En el depósito de cadáveres de la ciudad, en las entrañas de la comisaría de policía, Quemada escupió flema en un mugriento pañuelo y blasfemó. El tiempo le estaba matando. Velasco le había contagiado el resfriado, y la cabeza le dolía. Contempló el cuerpo tendido en la brillante mesa metálica y pensó, vaya día, vaya día de mierda.
Estaba desnudo. La piel, en los sitios que había quedado incólume, tenía el color gris oliváceo de la muerte. Las heridas parecían pozos de petróleo resecos en miniatura. El médico forense estaba secando cuidadosamente con torundas de algodón la sangre coagulada que rodeaba los agujeros de entrada del abdomen. Quemada le conocía por encima: Gastares. Gastares el Enterrador, le llamaban, y también a la cara. Parecía un cadáver, alto, delgado, con la cara cenicienta y el permanente olor a alcohol que desprendía.
Quemada se había emborrachado una vez con él, después de una autopsia particularmente desagradable y, entre copa y copa, le había preguntado:
—¿Por qué coño haces este trabajo, Enterrador? Podrías dedicarte a otros trabajos mucho más agradables, como cirujano, dentista o ginecólogo. Pasar el día con la mano metida en el culo de alguien, o en su garganta, o manoseando chochos debe de quitar las ganas de sobar cadáveres, ¿verdad?
Enterrador había dado un gran sorbo a su bebida y sonreído.
—Sí —dijo—, pero lo que no comprendes, Quemada, es que sólo en este trabajo puedo meter la mano en esos tres sitios, y donde me dé la gana.
Quemada le había mirado a los ojos, había hecho un esfuerzo por creer que el hombre estaba bromeando.
—Pero Enterrador, esas personas están muertas. Están muertas.
—Sí, lo sé. —Ahora exhibía una amplia sonrisa, y sus dientes manchados de tabaco brillaban a la media luz del bar—. Ya conoces el dicho de mi oficio: «Los muertos no se quejan».
Después de eso, Quemada nunca volvió a hacer bromas con Gastares. Después de eso, tampoco se fue de copas con él.
Quemada le observó mientras se movía alrededor del cadáver, murmurando a su ayudante. La joven iba tomando notas en una libreta de la policía. El hombre no tenía prisa. Había mucho que examinar.
—Oye, Enterrador —dijo Quemada.
El patólogo le fulminó con la mirada. Fuera de servicio, en locales catalogados de «sociales», no le importaba que utilizaran su apodo. En el depósito de cadáveres y, sobre todo, delante de su bonita ayudante, exigía más respeto. Quemada se dio cuenta de su error.
—Lo siento. Doctor…
—¿Qué quieres?
—Siento curiosidad por este tipo. Algo no me acaba de cuadrar, y he pensado que tú podrías ayudarme.
—¿Qué? —preguntó Gastares, e introdujo una sonda metálica por un agujero del abdomen.
—Esa herida de la cara, que casi se la llevó toda por delante. ¿Crees que un toro pudo hacerla?
—Aún no he llegado hasta ahí. Yo empiezo por los pies.
—Cuestión de gustos, supongo —dijo Quemada automáticamente—. Verás, no vimos morir a este tipo. Oímos algo, pero estaba muy oscuro. También hubo unos disparos. Siento curiosidad por esa herida de la cara. Nunca he visto nada semejante. Me preguntaba…
Gastares hizo una mueca, una visión poco agradable.
—Detesto esta clase de interrupciones —dijo—. Yo tengo mi propio método. Si me interrumpes, el método se va a parir panteras.
—Sólo me preguntaba cuál sería tu opinión, nada más. Tú eres el experto.
El patólogo contempló el colgajo de piel, lo alzó con la mano, miró debajo, el caos rojizo del cráneo.
—Lo que me interesa es lo siguiente —prosiguió Quemada—. Sabemos que este tipo estaba en mitad de un corral lleno de toros enloquecidos. Lo sabemos porque le encontramos allí, después. Hay esas marcas en su cuerpo, pero supongamos que te lo he traído con sólo esa herida en la cabeza. Nada más. ¿Dirías que un toro pudo ser el causante?
Gastares sopesó el colgajo de piel, como un ama de casa que sopesa un pescado en el mercado.
—Yo diría que fue causada por un potente golpe propinado con un instrumento grueso y romo. Tal vez una de las herramientas que manejan los peones camineros. El otro extremo de un pico, por ejemplo.
—¿No fue obra de un toro?
—Definitivamente no. Es muy fácil identificar una herida causada por algo afilado. Hasta tú podrías hacerlo.
—Gracias, eres muy amable.
—No hay de qué. Por otra parte, dices que este hombre se encontraba en un corral, rodeado de toros enfurecidos. Habría que considerar la posibilidad de que le hubieran pisoteado.
—¿Y eso habría podido provocar esa herida?
Gastares se encogió de hombros.
—Tal vez. No me gustaría pronunciarme hasta haberla examinado con detalle. Cuando la examine con detalle.
Alzó de nuevo el pellejo y se inclinó para escrutar el interior del cráneo.
—Por otra parte…
Gastares indicó con un ademán a su ayudante que le pasara un objeto de la bandeja que había al lado de la mesa. Eran unas pinzas largas. Las introdujo en el interior de la cabeza, por donde habría estado una cuenca ocular si la piel no estuviera echada a un lado, para cubrir la mejilla opuesta. Después, tiró de ellas. Sujetaban algo pequeño y brillante.
—Por otra parte, esto no ha salido de ningún toro.
Quemada se acercó, intentó ignorar el olor a carne que proyectaba la cosa tendida sobre la mesa, y miró las pinzas.
—Tú eres el experto en esto, agente. ¿Qué dirías que es?
—Una bala de pequeño calibre.
—Sí —dijo Gastares.
Hundió de nuevo la cara en el cráneo. Cambió la posición del flexo, se agachó a un lado y acercó un escalpelo al tejido cerebral. Quemada vio que cortaba algo, y después apartó la vista. Gastares cortó y toqueteó durante un minuto, y luego chasqueó la lengua. Dejó el cadáver y depositó los instrumentos sobre la bandeja.
—¿Me concedes el beneficio de tu sabiduría? —preguntó Quemada al fin.
—En cualquier caso, siempre les quito el cerebro. Lo habría hecho aunque tú no me lo hubieras pedido.
—Claro —dijo Quemada—. Eres un genio.
—Yo diría, una mera suposición antes de que lleve a cabo el examen oficial, que la bala le mató. Por la forma en que la sangre se conduce alrededor de la herida de entrada en el cerebro. Estaba vivo cuando le dispararon.
—Cabe la posibilidad de que una bala desafortunada… ¿por qué habré dicho «desafortunada»?, rebotara en la oscuridad y le alcanzara. Eso es lo que estás diciendo.
—Estoy diciendo que, en mi opinión, el disparo le mató. Y que hubo cierto intervalo entre el disparo y esas heridas del cuerpo. Lo cual explicaría lo poco que sangró. Si el corazón hubiera funcionado cuando se produjeron las heridas, habría más sangre. La herida de la cara es otra cuestión. Debió de producirse más cerca del disparo.
—Así que le dispararon. Alguien le dio con un zapapico en la cara. Más tarde, en la oscuridad, los toros le pisotearon un poco. Cuando ya estaba muerto.
—Más o menos —dijo Casares—. Provisionalmente.
—Entiendo —dijo Quemada—. ¿Ya has tomado las huellas?
El patólogo hizo una mueca.
—Pues claro que he tomado las huellas. A eso me refería cuando dije que empezaba de abajo arriba. Forma parte del método.
—Me gustaría verlas.
La ayudante se encaminó al fondo de la sala y sacó dos hojas de papel de una carpeta marrón. Volvió y se las dio a Quemada. Este las dejó sobre el escritorio situado junto a la mesa de operaciones, y luego abrió un expediente con el nombre de «Antonio Mateo» en la portada, y esparció el contenido sobre la mesa. Una serie de viejas hojas de cargos e informes de la comisaría (hurtos de poca monta, detenciones por tráfico de drogas, un robo que nunca llegó a los tribunales) cayeron sobre el escritorio. Cogió una colección de huellas dactilares del montón y las puso al lado de las que habían tomado al cadáver.
—¿Tiene una lupa?
La ayudante sacó una de un cajón.
—Mire, usted es joven. Tiene mejor vista que yo. Eche un vistazo a esas huellas. Compárelas. Dígame lo que ve.
La muchacha se colocó a su lado, y luego se inclinó sobre las hojas. Quemada olió la colonia que perfumaba su cuerpo, algo caro, algo exótico bajo la sencilla chaqueta de nilón blanco, manchada de sangre y otros elementos menos nobles en la manga. Llevaba gafas de montura gruesa y el pelo recogido en un severo moño, pero comprendió por qué a Casares no le gustaba ser llamado Enterrador delante de ella.
—¿Qué ve?
—Son diferentes.
Quemada cogió la lupa y miró las huellas.
—Muy diferentes —dijo.
Gastares parpadeó, con aspecto perplejo.
—¿Te refieres a que no es la persona que pensabas?
Quemada dejó la lupa y recogió los papeles.
—No es quien yo pensaba. Puede que alguien opine de manera diferente. ¿Me haces un favor, Gastares?
—Si es legal, ético, honrado y no me cuesta dinero.
—Vuelve a los pies y sigue trabajando hacia arriba. No tengas prisa. Mañana, todo estará solucionado, de una manera u otra, pero te agradecería que, de momento, esto quedara entre tú y yo.
—Has cumplido tres de las condiciones, pero ¿es ético?
Quemada sorbió por la nariz y se preguntó si estaba resfriado, o era culpa de los microbios que pululaban en lugares como aquel.
—Mañana me lo dirás. No te pido que ocultes nada. Sólo digo, sólo te pido, que vuelvas a trabajar a tu aire, sin prisas, y que me concedas un respiro. Sólo por esta noche. Nada más.
La cara de Gastares parecía lo bastante larga como para llegarle al suelo.
—Odio a los policías cuando me hacen estas cosas. Os odio. Esto te costará una copa.
El corazón de Quemada dio un vuelco.
—De acuerdo, siempre que sólo hablemos de fútbol, comida y sexo. Pensándolo bien, dejemos el sexo. No estoy seguro de que mi estómago pudiera soportarlo.
Cuando se hubo marchado, la muchacha se volvió hacia Gastares.
—¿Enterrador? Me parece muy guay.
—¿De veras? —contestó el hombre, contento.
Los dientes como lápidas centellearon en varios tonos de marrón bajo las luces fluorescentes.