Estaba acurrucada junto a la puerta del dormitorio, con una toalla de color piedra, ahora manchada de sangre, alrededor de su cuerpo, el cuchillo aferrado en su mano derecha. No emitió el menor sonido. Quemada notó el sabor a bilis en su garganta. La situación ya era bastante mala cuando había mirado en el dormitorio. Después, automáticamente, había ido al cuarto de baño para buscar algo con qué secarle la cara, las manos. Lo que vio allí fue demasiado. Sufrió náuseas, pese a tener el estómago vacío, hasta creer que su corazón iba a estallar.
Quemada se agachó ante ella, extendió las manos, pensó que sería mejor no tocarla y empezó a suplicar.
—Señora. —No sabía qué decir—. María. Por favor. Hemos de salir de aquí. Hemos de ponernos en movimiento. El tío está muerto. Miki está muerta. No podemos hacer nada. Hemos de irnos.
Volvió al cuarto de baño, procuró no mirar la forma ensangrentada tendida en la bañera, cogió una toalla seca, la humedeció bajo el grifo, volvió e intentó secarle la cara. Ella se revolvió y, por un momento, extendió el cuchillo hacia él.
—Joder.
Quemada se dejó caer en una silla del comedor, se encorvó y apoyó la cabeza en las manos.
—María, has de confiar en mí. No sé dónde está el viejo, y hasta que lo sepa no me atrevo a llamar a nadie de la comisaría, al menos mientras estés conmigo. Le estamos buscando. Le cazaremos. Pero he de sacarte de aquí. Es necesario.
Ella le miró, y había algo en sus ojos, una dureza, una determinación, que le dieron ganas de salir corriendo, dejarlo todo a los hombres de la limpieza, indiferente a que el inspector jefe estuviera acechando en la esquina más próxima. Ya tenía bastante.
Quemada la miró de nuevo, sintió frío en su interior.
—María, puedo intentar convencerte. Puedo ofrecerte mi compasión, pero no sirvo para eso. He de sacarte de aquí. No sé qué coño estará pasando en este momento. Hemos de irnos. Antes de que uno o los dos nos volvamos locos.
María cerró los ojos, y Quemada se preguntó si ya habría recobrado la lucidez, si podía intentar arrebatarle el cuchillo y llevársela como fuera. Después, se odió por haber pensado eso.
Ella abrió los ojos y los tenía llenos de lágrimas, grandes lágrimas líquidas.
—Gracias a Dios —dijo Quemada, y por un momento pensó en abrazarla.
Ella habló con voz lenta y decidida.
—¿Adónde iremos? ¿Adónde podemos ir? ¿Dónde estaremos a salvo?
—Ya lo he pensado. No te preocupes, María. Ya lo he pensado. No necesitas nada. Ni ropas, ni nada. Todo está controlado. Sólo hemos de irnos. Ahora.
Se dirigió a la puerta del apartamento, cogió un impermeable largo de color cervato y extendió los brazos para que se lo pusiera. María se levantó y dejó que la envolviera con él. Quemada notó que temblaba debajo de la tela. Encontró el cinturón y lo anudó alrededor de su talle. Después, abrió la puerta.
Ella no le miró a los ojos. Era más de lo que podía esperar, y lo sabía.
—Todo irá bien, María. Créeme. Confía en mí. Todo irá bien.
Ella bajó poco a poco la escalera, abrió la puerta de la calle, se quedó inmóvil en el umbral y se volvió para ver si él la seguía. Quemada bajó la escalera como un pingüino, con cierto malestar, llegó a la puerta y se encontró contemplando la negrura de la noche, la negrura de la ciudad que conocía tan bien, y se preguntó qué coño les esperaba allí fuera.