La alegría ya no existía. Las calles tendrían que estar abarrotadas de gente, llenas de ruido, color y júbilo. En cambio, la ciudad se había recluido, empujada por la lluvia, la atmósfera, la disposición peculiar y siniestra que flotaba en el aire desde hacía días interminables, hasta su salvaje estallido en el ruedo. Los rumores invadían las calles, rumores de asesinato, engaño y tragedia, florecían en los pequeños bares del barrio, ahora atestados de hombres malhumorados, agresivos, jóvenes y viejos, que se sentían estafados, desposeídos. Bebían vino tinto barato, carajillos bien cargados de coñac, hablaban poco, veían la televisión, veían la repetición de la muerte de Mateo, una y otra vez, primero en un canal, luego en otro, revivían cada segundo, buscaban respuestas que nunca obtenían. La semana había terminado de una forma asquerosa, un asco que les infectaba a todos, empeorado por el hecho de que reconocían su enfermedad, sentían el virus infiltrado en su interior, y sabían, al odiarlo, que se odiaban a sí mismos.
María caminaba por calles adoquinadas de aguas fangosas, entre montones de restos flotantes y basura, sin parar, sin mirar dónde estaba. Tenía el cabello aplastado contra el cráneo, mojado y pegajoso por culpa de la lluvia. Sus ropas estaban empapadas, se pegaban a su piel, hasta irritarla. Le pesaban las piernas, tenía los pies doloridos y llenos de ampollas.
Por fin, se guareció en un portal a oscuras, se secó la cara con la manga, contempló sin ver la ventana oscurecida. Distorsionado por la lluvia, el cristal le devolvió el reflejo de una luz de neón que parpadeaba al otro lado de la calle: rojo, verde, azul y amarillo. Se volvió y miró. Era la óptica. A su derecha, el bar de la esquina donde, una vida atrás, había declinado una invitación de Torrillo.
María cruzó la calle arrastrando los pies, introdujo la llave en la cerradura y subió a su apartamento.