Capítulo 58

Media hora después, de nuevo en la sala desierta de la brigada, Quemada cogió una palanca, se acercó al armario cerrado con llave que había junto al escritorio de Menéndez, la embutió entre la puerta y el marco y aplicó presión. La madera cedió con un gruñido. Rebuscó en el interior y sacó tres expedientes llenos de papeles, con la palabra «Personal» escrita con la letra del inspector.

Quemada se sentó y empezó a leer.

Coronó la pila de papeles con unas notas que él había tomado, las guardó en una carpeta, las sujetó con una goma elástica, escribió una nota en la cubierta, y luego buscó un formulario de correo interno. Contempló la hoja, se detuvo al llegar a la línea del destinatario. Después, la convirtió en una bola y la tiró a la papelera.

Quemada descolgó el teléfono y marcó el número de su hermano. Sonó media docena de veces, y después contestó una voz masculina enfurruñada.

—Miguel, soy yo, Carlos —dijo Quemada—. Claro. Claro que estoy bien. No, no quiero nada. ¿Eh? Bueno, sí, quiero algo. Es importante. ¿Puedes venir ahora? Necesito verte. En la plaza, delante de la comisaría. ¿Te va bien dentro de quince minutos? He dicho que era importante, ¿no? Claro. ¿Por qué te lo iba a pedir, si no?

Llegó tarde. Siempre llegaba tarde. Media hora después, un reluciente Mercedes nuevo frenaba en la plaza, y un rostro joven y serio asomaba por la ventanilla del conductor.

Quemada contempló el coche y silbó.

—Joder, qué bien pagan las compañías de seguros. Con mis ahorros de dos años, quizá podría comprarme una rueda de este bicho.

—¿Qué quieres, Carlos? Estoy ocupado.

—Quiero que guardes esto —contestó Quemada. Tiró el paquete al asiento del pasajero por la ventanilla del coche.

Su hermano parecía horrorizado.

—Hostia divina. No soporto tus jugarretas. ¿Qué cono es esto?

—Unos papeles que no quiero guardar en la comisaría.

—Carlos, ¿en qué lío te has metido?

—Sólo quiero que los guardes un día. Dos días, como máximo. Si sufro un accidente o algo por el estilo, se los entregas a una cadena de televisión, a los periódicos, a quien te dé la gana. Los fotocopias y los repartes por la calle, si quieres.

—Rediós, tengo mujer e hijos. No me gustan estos jueguecitos.

—No se trata de un juego, Miguel. Supongo que has leído los periódicos. Sabrás lo que ha pasado en la ciudad durante esta semana.

—Ya lo creo, por eso no quiero tener nada que ver con ello.

—Bien, pues tienes algo que ver conmigo. Ahora, pórtate como un buen hermanito, ¿eh? Haz lo que digo, ¿quieres? Nadie sabe que te he dado esto, y nadie lo sabrá. Vuelve a casa, conecta tu estéreo y tu televisión vía satélite, gana montones más de dinero, y dentro de un par de días volveremos a la normalidad. Podrás olvidar hasta que me conoces.

Miguel pisó el acelerador y dejó que el ruido hablara por él. El motor sonó potente, fuerte y airado.

—Eres un gilipollas, Carlos. Un auténtico gilipollas.

—Sí. Puede que tengas razón. Saludos fraternales también para ti, hermano. Ahora, lárgate y ten cuidado de que no se rasque la pintura. Ah, y gracias.

El coche se alejó del bordillo con un chirrido, y Quemada lo siguió con la vista hasta que desapareció por la esquina de la plaza.

—¿Conducirán así por el coche, o porque les gusta conducir así? —se preguntó en silencio.

Mostró su identificación en la puerta, volvió a la comisaría y subió al tercer piso. Su escritorio continuaba como lo había dejado. Descolgó el teléfono, marcó una extensión de tres cifras y oyó la voz de Rodríguez, apagada y un poco ronca.

—¿Inspector? Soy el agente Quemada. Me estaba preguntando si podría ir a verle. Tengo algunos problemas con este caso. Problemas gordos. Sé que ya lo ha dejado. Sé que le apartaron del caso después de que Menéndez muriera. De todos modos, me estaba preguntando si podría echarme una mano. Usted es el jefe. Si no puedo hablar con usted, ¿con quién podré hacerlo? Ahora mismo, si le va bien.

Quemada escuchó la voz al otro lado de la línea. Apenas pudo reconocerla.

—Muy bien —dijo, cuando Rodríguez terminó—. Estaré ahí dentro de un minuto.