Capítulo 50

La Maestranza sólo estaba a un kilómetro de distancia, pero tardaron más de una hora en llegar. Las calles hormigueaban de gente. No había otra palabra para describirlo. Si se encontraban con un río que iba en la misma dirección, se dejaban arrastrar por él, flotaban con la masa. Hasta el siguiente cruce, en que sólo podían confiar en que el río fuera en su misma dirección. En una ocasión, se vieron arrastrados, casi sin tocar el suelo, hasta el interior de un bar lleno de borrachos que cantaban, con los vasos en el aire, las caras coloradas a causa del alcohol. Se agarraron a la máquina de cigarrillos, cerca de la entrada, y esperaron a que la presión cediera un momento. Luego, se lanzaron de nuevo a la calle. El centro de la ciudad se había convertido en un caos. No había manera de controlar los acontecimientos. El estado de ánimo de la muchedumbre que les rodeaba había cambiado. Algo catártico había sucedido en la plaza. El dolor y la culpa habían sido purgados, sustituidos por una alegría perentoria, casi maníaca. La histeria se había adueñado de las calles, mezclada con la sudorosa presencia de la inminente tormenta, húmeda, densa y electrizante.

Al cabo de veinte minutos, el gentío perdió parte de su confusión, adquirió una dirección más concreta. Se estaban acercando a la plaza, por calles estrechas de crujías de casas medievales que se alzaban sobre ellos. Rosas, geranios y lirios decoraban los balcones de hierro, se veían caras asomadas detrás de las cortinas. Rejas de hierro protegían los umbrales de mansiones antiguas, impedían que fueran holladas por la multitud. El torrente de cuerpos que invadía la calle pasaba ante patios silenciosos y sombreados, con fuentes de agua fresca en su centro, desiertas en el día más grande de la ciudad.

Y entonces, con un repentino empujón, dejaron atrás las callejuelas estrechas del barrio y fueron lanzados al ardiente sol que caía sobre el pequeño parque público situado ante la entrada de la plaza, un lejano círculo blanco rodeado de multitudes apiñadas. El parque hormigueaba de gente, que compraba comida a vendedores ambulantes, bebía a morro de botellas de vino que pasaban de extraño a extraño. Ya se estaban formando colas ante las puertas, sol y sombra, unas para los que tenían poco dinero, otras para los que podían permitirse el lujo de resguardarse del sol abrasador. Una orquesta tocaba en alguna parte, su melodía metálica perdía la batalla ante los rugidos y sonidos guturales que escapaban del gentío.

Tanta gente, pensó María, y tan poca identidad. Era como si una bestia formada por muchos elementos se hubiera ensamblado en vistas al ritual, y la presencia entre ellos de la policía, la autoridad, no significaba más que el zumbido de una mosca alrededor del toro.

Menéndez se abrió paso entre una cola en dirección a una puerta, y ellos le siguieron como pudieron. Sobre sus cabezas se cernían los muros circulares de la plaza, pintados de un blanco deslumbrante, con volutas de madera tallada sobre las puertas y el diámetro del enlucido. Había una entrada más pequeña y tranquila, con una placa que rezaba «Administración» encima, y un grupo de personas discutía con los funcionarios de la puerta: entradas gratuitas, pases de prensa, favores para un viejo amigo. Menéndez se abrió paso, enseñó su identificación. El portero, un hombrecillo de edad madura, vestido con el mejor traje que podía permitirse, echó un vistazo a la fotografía de la tarjeta, les miró y asintió. Entraron y, al cabo de un momento, pasaron del calor torturante y las masas a la oscuridad, fría y algo húmeda.

—Esperen —dijo Menéndez.

Obedecieron, mientras intentaban adaptar sus ojos a la ausencia de luz. Al cabo de medio minuto, cuando las tenues bombillas de los pasillos habían hecho lo que podían por iluminar el interior oculto de la plaza, Menéndez indicó que le siguieran. Se desviaron a la derecha, por un pasillo estrecho y húmedo, de apenas un metro ochenta de ancho. Entonces, Menéndez llegó a un cruce. Una amplia galería, abierta a la calle y al ruedo, corría en ángulos rectos delante de ellos. A la derecha, las multitudes esperaban ante una alta puerta de hierro a que las dejaran entrar en la plaza. A la izquierda, se veía el ruedo, dorado a la luz del sol, mientras un puñado de ayudantes se ocupaba de rastrillar la arena.

—Un pasillo más —dijo Menéndez, y se internó en una arteria construida bajo los asientos del graderío.

Le siguieron, cruzaron una segunda galería, recorrieron la mitad del siguiente pasillo y entraron por una puerta con una placa que rezaba «Policía».

Menéndez sostuvo la puerta para que pasaran. Rodríguez estaba sentado ante un sencillo escritorio de madera antiguo, y repasaba una pila de papeles. Le acompañaban tres policías uniformados, que fumaban en un rincón de la habitación con aire aburrido.

Rodríguez alzó la vista, sonrió con frialdad un momento, y después indicó que se sentaran.

—Está aquí —dijo el inspector jefe—. Lo presiento. Está aquí. Con las fuerzas que hemos distribuido entre estas paredes, no podrá escapar.

Consultó su reloj. La corrida empezaría dentro de una hora, y Mateo sería el primero en torear.

—Tenemos hombres entre el público —dijo Rodríguez—. Tenemos agentes con prismáticos en los tejados. No podrá escapar.

—¿Por qué está tan seguro de que se encuentra aquí? —preguntó Menéndez.

Rodríguez asintió, y María notó algo nuevo en Menéndez, una impaciencia con el inspector jefe, una impaciencia que nunca había sido tan palpable cuando les acompañaba Oso, que entregaba al hombre toda su lealtad, todo su afecto. Intuía que Menéndez se esforzaba por no decir lo que en realidad pensaba, que tal vez el inspector jefe estaba cansado, agotado y, en última instancia, fuera de su ambiente.

—Como ya le he dicho —dijo Rodríguez, y en la forma con que meneaba la cabeza, con más fuerza que nunca, convenció a María de que él también se había dado cuenta del cambio—, como no he parado de decirle, está loco. Locura desencadenada por esta investigación sobre la guerra, pero loco al fin y al cabo. En cuanto le cojamos, todo habrá terminado, de una vez por todas. Hace una hora descubrimos dónde vivía. No fue difícil. Antonio es un camello. Le localizamos gracias a sus contactos en el mundo de la droga. Tenía un apartamento en el barrio. Encontramos las armas, el hábito. Es suficiente para llevarle ajuicio, aunque no encontremos nada más. También me baso en su afición al toreo. ¿Se imagina los titulares que vamos a conseguir?

—Pero ¿cómo sabe que está aquí? —preguntó María.

—Tenía un calendario de pared, de una marca de cerveza, con el día y la hora de la corrida de hoy subrayados. Está aquí.

Menéndez parpadeó, la miró un momento.

—Lo escribió en el calendario.

—Ya se lo he dicho —murmuró Rodríguez—. Está loco. ¿También cuestiona esto, inspector?

—No, señor —dijo Menéndez—. ¿Qué quiere que hagamos?

Rodríguez les pasó tres prismáticos.

—Cójanlos. Hay una caseta de observación, detrás de los asientos de sombra. ¿Sabe dónde están? Estupendo. Tendrán una buena vista. Quiero que los tres vayan allí. Tenemos una frecuencia de radio discreta para todos los hombres distribuidos por la plaza. Será difícil, lo sé, pero quiero que examinen a los espectadores, de uno en uno. Usted le ha visto, María. Sabe cuál es su aspecto. Cuando le localice, comuníquelo por radio. Empiece por la primera fila de los asientos de sol, de derecha a izquierda, de arriba abajo. Otros agentes harán lo mismo desde el lado opuesto. Si no le ve desde la caseta, la trasladaremos a una situada en el otro lado en los intervalos entre toro y toro. Tenemos tiempo. Las entradas se han agotado. En cuanto cierren las puertas, no saldrá nadie hasta que se abran de nuevo, y no se abrirán hasta que yo lo diga.

—Un plan estupendo —comentó Menéndez.

Rodríguez sonrió.

—Gracias, inspector. ¿Ponemos manos a la obra?

Menéndez asintió y los tres salieron de la habitación.

—¿Ha comprendido la distribución de la plaza? —preguntó Menéndez, mientras pasaban bajo las bombillas colgadas a baja altura de otro estrecho pasillo mal iluminado.

—No, me siento perdida —dijo ella—. Detesto estos espacios estrechos.

Menéndez dobló la esquina, abrió una puerta que María apenas podía velen la oscuridad, y la luz les cegó unos momentos. Había una escalera de tijera en el lado opuesto de un angosto callejón que conducía al ruedo. Menéndez indicó a María que pasara delante. Subieron unos seis metros, y luego treparon a una plataforma de madera, protegida por una barandilla de hierro baja. Había cinco sillas baratas en la parte posterior de la caseta de observación.

María caminó hasta la barandilla y miró hacia abajo. Se quedó sin respiración. Estaban en lo más alto de la plaza, bajo el borde de un tejado poco elevado. Los asientos de los espectadores formaban círculos concéntricos, la mitad bajo el sol, la mitad debajo de ella, a la sombra de la tarde. El ruedo, un círculo de arena dorada, parecía diminuto en comparación con el inmenso redondel de la plaza.

—No me había dado cuenta de que estaba tan alto —dijo, todavía impresionada.

Menéndez vio que Quemada subía a la plataforma, cogía una silla y se desplomaba sobre ella. Después, se acercó a la barandilla y se inclinó sobre el borde, al lado de María.

—No, yo tampoco. Desde fuera, lo único que se ve de la plaza son los muros. Desde dentro, como espectador, lo único que se ve es la corrida. El edificio es enorme. Bajo estos asientos hay un montón de espacio. Parte está vacío, parte se destina a almacenamiento. Hay habitaciones, la zona donde guardan a los animales. Oficinas de administración. Se llega a todos esos sitios mediante pasillos, como los pequeños que acabamos de utilizar. El edificio tiene casi doscientos años de antigüedad. Fue construido por partes, terminaban una y añadían la siguiente. Hay controles policiales, podemos ir a donde nos dé la gana, pero no se aleje sin saber a dónde va. Es como un laberinto.

—¿Como el laberinto del Minotauro? —preguntó ella.

Menéndez sonrió.

—Sí, como el laberinto. Cuando era pequeño, los toros me entusiasmaban. Ayudaba a limpiar el ruedo, hacía cualquier cosa con tal de conseguir entradas gratis. Sé orientarme por la mitad de los lugares que acabamos de recorrer, y aún me lo tomo con calma. Pase lo que pase, no se ponga a vagar por ahí. Quédese en los sitios públicos, las partes bien iluminadas, y no tendrá problemas.

María contempló la plaza. Empezaban a entrar los espectadores, hombres vestidos de negro, mujeres con atavíos coloridos y mantillas, todos distantes, como hormigas pintadas de colores alegres. Las nubes empezaban a acumularse en el horizonte, capa tras capa de cúmulos, con manchas oscuras en la parte inferior.

—¿Qué capacidad tiene?

—Unas catorce mil personas, y hoy se llenará.

—Y debo localizar a una persona entre esta multitud.

Menéndez se encogió de hombros.

—Es mucho más fácil de lo que supone. Hágalo de una forma metódica, fila tras fila. Así podrá descartar al noventa por ciento del público. Después, concéntrese en el resto. De esa manera, sólo tendrá que examinar a unas mil cuatrocientas personas. No son tantas.

—¿Y si va disfrazado?

Menéndez la miró, y María estuvo a punto de pellizcarse, tuvo que pensar dos veces, ¿qué significa esta mirada? ¿Contenía algo cercano a la admiración?

—Si va disfrazado…, supongo que estaremos perdiendo el tiempo, pero esa es la orden.

—Sí —dijo Quemada—, y un policía siempre obedece las órdenes. Lo mejor será poner manos a la obra.

Cogió unos prismáticos, los aplicó a sus ojos y ajustó la ruedecilla de enfoque. Las filas superiores de la plaza empezaban a llenarse. María cogió los prismáticos sobrantes y empezó a examinar las caras: gente normal, un poco aburrida, más que un poco cansada, ansiosa de algo de espectáculo al finalizar la semana. Estaban sentados en silencio, expectantes. No reconoció a nadie, una simple masa de rostros desconocidos. Dejó los prismáticos.

—No será tan fácil —dijo, mientras movía el foco.

—Dígamelo a mí —gruñó Quemada—. Nada es fácil en Semana Santa, pero la semana que viene…, la semana que viene nos relajaremos un poco.

Rio, apartó los prismáticos y señaló al otro lado del graderío.

—¿Ve a ese tipo, el de la segunda fila empezando por la puerta de arriba, en el tercer asiento? Le conozco. Es el verdulero que tiene la parada al lado del piso de mi hermana. La mujer que le acompaña no es la suya. Estos tipos me joden.

Menéndez consultó su reloj.

—Quince minutos —dijo—. Dentro de quince minutos saldrá el primer toro. Vamos a aprovechar el tiempo.

—De acuerdo —dijo María, y volvió los prismáticos hacia el público, cada vez más numeroso.