Capítulo 62

—Has tenido suerte de encontrarme.

Magda Bartolomé le miró con ojos divertidos y suspicaces a partes iguales. Iba maquillada al máximo y llevaba un traje de tubo rojo ceñido.

—Un cuarto de hora más, y me habría ido.

Quemada la miró y deseó, contra todo criterio, poder retenerla en casa un poco más.

—Tu hija nos habría dejado entrar.

La mujer negó con la cabeza.

—Se ha ido esta mañana. Un cretino le ha prometido cuidar de ella. No le pregunté a cambio de qué.

—Lo siento.

—No hay por qué. Yo no lo siento.

Cabeceó en dirección al piso de arriba y al sonido del agua que matraqueaba en las viejas cañerías.

—Parece muerta.

—Sí. A punto estuvo —dijo Quemada.

—¿Está relacionada con lo que estuvimos hablando, con nuestro amigo del pasado?

—Es mejor que no sepas nada de esto, Magda.

—Ni te lo creas. Te he hecho un gran favor. Merezco algo.

Quemada meditó unos momentos, pensó en que la mujer ya estaba implicada, de alguna manera, intentó imaginar qué llegaría a saberse y qué se ocultaría, se preguntó si aún tenía alguna importancia.

—Fue por tu culpa.

—¿Por mi culpa?

La mujer le miró, asombrada.

—Por decirlo de alguna manera. Nos hablaste de la chica rubia que significaba algo especial para Antonio. Imaginamos que era su hija, que tal vez encajaba en el conjunto.

—¿Y no era así?

—No. Ella era…, bueno, ya sabes lo que era.

Magda le miró y esperó, dejando que la pausa se prolongara hasta que fue necesario interrumpirla.

—La verdad es que estábamos buscando a una hija, cuando habríamos debido buscar a un hijo. Un hijo del que estaba muy orgulloso. Tan orgulloso, de hecho, que le puso a cargo de algo que era muy importante para Antonio.

—¿Era un poli?

—¿He dicho «era»?

—¡Es un poli!

—Por poco tiempo. Intentó tapar la historia, pero no le salió muy bien. A veces, utilizas a la gente que no deberías, que se empeña en remover las cosas.

—Ah.

—Es el problema de nuestro tiempo. No hay forma de encontrar buenos lacayos. Esto es todo cuanto necesitas saber. He pagado mi deuda.

—No creo.

—Magda, no he venido a contar cuentos. He venido a causa de una mujer que lo ha pasado muy mal y necesita ayuda. Imaginé que te solidarizarías con ella.

Magda sonrió.

—Eres listo. No entiendo cómo fuiste a parar a esa profesión.

—A veces, lo disimulo muy bien.

—Sí. —Magda apagó el cigarrillo y cogió una gastada chaqueta de cuero que colgaba de una butaca—. He de ir a ganarme la vida.

—Necesito otra cosa. Déjame las llaves de tu coche.

—Joder. ¿También he de prestarte dinero?

—No. Bastará con las llaves del coche.

—Toma. El permiso caducó en enero y los neumáticos ponen los pelos de punta. No me vengas con multas.

—Gracias.

—¿Me prometes algo, Quemada?

—¿Qué?

—Cuando baje, sé amable. He visto a mujeres en su misma situación, cuando caen en las garras de un mal bicho. Reciben palizas, o peor aún. Nunca habían pensado que les fuera a pasar eso. Abrió una puerta y se dio de bruces contra algo que ni siquiera sabía que existía, y necesita que la traten bien. ¿Comprendido? Sé delicado.

Quemada tragó saliva, notó el sabor a bilis que aún persistía en su garganta.

—Delicado. Sí, lo estoy intentando. No nos sale muy bien.

—¿Te refieres a los polis, o a los hombres en general?

—¿Debo reírme?

—Sí. Encontrarás un coñac decente debajo del fregadero. Lo guardo para ocasiones especiales. Ella lo necesita. Si quieres saber mi opinión, creo que tú también. Tienes un aspecto horroroso.

—Gracias —dijo Quemada.

Se agachó debajo de la cocina, encontró la botella, sacó dos vasos del fregadero, se sentó y esperó.

Pocos momentos después, oyó que la puerta de la calle se cerraba. Después, sacó el teléfono móvil de Menéndez, marcó el número de Velasco y escuchó unos cuantos zumbidos y pitidos. Al fin, su llamada obtuvo respuesta.

—Tendría que haberme quedado en la cama —dijo Velasco, con una voz que parecía llegar desde Marte—. Me está subiendo la fiebre, mi nariz mana como una fuente y estoy hecho una mierda.

—¿Ya le han encontrado?

—Nada. Nada. Ya estará camino de Brasil. ¿Estás seguro de todo esto? ¿De veras piensas que el inspector jefe tuvo algo que ver con el asesinato de la compañera, y con el de Menéndez? Joder. No puedo creerlo. Trabajé con esa mujer hace tiempo, y era una buena persona. Espero que no te equivoques. De lo contrario, nos veremos conduciendo autobuses, o algo peor.

—Sí —gruñó Quemada. Era el «algo peor» lo que más le preocupaba—. Estoy seguro, y no creo que el inspector jefe haya huido. No es su estilo. Continúa adelante con el plan. Alégrame el día.

Velasco sorbió por la nariz, y luego cortó la comunicación.

Cuando María bajó por fin la escalera, llevaba unos tejanos azul claro y una camisa de nilón roja. El atuendo diurno de Magda Bartolomé, barato, pero no carente de gusto, y que le venía un poco grande. María tenía los ojos inyectados en sangre, y su pelo, largo, mojado y enmarañado, cubría la mitad de su cara. Quemada llenó un vaso de coñac hasta el borde, se lo tendió y esperó.

María vacío casi todo el vaso de un trago.

—No puedo quedarme aquí —dijo—. Llévame a otro sitio. Llévame a ver a Oso. A donde sea.

—Hostia puta. —Quemada no daba crédito a sus oídos—. Dicen que Oso está mejor. Dicen que se pondrá bien, lo más seguro. No nos necesita para nada.

—Necesito…

Hablaba con voz lenta y decidida, y a Quemada no le hacía ninguna gracia. María se preguntó si el agente la comprendía. Se preguntó si se comprendía a sí misma. Odiaba aquel lugar, tan extraño, con sus muebles de plástico, pero sobre todo, quería seguir huyendo, hasta que todo quedara atrás, muy lejos de ella.

Quemada reparó en que se estaba retorciendo las manos, y el descubrimiento no le gustó nada.

—María, aquí estás a salvo. Nadie conoce este lugar, ni siquiera la…

Al instante, se arrepintió de sus palabras.

—Ni siquiera la policía. Es lo que ibas a decir, ¿verdad?

Quemada cogió el vaso de coñac y lo terminó de un trago, aunque no le gustaba el sabor.

—Sí —dijo, y detestó el matiz de ira que detectó en su voz—. Eso es lo que iba a decir. Oso está en el hospital. Menéndez ha muerto. La pobre Miki ha muerto, sin ningún motivo. Tú estás viva. Piensa en eso.

María pensó en la mujer policía que no había llegado a conocer bien, en su energía silenciosa, en la sensación de calma, de serenidad que proyectaba.

Una firme vocecilla interior dijo: «De haber podido elegir, habría ocupado su lugar. Habría muerto en su lugar». Se preguntó si era cierto.

Quemada se cubrió su calva reluciente con las manos, y dio la impresión de que iba a ponerse a llorar.

—Lo siento. No quería decir eso. Perdona. Esto es demasiado para mí. Para todos. Estamos perdiendo amigos, amigos de verdad. Un policía al que considerábamos un héroe anda suelto por ahí, montando la de Dios es Cristo. Por eso insisto en que nos quedemos aquí hasta saber qué está pasando.

Algo no dejaba de dar vueltas y vueltas en la cabeza de María.

—El viejo —dijo—. Él le llamaba así. «El viejo». María miró a Quemada fijamente, y a él no le gustó.

—Igual que tú. «El viejo». Antonio pensaba que su padre estaba vivo. Que le hablaba a través de alguien. A través del «viejo».

Quemada la miró y pensó, no conozco a esta persona, no la comprendo.

—No tienes por qué hablar, María. No has de decir nada. Apenas me hago una leve idea de lo que has sufrido. Se tarda mucho tiempo en superar estas cosas. No tienes que decir nada. Por la mañana, a la luz del día, te conseguiré ayuda. Gente con la que podrás hablar, expertos en este tipo de situaciones. Ahora, te estás desahogando conmigo, y yo no sirvo para esto.

—Quiero hablar.

María le miró, y descubrió que no tenía nada que decir.

—Pues habla —dijo Quemada—. Haz lo que te pase por los ovarios.

—Yo…

Una imagen se formó de repente en su mente, brillante y lustrosa, con los colores de la muerte. Era el cuadro del hospicio, el Valdés Leal, y en su mente resplandecía en la oscuridad.

—Cuando me viste por primera vez. Quemada, me odiaste.

—No me jodas, María. Monté el número, eso fue todo. Siempre monto el número. Soy así. Estás diciendo chorradas.

—Cuando entré por la puerta de tu despacho, me miraste y pensaste, aquí viene una provinciana estrecha y frígida a decirnos cómo hacer nuestro trabajo. Odiaste lo que viste.

Quemada respiró hondo.

—¿A qué coño viene esto? ¿Qué sentido tiene?

María se había cruzado de brazos, y Quemada se alarmó al ver que se estaba meciendo, lenta, rítmicamente, adelante y atrás.

—¿Qué viste. Quemada?

—Vi a una frígida remilgada que entraba por la puerta, sí. ¿Es eso lo que querías saber? La reina de hielo, con aspecto de huir de cualquier cosa que estuviera en un tris de tocarla.

Juntó el índice y el pulgar.

—Huir.

Cerró los ojos y su cabeza se llenó de imágenes: Luis, con una sombra oscura sobre la cabeza. Oso y la herida ensangrentada de su costado, la mujer policía, muerta en la bañera, una confusión de carne, sangre y cabello. Y después, rostros de niños, que cruzaban su cabeza en un chorro inacabable.

Su voz había adquirido una cualidad gélida. Se oía hablar como si fuera otra persona.

—Intuiste que era incapaz de amar, incapaz de sentir pena. Sólo miedo. Ni siquiera era capaz de odiar.

Dejó de mecerse, descruzó los brazos y se miró las manos. La habitación estaba en silencio, salvo por el lento tictac de un viejo reloj de pared que tropezaba sobre dientes y ruedecillas, a sus espaldas.

—Casi… —Vaciló—. Esta noche, casi he dejado que me matara. Algo en mi interior lo deseaba. Algo en mi interior pasaba de todo.

Quemada sudaba dentro de su traje, y deseó con todas sus fuerzas estar en otro sitio.

—Lo has pasado muy mal, María. No lo empeores.

—Intenté… —Se esforzaba por formar las palabras. Le costaba. Meneó la cabeza y extendió el vaso para que le sirviera más coñac. Bebió un buen trago y prosiguió—. Reconocí el cuadro que utilizaron como fuente de inspiración para asesinar a los hermanos Ángel en cuanto llegué a la casa. Recuerdo la sorpresa de Menéndez. Vi el cuadro hace años, y siempre pensé que hablaba de la muerte, siempre. Parecía evidente. Qué estupidez. Habla de la vida. Todo esto, la ciudad, los rituales. Es un espejo. Yo sólo veía el otro lado. Yo también lo deseo, Quemada. Lo deseo.

Le miró, con una resolución que Quemada nunca había visto en su rostro. Las lágrimas formaban un charquito bajo sus ojos, que luego se dividía en dos ríos, largos y estrechos, que resbalaban sobre sus mejillas.

—¿Es lógico eso, Quemada?

El agente reflexionó unos instantes.

—Hostia puta. Es lo más sensato que has dicho en tu vida.

María emitió un sonido gutural, estrangulado, como una promesa. Un día, llegaría a convertirse en una carcajada.

—Quiero ver a Oso —dijo—. Quiero verle ahora, y no aceptaré un no como respuesta.

El reloj invisible seguía haciendo tictac a sus espaldas, cada vez más alto.

—Me estás dando largas, Quemada.

—Tal vez, pero antes he de hacer un par de llamadas, y hemos de discutir un par de cuestiones. Necesito saber lo que tú sabes, María. No todo es blanco o negro…

—Sobre lo sucedido esta tarde, Antonio no pudo ocuparse de todo. El fusible, el asesinato. Estaba medio loco. Y Menéndez…

—Sí. Menéndez.

María se sirvió un poco más de coñac y dejó la botella sobre la mesa.

—¿Me lo vas a decir?

Quemada se dio unos golpecitos en la boca con una mano y suspiró.

—Ya lo sabes, ¿verdad? Viste los documentos. Al menos, el inspector jefe pensaba que habías visto los documentos.

—No sé a qué te refieres.

—A esas investigaciones sobre sus negocios, las que habíamos emprendido para saber quiénes eran los beneficiarios de Álvarez, si alguien había reclamado sus posesiones.

María pensó en la montaña de expedientes que había visto.

—Tú firmaste algo, María. Dos iniciales al pie de una página. Lo vi anoche, cuando forcé el escritorio de Menéndez. El inspector jefe también lo vio. En cuanto lo hizo, pasaste a engrosar la lista, junto con Menéndez.

María intentó recordarlo todo, pero era borroso, un trozo de papel que se desvanecía en el olvido.

—Había mucho dinero en juego —dijo Quemada—. Sólo Dios sabe cuánto. Antonio no lo dejó a una sola persona. Lo distribuyó entre empresas, consorcios, obras de caridad, un gran paraguas protector. Para que fuera muy difícil seguir su pista.

—¿Adónde fue a parar?

—¿Quién sabe? La dueña de este piso nos dijo algo en lo que habríamos debido pensar más. Yo habría debido pensar más. Dijo que Antonio era un auténtico gánster. No sólo un político frustrado al que le gustaba jugar con menores de edad, sino un mafioso de pies a cabeza. Una vez comprendido eso, todo encaja. Políticos. Policías. Y dinero para sus bastardos. Chicos como Antonio y Jaime debían recibir unos ingresos regulares. No demasiado, porque eran propensos a metérselo por la nariz, pero tampoco demasiado poco.

María empezó a comprender. La imagen se estaba formando en su cabeza.

—Dímelo tú, María —prosiguió Quemada, con aspecto de estar muy interesado—. Acaba por mí.

—Todo iba bien, hasta que Luis Romero se entrometió y conoció a Jaime. Una cosa conduce a la otra, y Jaime le presenta a Antonio, que es incapaz de mantener la boca cerrada.

—Eso pienso yo. Tal vez Romero se implicó en el rollo de sexo y drogas que se llevaban los hermanos. No lo sé, pero Antonio no tardó en irse de la lengua sobre el pasado, su pasado, la guerra, los fondos secretos, y Luis se puso a escarbar y escarbar. Y entonces, supongo, el viejo pensó que sólo era cuestión de tiempo que Romero descubriera el pastel y aparecieran en la primera plana de El Diario de Andalucía.

—Antonio creía que la mujer de Romero era su madre.

—Eso es obra del inspector jefe. Es un tío convincente, ¿verdad? Apretó el gatillo sin estar presente. Un tío listo, pero Oso tenía razón. Antonio empezó a cogerle gusto. Imagino, y creo que Menéndez también lo había adivinado, que Jaime y él empezaron a salir juntos, a ponerse ciegos de droga, se aficionaron a ciertos jueguecitos sexuales, y así conocieron a los hermanos Ángel. A ese par deberían erigirles un monumento al amor fraternal. Perdieron el control un par de veces, tan flipados que ya no les importaba nada lo que hacían. Tal vez se les fue la mano con los Ángel, y también con el corredor norteamericano, Famiani, el tío al que Oso le soltó una hostia. Uno de ellos, supongo que Antonio, sólo jugaba. El viejo les utilizaba de vez en cuando en beneficio propio, para acallar a gente que sabía un poco demasiado sobre la cuestión del dinero. Como Romero. Como Castañeda. Como…

—Como yo —terminó María—. Como Menéndez.

—Sí, pero sólo funcionó mientras pensábamos que el tío estaba loco, un chiflado con hábito rojo. No sé, tal vez el viejo dio su visto bueno a algún otro asesinato, como el de los Ángel, para que la teoría se mantuviera en pie. Piénsalo. ¿Cuándo empezó todo? Cuando alguien despertó a la Lucena. Había dos cadáveres criando malvas en el piso de arriba, y ni siquiera se había enterado. Tal vez alguien despertó sus recuerdos, y nosotros nos sumamos a la fiesta. Tal vez el calendario les indicó que había llegado el momento de mover el culo, si querían matar a Castañeda al día siguiente y cargarle el mochuelo al tío de rojo. Lo mismo se puede decir de Famiani. Contribuyó a perfilar la historia. Creo que nunca lo sabremos, a menos que el inspector jefe cante hasta La Traviata.

María paseó la vista por la pequeña sala. Parecía demasiado cotidiana, demasiado vulgar. El reloj indicaba que faltaba poco para la medianoche, y sintió que un escalofrío recorría su espina dorsal.

—¿Sabes lo que pienso? —dijo Quemada—. El viejo es una reliquia. Sus demás compañeros, todos los corruptos de la época de Franco, se retiraron a tiempo. Envejecieron, murieron, se jubilaron, bien untados por las dádivas de Antonio, y se convirtieron en viejecitos silenciosos que lo único que deseaban era olvidar esta historia. ¿Quién puede culparles? Corren tiempos diferentes. Ya no se puede ir por ahí chuleando y engañando. Estamos hablando de dinosaurios, y ni siquiera el dinero, ni siquiera esa cantidad de dinero, les va a salvar el culo.

María pensó en el encanto silencioso y sutil de Rodríguez, en cómo había buscado refugio en él de la hostilidad que había encontrado en la comisaría. En cómo había permitido que la enredara, aún a regañadientes, en una pequeña conspiración secreta, como si fuera cosa hecha, algo carente de toda importancia. Le imaginó, le vio, hablando en tono rápido e insistente a los hermanos Mateo, diciéndoles lo que debían hacer, diciéndoles que aquello era, precisamente, lo que su padre deseaba de ellos.

—¿Cómo se detiene a un inspector jefe? —preguntó—. ¿Cómo se hace?

—De la misma forma que se detiene a cualquier otra persona. Aún no hemos llegado a eso, pero existen formas.

María parpadeó.

—Aún no habéis llegado a eso. ¿Qué quieres decir? ¿Qué más…?

Quemada hizo un ademán.

—Quiero decir que hay formas de hacer las cosas y formas de no hacerlas.

—Ha matado a gente, Quemada. Está matando a gente.

—No. Creemos que ha ordenado matar a gente. Es diferente. Es más difícil de demostrar, sobre todo porque las personas de las cuales sospechamos que habían cometido los crímenes han muerto. La investigación de la muerte de Menéndez sólo es el principio. Está viviendo de tiempo prestado. Lo sabe. Pero cargarle todo el mochuelo…, no será tan fácil. A menos que vuelva a cruzar la raya.

—Por lo tanto, es posible que mañana esté fuera del país. En Colombia, o donde sea. Con todo ese dinero y fuera de nuestro alcance.

Quemada se pellizcó la oreja y trató de pensar en cómo expresar lo que quería decir.

—No me entiendas mal, María. Lo que ha hecho está mal, pero para él tenía un sentido. Esta gente funciona a base de una lógica interna, y esto es así. Esa lógica está diciendo al viejo que está acabado, que está perdido, y yo creo que no le queda nadie a quien arrimarse, nadie a quien pasar el testigo. ¿Por qué crees que se tomó tantas molestias? ¿Por qué implicó a los Mateo, para empezar? Hace diez, quince años, este asunto se habría llevado de puertas adentro. ¿Entiendes?

—Tú ya eras policía hace diez o quince años. ¿Fuiste cómplice en algún caso parecido?

—Es probable, pero sin saberlo. Obedecía las órdenes. Ser policía implica eso. No preguntas, actúas. Ahora, siempre preguntamos, por si acaso. En cuanto al inspector jefe, sabe que sabemos algo, sabe que está expulsado del cuerpo, como mínimo, y si tenemos suerte, descubriremos algo concreto que le vincule con todo esto. Entretanto, nos sentamos y apretamos el culo.

—Quiero ver a Oso.

—Joder, pensaba que ya lo habías dejado correr.

—Dijiste que se encontraba mejor. Quiero verle.

Quemada se pellizcó la nariz y trató de pensar.

—Me voy al lavabo, Quemada. Cuando vuelva, buscaré una chaqueta por la casa y me iré al hospital. Si quieres venir, estupendo. Si no…

Quemada la vio desaparecer por la escalera, en dirección al cuarto de baño, reflexionó unos instantes, y sacó de nuevo el teléfono. Bastaron dos llamadas.