Capítulo 54

Cuando llegó al pie de la escalerilla, Menéndez pulsó las teclas de la radio, se la llevó al oído y blasfemó. No se oía nada, salvo estática. La gente empezaba a saltar las barreras, corría hacia el cuerpo caído en el centro del ruedo. Alguien, un agente, estaba alzando una pistola hacia la cabeza del toro. Los acontecimientos se estaban precipitando, fuera de control. Menéndez se abrió paso entre la muchedumbre que llenaba la pequeña galería situada en la base de la escalerilla, encontró a un agente, un hombrecillo con bigote, y le empujó contra la pared.

—Policía —dijo Menéndez con expresión sombría, y mostró su placa—. ¿Ha visto adónde ha ido el hombre que huyó del ruedo?

El agente asintió, con una mirada de terror en los ojos.

—Corrió hacia allí.

El hombre señaló una de las tres puertas estrechas que conducían al espacio situado bajo el ala este de la plaza, la parte más antigua y laberíntica del ruedo.

—Estamos en la zona destinada a los animales, ¿verdad? —preguntó Menéndez—. Donde encierran a los toros antes de salir al ruedo.

—Sí.

—¿Hay alguien más ahí en este momento?

El hombre sacudió la cabeza con violencia.

—No que yo sepa. Los areneros se quedan en la parte delantera, y luego entran cuando la siguiente faena está a punto de empezar. No es un sitio que uno elegiría para quedarse.

—Bien. ¿Hay algún teléfono por aquí?

—Hay uno en la pared.

—Llame al inspector jefe Rodríguez. Está en la oficina de la policía. Dígale que ha hablado con el inspector Menéndez, y que este le ha dicho que hay que abrir las puertas. ¿Comprendido? Hemos de abrir las puertas. A la gente le ha entrado el pánico. Si nos descuidamos, habrá otra tragedia.

El agente miró hacia el final de la galería, donde un remolino de espectadores irritados buscaba una salida.

—Le llamaré ahora mismo —dijo.

Menéndez indicó una puerta pequeña y agrietada.

—¿Por ahí? —preguntó.

—Sí —asintió el hombre—. ¿Va a entrar?

—Alguien ha de hacerlo —gruñó Menéndez.

—Tenga cuidado. Si se pierde, puede pasarse horas ahí dentro.

—Iré tirando garbanzos —murmuró Menéndez.

—Coja esto —dijo el hombre.

Desenganchó una linterna larga del cinturón, probó la luz un segundo y la extendió ante él. Menéndez la cogió, la sopesó y la pasó a María.

—Gracias —dijo.

Se abrió paso a empujones entre la muchedumbre, seguido de Quemada y María. Cuando llegó a la puerta, sacó la pistola automática de su pistolera, la comprobó, volvió a enfundarla y ordenó a Quemada que hiciera lo mismo. De la multitud se elevaba un sonido que hablaba de inquietud, una mezcla de miedo, ira e incomodidad física.

—Cuando entremos ahí, no se separen de mí, hagan lo que les diga —ordenó Menéndez—. Al pie de la letra. ¿Entendido?

—Usted manda —contestó Quemada, mientras guardaba su pistola.

—Estaremos a oscuras y será difícil saber qué está pasando. Hay sólo dos salidas, en cada extremo de la sección. Hemos de asumir que no ha huido por la otra, porque el inspector jefe la tiene cubierta. Tendremos que registrar cada parte, zona por zona. María, quédese detrás de nosotros, utilice la linterna cuando no podamos ver. Quiero que vigile por nosotros. Necesitamos todos los ojos disponibles.

—¡Eh! —exclamó Quemada—. Recuerdo ese juego. Lo practicábamos en la mili.

—Bien, pero no es un juego.

Menéndez abrió la puerta y entraron en un mundo de una negrura casi absoluta.

—Linterna —gritó Menéndez.

María buscó el interruptor, lo encontró y vio que un delgado rayo amarillo perforaba la oscuridad.

—Un momento —susurró Menéndez—. Esperaremos aquí hasta que nuestros ojos se adapten.

Se quedaron con la espalda pegada a la pared de piedra, fría y húmeda. A su izquierda, la luz que entraba por la pequeña puerta abierta arrojaba un trapezoide blanco y brillante sobre el suelo de piedra. Arriba, se oían las pisadas de la multitud entre las filas de asientos. Parecía una estampida de animales. El agua de la lluvia se colaba por las goteras del techo, formaba diminutos charcos en el suelo, caía sobre sus cabezas y manos.

Al principio, el lugar se les antojó silencioso, pero ahora podían distinguir sonidos en la oscuridad. El arrastrar de pezuñas sobre la paja, los gruñidos de los animales, su respiración jadeante. También percibieron el olor de los toros y sus excrementos.

—Busquen el interruptor de la luz —dijo Menéndez en voz baja—. Ha de estar cerca de la puerta.

Cruzó la línea de luz que entraba por la puerta, se inmovilizó en el charco blancuzco y pasó la mano por la pared. Nada. Quemada y María le imitaron al otro lado de la entrada. La piedra estaba fría y húmeda. Sintieron bajo los dedos el tacto resbaladizo de las capas de pintura antigua, el perfil rugoso del enladrillado.

—Ya lo tengo —dijo María.

Sentía bajo los dedos la forma redonda de un interruptor de baquelita pasado de moda. Lo accionó una vez, dos.

—No funciona.

Menéndez se acercó y probó.

—Tiene que haber otro. Este debe de ser viejo.

Buscaron otra vez alrededor de la puerta.

—No hay otro interruptor, inspector —dijo Quemada—. Ese es el único. O no funciona, o ese loco lo ha estropeado.

—¡Mierda! —escupió Menéndez.

Había una amargura sobreañadida en su voz que ninguno de los dos pudo comprender. Guardó silencio un momento, después murmuró algo para sí, se alejó de ellos y gritó, con toda la fuerza de sus pulmones, a la oscuridad vacía.

—¡Policía! Estamos armados. ¡Salga de ahí!

El ruido retumbó en el espacio cavernoso, se fragmentó en un coro de voces diferentes. Se desvaneció lentamente y flotó en el aire estancado.

Cuando los últimos ecos de la voz de Menéndez se desvanecieron, aguzaron el oído, con tal concentración que creyeron poder oír su propia respiración, el bombeo de la sangre en sus venas. No había nada que no hubiera antes, la nerviosa agitación de los animales, su respiración profunda, el incesante goteo del techo, el estruendo de la multitud al moverse.

Entonces lo percibieron, débil al principio, después más alto. Una carcajada, grave, deliberada, calculadora. María pensó que sus sentidos la abandonaban por un momento, sintió que el mundo se disolvía en una oleada de locura. No era el sonido de un hombre atrapado, no era un sonido de derrota.

Menéndez introdujo la mano bajo la chaqueta y sacó su pistola. Quemada oyó el ruido y le imitó. La voz del inspector retumbó de nuevo en la oscuridad.

—Sabemos quién eres, Antonio. Sabemos tu dirección. Sabemos lo que has hecho. Estás rodeado. Todo ha terminado.

La carcajada se repitió, más potente. Rebotó en las paredes, les provocó con su presencia.

Entonces, el hombre habló.

—Policías de mierda.

Las palabras consiguieron que María lo recordara todo de nuevo. Las llamadas telefónicas. Cuando él habló, vio su rostro perfilado en su mente.

—Malditos policías, no sabéis nada. Nada.

Algo se movió. Algo sólido. Los animales empezaron a mostrarse inquietos.

—Está con los toros —dijo Quemada—. Tiene que estar entre ellos. El inspector jefe tiene razón. Este tío está loco.

—La linterna, María, la linterna. Apúntela frente a nosotros, hacia la izquierda.

El delgado haz amarillento destelló en la oscuridad. Al principio, le costó controlarlo. Se elevaba demasiado, iluminaba el techo de ladrillo curvo del cercado. Después, sujetó el mango de goma con las dos manos, apuntó hacia abajo y lo movió con lentitud de un lado a otro.

Formas oscuras se movían a unos diez metros de distancia. Cuando el rayo los iluminó, los ojos de las bestias centellearon como espejos muertos, teñidos de plata por el haz. Había barreras, líneas horizontales y verticales que cortaban sus formas como esténciles negros. Daba la impresión de que había un pequeño rebaño, preparado para ser conducido al matadero. Sus formas, las curvas de sus cuernos, las líneas largas y esbeltas de sus lomos, se entremezclaban en la oscuridad, las siluetas se superponían de una manera constante, deambulaban de un lado a otro con una frecuencia nerviosa e impaciente.

Durante una fracción de segundo, el rayo de la linterna reveló otra cosa: una forma diferente, de un color diferente. Reflejó la luz, la forma de un hombre acuclillado.

—¿Le ha visto? —preguntó Quemada.

—Sí —dijo Menéndez—. María, mantenga la linterna dirigida hacia esa zona. Ilumine a los animales. Está entre ellos. Los utiliza como protección.

—Menuda protección —masculló Quemada—. ¿Cómo coño le vamos a sacar de ahí?

—Esperaremos. No puede ir a ningún sitio.

Se oyeron ruidos al final del pasillo, y de repente, un destello de luz del día. Sombras de hombres oscurecieron la puerta, sus voces retumbaron en la negrura aterciopelada. Después, desaparecieron en la oscuridad.

—Inspector jefe —gritó Menéndez.

—Inspector. ¿Le ha encontrado? —La voz de Rodríguez sonó quebrada y tensa—. ¿Cree que está aquí?

—Está aquí, en el corral de los animales. Le hemos visto.

Siguió un momento de silencio.

—¿Están cerca de la otra puerta? —preguntó Rodríguez—. ¿Antonio no puede salir?

—No puede salir. Sólo debemos esperar. Traigan luces, focos o lo que sea. No podrá salir.

—Bien. Tenemos muchos hombres. Le hemos cazado.

La voz de Rodríguez adoptó un tono algo teatral.

—¿Nos está oyendo? ¿Ha oído nuestra conversación?

Desde la negrura, de ningún punto en particular, surgió una voz amortiguada, tétrica.

—¿Por qué no se van a tomar por el culo? Ya he matado a uno de los suyos. Lo ensarté como a un cerdo. ¿Quieren saber cómo gritó?

Un tenue chillido animal perforó la oscuridad, y luego se convirtió en una carcajada irónica.

Quemada aspiró aire entre los dientes.

—Voy a decirle una cosa, inspector —susurró a Menéndez—. Cuando llevemos a este tío a la comisaría, le va a costar mucho subir y bajar la escalera. Sin caerse por ella, quiero decir.

La voz de Rodríguez retumbó en el pasillo.

—¿Dice que está con los animales, inspector? ¿En el cercado?

—Sí. Estamos seguros. Le hemos visto un par de veces, pero está agachado detrás de los toros. Debe de pensar que no entraremos ahí.

—Y tiene toda la razón, el muy cabrón —susurró Quemada.

—Entiendo —gritó Rodríguez—. Le haremos salir.

Menéndez oyó el «clic», metálico e inconfundible.

—Pero no está armado… —se oyó decir—. No lleva pistola…

Y entonces, el rugido del arma, ensordecedor, ahogó todos los demás sonidos. Creyeron que sus tímpanos iban a estallar. Una llamarada amarilla hendió la negrura, iluminó por un instante toda la sala cavernosa. Se imprimió en la mente de María como una fotografía: los animales sobresaltados, asustados en el cercado, una silueta tendida (¿tendida?) entre ellos, Quemada y Menéndez tapándose los oídos para amortiguar el ruido, con la cara deformada de dolor. Y al final de la cámara, silueteados a la pálida luz amarilla, inmóviles, tres o cuatro hombres sin rostro distribuidos alrededor del inspector jefe, que había levantado una pistola, una pistola que apuntaba al aire.

Entonces, desapareció. Se oyó otro disparo. Algo rebotó en las paredes de piedra.

—¡Al suelo! —gritó Menéndez, y todos obedecieron, mientras un rugido creciente se alzaba ante ellos. El salvaje rugido de los toros, enfurecidos, aterrorizados, y luego, imponiéndose a ellos, un chillido de agonía, gutural.

—Le va a matar —dijo Quemada, acuclillado en el suelo—. El inspector jefe se ha vuelto loco. Los toros le van a matar.

Estaban tan cerca que veían tenues reflejos de luz en los ojos de cada uno. Había algo en la mirada ciega e inexpresiva de Menéndez que María no reconoció, no le gustó. El ruido procedente del corral era insoportable. La confianza y la arrogancia habían desaparecido. El hombre gritaba para que le salvaran.

Menéndez se puso en pie con un veloz movimiento y se plantó en la arcada del umbral. Su figura se silueteaba a la luz. Su voz retumbó en la caverna de ladrillo.

—Antonio, camina hacia mí. Camina hacia la puerta. Te salvaremos, te…

Nada humano se movía en el corral. María tenía la linterna apuntada hacia allí, se esforzaba por ver, por comprender lo que veía, pero nada humano se movía.

—Menéndez, hay algo… —empezó a decir.

Y entonces, el mundo resonó de nuevo con el estampido de una pistola, más fuerte que nunca. Hasta los animales empezaron a chillar. Sonidos lastimosos y primarios surgieron del corral. Pateaban, se corneaban mutuamente a la luz de la linterna. Detrás de las formas voluminosas se veía la forma blanca de un hombre, que era pisoteado en la avalancha de pánico, mientras manchas oscuras aparecían en su torso.

—Oh, Dios mío —exclamó Quemada, y María sintió que algo blando caía a su lado, golpeaba el suelo con un impacto horrible.

Apartó la linterna de la carnicería y miró a su izquierda. A pocos centímetros de distancia, Menéndez estaba caído en posición fetal, con la boca y los ojos abiertos, la mitad de su cabeza destrozada, el cerebro disperso. A la tenue luz de la linterna, el reborde del cráneo roto parecía salido de una película de terror.

La puerta se encontraba a escasa distancia, una distancia que María salvó en un instante, y luego Quemada la sostuvo cuando todo surgió de la boca de su estómago, y vomitó un ácido chorro de bilis sobre el suelo cubierto de arena.