y no pudo creerlo, no pudo creerlas. ¿Todo se reducía a aquello?
—Lo que cuenta es perder el poder, ¿verdad? —preguntó—. No es el dinero. Es el poder, el respeto, el control, el «viejo». ¿Dónde co…?
La estática se reprodujo a medida que se acercaban a las puertas del hospital. Tuvo que apartar el teléfono de su oído cuando una ambulancia les adelantó, con la sirena taladrando la noche.
—Está diciendo tonterías —replicó Rodríguez—. Ya he oído bastante.
Quemada se apoderó del teléfono sin contemplaciones.
—Una cosa más, inspector. Una cosa más antes de que cuelgue.
Sólo se oyeron crujidos, como un papel de celofán cuando arde.
—¿Inspector?
Quemada hablaba cada vez más despacio, como una cinta que se estuviera parando. Las palabras surgieron de sus labios, firmes, claras y deliberadas.
—Sólo quería decir: siento-lo-de-su-madre.
La voz al otro extremo de la línea era casi un susurro.
—El bufón intenta hacer su última payasada.
Después, con un clic, la línea se interrumpió.
Quemada asintió y guardó el teléfono en el bolsillo.
—Lamento decirlo, pero me ha gustado. ¿Te dijo algo que yo debería saber?
—Nada.
María se dio cuenta de que estaba temblando.
—¿Crees que ha servido de algo, Quemada? Estaba… No expresaba remordimiento. Todas esas personas con las que trabajaba, que le respetaban, muertas, y no siente remordimiento ni tristeza.
—¿Esperas que se rinda así como así? No es de esa clase de hombres. Es de otra generación. Intentará que le expulsen del cuerpo, y punto. A menos que tengamos suerte, y haga lo único decente. Los policías tienen la costumbre de suicidarse. Suele pasar. Por lo general, lo lamento, aunque el tipo sea un saco de mierda, pero en este caso creo que haré una excepción.
La entrada del hospital apareció en la oscuridad.
—Hablé con los médicos mientras estabas en el cuarto de baño. Dijeron que se ha producido un cambio importante.
—¿Para mejor?
—No somos parientes. Si fuera a peor, creo que no nos lo habrían dicho.
—¿Estás seguro de que ha mejorado? —preguntó María con incredulidad.
—Ya conoces a Oso. Es como una montaña. ¿Te sorprende?
María pensó unos momentos.
—No.
Quemada pasó ante grandes rectángulos blancos reservados para el aparcamiento de ambulancias, y luego frenó en el espacio reservado para los médicos.
—Quemada.
—¿Sí?
—¿Siempre pasa lo mismo? ¿Uno se reviste de un caparazón impermeable, y punto? Acabo de matar a un hombre. Vi a esa pobre mujer muerta.
Fue…, fue una pesadilla. Y no siento nada. Sólo me siento atontada, y muerta por dentro.
Quemada echó un vistazo al aparcamiento desierto.
—Ya sentirás, hazme caso. Aparece de pronto, cuando menos te lo esperas. En el cuerpo se utilizan algunos programas. Personas con las que puedes hablar, personas capaces de ayudarte. Deberías hablar con ellas. Por lo general, paso de esas chorradas, pero creo que estas personas cumplen una labor.
María contempló las luces que destellaban en las ventanas del hospital.
—No, tú no —dijo.
—¿Perdón?
—Tú piensas, como soy una mujer, que debería ir al analista. De haber sido un hombre, me habrías palmeado la espalda, felicitado e invitado a una cerveza.
Quemada reflexionó un instante.
—Sí, tienes razón. No hay quien engañe a la reina de hielo. Olvidémonos de Oso. ¿Quieres una cerveza?
—Ahora no.
—Ah.
—Y tampoco quiero un jodido analista.
—Ah.
Bajaron del coche y sintieron la caricia del aire de la noche.
—¿Sabes una cosa, profesora? No te importará que te diga esto, ¿verdad? Bien, con toda franqueza, se me da una higa que te importe. La gente que vivís más al norte me ponéis a cien, te lo juro. Venís aquí, decís, joder, qué calor, qué tensión, qué auténtico. Eso está bien para los turistas, un poco de color local siempre se agradece. Pero en la vida real, asusta, asusta si algo empieza a rozarte. Está ciudad está demasiado cerca del límite. Así que huís a toda mecha, os refugiáis en vuestras vidas cerradas, vais a vuestras cenas y habíais, habíais, habíais, y por dentro, os decís, bueno, puede que sea un poco aburrido, no, seamos sinceros, es aburrido, tan aburrido como ver follar a las ovejas, pero es seguro. No se ve el límite. No se siente ese tic nervioso que se dispara en un lado de la cabeza y anuncia, estamos muriendo, tía, día a día. Estamos muriendo. Sí. Vuelve. Refúgiate en tu nidito. Sólo espero que la manta sea gruesa. Vas a necesitarla.
María desvió la vista hacia el centro de la ciudad y el halo de luz que la coronaba. La tormenta había terminado. La noche estaba despejada, el cielo era una cortina de estrellas parpadeantes. En los jardines, las palmeras oscilaban y susurraban, impulsadas por la brisa. La fragancia de las adelfas, pesada como el olor de un bar de putas, bailaba en el aire. Casi pudo oír que el corazón de Quemada latía como una máquina de vapor sobrecalentada, a punto de quedarse sin combustible.
—Ha sido el discurso más largo que te he oído pronunciar nunca, Quemada. ¿Sucede a menudo?
El hombre parecía agotado. Agotado y muy desdichado. María se arrepintió de haber iniciado la conversación.
—Creo que la última vez fue en 1987. En octubre. Poco después de mi divorcio. Puede que ambos acontecimientos no estén relacionados. También es un completo montón de mierda. Lo siento, María. Lo siento muchísimo. Siento que te hayas visto mezclada en esto, siento lo que has sufrido. Ojalá pudiera hacer algo, pero no puedo. No eres la única que aún recibe clases de humanidad. Es un curso muy popular en este trabajo. ¿De acuerdo?
María miró al hombrecillo gordo y se preguntó cuántas complejidades podían ocultarse en un cuerpo tan pequeño.
—De acuerdo —dijo—. ¿Vamos a ver a Oso?
Quemada se palmeó la chaqueta, los bultos que había debajo.
—Para eso hemos venido.
Detrás, en la oscuridad, se oyó el ruido de unos neumáticos sobre el asfalto, y los faros de otro coche iluminaron la escalinata palaciega de la entrada del hospital. Subieron, preguntaron en recepción, atravesaron unas puertas batientes y se encaminaron a cuidados intensivos. El hospital estaba en silencio, salvo por el ruido de pisadas sobre el linóleo de los corredores. En algún lugar, pensó María, en algún lugar yace el cuerpo de Catalina Lucena. Sin que nadie la visite, sin que nadie le haga caso. Y al otro lado de la ciudad, su hijo se está preguntando qué queda de su vida.
María miró por la ventana de cristal y su corazón dio un vuelco. El hombretón estaba rodeado de batas blancas. Médicos y enfermeras estaban inclinados sobre la cama, ocultaban por completo al paciente. Oyeron el pitido de monitores, pero sólo veían la muralla de batas blancas inclinadas sobre el cuerpo.
—Mierda —dijo Quemada—. Puta mierda. No nos hagas esto, Oso. No lo hagas.
Entonces, una bata blanca retrocedió, seguida de otra. Las tablillas con sujetapapeles se movieron, los bolígrafos escribieron, una miscelánea de instrumentos médicos fueron devueltos a los bolsillos, y manguitos metálicos esterilizados fueron sujetos a la cama. Torrillo fue incorporado en la cama, con el ancho pecho desnudo y cubierto de vendajes. Miró a los médicos y enfermeras que le rodeaban con educado aburrimiento, apenas disimulado, reprimió un bostezo, y luego miró por la ventana. Una amplia sonrisa se dibujó en su cara, y compuso una enorme O con el índice y el pulgar de la mano derecha.
María parpadeó como una loca para contener las lágrimas, y vio que Quemada intentaba hacer lo mismo.
—Maldito bastardo gordinflón —murmuró el agente—. Maldito bastardo gordinflón.
Uno de los médicos siguió la mirada de Tonillo y les vio detrás del cristal. Puso cara de pocos amigos y salió a toda prisa de la habitación.
—¿Quién cojones son ustedes?
Llevaba gruesas gafas de concha, era calvo, y le sobraban kilos de encanto negativo.
—Policía —dijo Quemada, y mostró su placa—. Colegas. Nos hemos dejado caer por aquí para ver cómo estaba.
El doctor contempló la placa de plata y piel, les miró de arriba abajo.
—Está mejor. Vivirá. No se lo merece. Si no tuviera suficiente tejido adiposo para reflotar a una ballena, no habría sobrevivido.
—Pero ¿se pondrá bien?
—No hemos detectado señales de daños permanentes, lo cual es más asombroso aún. Dentro de un mes, volverá a estar con ustedes, para dedicarse a sus ocupaciones.
—Es un…
—No. Por favor. No quiero saberlo.
María le dedicó una sonrisa estúpida, y experimentó la sensación de que estaba vertiendo un pequeño vaso de agua tibia sobre un iceberg.
—¿Podemos verle?
—¿Verle? Claro que pueden verle. Miren, está al otro lado del cristal.
—Quiero decir si podemos entrar.
—Bajen a recepción. Miren la pared. Verán un horario de visitas. Aténganse a él.
—Nada de favores especiales, ¿eh? —dijo Quemada—. Pese a ser policías y todo eso.
El doctor encarnó de forma bastante pasable a un basilisco.
—Salgan de aquí cagando leches. Es lo que deben hacer.
Quemada miró por el cristal, llamó la atención de Torrillo, señaló con el pulgar al médico y ahogó un bostezo muy deliberado.
—Dígale que volveremos —dijo María—. Mañana.
—Sí —contestó el hombre, testarudo.
—Y dígale esto también —añadió Quemada—. Es muy importante. Le ayudará a recuperarse. Dígale que ha terminado. ¿Lo ha entendido? Ha terminado.
Algo en el tono de Quemada consiguió ablandar la rudeza del médico. Se preguntó, por un momento, si se había pasado de la raya.
—Se lo diré.
—Bien —dijo Quemada, y después saludaron con la mano un par de veces—. Nos vamos. Por lo que veo, la atención médica es muy buena, ¿no?
—Eso pensamos.
—Sí, yo también lo creo. Seamos realistas. ¿No cree que ahora se sentirá mejor?
Apareció un toque de color en la cara del basilisco, y María dirigió una mirada a Quemada que decía, vámonos. El agente hundió las manos en el bolsillo de la chaqueta, sonrió, y después salió al pasillo. Ella le siguió, con la vista clavada en el suelo, y bajaron a la recepción.
Quemada iba meneando la cabeza.
—Si decimos a Oso que fue el inspector jefe, tardará más semanas en recuperarse. Lo sabes, ¿verdad? Adoraba al viejo. Todos le adorábamos. Pero no como Oso.
—Lo asumirá.
—Sí. Oso es un superviviente nato. Un ejemplo viviente para todos nosotros.
La miró a la cara.
—Tú también pareces mejor. Creo que ahora ya puedes hablar. No puedes quedarte aquí, y lo sabes. Oso se pondrá bien, y podríamos cuidar de ti mejor en otro sitio.
María no dijo nada al principio. Quemada sabía que había ganado aquella escaramuza.
—Quemada.
—¿Sí?
—¿Ser un bocazas te mete en muchos líos?
El hombre se detuvo, miró los horarios de visitas, escribió las horas en su libreta.
—Montones. Montones. El inspector jefe me dijo una vez que, si era capaz de mantener la boca cerrada, llegaría a subinspector. —Se volvió a mirarla, perplejo—. «¿Eso es para animarme?», le pregunté.
María rio, y se sintió bien.
—Eres un ser humano pasmoso.
—Debo decirte que no es una observación original, pero antes de que esta discusión degenere, ¿puedo hacer una solicitud? Tengo hambre. Tengo sed. Estoy cansado. He de llevarte a algún sitio donde puedas quedarte, antes de averiguar qué ha hecho esta noche el resto de mis alegres compañeros. ¿Puedo acompañarte al hotel ya?
—Creo que es una idea excelente.
—Sí —dijo Quemada, y salieron a la noche, fresca y perfumada. María respiró hondo y sintió que el aire penetraba en sus pulmones, limpio, embriagador y soporífico.
Esta noche dormiré, pensó. No habrá sueños, ni visitas de pesadilla a La Soledad, o a donde sea.
Quemada se dirigió al otro lado del coche y se sentó ante el volante. Ella abrió la puerta y casi se derrumbó dentro.
—Espero que sea un hotel confortable, Quemada. Lo quiero de cinco estrellas, como mínimo.
El agente no dijo nada, y ella se volvió a mirar. La pistola brillaba en la ventanilla, apretada contra la sien de Quemada. Al otro lado, pálido y tenso en la oscuridad, Rodríguez les miraba, con la boca entreabierta, y su aliento se condensaba en el aire.
Con la mano libre palpó por debajo de la chaqueta de Quemada, sacó el revólver de la pistolera y lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.
—Voy a entrar en la parte trasera del coche —dijo, y su voz sonó diferente, como si perteneciera a otra persona—. Cuando entre, conducirás hasta el río, hasta el puerto antiguo, donde estaban los muelles. Cuando te diga que salgas, sal. Si haces algo que no me gusta, te mataré. ¿Entendido?
—¿Voy a cobrar horas extras por esto, inspector? —escupió Quemada—. Si sólo soy el conductor del taxi, no hay problema, pero me gustaría saber a qué he de atenerme.
El gran revólver destelló en la oscuridad y le golpeó en la sien. María vio que una línea de sangre asomaba a su piel, resbalaba por su frente y formaba una mancha oscura en su mejilla.
—Te he estado escuchando durante veinte jodidos años, Quemada. Ya estoy hasta los huevos de escucharte. Conduce.
Quemada se secó la sangre con la manga y oyó que la puerta se abría y cerraba detrás de él.
—Bien —dijo Rodríguez—, conduce despacio. Por la avenida. Por la ronda. ¿Conoces el camino?
—Conozco el camino.
—Pues adelante.
Salieron a la ancha avenida, casi desierta a aquellas horas. Sólo algunos taxis recorrían las calles, en busca de juerguistas que volvían a casa.
—Esto es una locura —dijo Quemada.
—Cierra el pico.
—Esto es una locura, inspector. Hay montones de pruebas contra usted. ¿Qué piensa hacer? Mañana, pasado mañana, irán a por usted. Como hay Dios. Sólo está empeorando la situación.
—¿Pruebas? ¿Has leído los documentos, Quemada?
—Sí. Algunos.
—Son simples nombres. Simples empresas. Esos detalles se pueden cambiar. Lo demás es puramente circunstancial. Eras un policía mejor. Si hubieras sido un buen policía, habrías aprendido a no hacer llamadas telefónicas desde los hospitales. Escucha esas sirenas detrás de nosotros, todo el mundo sabe que estás aquí. Estúpido.
—Claro. Sólo soy un agente tonto. Menéndez era listo. Él examinó esa documentación. Descubrió quién había desechado todas esas acusaciones contra Álvarez, hace tantos años. Personas que ya han muerto. ¿Sabe una cosa? Alrededor de 1960, un tipo nuevo aparece en escena. Se llama subinspector Rodríguez. A partir de ese momento, se toma un interés especial en desechar todas las denuncias contra Álvarez. Sorpresa, sorpresa. Menéndez descubrió cuál era el nombre oculto detrás de todas esas empresas que encontramos en la oficina de Castañeda. El mismo nombre. El de usted, durante todos estos años.
—Ah, sí. Menéndez era listo, y tú intentaste solucionar el enigma. Saben que alguien del cuerpo ha estado recibiendo dinero. Saben que has desaparecido, sin dejar rastro, y que tu nombre sale en los historiales.
—¿De veras? —preguntó Quemada en tono burlón.
—Cuando lleguen a verlos, constará.
—¿Y María? ¿Ella también se ha forrado?
—Intenta pensar, Quemada. Ya sé que es difícil, pero quizá lo consigas por última vez. Un policía implicado en estos asesinatos desaparece con un montón de dinero. Una mujer que colaboraba con él también desaparece. Hasta tú eres capaz de imaginar la conclusión.
—Ya me conoce. Soy un agente tonto. Imagino que ella no es mi tipo. ¿Tú qué opinas, María?
María vio pasar las farolas, vio la larga cinta plateada del río frente a ellos, cada vez más grande.
—Creo que María está de acuerdo, inspector, pero es demasiado educada para decirlo. Bien, ¿por qué no terminamos de una vez esta pantomima? Pensé que le estaba concediendo una oportunidad cuando le llamamos, la oportunidad de salir de esta mierda con un poco de dignidad. Hasta le enterrarían en tierra sagrada y todo eso. Su mujer recibiría la pensión. Aunque se suicide, harán la vista gorda.
—Mira que llegas a ser estúpido.
Rodríguez movió la pistola hacia la derecha.
—Desvíate por esa calle.
El coche circuló por una estrecha pista adoquinada, bajo una hilera de árboles, dejó atrás el almacén de una fábrica, oscuro y desierto. Las siluetas de contenedores se recortaban contra el horizonte, como raigones putrefactos. El muelle parecía abandonado a la luz plateada de la luna.
María miró el río y se estremeció. El coche avanzó sobre los adoquines del muelle. Los almacenes, inmensos, altos y abandonados, ocultaban la luz de la luna. El río se veía negro, perezoso y enorme en aquel tramo, lo bastante profundo para que lo surcaran grandes cargueros cuando aún había actividad. La superficie parecía de aceite espeso, sólo rota por algunos restos flotantes que se movían con rapidez en la corriente.
Rodríguez ladró a Quemada que parara el coche. Se detuvo al pie de un espigón pequeño y destartalado que sobresalía unos diez metros sobre el agua. El entablado estaba tan lleno de agujeros y huecos como la sonrisa de un vagabundo.
—Con esta marea —dijo Rodríguez—, dentro de media hora estaréis flotando en el Atlántico, pasto de los atunes. —Hundió la pistola en la espalda de Quemada—. Tú primero. Sal fuera. Ponte delante del coche. Tú —hundió el cañón en la espalda de María—, ven aquí, para que pueda verte. Ponte a su lado.
—Inspector, inspector…
Aún persistía el tono burlón en la voz de Quemada, y María estaba segura de que sería la causa de su muerte. Justo en aquel momento, antes de salir del coche.
—El velocímetro de esa jodida boca corre que se las pela. Quemada.
El menudo agente se volvió, apoyó los brazos sobre el respaldo del asiento y miró a Rodríguez.
—¿Le importa que le diga una cosa? ¿Sólo una?
Rodríguez apuntó la pistola a su cara y sonrió, sonrió con aquellos pequeños dientes inmaculados que brillaban como diminutos espejos en la noche.
—Mire, usted es un tío inteligente, inspector. Tiene razón sobre muchas cosas. Como la marea, por ejemplo. Eso es muy interesante. No lo sabía. Y los números, esas cuentas que encontramos. Menéndez se acercó mucho, pero no lo bastante, sobre todo para un hombre de su rango, inspector y toda la pesca. Es un tío listo.
Rodríguez le miró, y había un destello mortal en sus ojos.
—El problema es que cometió una pequeña equivocación.
—¿Sí?
—Yo.
María pensó que Rodríguez iba a echarse a reír, o a matarles. O las dos cosas.
—Verá —dijo Quemada—, tal vez yo sea un bocazas, tal vez mi ropa parezca salida de un mercadillo, mi pelo sea una mierda y todo lo demás. Pero… —María no pudo creer, no pudo creer que su voz se elevara así, que gritara, que aullara a Rodríguez— ¡no soy idiota!
El sonido de sus palabras resonó dentro del coche, hasta desvanecerse.
—En absoluto. —Agachó la cabeza y palmeó su muñeca—. ¿Va bien, chicos? ¿Va bien? ¿Lo habéis oído?
Rodríguez parpadeó. De repente, la sangre abandonó su cara.
—Un pequeño truco, inspector. Al igual que usted, estas radios sólo funcionan en un sentido. Al contrario que yo, no contestan.
Vieron siluetas alrededor del coche, y luces. En el muelle resonaron pisadas. Una mano se apoyó sobre el techo del coche y aparecieron caras en las ventanas. Velasco, con un revólver en una mano y la otra con un pañuelo de papel apretado contra la nariz, miró por el cristal.
—Nos han seguido todo el rato, inspector. Desde que nos marchamos de la casa. Esperaba, confiaba en que usted captaría la indirecta y colaboraría, de una forma u otra. Pero tenía que estar preparado, por si acaso. Me pareció razonable mantenerme en antena, por si acaso. No podría creer los juguetes que encontré en el escritorio de Menéndez cuando lo forcé. Junto con las demás cosas.
Rodríguez levantó el arma y, por un momento, Quemada descubrió que le faltaban las palabras, pensó que había llegado demasiado lejos. Después, el cañón se alzó más, el metal opaco destelló, dio la vuelta, y Rodríguez se lo introdujo en la boca.
—Sal del coche, María —dijo Quemada—. Sin prisas, pero sal.
Ella abrió la puerta y obedeció. El aire provocó que el sudor se pegara como una capa fría a su cuerpo. Alrededor del vehículo, hombres armados aguardaban.
Quemada miró por encima del asiento, abrió la boca para decir algo, se lo pensó mejor y salió del coche. Dio la vuelta al vehículo, la cogió por el brazo y caminaron hacia el río.
Al otro lado del agua, bajo una hilera de farolillos, bailaban parejas al compás de música de salsa. Las notas flotaron hacia ellos, perezosas y sensuales, un saxo acompañado de teclados, la voz melosa y susurrante de una cantante que entraba y salía de la melodía.
María escuchó la canción, de letra insignificante y banal, y de repente se puso a llorar. Las lágrimas resbalaron sobre sus mejillas. Probó su sabor salado y se sintió bien. Quemada deslizó un brazo vacilante alrededor de sus hombros. Un estampido sonó a sus espaldas, un disparo breve y repentino, y después, Quemada la llevó hacia la orilla del río, hasta un coche de la policía, y la depositó en el asiento trasero.
Ella le miró a través de la ventana.
—Ha terminado —dijo.
Quemada asintió, buscó algo que decir, intrigado por aquel nuevo fenómeno de no encontrar las palabras, y se alejó hacia el pequeño grupo de hombres silenciosos y serios, arremolinados ahora alrededor del coche detenido ante el espolón.
En la parte trasera del coche de la policía, sobre el asiento roto y mugriento, María Gutiérrez se desplomó y dejó que las tinieblas la engulleran.