En el ruedo, Mateo se sentía bien. Muy bien. Había toreado al animal todo cuanto valía la pena. Que no era mucho. Por lo general, le daban mejor material que este, buenos animales procedentes de las llanuras cercanas a Cádiz o a Jerez. Este animal era manso, lento, pesado y estúpido. Lo habían banderilleado y alanceado, y aún se negaba a reaccionar, a mostrar aquella repentina reacción de ira, aquella repentina reacción asesina que le alegraba el día. Ya había olvidado sus dudas, y la cocaína no tenía mucho que ver con ello. Era el amo del ruedo, podría obligar al estúpido animal a hacer lo que él quisiera antes de matarlo, pero todo matador estaba limitado por el material de que disponía, y este era un desastre. Intuía la decepción, cercana al aburrimiento, que se había apoderado de la multitud, como cualquier buen matador. Era el momento álgido de la semana y el espectáculo no estaba a la altura de lo que habían pagado. Tal vez el siguiente toro (aún tenía que torear a uno más aquella tarde) sería mejor. Despacharía a este como mejor pudiera.
El animal se erguía delante de él, agotado. Tenía el lomo sembrado de heridas. Manaba sangre de sus cuartos delanteros y colgaba en grandes grumos mocosos de su boca. Estaba utilizando todas sus energías para tenerse en pie, sus patas temblaban de cansancio y miedo. Sus ojos… Mateo no podía ver sus ojos. Eran demasiado pequeños y oscuros. Le gustaba ver los ojos. Le revelaban cosas sobre el animal. Sabía leerlos. Este animal no era merecedor del ruedo. Estaba allí, inane, tembloroso, a la espera de morir.
Tiró la muleta y el estoque a un lado y cayó de rodillas. Algunos aplausos se elevaron del público. Mateo levantó las manos sobre la cabeza, en la posición de un bailarín, elegante, como en un ballet.
Cerró los ojos y empezó a avanzar de rodillas, experimentando, improvisando con el animal frente a él. Había un momento, siempre había un momento, en que la interpretación terminaba y la danza de la muerte adquiría realidad. Cuando ya no podía pensar más en el público, las cámaras de televisión y lo que diría la prensa. Cuando toreaba por instinto, sin pensar. Eran los momentos más puros y reales de su vida. Los anhelaba, saboreaba cada segundo que duraban, desde el momento en que perdía la noción del mundo exterior hasta la estocada, que le ponía fin. Era el corazón sencillo y perfecto de su ser, y todo lo demás era escoria en comparación.
Mateo se acercó más al animal. El sonido de la multitud casi se había desvanecido, transformado en un largo susurro, un susurro de admiración emitido por una garganta común. Lo sintió. Lo sintió en el momento justo: suave, tibio y físico, el aliento de la bestia bañó su cara, como el jadeo de una amante después del acto.
Se acercó aún más, notó el aire más caliente, con una fetidez animal que no le ofendió, y abrió los ojos. El toro se alzaba ante él, jadeante, derramaba baba ensangrentada sobre sus rodillas. Sus ojos, sus ojos aún eran impenetrables, incluso desde tan cerca, pequeños charcos negros que desafiaban toda interpretación. Ciego a todo cuanto no fuera la bestia que tenía delante, Mateo sacudió la cabeza, oyó el creciente rugido de la multitud y… ¿algo más? No le estaba mirando a él, sino a través de él, algo exterior al ruedo. Estaba en otra parte, a la espera de escapar. O a la espera de morir.
Cerró los ojos con fuerza, alzó las manos y tocó las mandíbulas del animal. Los músculos se agitaron bajo sus dedos. La piel aterciopelada estaba caliente y mojada de mocos. Acarició poco a poco el hocico del animal, su cabeza, sus cejas. El toro se agachó un poco, lo suficiente para que Mateo pudiera tocar los cuernos. Los acarició lentamente, con ternura, palpó el asta, palpó el extremo, extasiado en su oscuro mundo privado. Lo que había fuera se había marchado. No sentía el latido excitado del público, no oía el zumbido de su aprobación sin palabras. Era uno con el ser al que iba a destruir, y su ser, su existencia, empezaba y terminaba con ese conocimiento.
Acarició las mejillas, tibias y agitadas, y después miró al animal una vez más. El toro le estaba devolviendo la mirada, sus ojos ya no eran de un negro opaco e inexpresivos, sino oscuros, profundos y llenos de luz. Vio su reflejo en ellos, la imagen, distorsionada por la curvatura de la lente muscular, de un hombre en traje de luces, arrodillado en el suelo arenoso de un enorme ruedo, arrebatado por el místico ritual que unía a hombre y bestia, y a los miles que les rodeaban, en un misterio de vida, sangre y muerte.
Un júbilo puro, doloroso e inexorable recorrió el corazón de Mateo cuando miró a los ojos del animal. Después, sin darse cuenta, sin pensarlo, cogió su enorme y majestuosa cabeza con las dos manos y cerró los labios sobre la boca del animal, saboreó la sangre y la flema, la besó con la boca abierta, lamió la sangre de sus mejillas, de su hocico, de su piel, al tiempo que aferraba su pellejo con tal fuerza que llenaron sus puños como tela arrugada.
—Somos uno —dijo Mateo, con la cara pegada a la sangre y los mocos, mientras la coca bailaba en su cerebro—. Somos uno.
Al otro lado del ruedo, un hombre se preparó para intervenir.
A treinta metros de altura, Quemada bajó los prismáticos.
—Mierda —dijo—. Este jodido lunático lo va a conseguir.
El cielo, iluminado por los relámpagos, se iba ennegreciendo a medida que llegaban más nubes.
—Se ha vuelto loco —gritó Quemada—. Mire eso, por el amor de Dios. ¡Está besando a ese monstruo!
Menéndez y María desviaron sus prismáticos del público hacia el ruedo. Mateo continuaba arrodillado, con la cabeza del toro en sus manos, los dedos entrelazados alrededor de la base de los cuernos. Su boca estaba trabada con la del animal, y se movía locamente. La muchedumbre empezó a emitir gritos de cólera, en señal de desaprobación.
El cielo retembló de nuevo, y esta vez empezó a llover, primero unas gotas dispersas, y después, en cuestión de segundos, un auténtico diluvio. Las cortinas de agua tamborileaban sobre el tejado como cañonazos, y el ruedo se convirtió casi al instante en un mar de arena. Mateo, no obstante, siguió arrodillado. Ahora, el animal se debatía entre sus manos.
—Miren, van a sacarle de ahí.
Un banderillero salió de detrás de una valla, una figura vestida de oro apagado, que se movía con celeridad y decisión hacia las dos figuras trabadas en el centro del ruedo.
—Está loco. Tendrán que sacarle por la fuerza.
María contempló la silueta que avanzaba bajo la lluvia, y experimentó un escalofrío. Apretó los prismáticos contra la cara, hasta que casi se hizo daño, barrió la arena, intentó enfocar, intentó capturar a la figura. Aún le quedaban diez metros por recorrer, y andaba con parsimonia. Había una sonrisa en su cara, como si estuviera muy convencido de lo que iba a hacer. María vio que se agachaba, recogía la muleta, recogía el estoque.
—Es él, Menéndez —dijo, sin apartar los ojos de los prismáticos—. Es él.
Miró mientras la figura se acercaba al hombre trabado con el toro, se erguía sobre él, echaba hacia atrás el brazo, y luego, con un solo movimiento, seco y planificado, clavaba el estoque en el pecho del matador, sin que músculo o hueso se interpusieran en su camino.
Con el ruido de los truenos y la lluvia, María no oyó gritos, aunque sabía que se habrían lanzado. Vio que Mateo caía, con la boca abierta, vio que el toro reculaba, que manaba sangre de su morro, donde la hoja había penetrado después de atravesar el cuerpo del hombre. Y vio que el hombre vestido de oro tiraba el estoque, dejaba que el cuerpo cayera al suelo, daba media vuelta y corría. Corría directamente debajo de ellos, fuera de su vista, sin que el pequeño ejército de agentes, desconcertados por la tormenta, pudieran intervenir.
Cuando María bajó los prismáticos, Menéndez ya estaba desapareciendo por el borde de la plataforma. Ella les siguió en silencio, sin pensarlo dos veces, hasta internarse en las mojadas tripas de la plaza.