Capítulo 52

Quemada dejó los prismáticos sobre las rodillas y se frotó los ojos con el dorso de ambas manos.

—Falta mucho para que lo hagan picadillo.

En el ruedo, la faena se estaba acercando a su final. Banderilleros y picadores habían terminado su trabajo, y Mateo estaba conduciendo al animal con parsimonia hacia su muerte. Incluso desde la altura en que se encontraban, y sin los prismáticos, podían ver las cintas que se agitaban sobre el lomo del animal y el hilo de sangre que se destacaba en su cuerpo y su morro.

—Cada año me toca venir aquí, y cada año es lo mismo. ¿Qué le ve esta gente? No lo entiendo.

María dejó de examinar a la multitud y tachó otra fila en su cuaderno.

—Nada, ¿eh? —preguntó Quemada.

Ella sacudió la cabeza.

—Hay algunos hombres que se le parecen vagamente. He mirado a algunos con mucho cuidado, pero no eran él.

—¿Está segura? —preguntó Menéndez—. ¿Valdría la pena retenerles después para hablar con ellos?

—He tomado nota del número de sus asientos, pero no estoy convencida.

Quemada gruñó, como diciendo, ¿qué te esperabas?

—¿Han visto algo desde la otra plataforma? —preguntó María.

—Nada —contestó Menéndez—. Nada especial. Es una corrida muy tranquila. Por lo general, detenemos a algunos borrachos, y ya se han producido algunas peleas a estas alturas. Hoy, ni siquiera eso. Más policías que nunca, y hemos de conformarnos con vigilar el ruedo.

—Muy emocionante —murmuró Quemada.

—Cuando haya terminado, en el intermedio, bajaremos y cambiaremos de sitio con la gente que hay en la plataforma del otro lado.

—Si piensa que servirá de algo… —dijo Quemada—. ¿Ha echado un vistazo al cielo? Creo que va a caer una buena.

Menéndez y María miraron al otro lado de la parte semicircular de la plaza, en la que se habían concentrado durante casi una hora, y comprendieron a qué se refería. El cielo estaba adquiriendo un tono negruzco a un kilómetro de donde se encontraban. Tan sólo una delgada franja azul les separaba de la oscuridad, y estaba desapareciendo a marchas forzadas. El aire empezaba a soplar a su alrededor, como heraldo de la tormenta. Un aire caliente y turbulento remolineaba alrededor del estadio, cargado de estática, y a lo lejos se oyó el gruñido ominoso de un trueno.

—Mierda —dijo Menéndez, mientras un destello azul eléctrico temblaba detrás de una nube, como una farola errática que parpadeara tras una cortina oscura—. Lo que nos faltaba.

—Bien, esto es lo que hay. Tal vez alguien debería avisar a nuestro amigo de ahí abajo. Por lo visto, piensa que tiene todo el día por delante.