Capítulo 59

María encendió la luz del vestíbulo, subió el estrecho tramo de escalera y entró en el apartamento. La luz estaba encendida. Vio la pistola de la mujer policía encima de la mesa. Intentó pensar. ¿Habrían llamado a la mujer para que abandonara su puesto? Intentó recordar su nombre. No lo consiguió.

Fue al cuarto de baño, se quitó sus ropas mojadas, se secó la cara y se miró en el espejo. Sus ojos parecían tener el doble de su tamaño normal, redondos, blancos y asustados. Su piel estaba pálida, como carente de sangre. Se quitó la ropa interior, se secó con una toalla, se secó la cara con la tela áspera y experimentó la sensación de que empezaba a revivir. Mientras se secaba la cabeza con la toalla, pasó la mano por detrás de la cortina de la ducha, tanteó en busca del grifo, sintió que su mano aferraba el contorno de una cabeza humana, pelo bajo sus dedos, pelo mojado y espeso. Su mano retrocedió automáticamente. La miró. Los dedos estaban manchados de sangre, roja y reciente. Algunas gotas cayeron al suelo.

María descorrió la cortina, a sabiendas de lo que iba a ver. La mujer policía estaba en el baño, con los ojos abiertos, mirando sin ver el techo. Una herida carmesí, como la sonrisa de la muerte, corría de oreja a oreja, atravesaba los pliegues de la papada. Su boca estaba fija en una mueca extraña, con los dientes manchados de rojo, como si se le hubiera corrido el lápiz de labios. Descorrió más la cortina. La mujer aún conservaba el uniforme. Tenía las rodillas subidas para acomodar su cuerpo en el baño. De su cintura colgaba la radio. Se conectó de repente, siseó y crepitó.

—Él me dijo que la matara —dijo una voz detrás de ella, grave y suave—. Él me lo dijo. Así que lo hice.

María giró en redondo, cogió automáticamente una toalla para cubrir su cuerpo. El hombre estaba en la puerta, vestido con una camiseta raída, tejanos descoloridos, la boca entreabierta, los ojos muertos, mirándola. Un cuchillo largo, cuya hoja estaba manchada de sangre, colgaba casi sin vida de su mano izquierda. Se le veía letárgico, casi consumido. María le miró y, de repente, tuvo una revelación: no tenía miedo.

—¿Te dijo que me mataras? —preguntó.

El hombre asintió poco a poco, como a regañadientes.

—Sí. Me utiliza. Dice que soy suyo. Mi padre. ¿Comprendes?

—Antonio, tu padre está muerto. No puede ordenarte nada.

El hombre meneó la cabeza y rio.

—No digas eso. A él no le gusta que digas eso. Mi padre está vivo. Me habla. Sabe lo que hay que hacer. Lo sabe.

Sus ojos parecían muertos. Quizá era debido a las drogas, o al agotamiento.

—Lo sabe todo. Es como una araña. Se enteró de cuando empecé a hablar con aquel tío de la universidad, cuando empecé a introducirle en los secretos. ¿Cómo lo supo? Yo no se lo dije. Mi hermano no se lo dijo. Si no te mato, lo sabrá. Si no hubiera matado a Jaime, lo habría sabido, y me habría matado. Pero también me quiere. Por eso hicimos lo que hicimos, en la corrida. Os engañamos a todos. Hay millones de formas de salir de la plaza que la poli no sabe, sobre todo con un poco de ayuda, sobre todo en la oscuridad. Nos reímos de vosotros, ¿sabes? Lo planeamos en el corral, esperamos el momento, y desaparecí sin que me vierais. Antes de que empezara el tiroteo. Antes de que los toros empezaran a moverse. Una jugada inteligente. No es que sea necesaria mucha inteligencia para engañar a los jodidos polis. Son tan burros…

—Excepto él, claro.

—Sí —dijo el hombre, algo perplejo—. Excepto él. ¿Cómo lo sabes? Tal vez por eso quiera que te mate. Sí, ya lo creo.

—No es tu padre. No lo es.

—Tú qué coño sabes. Es capaz de oírte, cuando dices esas cosas. Puede verte. Estés donde estés. A veces, hago cosas, cosas que nadie puede ver. Pero él lo sabe.

—¿Como lo de los hermanos?

El hombre rio y escupió un poco de saliva.

—Sí, los hermanos. Jaime y yo hicimos un buen trabajo. Nos estaban jodiendo demasiado, así que lo hicimos. Jaime me enseñó la manera cuando le llené de coca hasta el culo. El viejo sólo quiere que lo haga cuando a él le da la gana, como con el tío de la universidad. El viejo se cabrea cuando me divierto un poco por mi cuenta.

—¿Conocía la existencia de tu madre, de la mujer que tú crees tu madre?

El hombre se irguió y movió el cuchillo delante de ella.

—¿Qué cojones quiere decir ese «crees»? Yo sabía que esa zorra era mi madre cuando hablaba con el capullo de su marido. El viejo me lo dijo. Por eso fue tan fácil matar a ese gilipollas. Tendrías que haber oído sus gritos. Me cité con esa zorra y llegó ya toda húmeda. ¿Conmigo? Y cuando digo, sí, de acuerdo, sale cagando leches. Como tú. Como todas.

Ahora, sujetaba el cuchillo con fuerza, y lo movía ante él. Con la mano libre se manoseaba la entrepierna. Un tic se disparó sobre su ojo derecho. María tuvo que hacer un esfuerzo para apartar los ojos de él.

—Entra en el dormitorio —dijo el hombre—. Te vi en la tele. A su lado. Cuando me miraste. Entonces, supe que lo haría, algún día. Sabía que iba a suceder. Él me dijo que te matara. No dijo nada de lo otro.

Caminó hacia atrás, con el cuchillo levantado, y se interpuso entre el cuarto de baño y la mesa sobre la cual descansaba la pistola. María desvió la vista hacia el frío y opaco metal, tan cerca y tan lejos al mismo tiempo, miró el cuchillo.

—¡Entra en el jodido dormitorio!

María pasó por la puerta del cuarto de baño, con la espalda pegada a la pared, y entró en el dormitorio. La cama de matrimonio estaba hecha. La mujer policía, pensó. Estaría aburrida y decidió ayudar un poco. Magra recompensa.

—Acuéstate. Quítate la toalla.

Se tendió desnuda sobre el cubrecama, con las rodillas apretadas, los brazos cruzados sobre el pecho. Antonio se inclinó y acarició su espinilla con el cuchillo. María sintió que la sangre se pegoteaba a su piel, y se estremeció.

—Ábrete de piernas. Quiero verlo.

María obedeció, posó la mano sobre el vello, buscó la abertura, notó la sequedad. El hombre seguía con los ojos el movimiento de sus dedos, boquiabierto.

—Así —dijo ella, y hundió un dedo en la húmeda cavidad.

—Puta de mierda —jadeó el hombre—. ¡Puta de mierda!

María mantuvo la vagina abierta y exploró con dos dedos su interior. El hombre clavó la vista en la piel rosada y empezó a quitarse el cinturón. Los tejanos cayeron hasta sus tobillos. Sin dejar de aferrar el cuchillo con la mano izquierda, se bajó los calzoncillos con la derecha. Su pene colgaba fláccido en medio del vello oscuro y enmarañado. Lo cogió con la mano y empezó a menearlo.

—Que te jodan —masculló, gotas de saliva escaparon de su boca, pero sus palabras no iban dirigidas a María—. Que te jodan, vamos, vamos…

María le miró, miró el fláccido órgano que se negaba a reaccionar. El hombre introdujo la mano en el bolsillo, extrajo un frasco pequeño, inhaló. El olor a laca de uñas llegó hasta María.

—Eso no es necesario. Quítate la ropa —dijo—. Quítate la ropa. Haré algo.

—¿Harás algo?

Se la estaba machacando, pero seguía inerte.

—Quédate ahí, puta.

María apartó la mano de su vagina y esperó. El hombre se quitó la ropa en una esquina de la habitación. María percibió el olor a sudor, rancio y animal, que emanaba de su cuerpo.

Antonio subió a la cama, se colocó entre sus piernas, se frotó contra ella y apretó el cuchillo contra su garganta. María notó el tacto de la hoja, delgada y mortífera, sobre su piel.

Antonio se arrodilló delante de ella, se la sacudió inútilmente. María sintió la piel fláccida apretada contra su vello púbico.

—Haz algo —dijo el hombre. Apoyó la cabeza sobre su pecho—. Haz algo o te mataré ahora mismo.

María sintió que los labios de Antonio rozaban su pezón, la piel áspera, la barba incipiente contra su pecho. Se llevó la mano izquierda al pecho, lo alzó, lo introdujo en su boca. El hombre se puso a chupar. María deslizó la mano derecha hacia abajo, sintió que la polla se agitaba débilmente contra ella.

—Haz algo —repitió Antonio, y María sintió algo tibio, como lágrimas, sobre su pecho.

Arqueó el cuerpo hacia arriba, susurró en su oído y cogió la carne rígida con su mano libre.

—¿En quién piensas cuando te corres, Antonio? ¿En quién piensas? ¿Qué rostro ves en la oscuridad?

El hombre apartó su cara húmeda del pezón. Surgió saliva de su boca, cayó sobre el pecho de María, resbaló entre sus pechos. Tenía los ojos clavados en la nada, con las pupilas dilatadas, cada vez más grandes, más negros, más profundos. Sintió que la erección iba aumentando en su mano, movió el cuerpo atrás y adelante, más deprisa, más deprisa. María lanzó una exclamación ahogada.

—No, no. Despacio. Despacio. Si corres, será peor.

Alejó la mano de su entrepierna, la subió hasta su pecho, acarició el vello. Acarició la piel con las yemas de sus dedos.

—Despacio, despacio —repitió—. Piensa, Antonio, piensa. ¿En quién piensas? ¿Qué cara ves?

Antonio se adaptó al ritmo de sus manos, y algo estaba sucediendo, algo que nunca había experimentado, algo radiante, algo que adquiría definición en su cabeza. Cerró los ojos, contempló la oscuridad con su ojo interior, vio la imagen, vio su cara…, orlada de cabello rubio, sonriente, tentadora. Como en el parque. Como aquel día en el parque. Cuando la había visto, cuando le había hablado, cuando se había ofrecido, como hijo, como amante, como lo que ella deseara. Mantuvo los ojos cerrados y vio que su boca se movía, abierta, los rojos labios abiertos, que crecían, que se agigantaban en la oscuridad cálida y sanguinolenta, que se agigantaban hasta engullirle.

Y entonces, se sintió duro como una roca. Se sintió extraño, sobrehumano, completo.

Ella tocó su pene, tocó la erección, se movió debajo de él, se abrió más de piernas, su rostro como tallado en piedra, con una expresión sombría y decidida.

—Coge mi mano —dijo María.

Antonio se meció sobre ella, con agonizante lentitud. Ella chilló, extendió los dos brazos, se lanzó contra la erección.

—¡Ahora! ¡Ahora! ¡Coge mis manos!

Entonces, le encontró. La erección se deslizó en su interior. El hombre lanzó una exclamación entrecortada, como dolorido, sus ojos, charcos de oscuridad, se abrieron, se enfocaron en la nada.

—¡Coge mis manos!

Antonio sintió que ya llegaba. María movió las palmas hacia las de él. Palpó el mango, de madera lisa, notó que resbalaba cuando los dedos del hombre se abrieron, cuando se entrelazaron con los de ella. Se empaló más y más en su miembro, vio que jadeaba, esperaba, esperaba, esperaba.

El mundo daba vueltas entre sus cuerpos arqueados, trabados en una lenta danza carente de amor, y luego estalló con furia. El hombre irrumpió en su interior, llorando, tembloroso, presa de una fiebre de sudor, carne y semen. Puso los ojos en blanco, y después se movió sobre ella, con la cabeza apretada contra su pecho. La barba incipiente arañó su piel como papel de lija. Casi al instante, Antonio se desgajó de ella, como repelido por el acto, y quedó tendido sobre su cuerpo, jadeante, miró hacia abajo, el vientre pequeño y curvado, el vello, el diminuto charco oscuro sobre la cama. Sin pensarlo, su boca se abrió, y luego se cerró con suavidad sobre el pezón. Ella lo introdujo más en su boca, para que siguiera mamando.

Después, su brazo extendido tanteó lenta y silenciosamente sobre la cama, encontró lo que buscaba y se apoderó de ello.

Dejó que chupara, y luego apretó el hombro contra su cuerpo, para que el roce, el movimiento, parecieran un abrazo. Poco a poco, se apretó más contra él. Levantó el brazo armado con el cuchillo, cada vez más alto, hasta que brilló como una joya de plata detrás de su cabeza, radiante a la luz del dormitorio.

Lo miró y experimentó la sensación de que el mundo se había detenido, de que sólo quedaba aquel extraño coito carente de amor. Estaba esperando demasiado, lo sabía, pero no podía hacer nada. Cerró los ojos, los apretó, volvió a abrirlos, se dio ánimos, se dijo, vive. Y aún seguía colgado allí, sobre ellos, y sentía el brazo cada vez más débil, cansado y endeble.

La respiración de Antonio cambió a un ritmo más breve, más pausado. Cesó de chupar su pecho. María hizo lo que no deseaba y le miró. Un solo ojo negro la estaba mirando, oscuro e insondable, expresando la agonía de estar vivo.

Sus brazos estrecharon de repente el cuerpo de María, hasta casi hacerle daño.

—Demasiado tarde —susurró—. Demasiado…

María bajó la vista de nuevo y vio su cara, vio la habitación.

La mascarilla verde y las paredes de terciopelo rojo.

—Que te jodan —dijo.

Y la hoja plateada destelló como un rayo.