Quemada ordenaba sus papeles en la oficina silenciosa. Se sentía viejo, cansado y extenuado. La semana siguiente, que se le antojaba a años de distancia, cumpliría cuarenta y cuatro años. Sólo quince años menos que el inspector jefe. «El viejo». Hasta cierto punto, habían compartido el mismo espacio. Recordaba los viejos tiempos, cuando Franco había muerto, antes de las reformas, antes de la llegada de los socialistas, cuando el trabajo de la policía se movía en cauces más estrechos, más definidos. Sabías a quién estabas protegiendo, sabías a quién tenías que encerrar. La maquinaria funcionaba con suavidad, y si era debido a que alguien de las alturas engrasaba las ruedas, así eran las cosas. Pero desde hacía veinte años, con el inicio de votaciones, comités y «contabilidad», los cauces habían empezado a ponerse confusos. Sólo quedaba un diez por ciento de agentes del cuerpo capaz de recordar los viejos tiempos, los tiempos en que se arreglaban cosas con una llamada telefónica, en que una mujer podía pasear por la calle Mayor sin que alguien intentara arrebatarle el bolso o un adicto al crack le pidiera dinero. Cada mes se retiraba otro, se jubilaba otro, compraba una casita cerca de la costa, se dedicaba a contemplar el Atlántico azul ir y venir, saboreando una manzanilla matutina y pensando, a la mierda. Por fin ha terminado.
Y si aliviaban esos años con una pequeña contribución de algún gánster por los servicios prestados, ¿a quién le importaba? Ahora entregabas el dinero al gobierno, y una tercera parte iba a parar a los burócratas, y el resto a la seguridad social, los impuestos, las obras públicas.
El dinero, pensó Quemada, el dinero no importaba. Matar a gente por él, en especial matar a policías, eso era algo muy diferente.
Quemada se preguntó cuántas veces habría engrasado aquellas ruedas durante el último cuarto de siglo sin enterarse, se preguntó si el inspector jefe le habría llamado un día, explicado algunas cosas y pedido que engrasara unas cuantas más. Después, desechó la idea: ¿a quién coño le importaba? Venías, hacías tu trabajo, te marchabas a casa. No te lo llevabas contigo, ni lo bueno ni lo malo. Encendías la televisión, abrías una cerveza o tal vez la botella de coñac, te sentabas a la luz apacible de la lámpara de mesa y dejabas que el mundo te resbalara. Si te lo llevabas a casa, bueno o malo, se pudría, y un día volvía para obsesionarte, y ya había demasiadas personas obsesionadas en este trabajo, demasiados fantasmas que rondaban en las sombras.
Obsesionados. Como la reina de hielo, pensó. Esas personas incapaces de plantar cara a la situación, de pasar de todo, que se dejaban devorar.
La idea encendió una chispa en el fondo de su mente, y trató de localizarla. No lo logró, y deseó tener a Velasco a su lado para que le echara una mano, aunque fuera en forma de insulto gratuito.
—¿Para qué están los amigos? —preguntó a la sala vacía.
Y entonces, acudió a su mente. Dos pares de iniciales, escritas con letra clara e inconfundible por una mano femenina. Al pie de la página, de la página más jodida, si Menéndez tenía razón, justo al lado de las propias anotaciones del inspector, sólo dos letras: MG. MG. María Gutiérrez.
—Mierda —masculló Quemada, y la palabra rebotó en la pintura descolorida de las paredes—. Eso no.
Giró en la vieja silla de la oficina. El sudor perlaba su frente, y había algo en sus ojos que habría podido pasar por pánico. Corrió por el pasillo de nuevo y miró en el despacho de Rodríguez. Estaba vacío. Ahora, sintió un sudor frío, y el aire gélido.
Quemada volvió al escritorio de Menéndez, sacó el teléfono móvil del muerto, cogió la pequeña bolsa de lona con el equipo de seguimiento, salió a toda prisa, bajó la escalera y atravesó el patio principal de la comisaría, mientras tecleaba en el teléfono.