Capítulo 51

Dos pisos más abajo y cuatrocientos metros hacia el oeste, en un pequeño cuarto bien iluminado, con un espejo rodeado de bombillas como los que se suelen encontrar en los teatros, Jaime Mateo también consultó su reloj, vio que los minutos pasaban y sintió el miedo, frío y duro, en la boca del estómago. Llevaba un traje de luces plateado que se ajustaba a su cuerpo como un guante, medias blancas ceñidas a sus tobillos y zapatos negros adornados. La montera descansaba sobre el tocador, delante de él. Se la ponía en el último momento, antes de salir al ruedo, y siempre, siempre, la tiraba antes de entrar a matar. La corrida era un ritual público, que contenía un ritual privado. Cosas que siempre había hecho antes, costumbres que le mantenían con vida. Nada de sexo la noche anterior, ni copas ni drogas. El reloj, el viejo y barato Timex que guardaba desde la adolescencia, cuando aligeraba los bolsillos de los turistas, estaba ceñido a su muñeca, como siempre, pese a que el mecanismo había expirado mucho tiempo atrás y la minutera se agitaba en vano, medio sujeta al eje. Y la montera, que siempre llevaba cuando entraba en el ruedo (aunque muchos matadores modernos salían con la cabeza al descubierto), y siempre arrojaba antes de entrar a matar.

Mateo repitió hasta el último detalle de su ritual privado, satisfecho de consumarlo. Pero seguía sudando. Se miró en el espejo, vio la tosquedad del maquillaje que se había aplicado a la cara. Eso era lo que ellos deseaban: el héroe joven y guapo, el niño prodigio. La cara detrás de la máscara… No habían pagado por eso. No debían verla. Se concentró en la imagen del espejo, se preguntó si la máscara era lo bastante buena. Se preguntó cuánto tiempo podría mantenerla. ¿Cuántas corridas, cuántos años, antes de que fuera imposible ocultar el engaño?

La noche anterior, la larga noche posterior a la llamada, cuando había conseguido conciliar el sueño un breve rato, había soñado con el ruedo, con la corrida, un sueño extraño e inquietante. Había soñado que la corrida, la corrida verdadera, no era con el toro, sino con el público, con la gente. El animal era un contrincante por delegación. En realidad, se enfrentaba, con cuchillos, espadas y cualquier cosa capaz de mutilar, herir y matar, al río de humanidad primitiva y unificada que había acudido a verle, a desafiarle, a poner a prueba su humanidad, a poner a prueba su deseo de supervivencia. Había soñado después de matar al toro, cuando el enorme cuerpo yacía derrotado, derramando sangre roja sobre la arena amarillenta del ruedo, se habían levantado de sus asientos, aplaudiendo y gritando, exhibiendo grandes dientes como lápidas, y habían bajado a por él. Habían abandonado las hileras e hileras de asientos (ahora, hileras e hileras de tumbas en su imaginación febril), habían bajado lenta y decididamente por los pasillos, saltado sobre los muros, sobre las barreras que separaban el ruedo del público, avanzado hacia él, sin dejar de sonreír en ningún momento, con placer, con éxtasis y una sensación abrumadora (¿había notado también un olor determinado?) de triunfo.

Había esperado mientras le rodeaban, se había tapado los oídos para intentar repeler, en vano, su ruido ensordecedor, el rugido de su goce. Había mirado mientras pugnaban por recoger las armas del suelo, por arrancar el estoque del toro, por alzar la hoja ensangrentada al sol. Había visto a una mujer, ataviada con un vestido de encaje blanco, una matrona de rasgos delicados, lamer la sangre del estoque, acariciar con su lengua la afilada hoja metálica, casi cortándose la lengua, riendo con lágrimas en los ojos, riéndose del dolor.

Y después, se habían vuelto contra él. Le habían cortado en pedazos, había visto las partes, las extremidades, los órganos del cuerpo, que sangraban profusamente, tirados en el suelo a pedazos. Le habían descuartizado, y lo último que recordaba, lo último que pudo recordar antes de despertar, era el sonido final, la última sensación. El sonido de sus mandíbulas al devorarle, el chasquido de sus labios, las caras manchadas de rojo. La sensación de sus dientes al morder su carne, el marfil duro y afilado al desgarrar músculo y grasa, al cerrarse sobre el hueso.

Mateo abrió los ojos y se miró en el espejo, se chilló en silencio que debía recuperar algo similar al control. Cuando hubo dejado de temblar, cuando se hubo convencido de que sería una mala idea, una idea muy mala, sacar de su maletín la cajita plateada con el polvillo blanco en su interior, se levantó, dio media vuelta y miró la pared trasera del camerino.

Siempre era igual. En Madrid o Sevilla, Barcelona o Málaga. En cada cuarto, clavado a la pared, había un sencillo crucifijo. En esta ciudad, sólo en esta ciudad, encontraba otra cosa. Junto a la torturada figura de la cruz colgaba un pequeño retrato de la Virgen, obra de Murillo, un rostro blanco de ojos valientes y penetrantes, ojos capaces de contemplar todo el dolor, el horror y la miseria del mundo sin pestañear.

Miró aquella cara y experimentó la sensación de que podía perderse en ella. Había un universo prometido en su expresión, un universo que hablaba de paz, tranquilidad y evasión. Sin saber lo que hacía, Mateo cerró los ojos, juntó las manos y trató de rezar, rezar por una sola cosa: ¡Déjame vivir! Déjame vivir y me enmendaré

Cuando abrió los ojos, la cara aún le miraba con el mismo escepticismo distante. Apartó la vista de la pared y pasó una mano sobre la chaqueta. Después, extrajo del maletín la cajita plateada, depositó un poco de polvillo sobre la tapa y lo aspiró mediante un pequeño tubo metálico. Notó una repentina euforia, una euforia que antes había sido puro placer, y ahora sólo era una liberación del dolor. Volvió a aspirar y las lágrimas empezaron a resbalar por su rostro. Fue a la mesa, cogió un pañuelo de papel y las secó. Después, se sentó y esperó. Hasta que fuera la hora, hasta que se sintiera mejor, más en forma. El suave e insistente murmullo de la multitud, las melodías metálicas discordantes de una orquestina, se oían al otro lado del cuarto.

Era el Guapo. Había matado toros a lo largo y ancho de España, sin apenas recibir una herida. Había recibido honores en el ruedo reservados únicamente a los mejores, al Cordobés, y tal vez incluso a Manolete.

Jaime Mateo se acercó a la puerta del cuarto, recorrió el largo, estrecho y oscuro pasillo que conducía al círculo luminoso situado al final, y salió a la luz. La multitud estalló. Se pusieron en pie, gritaron, saludaron, las mujeres lanzaron flores, pañuelos y ligas por encima del muro, los vítores atronaron ensordecedores de un extremo del ruedo al otro, desde sol a sombra y viceversa. Los peones, actores secundarios del drama, se acercaron al borde del tendido como rindiéndole honores. Percibió el olor de los caballos, el potente aroma de los excrementos que impregnaba el aire caliente de la tarde. Aquel era el momento, la razón de su existencia, el punto focal de su vida.

Sonrió, sin verlas, para las cámaras de televisión, la sonrisa amplia que aparecería en los programas nocturnos y en las portadas de los periódicos del día siguiente. La sonrisa confiada y victoriosa. La sonrisa de alguien que dominaba el mundo primitivo y cerrado del ruedo.

Por encima de él, por encima de las multitudes excitadas, los comentaristas de televisión empezaron a interpretar, empezaron a explicar el ritual. Estaban bien informados. Ni uno dejó de mencionar que, por primera vez en su larga carrera, el Guapo había abandonado una costumbre inveterada y salía al ruedo con la cabeza descubierta.